La guerra del Golfo comenzó con la invasión iraquí de Kuwait el 2 de agosto de 1990. Las hostilidades entre Irak y una coalición de países, liderada por Estados Unidos, se iniciaron en enero de 1991, dando como resultado la victoria de las fuerzas de la coalición. Las tropas iraquíes abandonaron Kuwait dejando un saldo muy alto de víctimas humanas. Las principales batallas fueron combates aéreos y terrestres dentro de Irak, Kuwait, y en la frontera entre Kuwait y Arabia Saudita. Esa guerra terminaría el 28 de febrero de 1991.
Posiblemente, la invasión y anexión de Kuwait por parte de Irak estuviesen relacionadas en un principio con el petróleo, pero en realidad hay más. En meses anteriores, ambos países habían tenido una serie de disputas. Irak alegaba que desde 1980, Kuwait había estado robándole petróleo desde su yacimiento de Rumaylak (situado bajo ambos territorios).
Por otra parte, Irak, que dependía del valor del combustible para pagar su deuda externa contraída en la guerra contra Irán (casi 40 000 millones de dólares, con intereses de 3000 millones por año), se sentía afectado por la superproducción de Kuwait y otros países del Golfo, que mantenían un precio bajo del insumo.
Además, otra posible causa era la necesidad iraquí de acceder al Golfo Pérsico desde su puerto de Umm Qasr, lo que implicaba ocupar las islas kuwaitíes de Bubiyan y Warbah. Finalmente, se ha dicho que el presidente Sadam Husein necesitaba una rápida conquista para mejorar en algo su bajo prestigio y perfilarse como un líder del mundo árabe.
El 11 de septiembre de 1990 Julio Anguita reprochaba políticamente al presidente del Gobierno, Felipe González, desde el hemiciclo del Congreso, que hubiese tardado cuarenta días en comparecer ante los responsables del pueblo español para explicar la posición del gobierno ante la crisis del Golfo Pérsico.
«Señor Presidente, el 29 de octubre de 1981, en el debate acerca del ingreso de España en la OTAN, su señoría decía lo siguiente: “No queremos el ingreso de España en la OTAN, y no porque los socialistas seamos específicamente antiatlantistas, estamos efectivamente en contra de la política de bloques y por una política de paz y de cooperación en el plano internacional, y consideramos que en los momentos presentes de crisis mundial económica, política y también de crisis de valores… España puede y debe jugar un papel claramente positivo en la consecución de una salida de paz y de progreso del mundo”. La experiencia de los ocho años de gobierno de su señoría dejan claramente explicitado cómo aquel discurso se quedó en palabras, palabras, palabras».
El portavoz de IU en el Congreso, Julio Anguita, denunciaría ya entonces la hipocresía que reina en las relaciones internacionales. «El invasor, Sadam Husein, despliega un ejército bien pertrechado y bien abastecido en armamento de toda índole, tanto por la Unión Soviética como por Inglaterra, Francia, Estados Unidos; un ejército que ya había experimentado, tanto en la guerra contra Irán como en la aniquilación de diez mil kurdos, los efectos devastadores de las armas químicas, muchas de ellas fabricadas con componentes de procedencia española y exportadas por Explosivos Riotinto, Explosivos de Burgos, Explosivos Alaveses, violando todo el embargo que había decretado Naciones Unidas».
En aquella primera intervención de Anguita de septiembre de 1990, durante la comparecencia de Felipe González para informar sobre la situación creada por la invasión de Kuwait por la República de Irak, concluiría señalando que «el gobierno de Estados Unidos despliega de manera unilateral y sin mandato específico de ningún organismo internacional sus fuerzas armadas en la frontera entre Arabia e Irak», para preguntar por el papel que jugará el presidente del Gobierno: «¿Seguirá la vía fácil pero gregaria, subalterna y desfasada de apoyar la acción iniciada por Estados Unidos, o se apresta a hacer un esfuerzo, por vía europea y de la ONU, aportando la supuesta intervención preferente de Latinoamérica y países árabes?».
Aquellas intervenciones de Julio Anguita, en el año 1990, estaban ya marcando línea política en los temas europeos. «Señor González, hay algo peor que equivocarse, hay algo peor que realizar una mala política: no tener ninguna propia y específica. De la misma manera que su gobierno está siendo timorato, seguidista y carente de toda la iniciativa a la hora de hacer propuestas en torno a la construcción europea, está haciendo una política exterior propia de situaciones anteriores a la caída del Muro de Berlín».
Tres meses más tarde, el diario de sesiones del Congreso de los Diputados, concretamente el de 18 de diciembre de 1990, recoge un nuevo debate sobre la Cumbre del Consejo Europeo de Roma. Julio Anguita recordó en su intervención que se acudía al hemiciclo «con la espada de Damocles de la guerra a plazo fijo en el Golfo Pérsico», lamentando una vez más que «en los momentos decisivos, la construcción europea adolece de nervio y de proyectos sostenidos».
«Los acontecimientos sobrevenidos en los países del centro y este de Europa después de la caída del Muro, la petición de ingreso en la Comunidad Económica Europea de Austria y Suecia; la evolución de la situación económica; el horizonte del Acta Única de 1992, este marco plantea el reto que desde hace tiempo es doble: uno, conseguir adecuar la velocidad en la construcción política a la velocidad en la integración económica; y, dos, conseguir un modelo de construcción política para gobernar no solo la unidad económica, sino también las nuevas responsabilidades en materia de seguridad, cooperación e integración europea».
En aquel debate de diciembre de 1990, cuando aún no había tenido lugar el Tratado de Maastricht (lo que ocurriría en 1992), Julio Anguita ya anunciaba lo que estaba a punto de producirse, no solo en estos últimos años de convulsión económica y recortes públicos en derechos sociales, sino que estaba adelantándose al propio tratado europeo de Maastricht.
«Esto conlleva, no nos engañemos, procesos de ajuste que, con la experiencia habida —diría en el Congreso de los Diputados en diciembre de 1990—, recaerán sobre trabajadores y capas populares. Dicho de otra manera, las consecuencias más inmediatas son: bloqueo de un papel activo del presupuesto comunitario; aumento de los desequilibrios territoriales y sociales al limitar la financiación de los fondos presupuestarios y de los estados miembros; impedimento a nivel comunitario y de los estados miembros de una política fiscal progresiva, y sobre todo, armonizada a nivel comunitario (…). Mientras la Carta Social Europea siga siendo la marginada, cumbre tras cumbre, reunión tras reunión, la Europa de los ciudadanos, de los ciudadanos trabajadores, que son la inmensa mayoría, no existirá y sin esa la construcción europea no se alzará sobre bases sociales sólidas».
Había caído el Muro de Berlín y se estaba descomponiendo la Unión Soviética y muchos pedían con insistencia la desaparición de los partidos comunistas. Julio Anguita le daba la vuelta a esa petición volviéndola contra quienes a pesar de los cambios que se operaban en el mundo seguían enquistados en las viejas políticas, como si nada pasara.
«La Cumbre de Roma sigue enfeudada en la dinámica de la política de bloques —diría en diciembre de 1990 en el Congreso de los Diputados—, parece como si no se hubiese producido de hecho la desaparición del Pacto de Varsovia. Mantener la defensa europea en el cuadro de la Alianza Atlántica y de la UEO significa impedir la desnuclearización de Europa, la total desaparición de los arsenales francés e inglés (…), renunciar a una política de seguridad compartida, como propusiera en su momento el fallecido Olof Palme (…), renunciar a jugar un papel activo, autónomo y progresista en la solución pacífica de conflictos regionales y sociales en el mundo (decía esto Anguita cuando apenas seis meses después comenzarían las guerras de Yugoslavia, en el centro de Europa), atribuyendo en la práctica a la OTAN o a la UEO (Unión Europea Occidental, fusionada con la OTAN) el papel de brazo armado de una política en la que Europa juega siempre un papel meramente secundario».
Terminaba su intervención con una carga de profundidad del ideario político de la Izquierda Unida de entonces: «La política de paz y seguridad están indisolublemente ligada a políticas de aplicación de los derechos humanos, de corrección de desequilibrios sociales y territoriales, y de apuesta por la paz, entendida esta como construcción de un mundo plenamente humanizado».
«Sin embargo —añadiría—, la Europa que se perfila cumbre tras cumbre no deja de estar todavía bastante alejada de aquellos que apuestan por una Europa federal de los ciudadanos, de los trabajadores, de la paz, del desarme y la supresión de los bloques militares; de una Europa de derechos, especialmente de derechos sociales».
Esta tarea de recuperación de las palabras de entonces, concluye con los debates que tuvieron lugar en el Congreso el 18 de enero de 1991, una vez iniciadas las hostilidades de la coalición, comandada por Estados Unidos, contra Irak. Treinta y cinco horas después de haber estallado por tanto la guerra en el Golfo Pérsico.
«Las bases militares, pieza clave en el despliegue norteamericano, están siendo utilizadas… más allá de las condiciones aprobadas en referéndum por el pueblo español», fue la primera denuncia de Anguita, que subrayaba el abonado divorcio que se estaba produciendo entre la vida real y la actividad política, ya que en las calles «apuestan inequívocamente por una solución no bélica, la paz».
«Esto no es la guerra del derecho, ni muchísimo menos, como ha dicho el presidente Bush, una guerra por los valores éticos y morales o el pórtico para un nuevo orden internacional. No es la guerra del derecho —dirá Anguita en el Congreso— porque la fuente del mismo, la del derecho, es la ley, y esta debe caracterizarse por su universalidad en la aplicación, es decir, a todos por igual».
«Si se desata una operación bélica justificando la aplicación de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, ¿por qué se permite el incumplimiento de las mismas por parte del estado de Israel para los territorios palestinos, o por parte del Reino de Marruecos con respecto a la República Árabe Saharaui? No puede haber dos pesos y dos medidas».
Leer las intervenciones del presidente y portavoz de IU en el Congreso de los Diputados es ahora una prueba de su facultad de previsión, pero no solo eso. Es una lección de historia entresacada de la intervención serena, a la vez que apasionada, de quien ya llevaba veinte años luchando por la utopía de lo concreto. Y siempre con una visión de un europeísta en pro de la construcción de una Europa distinta.
«Se podrá acabar violentamente con Sadam Husein, su política agresora y su militarismo, pero mañana, tal vez pasado, desde luego a medio plazo, las naciones árabes, sus pueblos, ante tanta injusticia, ante el rostro que la fuerza multinacional presenta, sublimará sus problemas y sus esperanzas en recuerdos mitificados y en posturas panarabistas penetradas por el fundamentalismo islámico».
Con esta última intervención, estaba imaginando lo que con el tiempo sería el 11-S de 2001 en las torres gemelas del World Trade Center, en Nueva York, o el 11-M de 2004 en los trenes de Atocha, en Madrid.
«Señorías, desde las primeras horas de la madrugada del día 17… el nuevo orden internacional no puede surgir de la guerra, el nuevo orden internacional necesita de unas Naciones Unidas en las que la Asamblea General de las mismas tenga un papel determinante y en las que desaparezca el derecho a veto de cualquier potencia. El nuevo orden internacional de Europa, si quiere ser Europa y no un proyecto a medias, esa Europa tiene que servir de puente y relación entre América, el Mediterráneo y el Próximo Oriente».
Anguita reclamaba entonces, como hará en muchas otras ocasiones, una respuesta distinta para un tiempo distinto.
Dos meses más tarde, el 5 de marzo de 1991, se abordaría en el Congreso el desenlace del conflicto del Golfo Pérsico. Irak se había retirado de Kuwait, consiguiéndose el alto al fuego.
«La guerra en el Golfo Pérsico no ha sido nunca la guerra del derecho —¿acaso alguna guerra lo es?—. No ha sido la guerra del derecho porque se ha puesto en marcha una acción bélica al margen de lo previsto en el capítulo séptimo de la Carta Fundacional de las Naciones Unidas… No ha sido la guerra del derecho porque los bombardeos sobre poblaciones civiles no pueden ser nunca cubiertos o amparados por el manto de ese derecho».
Recordó entonces las palabras dramáticas del señor Pérez de Cuéllar, secretario general de la ONU, quien había declarado que aquella guerra «no es la guerra de las Naciones Unidas». También unas palabras de signo contrario, cuando alguien señaló que «por primera vez en la historia contemporánea, España había estado a la altura de su historia, de su cultura y de su geografía. Y también de su responsabilidad. Semejante disparate —valoraba Anguita— no puede quedar sin respuesta».
«La cultura española ha parido un Bartolomé de las Casas, defensor del derecho de los indígenas y de los pueblos oprimidos; a un padre Vitoria, figura señera del derecho internacional; a un padre Suárez, insigne figura del derecho político, y como síntesis de universalidad y de cultura, a un Pablo Picasso que, enlazando con las denuncias de la guerra del genial Goya, nos muestra en su bombardeo de Guernica lo que nadie puede hacer sin mancharse ni en el Al Kuwait, ni en Bagdad, ni en Basora».
«No malgastemos ni tampoco tergiversemos lo que la historia y la geografía nos legaron. Somos un país de síntesis cultural; un puente entre Europa, Latinoamérica, el Mediterráneo y el Próximo Oriente. El apoyo a la guerra nos ha aislado de muchos pueblos y hemos desperdiciado todo un potencial político que colocar en la mesa de la construcción europea. La acción del gobierno nos ha impedido ejercer el papel para el que estamos llamados».
Descendiendo al terreno del conflicto, a las víctimas, Julio Anguita recordaría a sus señorías, y a toda la ciudadanía española el precio de aquel alto al fuego: «Más de cien mil muertos, militares y civiles; ciudades destruidas; bienes materiales y naturales arrasados; violación de la Convención de Ginebra por parte de Sadam Husein con los prisioneros y la población de Kuwait; violación de la Convención de Ginebra por parte de la fuerza multinacional, también con los prisioneros de guerra y con el ametrallamiento a columnas militares iraquíes en franca retirada; contaminación de las aguas con millones de litros de crudo por parte de Sadam Husein, utilización del napalm, el arma maldita de Vietnam, de manera sobreabundante (…). La paz no puede comprarse a cualquier precio, se ha dicho en esta tribuna. ¿Saben sus señorías lo que se ha comprado con la guerra? Han comprado el descrédito de las Naciones Unidas y conviene cuanto antes, desde la necesidad de su existencia, acometer no solo su democratización, sino también su inmediato y exclusivo protagonismo en la solución de los problemas internacionales, empezando por este.
»Han comprado un serio revés en la construcción europea. Europa se ha mostrado sin unión política, sin proyecto autónomo, sin capacidad de respuesta propia, manteniendo organismos inservibles a la luz de la nueva situación, la OTAN y la UEO. La Europa por la que apostamos solo podrá ser constituida desde la izquierda y con políticas de izquierda: una Europa en la que algunos de los Estados miembros tendrán que optar entre apoyar sin reservas la construcción europea u otras alianzas».
Aquel marzo de 1991, Anguita terminaría haciendo un canto a la paz. Un texto que es hijo de la visión europeísta de Victor Hugo. «Se es vencido —y aquí todos somos vencidos— cuando se vuelven a abrir, con la participación en la guerra, las heridas mal cicatrizadas del debate sobre la OTAN… Todos somos vencidos entre los vencidos de Europa cuando vemos posponer la construcción de una Europa progresista y autónoma a la reedición de un Bienvenido, míster Marshall para conseguir en el botín de la reconstrucción de Kuwait una tajada para algunas empresas».