LA ESPAÑA INERTE

Hoy es un día luminoso de junio. Una mañana de calor en la que Córdoba casi arde. Hierve, dice Anguita. Pero para la que «tenemos encima de los hombros», el país vive en una calma chicha, a pesar de la crítica situación económica que sufren muchos conciudadanos, especialmente los desempleados de larga duración.

—«En política también se crea», me has dicho. ¿Cuál es tu obra?

—Yo no tengo ninguna obra. He hecho aportaciones en un momento de desarrollo de la izquierda en España, y del PCE. Pero como obra, como sistematización, como teoría, no, en absoluto. Soy más modesto que todo eso. Aportaciones sí. En el sentido del primer documento con el que se inicia Convocatoria por Andalucía, la construcción de determinadas concepciones como «construcción de la alternativa», como «otras formas de hacer política», como «elaboración colectiva», o lo relativo al Manifiesto-Programa. Algunas ideas han salido de mi pluma y de mi pensamiento, que se han visto después enriquecidas. Mis aportaciones se desarrollan dentro del ámbito de un concepto de izquierda, y dentro del ámbito del PCE. Hay varios escritos míos. Uno de ellos es el despliegue de la entidad comunista, partiendo de que hay que distinguir entre comunismo, comunistas y partidos comunistas. En función de eso, creo que he sido el primero que ha dicho que el Partido Comunista de España ya como tal entidad organizada ha terminado su ciclo, hay que ir a otra entidad comunista… Son producto de lecturas y de una experiencia.

—Piensas que el comunismo es una idea culta, un hombre distinto. ¿Has sido tú ese hombre, un hombre distinto?

—No, pobre de mí. No puedo ponerme como ejemplo de ese hombre distinto, pero, desde luego, en cuanto a austeridad de vida, en cuanto a tratar con limpieza los fondos públicos, en cuanto a sinceridad política, en cuanto a predicar con el ejemplo, con mi vida y en mis relaciones personales, no es que yo sea ese hombre; quiero decir que he adecuado la acción al discurso, que en estos tiempos que corren no está mal.

—Recordarás aquella conferencia que te llevó a Bilbao, «La revolución en la vida cotidiana»… ¿Al final tu mejor obra es tu propia vida?

—No lo he pensando, pero mi vida es una vida rica que además de sinsabores y disgustos, pequeñas y grandes tragedias en lo personal, me ha dado una satisfacción. Tendría que recurrir a Pablo Neruda para decir con él «confieso que he vivido». He vivido a tope, sintiendo el dolor, el abandono, la frustración, y sintiendo también la plenitud de la creación, porque en política… sí, algo se crea. No me gustan los actos donde me aplaude mucho la gente. A mí me da igual que me ataquen, pero a la obra no. Mi ego lo he depositado en lo que hago. Ahí soy beligerante. A mí dígame usted lo que usted quiera —lo digo para mejor entenderme como yo creo que soy—, pero respete mi obra. Mi vida se ha adecuado a ese planteamiento. Un pequeño detalle. Un día vinieron unas amigas mías a hacerme un fondo de pensiones. Les dije que no. ¿Por qué? Sencillamente porque no creo en eso. Es el Estado el que me tiene que pagar lo que he cotizado. Hay determinadas cuestiones que no puedo permitirme. Porque tengo que dar —como dicen los cristianos— testimonio. Por lo demás, muy normalito, aunque hay cosas como… los propios compañeros del Ayuntamiento de Córdoba me han dicho que yo era un tacaño con los dineros públicos. El otro día lo decían para presentarme en una conferencia. «Fue un alcalde tacaño». Pues sí, el dinero público es sagrado. Yo creo en la austeridad. Otra cosa es lo que hace el gobierno en nombre de la palabra «austeridad».

—¿Cómo capturar el espíritu de esta época, de estos últimos años?

—Inconsciencia. Desmesura. Alocamiento. Es una época donde se ha ido persiguiendo una especie de liberación del pensamiento. «No pensar. Gozar, gozar». Recuerdo haber leído un texto de Pío Baroja: «Gozad, gozad, buenos burgueses, todavía no llega el bolchevismo». Sobre las grandes masas de Occidente se ha lanzado esa idea. «Gozad, no penséis». «Tenéis derecho a los yates… no importa sobre qué paséis». Es de una gran inconsciencia. Es la erradicación de la reflexión. Y eso se está pagando. Es una época poco reflexiva.

—¿Con qué otra etapa de la historia tiene parangón?

—Con momentos de la decadencia del Imperio Romano. El panem et circenses (pan y circo), la muerte de los cristianos, los gladiadores, la entrega que hacían los emperadores a Roma como un regalo. Creo que es esa época, el gran espectáculo del circo, el anfiteatro (hoy hay un gran espectáculo, que es el fútbol), todo es espectáculo, y donde las masas aparentemente deciden. Donde la propia oligarquía romana se tiene que plegar a lo que la plebe dice, pero en el fondo la plebe es manejada por un grupo de personas que muchas veces guerrean entre sí, los Pompeyos, los Césares, los Gracos, Claudio Marcelo, los Escipiones y las distintas familias, los Nervas, los de Vespasiano, que han ido generando núcleos de poder que, curiosamente, después, en la Italia renacentista, y posteriormente, se vuelven a reflejar en las familias romanas que producen papas, los Orsini, los Carafa, los Médicis, ese reparto de una oligarquía que ha saltado a través de los siglos en las nuevas encarnaciones del poder, que la Iglesia ha continuado.

—¿Sientes que estás muy lejos de todo eso, o que, sin embargo, te atraviesa el corazón?

—Estoy bastante lejos. Estoy bastante lejos porque no lo entiendo, y no me gusta. Claro, yo corro un peligro sobre el que, a veces, algunos me advierten. Y puede ser verdad. Lo del «espléndido aislamiento». Sucede que no acierto del todo, porque yo me retiro a pensar, pero después vuelvo. Yo no vivo como Juan Ramón Jiménez perfectamente ubicado en la torre de marfil. Si me voy a la torre es para reflexionar, para pensar, para aprender. Pero después yo vuelvo para decir lo que he pensado. Siempre he sido así. Todo dirigente político tiene una influencia, y yo he sido, y sigo siendo dirigente porque tengo una cierta influencia. Pero he influido para poder influir en qué estudiar. No se trata de los estudios fríos de la ciencia en una biblioteca, sino que después lo he compartido, y debatido, en la búsqueda colectiva de algo, de un proyecto. Quien lea esto puede llegar a pensar que soy un presuntuoso… pero lo que no soy es un fariseo, ni un hipócrita. Tengo capacidad de influir. Pero no lo digo ni como mérito ni como ofensa. Lo digo porque es así. En política hay que dejarse las falsas modestias y los engreimientos, las dos cosas. Y tratar de situar las cosas como son.

—En las librerías se venden libros que tratan sobre «Cómo tener una mejor figura», «Cómo ser más feliz»… ¿Qué te gustaría que encontraran las lectoras y lectores de este libro?

—«¿Y tú qué haces?», sería la pregunta. «Tú, ¿qué haces?».

—Tu vida nace en pleno franquismo y atraviesa la dictadura. ¿Qué singular universo dirías que emergió después de los cuarenta años de franquismo en España?

—Lo que emerge es algo que depende de lo anterior. El franquismo fue la negación a pensar, algo que Franco no ideó, Franco más bien lo heredó. El dictador heredó la España de Fernando VII, y la puso en orden, la adecuó al siglo XX. Franco ha sido siempre el régimen de lo inerte. La Iglesia, algo inerte. Un Ejército que no estaba preparado para lo que se supone. Inerte. Unos poderes económicos que salvo en determinadas zonas de España, han sido siempre el régimen de la oligarquía del cereal y del olivo. Inerte. Es decir, la España de lo inerte fue la que representó Franco. Ahora bien, lo inerte para seguir siéndolo recurre a la muerte y al asesinato. Y de la España de lo inerte ha salido una especie de inercia del ilusionismo. Hubo un momento fugaz: «La democracia va a resolver los problemas». Sin llegar a pensar qué era el sistema democrático, y hoy estamos en una especie de vacuidad absoluta, estamos en el vacío. En el vacío total. No hay referentes para las grandes masas. No hay valores. De una época se pasó a otra donde se midió la calidad de vida por el conjunto de bienes que posees y lo que prometen esos libros, «cómo voy a estar más guapo, más inteligente, por una competitividad», como si estuviéramos en una eterna pasarela. Pero cuando todo es pose, imagen… falta la reflexión y la esencia. Los de la pose tienen miedo a pensar, con lo cual llegamos a otra cosa característica de la sociedad española. El español se pone delante de un toro, pero no tiene valor de enfrentarse al pensamiento. No lee. Eso está más claro que el agua. Cuando digo el español estoy generalizando, pero la característica más global es que las grandes masas tienen miedo a pensar. Un miedo pavoroso. Algo que yo constato cuando la gente me dice: «Yo no quiero saber nada». Eso demuestra el grado de degradación al que hemos llegado.

—¿Así ves a tus contemporáneos?

—Es la nota dominante de la sociedad española. Algo que viene de atrás. Yo siempre cojo a Fernando VII porque es para mí una referencia que explica muchas cosas venidas después. Claro que antes tenemos todo el problema de los ilustrados y la reacción de todo el poder económico y de la Iglesia. Una Iglesia que ha producido en el llamado «Siglo de Oro» y en el siglo XVII a un Fray Bartolomé de las Casas y una serie de clérigos, como Luis Vives, que hablan de cierto comunismo agrario primitivo. Esa Iglesia de pronto se transforma en una depredadora intelectual, hasta que en el siglo XIX no se produce en España ni un solo tratado de teología, limitándose a ser una rama que chupa la sabia del árbol. Al llegar el siglo XIX, con Fernando VII resolviendo los problemas llamando a matar, cuando el obispo de Osma era el jefe de una especie de secta llamada «El Ángel Exterminador», dice: «Hay que exterminar a los negros, a los liberales, hasta la cuarta generación». Esto recuerda a Mola y a Queipo de Llano. Otra vez estamos ante lo mismo: la persecución. Es curioso, porque hasta la gente del común a los anarquistas primitivos les llamaban «los hombres de ideas». «Ese tiene ideas»; fíjate, están diciendo que ellos no se reconocen como portadores de ideas, sino como algo diferencial. Nos está explicando cuál es el drama. Hoy ese drama existe, y lo podemos encontrar en los intelectuales orgánicos del sistema, o del régimen, que es lo que tenemos, que no reflexionan. Y los medios de comunicación van reproduciendo una pauta, una falsilla. Y eso que en la historia de España ha habido una veta de gente que lo ha pasado muy mal: Quevedo es uno, Servet otro, de antes, muerto a manos de la inquisición calvinista. El propio Marcelino Menéndez Pelayo, que es un hombre muy conservador, bordeando en algunos momentos el fascismo, da al conocimiento español dos magníficos libros, La historia de los heterodoxos, sin el cual no sabemos nada de la cantidad de gente que disentía de la oficialidad católica, y La historia de la ciencia española. Tiene que ser este señor el que cuente la historia de tantos que fueron marginados. De repente descubrimos que la Universidad de Salamanca tiene mucho que ver con determinadas mediciones, con determinados relojes, cuando se da en otros lugares pequeñas investigaciones sobre el autogiro, el submarino… Siempre la excepcionalidad ha sido el pensamiento creador de algo importante frente a grandes dificultades. Esa es la característica. Y eso existe hoy, existe hoy, pero plenamente.

—¿Qué te gusta de esta España actual?

—Nada. Nada. Y sin embargo me siento español. Y cuando digo que me siento español quiero decir que yo soy de esta sociedad. No lo digo para diferenciarme de los demás, ni por creer que esté tocado por un dedo divino, no. Me siento español —con un tono muy sereno—, asumiendo una cultura y ciertas cosas, pero no me gusta nada de esta España actual. A mí no me gusta, francamente, como tampoco me gusta la sociedad occidental tal como está. Yo me he sentido plenamente imbuido cuando he estado en México, o en Cuba, o en Nicaragua. Me encanta Latinoamérica. Desde su folclore a su forma de ser, a la naturalidad con la que se hacen las cosas. Allí me siento totalmente libre. Aquí en España te puedo hablar de un paisaje, de una música. No creo que haya que morir para defender ciertas cosas como la patria, que para mí es un concepto vacío. Creo que el patriotismo es el último refugio de los canallas, como dijo el escritor inglés Samuel Johnson.

—¿Hubo alguna España en la historia que merezca tu admiración?

—Sí, la España de los perseguidos, de los perdedores, la España de los primeros republicanos, de los republicanos que vinieron después, la España que quiso representar Esquilache. Yo soy un defensor de Leopoldo di Gregorio, el marqués de Esquilache. Defensor de Aranda, de Campomanes, y de Floridablanca, con todos sus errores. La España que intentó decir: «Mire, esto no es así, que hay otras maneras». A esa España sí me siento cercano, y lo digo con determinado sentimiento de pena y de frustración. En eso soy muy deudor de Pierre Vilar cuando escribe la Historia de España, que es un librito magnífico, y pone el acento en todos estos seres humanos que nunca han tenido una preponderancia, pero que han sido lo mejor que ha parido España. Esos hijos malditos, malditos por esa mayoría que se niega a pensar. Esos hijos que para mí han sido los más insignes y preclaros de España.

—¿Eres duro contigo mismo? ¿Tan duro como lo eres con otros? ¿Eres exigente contigo y esa exigencia la trasladas a otros?

—Me decía mi secretaria que yo era muy perfeccionista. Yo tengo que saber dónde está todo. Es curioso porque nunca… es una de mis satisfacciones… a mí nunca me han acusado de haber coartado la libertad, ni de que he echado a nadie. Pero yo quiero que todo funcione a la perfección. Debe ser cosa de las coronarias, ¿no? No sé si los coronarios somos así porque somos de esa manera, o somos de esa manera porque somos coronarios. Yo me exijo bastante y soy perfeccionista. Demasiado.

—Al decir «coronario» te refieres a tu corazón, no a la monarquía.

—Sí (ríe abiertamente). Me refiero a las arterias coronarias del corazón, a las que irrigan el miocardio del corazón.

Hace calor en Córdoba. Definitivamente es una mañana luminosa, llena de luz. Hierven las palabras. Maceran.