DOS ALMAS EN EL PCE

El 2 de febrero del año 2000, estando todavía convaleciente de la operación quirúrgica en la que a Julio Anguita le implantaron un triple bypass, escribió un artículo que suscitó una polémica, en absoluto buscada, y que mostró a las claras la división existente en la opinión pública como consecuencia de los pactos preelectorales entre el PSOE e IU. El artículo, titulado «Dos almas y un cuerpo», recogía las opiniones contrapuestas y contradictorias que sobre aquel pacto tenía la calle.

Unos lo saludaban como algo que al fin se había producido tras agrios y duros debates entre IU y el PSOE: por fin se había conseguido la unidad de la izquierda. Para otros, IU había claudicado y no había tenido reparos en establecer acuerdos con corruptos.

Tanto en uno como en otro caso los viandantes con los que Anguita coincidía en sus paseos de recuperación terminaban amenazando con no votar a IU si se confirmaba la opción que ellos condenaban.

Esto, que era un reflejo de una opinión pública que se reclamaba de izquierdas, ha sido, y es, una de las características más señaladas del cuerpo electoral en tiempos de crisis. Lo que se ha convertido en una manera de ser y de estar, con un lenguaje político crispado y la generalizada ausencia de un discurso razonado, propositivo, reflexivo y ausente de ataques ad hóminem. Ese estado de opinión no era, ni tampoco lo es hoy, exclusivo de la ciudadanía, sino que es transversal al conjunto de IU y del PCE ¿Por qué? La tentación cómoda de dividir en sectarios o entreguistas al conjunto de la militancia no es tampoco buen método para encontrar las razones profundas y objetivas de estos dos posicionamientos.

Se hace necesaria una breve reflexión sobre la historia del PCE durante la clandestinidad. El Partido Comunista de España actuó en dos realidades diferenciadas y diversas: el interior, perseguido, castigado y anatematizado por la propaganda de la dictadura, y el exterior ubicado fundamentalmente en Francia, la URSS y con una fuerte implantación entre la emigración española en Alemania, Bélgica, Holanda o Luxemburgo. Sin que pueda caerse en la tentación de afirmar que el PCE del exterior careciera de problemas ante las autoridades de esos países, no es menos cierto que sus actividades se desarrollaban en un clima de normalidad.

La organización del interior, por su situación objetiva, era la llamada a desarrollar in situ la línea política del partido que teniendo como objetivo primordial el derrocamiento del franquismo había puesto en marcha tres proyectos tendentes a conseguir las alianzas necesarias: el llamamiento a la Reconciliación Nacional en 1956, con el que se abandonaba la línea basada en las guerrillas, y el Pacto por la Libertad de 1972. Entre ambas fechas el PCE apostó y puso en marcha en 1959 una estrategia de lucha vertebrada en torno a la consecución de la Huelga General Revolucionaria, que no tuvo gran eco entre los trabajadores.

Es en 1974, con la tromboflebitis que aparta provisionalmente a Franco de la Jefatura del Estado, cuando el PCE, con la creación de la Junta Democrática, convoca al tercer gran intento de concitar una alianza de fuerzas democráticas en torno a la conquista de las libertades, la convocatoria de Cortes Constituyentes, la convocatoria de un referéndum para dilucidar si monarquía o república, un gobierno provisional de amplia coalición, amnistía total para presos y exiliados políticos y reconocimiento de la personalidad nacional específica de Galicia, Euskadi y Cataluña conforme estaban desarrollados los estatutos durante la Segunda República.

El Manifiesto-Programa de 1975 ponía el acento en que la conquista de las libertades políticas era la primera tarea a resolver. Tras esta afirmación, el PCE advertía de las dos y antitéticas opciones de salida posibles tras las libertades políticas: por un lado, la vía de desarrollo hacia la democracia política y social, y el socialismo, es decir desenvolvimiento de la revolución política inicial en un sentido social. Y por otro, la vía de un desarrollo neocapitalista. En este dilema y la manera en que se resolviera estaba el signo del futuro.

Lo que es indudable es que el PCE ha tenido como estrategia única desde la Reconciliación, la permanente búsqueda de alianzas políticas y sociales capaces de crear una nueva situación política y social. Esa estrategia marcó a la práctica totalidad de la militancia, en ella se forjaron generaciones de comunistas. El problema ha residido en la manera como el PCE ha ido desarrollando esa política de alianzas tras la Constitución de 1978.

La Transición significó dos cosas, la instalación de las libertades políticas, pero también la consolidación de un régimen bipartidista, opaco en sus trasfondos económicos, oligárquico en su manifestación institucional y corporativo en lo político. Es decir, la consolidación de un estatus que invalidaba o impedía el desarrollo consecuente de las libertades a otros ámbitos y esferas indisolublemente ligados a las mismas: la transparencia, el control democrático, la justicia social y la modernidad en definitiva.

En resumen y para reflexionar sobre ello en los momentos actuales: el Estado de Derecho contenido en las libertades era liquidado casi al nacer por el pacto transaccional de la Transición. Desde el momento mismo de la primera convocatoria electoral de 1977, para el PCE la prioridad se cifra en recoger de las urnas el esperado y «lógico» fruto de su ejecutoria en la lucha clandestina en solitario. Los resultados fueron decepcionantes a la luz de la esperanza albergada. La reiterada desilusión en las generales de 1979 puso fin al cuento de la lechera soñado en las epifanías democráticas. A partir de entonces surge a la luz un proceso larvado existente durante la clandestinidad: las dos almas del PCE.

El desarrollo de lucha política exclusivamente ligada a la confrontación electoral que se inaugura con un debate ficticio, el del leninismo, y con la consolidación de un esquema de organización territorial, marca el comienzo de las crisis posteriores.

Los continuos éxodos y fugas al PSOE no eran sino la confirmación de que el partido se había instalado en un terreno adverso, desconectado de la realidad y pontificando que los movimientos sociales solo debían esperar a que «nosotros los traduzcamos a la política», según la expresión de Santiago Carrillo en enero de 1984 durante una sesión del Comité Ejecutivo del que formaba parte.

Las crisis, saldadas con expulsiones, las rupturas orgánicas y la reiterada obsesión de conseguir influencia política, dando de lado a las clásicas alianzas sociales, anunciaban un proceso de consolidación de las dos almas llamadas a colisionar en su día.

El giro de CCOO hacia una homologación con la UGT tampoco era otra cosa que confirmar lo que las elecciones habían expresado: la mayoría del movimiento obrero consideró que el renacido PSOE respondía mejor a sus necesidades y que el Dorado europeísta era la mejor de las homologaciones. El desastre electoral del PCE en 1982 y el cambio de Marcelino Camacho por Antonio Gutiérrez en la secretaría general de CCOO coronaron el proceso.

Gerardo Iglesias abrió paso de una manera intuitiva hacia la única cultura posible en el PCE e hija de su historia, las alianzas sociales y su traducción en un bloque socio-político con voluntad de agrupar a todo lo que no había sido seducido por el PSOE de la OTAN o de la incipiente «modernización» capitalista.

Las instituciones sirven, pero en absoluto pueden constituirse en el único objetivo de la lucha social y política. Aquello se llamó Política de Convergencia y tuvo, desde el primer momento, la crítica más acerba del antiguo secretario general, Santiago Carrillo. Para una parte del PCE la única alianza posible era la que durante décadas tuvo nombres cambiantes: «Juntos podemos», «reequilibrio de la izquierda», «casa común», «unidad de la izquierda», «recomponer la fractura de 1920», etc.

Ello conllevaba una dejación del trabajo en el movimiento obrero, en los sindicatos exclusivamente, un error de bulto que el tiempo se ha encargado de ratificar. Y así durante años y años tanto en el PCE como después en IU, el sempiterno y molesto debate lastraba a la organización y suministraba cuadros y responsables institucionales al PSOE.

Ese éxodo hacia la «casa común» comenzó siendo para algunos militantes la única opción posible para hacer algo en el seno de la izquierda, una especie de «entrismo» recompensado en los primeros momentos con cargos y responsabilidades institucionales. Pero tras el referéndum de la OTAN la fuga ya iba derivando hacia la aceptación del modelo que ya se apuntaba en el Partido Comunista Italiano y centraba su discurso en el europeísmo de fantasía.

La última generación de tránsfugas lo fue porque sus integrantes ya eran incompatibles teórica, política y éticamente con la fuerza política que los encuadró en la lucha contra el franquismo.

La política de convergencia aprobada con dificultad en el XI Congreso tuvo su primera aplicación en Andalucía, en 1984; se llamó Convocatoria por Andalucía y cuajó en torno a cuatro líneas políticas.

Una. Las necesidades del momento y la experiencia vivida con el gobierno del PSOE en la Comunidad Andaluza no podía abordarse en una reedición de la política de reequilibrio de la izquierda; es decir, conseguir que el PCA obtuviese una subida electoral y con ella acudir a consolidar a un PSOE dispuesto a la operación.

Dos. En consecuencia los esfuerzos debían proyectarse a establecer una alianza con los sectores más damnificados por la política del PSOE. Una alianza que tuviese vocación de alternativa como bloque sociopolítico.

Tres. El eje de la operación estribaba en una convocatoria a la población andaluza en torno a un programa de gobierno que desde ya debería ser elaborado entre todos y todas con un método que en Convocatoria era su núcleo básico: la elaboración colectiva.

Cuatro. A través del programa, sus contenidos, sus valores y las alianzas permanentes establecidas en torno a él desarrollar unas nuevas formas de hacer la política. Era, siguiendo a Gramsci, convocar a través de una fantasía concreta a un pueblo desilusionado y postrado para que galvanizase sus energías en torno a la construcción de su futuro.

El 27 de abril de 1986 se constituyó en Madrid Izquierda Unida. Aunque el motivo inmediato de la misma era de carácter electoral, no dejaba de afirmarse en el documento notarial de su nacimiento la voluntad de los firmantes de constituirse en un referente político y social estable y, en consecuencia, con vocación de perdurabilidad y consolidación orgánica.

El avance electoral tanto de IU-CA (Izquierda Unida-Convocatoria por Andalucía) concretado en el paso de ocho diputados a diecinueve, y el de IU que pasó de cuatro diputados (por el PCE) a siete como IU, fueron el respaldo a lo que comenzaba a crearse.

La contestación a la política del PSOE, tanto en las movilizaciones como en las instituciones conllevó una nueva crisis en el seno del PCE y su correlato en IU. Gerardo Iglesias sufrió las consecuencias de la presión política palatina externa e interna y cedió en su derecho a presentarse de nuevo como secretario general del PCE, aunque siguió siendo presidente de IU. Era el mes de marzo de 1988.

La elección de Julio Anguita como secretario general del PCE significó la priorización de tres objetivos:

Uno. La apuesta total del PCE por IU, al considerarla como la aplicación más acabada de la política de alianzas y además como la más adecuada a los momentos que se vivían.

Dos. La unidad de los comunistas que se encontraban divididos en tres partidos políticos como consecuencia de las dos escisiones habidas en el seno del PCE: el Partido Comunista de los Pueblos de España, de Ignacio Gallego y el Partido de los Trabajadores-Unidad Comunista de Santiago Carrillo.

Y tres. Construir un discurso propio sobre la CEE y posteriormente la UE.

Desde ese mismo instante las dos almas del PCE fueron entrando en colisión, primero de manera matizada y a partir de 1993 de forma ostensible. ¿Por qué? Las razones hay que buscarlas en el proyecto de IU que la mayoría comenzó a poner en marcha. Las características del proyecto pueden sintetizarse en cinco ejes.

La consolidación de IU como fuerza soberana e independiente. Es decir, como sujeto político no asimilable a un eterno escudero ni del PSOE ni tampoco de los sindicatos. Los documentos aprobados, primero por el PCE y después por las otras formaciones políticas así lo demuestran.

El objetivo de IU se centraba en lo que se denominó. «La Construcción de la Alternativa»; es decir, no inscribirse en el terreno de la alternancia y buscar con otros la triple alternativa: de gobierno, de modelo de Estado y de modelo de sociedad.

La elaboración colectiva como la forma más integradora, plural y democrática de hacer programas para las distintas instituciones. Ello implicaba una cultura de movilización y gobierno muy ligada a la realidad. En consecuencia, el programa y la manera colectiva de hacerlo marcaban los límites de IU en relación a alianzas políticas y sociales.

La concepción de IU como movimiento político y social organizado en el que cupieran partidos, colectivos varios y el resto de la ciudadanía a título personal.

La voluntad de que en toda acción, propuesta, elaboración y ejercicio de responsabilidades institucionales el principio de concebir y aplicar otras formas de hacer política fuera la guía para toda actividad de IU.

Resulta evidente que aquello confrontaba con el lema de «Juntos podemos» que ha supervivido hasta la actualidad, aunque bajo distintas denominaciones, y a partir de 1991, los escenarios de la confrontación fueron la dimisión de Julio Anguita como coordinador general y el congreso del PCE bajo el pretexto de la desaparición de la URSS.

Dirigentes, cuadros y en menor número militantes del partido plantearon su disolución; pero en el fondo lo cuestionado no era el PCE sino el proyecto de IU que este apoyaba.

Pero las tensiones siguieron alcanzando dos momentos álgidos. El primero como consecuencia de que la III Asamblea Federal de IU rechazase el Tratado de Maastricht y el segundo cuando una parte de la dirección de Galicia pactase en 1997 una alianza electoral con el PSOE, saltándose el estatuto gallego y el federal.

En el mismo instante de esa decisión, comunicada a Julio Anguita dos horas antes de firmarse el acuerdo, Iniciativa per Catalunya y Nueva Izquierda anunciaron su apoyo electoral al pacto en Galicia, y en consecuencia la incorporación de sus efectivos a la campaña aunque ello suponía un desaire a las candidaturas de IU.

La crisis planteada tomó cuerpo de escisión e IU rompió con Nueva Izquierda y sus federaciones a la vez que también rompía con Iniciativa per Catalunya. Era el corolario de una época de avances electorales (lentos) y de interiorización permanentemente alentada por la dirección de CCOO, Iniciativa per Catalunya y en la última instancia el PSOE.

Culminaba así un periodo duro, tenso y marcado por el debate interiorizado en el que, con los textos en la mano, no puede hablarse de lealtad o voluntad de integración ni de IC ni tampoco de Nueva Izquierda.

En las elecciones del año 2000 IU pactó una alianza electoral con el PSOE; el resultado fue malo para ambos, la crisis siguió enquistándose y el proyecto de IU, muy debilitado, creyó que podía remontar el vuelo manteniéndose en la otra alma del PCE, la de la priorización de la alianza con el PSOE y el seguidismo a las direcciones de los dos sindicatos mayoritarios.

En la actualidad (verano de 2013), se percibe un aumento de las expectativas electorales que seguramente se moderarán si todavía se sigue pensando que luchar contra la derecha es, exclusivamente, luchar contra el PP. La historia de dos décadas debe servir para algo.