LECTURAS DE ADOLESCENCIA

Siendo un joven adolescente, Julio Anguita leía todo lo que caía en sus manos de una manera muy desordenada.

El abuelo de Julio era ayudante en la biblioteca del Círculo de la Amistad (un círculo de señoritos, en el Convento de las Nieves, expropiado a la Iglesia por la desamortización). Fue él quien le dio a leer con catorce años La divina comedia y Fausto, de igual manera que los hermanos del convento le entregaban devocionarios trinitarios u otros libros religiosos.

También leyó, porque no había otra cosa, novelas del Pirata Negro, de la Biblioteca Oro, además de muchos tebeos de la época. Luego llegarían los clásicos, Lope de Vega, Calderón, Pedro Antonio de Alarcón, los Episodios nacionales de Pérez Galdós. De las aficiones de una familia asentada dentro del sistema —que no era beligerante— le llegaron las lecturas de Jaime Balmes, Donoso Cortés, José Antonio Primo de Rivera, Víctor Pradera, Ramiro Ledesma Ramos…

Aquel niño gustaba de largos paseos por la ciudad y de la conversación reposada. Tal era así que su padre siempre decía: «No dejarlo que hable, no dejarlo que hable, porque nos convence» (ríe Anguita al recordarlo). Tenía solo once o doce años cuando su padre empezó con aquella cantinela. «No dejarlo que hable, no dejarlo que hable» (y los dos reímos con ganas).

Aquellas lecturas suscitaron en Julio una ideas encontradas, máxime porque a su vez pudo hacerse unos años más tarde con textos de Lenin. Un gazpacho tremendo. Pero poco a poco eso se va serenando, clarificando y decantando. Hasta que todo cristaliza en un joven de veintiséis años, que después de pasar por tan variopintas influencias, va equilibrando sus perfiles y, a partir de ahí, inicia en su vida la acción política comprometida contra la dictadura.

—Se puede decir que el hijo de un suboficial del Ejército estaba llamado en principio a ser un hombre de derechas. Algo pasaría para que no lo fueras.

—Esto es una cosa muy contradictoria. Por parte materna, mi familia era de clase media, practicantes, secretarios de ayuntamiento, muchos de ellos habían sido de Izquierda Republicana. Por parte de mi padre había guardias civiles, venían del pueblo y demás, y mi abuelo era criadito de una casa nobiliaria aquí en Córdoba, es decir, que eran más conservadores. Y más que conservadores, más bien pegados al terreno. No es que se impusiera lo de mi madre en mí, sino que se iba imponiendo lo que uno ve. Yo he sido un niño muy observador que siempre he pensado por mi cuenta. Estaba solo, fui solo por la vida hasta los dieciséis años (que fue cuando nació su segundo hermano), no había televisor, no había más que mi imaginación, y claro, uno iba sacando consecuencias. Fui creyente practicante de misa semanal, y tuve mi director espiritual. Pero nunca pertenecí a ninguna asociación vinculada con la Iglesia. Ni Acción Católica, ni Cursos de Vida, ni Cursillos de Cristiandad. Eso es una constante que me ha acompañado en mi vida: yo he estado en las creencias, he participado de ellas, pero nunca formaba parte de la congregación. Yo era la vaca que estaba en un cercado sin salirse de él, pero que está pastando sola. He gustado de la soledad y de reflexionar sobre lo que estaba compartiendo con otros, sacando mis propias conclusiones.

En cierta ocasión, su padre le hizo un comentario, en su infancia, diciendo que él era, por lo que decía, «un niño de izquierdas».

—Había acudido con mi padre a la finca de un capataz amigo suyo, que de vez en cuando nos invitaba a la finca de un señorito. Era un mes de verano y los campesinos estaban segando con la hoz, en medio de un calor tremendo, a las cuatro de la tarde. Alguien comentó: «Míralos, no han estudiado, pero tienen trabajo y van ganando su jornal», a lo que yo dije a mi padre: «Si no han estudiado será porque no han podido, en todo caso con no estar ahí yo ya gano». Era una manera de valorar en su exacta medida el trabajo de personas que estaban trabajando a las cuatro de la tarde, con un calor tremendo y un cántaro de agua que estaba caliente. Yo no entendía por qué esa gente tenía que ganar menos. A lo que mi padre comentó entre bromas a su amigo algo así como: «Este niño está dando unos pasos…». Mi padre era muy autoritario. Y yo he sido un rebelde blando. Un rebelde que no doy mi brazo a torcer, pero que mantengo las formas. Siempre he sido duro en el fondo y blando en las formas. Lo del puño de hierro en guante de seda me va a mí muy bien. Eso ha equivocado a mucha gente que pensó que yo era fácil de manejar. Me han visto accesible, dialogante, y se han confundido. Después hay que demostrarles que no es así. Nuestras peloteras eran por mis compañías, por lo que decía, por mis lecturas. Por lo visto, según me enteré después, recibía información de un inspector de policía que era amigo suyo de la guerra, un tal Vicente Díaz Íñiguez que había sido un leñero en las comisarías. Este le decía: «Tu hijo está dando malos pasos».

Fue hijo único hasta los dieciséis años. Eso marca carácter. Después llegaron sus tres hermanos…

—A los que llevo dieciséis, diecisiete y veintidós años. El que me sigue, José Luis, es diplomado en informática, programador; el otro es teniente coronel de Ejército, y la hermana pequeña es técnica en clínica. He tenido una curiosidad enorme por todo. Cuando la tuve, viví mi fe en Dios con intensidad. Lo que me llamaba la atención del paraíso prometido no eran los ángeles cantando, sino aquella definición que encontré en un devocionario trinitario: «Dios será el foco purísimo de sabiduría», y como yo quería saber, también quería que me explicara qué eran las cosas. De aquello conservo, y lo digo entre bromas, aquella cosa de que da rabia que un día moriré y no habré entendido seguramente qué es todo esto que vivimos. Yo quiero saber, saber, buscarle la razón a las cosas. De ahí viene mi temperamento religioso… pero atención, advierto: absténganse religiones, que nadie cruzará esa puerta. Cuando digo religioso quiero decir un hombre que no deja de buscar una explicación.

Sus estudios, su formación van también por ese camino. Son la «búsqueda de», para entender lo que ocurre y por qué ocurre en el devenir humano. Hay cuatro asignaturas que le han marcado. Matemáticas, física, filosofía e historia.

—La mezcla tiene su razón de ser. Hice el Bachiller Superior de Ciencias. El problema era dónde iba a estudiar. O Veterinaria en Córdoba, que no me gustaba, o Peritaje, que tampoco. Entonces comencé Magisterio, por descarte. Hoy sé que volvería a estudiar Magisterio para dedicarme a la enseñanza en la universidad. Entonces leí de todo, mucho teatro, porque tuve la suerte de encontrar en mi vida a Rafael Balsera del Pino, una persona excepcional, mi primer director escolar cuando empiezo a trabajar en Montilla, un hombre de una cultura extraordinaria, un volteriano que me da de leer, que me comenta, que me corrige, que me muestra la música de primera fila. Ha muerto hace cuatro años y siempre le traté de usted, aunque le consideraba un amigo. Eso va tallando a una persona. Con él llegaron Bach, Beethoven… Y cuando entré en el PCE seguimos siendo amigos. Hablamos mucho del filósofo alemán Nietzsche, de Machado, de Freud, del marxismo. Íbamos juntos al cineclub que había en Córdoba, donde Carlos Castilla del Pino era el factótum. Pero siempre ha habido una constante en mí: que yo apostaba siempre por lo que creía. Yo no sé vivir sin apostar. Si estoy en este partido, apuesto por lo que este partido dice representar.

»Cuando me casé ya era maestro nacional, diplomado en los grados séptimo y octavo, es decir, había ganado una especie de minioposición para perfeccionarme en el magisterio, una cosa que se llamó especialistas en ciencias o en letras para séptimo y octavo de EGB, los mayores. Nos presentamos ochocientos para veinte plazas. Te pagaban el sueldo y tenías que ir a estudiar a Sevilla. Por la mañana me iba a la Facultad de Filosofía y Letras y por la tarde me iba a la Escuela de Magisterio. Hice los comunes en Sevilla y después viendo qué tipo de historia se enseñaba me fui a Barcelona. Allí estuve en la Facultad de Filosofía y Letras, sección Historia. Fui de los alumnos de Vicens Vives.

»Era una facultad por la que entraba toda la historiografía moderna, de Combates por la historia, una obra de Lucien Febvre. Estaba presente Pierre Vilar, con su visión de la historia. Se investigaba la historia económica, la del pensamiento, la de las diversiones, la de los medios de comunicación, de la ciencia… Antes la historia eran las batallas, los reyes… Ahora era una historia total. Pasé largas temporadas en Cataluña, entre el 69 y el 73. Primero viví en Barcelona, en la Zona Franca, después en Hospitalet y luego en Spluges, temporadas en las que pagaba a mis sustitutos, siempre dentro de la legalidad. En Barcelona estudié tres años, con una tesis de investigación que leí el 16 de julio del año 73 sobre «La desamortización de Mendizábal en la ciudad de Córdoba». Desde entonces soy licenciado en Historia Moderna y Contemporánea y doctor dentro de un año y medio, si termino el doctorado a finales de 2013; cosa que veo problemática porque el Frente Cívico me está ocupando bastante tiempo y dedicación.

»Yo programé mi vida para ser profesor de historia en la universidad. Saqué muy buena nota en la licenciatura. Podía dar clases porque el título que nos daban en Barcelona era un título que decía «licenciado con grado», una especie intermedia entre licenciado y doctor, que nos permitía ser profesores auxiliares en la universidad. Eché la solicitud con otros seis profesores, de los cuales por méritos yo era el número uno… pero por «méritos políticos» pasé a ser el séptimo. Tenía avanzada la tesis, pero tuve que dejarla en el cajón durante muchos años, porque ese año me convertí en el alcalde de Córdoba. En cierta manera aquello fue una frustración porque yo quería ser profesor universitario.