A Julio Anguita le emocionó el canto de «La Internacional», pero no solo por lo que significa para cualquier militante del partido. Le emocionó entonces especialmente por el desgarro que conllevaba la situación, por su tremenda soledad, por el sacrificio que aquello suponía, por su destrucción psíquica, por lo irregular del procedimiento… por el machaqueo constante al que fue sometido.
Lo dijo entonces a su círculo más íntimo: «Me llevan a Madrid, casi a rastras, aquellos con los que me voy a confrontar, porque me llevan a Madrid para que liquide al partido, pero no tienen siquiera la delicadeza de pedírmelo».
—Me llevaron a Madrid, forzándome, Curiel, Rafael Ribó, Pérez Royo, Isabel Villalonga, Corbo, Buigas, Kindelán. Creyeron que traían a un niño bueno, dócil, que iba a poner la carita para ganar votos, pero encargándose ellos de hacer la política. No vieron que soy una persona en las formas suave, pero bastante terco, con ideas propias, y bastante duro. Mi idea era ya entonces muy clara: apostar por Izquierda Unida desde la militancia comunista. Así que la apuesta les salió rana. Quienes habían creado aquella situación formaban «el grupito» con el que luego tendría problemas. Intenté que el cargo de secretario general recayera sobre otros. De hecho, también le había dicho a Nicolás Sartorius: «Nicolás, sé tú el secretario general», tomando un café en un bar de enfrente. Pero no. Ellos querían una víctima propiciatoria, y acogieron a la víctima, porque yo me sentí víctima, al menos por unas horas. Después dije para mí, con espíritu musulmán, algo así como «vamos a asumirlo», y aquella noche se verificó ya por los procedimientos regulares mi elección de secretario general, teniendo que decir unas palabras. «Quiero ver a este partido salir de aquí en posición de lucha». Aquella noche mal dormí un par de horas porque tenía que estar en la sede del PCE muy temprano, en la calle de Santísima Trinidad, que era un edificio con seis plantas y tres sótanos, y ya entonces tomé conciencia clara de dónde me habían metido.
»Llegué a la sede impecablemente vestido y ya me estaban esperando los delegados extranjeros que se iban a despedir de mí. Me esperaba también Simón, secretario de política exterior; a tres metros Leonor, su adjunta; a otros tres metros Miguel, su adjunto; a otros tres metros… es decir, en orden soviético. Parecía una formación militar. Me hice cargo enseguida, les saludé, les hablé, me despedí. Mantuve el tipo, creo que con bastante dignidad, y después, ya en el despacho, me derrumbé y me quedé solo. Porque me sentí solo. Solo. Y la realidad se encargó de demostrarme que estaba solo.
—¿Tan solo puede sentirse un dirigente político?
—Habían pedido un milagro, habían encontrado una víctima propiciatoria, y la habían entregado a Madrid. Solo. Los andaluces me habían dicho: «No te preocupes, te vamos a ayudar, te mandaremos gente, sentirás todo nuestro apoyo». ¿Qué me mandaron? Nada. Allí estaba yo solo. En esa inmensa soledad, sabiendo que Madrid estaba «lleno de bombas», sí, con los comunistas divididos en tres partidos, y el nuestro también dividido en curielistas y otros. Teníamos el problema de la debilidad del propio partido, y unos problemas económicos graves. Solo. No había nada bueno. En un despacho que no era mío, en la última planta, donde no sentía calor humano alguno. Pero había que cumplir con el trabajo. He de decir —y no quiero hablar más de este tema— que me dejaba algo más, mucho más, que Izquierda Unida-Convocatoria por Andalucía. Una parte de mi corazón se quedó en mi tierra. Nadie lo tuvo en cuenta. Fue un desgarro. Ya no se podía (Julio se emociona al recordarlo)… pero bueno (se sobrepone), ahí comencé con mi método de trabajo.
»Con paciencia, después de unas horas, llamé a mi secretaria, que era la misma secretaria que tuvo Gerardo, para redactar una especie de pequeña encuesta —siguiendo mi método— y se la pensaba dar a los miembros del Secretariado, para que la tuvieran un día y al día siguiente nos reuniéramos para ver qué opinaban de la nueva dirección. Ese sería mi primer trabajo como secretario general, distribuir las responsabilidades de la nueva dirección, que desconocía. Al bajar del despacho se me ocurrió gastarles una broma. Estaban reunidos Palero, Berga, Paco Frutos, Jové… «¿Qué, ya estáis conspirando, y no he hecho más que llegar?». Qué cara pusieron. «Hombre, es una broma». Entonces reímos y empezamos a trabajar. Decidí ir citando a los miembros del Comité Ejecutivo, uno a uno, haciéndoles preguntas, ¿cómo veis la dirección? y demás. Aquel día trabajé hasta las cuatro de la mañana, quedándome de madrugada solo en la sede (con el vigilante) preparando y evaluando todo lo escuchado, sacando conclusiones. Salí un rato a tomar un café, a dar un paseo, y volví de nuevo a la sede, en inmensa soledad. Perdona que insista, pero sentía la soledad bajo todos los conceptos. En aquella sede elaboré mi propuesta de dirección en función de todo lo visto y oído. Y celebramos aquel primer Comité Central, lo que para mí es una historia importante. Presenté la lista del Secretariado y del Comité Ejecutivo para que la aprobasen, y empezó a producirse un gran desacuerdo. Finalmente mi propuesta se votó, y gané de una manera muy apretada, algo con lo que no podía estar de acuerdo.
Entonces uno de los andaluces dijo «bueno, yo creo que lo mejor es que volvamos otro día, que Julio se encierre otra vez en el despacho y nos traiga otra propuesta». En ese momento yo sabía que me jugaba ser secretario general, y dije: «Mirad, si tenéis los billetes para viajar esta noche, ya los estáis cambiando porque esta noche continuamos la reunión de la dirección. Os voy a demostrar por qué os presento este listado de responsabilidades. Fulano, tú me acabas de decir que no estás de acuerdo con la lista porque no he incorporado al camarada Curiel, perfecto. Enrique, ¿te he ofrecido estar en esta lista?». «Sí, pero yo te he dicho que no». «¿Habéis tomado nota?». «Zutano, tú me has dicho que no quieres a Palero en la política exterior, yo lo he puesto en organización teniendo en cuenta un sentir que había, y me lo habéis criticado. ¿Creéis que es compatible esa crítica con haberos hecho caso?»… Y así les fui desmontando sus «argumentos», porque nada puede contra el rigor y el trabajo de la soledad de un ser humano elaborando sus propuestas, como Penélope tejiendo, tan elaborada y cuidadosamente.
Ya le había dicho a Paco Romero: «Paco, esta noche salgo yo secretario general o me vuelvo a mi casa». Necesitaba asentar mi autoridad desde un principio, pecando seguramente de autoritario, pero tras los razonamientos y el cambio de impresiones, dije: «Y ahora vamos a votar la lista de nuevo». Y respaldaron a la nueva dirección, arrollando ahora mis propuestas en la votación. Ahora sí, ahora los compañeros se estaban dando cuenta de que los métodos estaban cambiando. Y que mi método de trabajo era por escrito, con tiempo. A partir de entonces nos reunimos, discutimos y decidimos. Siempre he sido así, siempre han tenido todos los informes por escrito con un mes por lo menos de antelación. Ojo, aquella propuesta que hice la tuve que hacer con el Secretariado que había tenido Gerardo Iglesias y poco más: Paco Frutos, Salvador Jové, Palero, Berga, Juanjo Azkona, Lucía García, Javier Agorreta, Palau Palacios y José María Corona. El tiempo demostró mi justa valoración de Frutos, Jové y Coronas, porque los demás ya estaban en otra onda.
Así comienza una nueva etapa de mi vida, un rodaje, con el que intentar abordar, con los mimbres descritos, la unidad de los comunistas que todo el mundo demandaba, tratando de construir un discurso europeo. Y con un tercer trabajo extra: darle impulso a Izquierda Unida, que seguía reuniéndose en la sede del PCE bajo la presidencia de Gerardo Iglesias, que sería presidente de IU casi un año más, y conmigo ahora en la dirección de la organización por el hecho de ser nuevo secretario general del PCE.