Hubo mucha gente que supo estar a la altura de las circunstancias. Y unos cuantos, aunque muy significados, que maniobraron para intentar conseguir sus fines. Es una impostura, pero casi siempre hablamos de los que, estando en minoría, montan el cisma. En este caso con el efecto multiplicador que ofrecen los medios.
La gente que estuvo a la altura de las circunstancias sabía que el partido estaba al servicio de IU, que el partido tenía su disciplina, asumida, discutida, impulsando las áreas de elaboración. En Madrid las áreas federales impulsaron programas, participación y nuevas alianzas. El Área de Economía, con Salvador Jové al frente, la de Medio Ambiente, que conjuntamente con AEDENAT preparó un Plan Energético Alternativo y desarrolló nuevos conceptos como el de enfrentase a la obsolescencia programada, la de elaboración de una propuesta sobre el Estado Federal, la de un nuevo proyecto europeo y la de constituirse en una réplica de cada ministerio.
Pero en la Comunidad de Madrid comenzó a surgir la idea de que las áreas eran simplemente lugares donde se reunían técnicos y asesores, sin incidencia alguna en las decisiones, algo que contrariaba el sentido profundo de la elaboración colectiva. Y empezó la otra fase de Izquierda Unida, la de aguantar el acoso y derribo. Se crece electoralmente pero gota a gota, un diputado más en 1993 (el año del infarto en plena campaña electoral) y solo tres en 1996 a pesar de todos los escándalos de corrupción en el PSOE. La advertencia ya había sido lanzada por Luis María Anson en las páginas del ABC: había que castigar electoralmente pero sin que el auténtico peligro —IU— creciese demasiado.
El sempiterno discurso del «reequilibrio de la izquierda» estaba permanentemente presente: Curiel, Pérez Royo, Sartorius, la nueva dirección de CCOO y en general la corriente que iría cristalizando en Nueva Izquierda. No bastaba que en 1993 González hubiera preferido a CiU para conseguir la investidura, que en 1995 no se molestase siquiera en leer las 25 propuestas que se le hicieron en debate parlamentario, como tampoco bastaron los cuatro meses en que IU y PSOE estuvieron trabajando en 1996 en un programa común que no pudo seguir adelante porque en lo tocante a la política fiscal no se movían ni un ápice en la dirección de cumplir el artículo 31 de la Constitución. Tampoco lo hicieron cuando en 1998, y gobernando Aznar, se les hizo una oferta programática de once puntos. Es más, ni siquiera se dignaron a contestar.
Por si todo ello no fuera suficiente, el PSOE sabía de nuestra negativa a la oferta hecha por escrito de Aznar de montar una moción de censura que hubiese echado a González de La Moncloa. Muchas de aquellas iniciativas eran hechas por mi parte con la intención de evidenciar ante los de «la casa común» de nuestras filas la inutilidad de su quimera o de su sueño de engrosar las filas que tras algunos años engrosaron.
Por si todo esto fuera poco, en Galicia el coordinador de IU me anunció de manera sorpresiva que hora y media después de su llamada firmaba un acuerdo electoral con el PSOE para las siguientes elecciones gallegas. Aquel pacto hecho a espaldas de la dirección federal y de la dirección gallega obligó a ambas a elaborar otra lista con las siglas de IU en Galicia.
Obviamente el coordinador general Anxo Guerreiro y los suyos fueron expulsados de la organización. Inmediatamente Iniciativa per Catalunya, nuestro más que dudoso aliado, declaró que haría campaña electoral por Guerreiro. Esta decisión era simplemente una injerencia en la política de IU y además hecha por quienes defendían ardorosamente la independencia mutua de ambas organizaciones. Nosotros ya fuimos de una condescendencia rayana en la dejación de responsabilidad cuando años antes aguantamos sin decir nada, que Rafael Ribó, saltándose también los acuerdos entre IU e IC, hiciera campaña en Euskadi por Euskadiko Eskerra y en contra de Ezker Batua.
A esta felonía de IC se unieron las direcciones mayoritarias de IU en Cantabria, Valencia y Castilla-La Mancha; la ruptura estaba servida. Fue una decisión traumática pero necesaria a todas luces. Celebradas las elecciones, Guerreiro sacó un escaño, el suyo; IU de Galicia quedó dividida e IU debilitada; las direcciones de CCOO en aquellos territorios, además de Diego López Garrido, Cristina Almeida y Nicolás Sartorius cumplieron su cometido.
Estaba claro que la oposición a Maastricht pasaba factura. Hoy, al cabo de los años, la realidad ha puesto a cada uno en su sitio. Demasiado precio a pagar por tener razón.
Maastricht era la apuesta europeísta que después hemos visto convertida en un desastre. Pero entonces era la apuesta de la socialdemocracia que, como siempre, plantea, a lo más, la reforma del sistema capitalista. Yo entonces era el «ultramontano», el «rebelde», el «rojo», el «mesiánico». Pero nosotros manteníamos esa posición gracias a un profundo estudio y reflexión que se había dado con gente muy rigurosa: Martín Seco, Joaquín Arriola, Salvador Jové, Manuel Martín, Ramón Franquesa y en Francia la figura de Chevenement.
Eran muchos los momentos en los que veíamos el abismo que nos separaba de los compañeros de Nueva Izquierda. Puedo recordar, por ejemplo, aquel viaje de vacaciones que hice en agosto de 1990 a Canarias. Estando en una de las islas, Irak invadió Kuwait. Era el 2 de agosto. Las declaraciones de los norteamericanos hacían presagiar una guerra inminente y un saldo muy alto de víctimas.
Desde allí escuché las declaraciones de Nicolás Sartorius, indicando que «Occidente tiene que defender su modo de vida». O sea, el petróleo. Así que tuve que llamar a prensa para decir que la única voz autorizada para hablar de esa guerra que se avecinaba sería yo, como representante del «nosotros» que configurábamos la mayoría en IU.
Los mejores años para IU fueron del 91 al 96, ¡cuando resulta que fueron años tremendos! Eran «buenos años», de acuerdo, a la vez que estaban cargados de luchas intestinas. Sí, sí, permanentemente. Pero había un gran debate, muchas ideas e iniciativas, que eso es lo primordial; pero, además, hubo un crecimiento electoral… De hecho alcanzamos el 13,4 por ciento de representación en unas elecciones europeas, y el grupo de diputados españoles se convertiría en el jefe del grupo parlamentario de la Izquierda Unitaria Europea. Eso no había pasado nunca. Tuvimos veintiún diputados en el Congreso; y por poder, podríamos haber hecho jefe de Gobierno a José María Aznar. Hubiera sido un disparate, pero matemáticamente podíamos. De ahí salió la consigna del ABC, del Luis María Anson: «Ojo con castigar demasiado al PSOE, que el enemigo es Izquierda Unida».
Y como representante del enemigo, Julio Anguita.
En aquella tesitura es cuando surge el discurso de las dos orillas. Surgió durante un Consejo Político Federal; analizábamos las zonas de diferenciación y coincidencia con otras fuerzas políticas. Era claro que tanto PSOE como PP coincidían en políticas que estructuraban una concepción de la sociedad: economía, democracia, instituciones, políticas exteriores y de defensa, Unión Europea, etc. Llegamos a la conclusión de que ambas fuerzas estaban en la misma orilla. Particularmente nunca me ha gustado entrar en debate sobre las «esencias» expresadas en símbolos, pasado histórico, imaginario colectivo, etc. Nunca afirmamos que PP y PSOE fueran lo mismo sino que hacían lo mismo, estaban instalados en la misma lógica.
Aquel discurso molestaba a quienes en IU una y otra vez hacían de la unidad de la izquierda una cuestión de siglas y de alianzas institucionales. Pero es más, a la luz de la memoria histórica tenemos las evidencias de que el PP era el adversario nítido, claro, preciso. Sin embargo, toda la política de González no había sido otra cosa que allanar el camino a los siguientes gobiernos de la derecha. El inmenso error sigue consistiendo en olvidar aquellos años de «felipismo» rampante y seguir instalados en una visión simplista y maniquea que tanto ayuda a conservar el bipartidismo.
—¿Hay indignación en ti?
—No. Ya no. Hay algo… ¿insano? Lo tengo que confesar. Es una venganza. Decir «bueno, ya lo habéis visto». Si la venganza es insana y se sirve en plato frío, mi venganza no es desearle mal a nadie. Me basta simplemente que queden retratados. Ya no me altero más. Ellos han hecho mucho daño con esto. Mucho daño. Y también en el ámbito interno, con las frivolidades y los miedos ante el qué dirán de los periódicos y ante la órbita de poder del Partido Socialista.