Traer hasta estas páginas su primer mitin electoral es hablar del momento en que decidió, unos años antes, y tras meditarlo mucho, pedir el carné del partido y entrar en él con el compromiso y los riesgos que eso suponía en el clandestino PCE de los años setenta. Han pasado ya cuarenta años. Anguita dio el paso para transformar una sociedad abotagada y hedonista, imaginando que el resto de las formaciones políticas irían, como mucho, a retozar en las aguas de la democracia que estaba a las puertas.
Es cuanto menos curiosa la anécdota del primer encargo al que le lleva su militancia comunista en Córdoba, teniendo que formar parte del Servicio Español de Magisterio, SEM, organismo controlado en 1972 por lo que quedaba de Falange. Su «trabajo» en el SEM no le resultó difícil. De su pertenencia quedó la ficha, y cuando ya era secretario general del PCE, Falange solicitó datos a todos los que habían tenido que ver con organizaciones del régimen anterior. Para sorpresa de los actuales falangistas, Anguita fue el único político en activo que les remitió cumplimentado el cuestionario que le enviaron.
La anécdota no acaba ahí. Sabedor de este encargo que le hizo el partido, Carrillo, siendo ya exmilitante del PCE, llegó a utilizar ese hecho para crear confusión y actuar con mala intención, declarando a la prensa que además de militante del PCE, Julio Anguita había sido miembro de Falange. ¿Una media verdad? No. Aquello fue más que una mentira, también fue una absurda maldad, una extraña actitud.
En 1974 fue designado por el partido para participar en la Junta Democrática, recién creada por Santiago Carrillo en París. En ella participaban todas las fuerzas antifranquistas, formando parte Anguita de la misma en su calidad de representante de la enseñanza.
Cuando en 1977 formó parte, de relleno, de la candidatura del PCE por Córdoba en las primeras elecciones generales de la Transición, dejó el colegio Santos Acisclo y Victoria y pasó a dar clases en el colegio Los Califas, en donde permanecería hasta el mismo 18 de abril de 1979, víspera de su toma de posesión como alcalde de Córdoba.
Todas estas iniciativas fueron obra de Ernesto Caballero, responsable en los años setenta del PCE en la provincia. Hombre leal, de acción, albañil de profesión, tenía la práctica y el pragmatismo para moverse por aquel mundo underground e increíble de los comunistas, que habían sabido entretejer una red clandestina tan intensa y profunda que la policía franquista ni siquiera podía sospechar hasta dónde llegaba.
Anguita hubiese sido mucho tiempo un militante cualificado de base, si no hubiera sido por la intuición y la fuerza de Ernesto Caballero, que tuvo que ser muy convincente con el futuro alcalde de Córdoba si tenemos en cuenta la vena ácrata de Julio, a quien le desagradaba tanto como hoy el poder por el poder, la vanidad, las camarillas, las capillitas, las peleas por cargos o por figurar… algo que le sacaba de sus casillas, algo a lo que ha tenido que enfrentarse una gran parte de su vida con sus propios compañeros de militancia.
—¿Cómo fueron aquellos años del PCE aún sin legalizar, aquella lucha por la libertad y, por qué no decirlo, contra la policía franquista en la que había auténticos elementos de la extrema derecha, algunos de gatillo fácil, otros dispuestos a golpear a los detenidos con saña y con placer?
—Fue una época romántica. Recuerdo las primeras manifestaciones, yo tenía entonces treinta y seis años, ya estaba fichado por el amigo de mi padre, el inspector García Íñiguez… Recuerdo la primera manifestación que nos echamos a la calle con la Junta Democrática, con 2000 personas, que la policía se desplegó sin actuar. Por entonces detuvieron a un compañero que sabía que yo tenía cierto material, pero aquel compañero resistió el trato de la comisaría. Era la satisfacción de luchar contra la perversidad de una dictadura.
»Una vez legalizado el partido, se nos dio una tarea: preparar las elecciones a conciencia. La verdad es que nosotros las estábamos preparando desde hacía meses. Quedaban dos meses, pero lo único que hicimos fue acelerar los preparativos. Otra pelea. Todo aquello era como una metadona que nos estimulaba. Las campañas, los mítines… porque me pusieron algún mitin, ya que era el quinto de la lista por Córdoba a las elecciones generales del año 1977. Ocho mítines que yo me dediqué a preparar a conciencia, como si se tratara de mis clases.
»Aquellos mis primeros mítines tuvieron tanto éxito que después acabé haciendo treinta y dos, con más de un mitin por día, sin faltar a mis clases en la escuela. De aquella lista salió el primero y estuvo a punto de salir un segundo diputado por Córdoba. Salió Ignacio Gallego, que fue el diputado que más votos ha tenido nunca en Córdoba. Cómo no recordar el primer mitin de una campaña electoral. De la primera campaña a las elecciones generales, tras una larga dictadura.
»Fue en Castro del Río, un pueblo de Córdoba que es el gran distribuidor de bacalao de Andalucía, a cuarenta kilómetros de Córdoba. La historia de mi perdición, tal y como yo la cuento… El PCE me encargó con otro compañero la responsabilidad de llevar a cabo la campaña, pero del discurso, de las explicaciones, de los folletos me responsabilicé yo, desde la óptica de que teníamos que encargarnos de desmontar la perversa idea que había sobre los comunistas. Yo era una persona considerada por mi pensamiento, más que por mis acciones, aunque haría lo que hiciera falta, para eso me había afiliado al partido, para lo que me pidiera. Ahí estaba, con mis ocho mítines para distribuirlos en los veintiún días de campaña. Así me dirigí a mi primer mitin electoral a Castro del Río.
»Entré en el teatro acompañado de mi compañero Ildefonso Jiménez, que después fue concejal, un luchador, obrero de la construcción. Cuando vi aquel teatro lleno de banderas rojas, con la gente puesta en pie, aquello era algo increíble: lleno a rebosar, ni pasillos había, con unas mil personas, porque no entraba una más. Primero habló Ildefonso Jiménez con el discurso fuerte del obrero que luchó muchos años contra la dictadura. Yo me había encerrado en mi casa preparando los ocho mítines. Lo hice entonces como lo he hecho siempre después: explicando. Subiendo el tono en determinados momentos, según lo que decía, pero explicando. Buscaba la atención, como hacía con los alumnos. Y lo conseguí.
»Empecé hablando muy bajito y la gente me miraba algo perpleja. «Mirad, en el franquismo, el problema de la enseñanza estaba de aquella manera…». Pronto me di cuenta de que había captado su atención. Al finalizar mi intervención estalló una ovación enorme. Algunos de mis compañeros me dijeron que les había hecho pensar. Con esa idea me quedé. Al día siguiente en otro mitin ocurrió otro tanto de lo mismo y automáticamente la dirección de campaña de ocho mítines me pasó a treinta y dos.
»Solo falté una hora a la escuela, pedí permiso y dejé a los niños en una hora de tutoría. Por entonces estaba de profesor en el barrio El Naranjo de Córdoba, dando clases a séptimo y octavo, un alumnado de quince y dieciséis años, en la parte de letras. Aquella campaña me dio la satisfacción inmensa de un maestro metido a político, de poder seducir y trasladar el conocimiento de las cosas, es decir, que la gente entrara en la reflexión. Porque a mí no me gustaba lo que estaba oyendo cuando algunos oradores hablaban de la Andalucía de los años treinta con toda su galería de señoritos a caballo. En Andalucía ya había empresas agrarias aunque la problemática de los jornaleros continuaba, si bien no exactamente igual. En aquella campaña mi nombre se afirmó tanto que empezó a bullir en la cabeza de los dirigentes del partido mi candidatura a las municipales.
»Era posible lo que yo había soñado». ¿Qué estás queriendo decir?
—Que el saber conduce a la conciencia y a la acción. La rebeldía tenía un sentido: que se hace en nombre de una causa y con unos argumentos. En nombre de la ciencia y de la investigación, en nombre del estudio. En el fondo estaba contando mi vida. Era un funcionario que ganaba lo suficiente para vivir. Mi mujer también era funcionaria, así que vivíamos bien en la España de entonces. Era el corolario de la apuesta de mi vida: mis estudios llevaban al conocimiento y a la acción, porque la acción por la acción nunca la he entendido. No me gustan los rebeldes sin causa. Una causa justificada, razonada, documentada.
»Los mítines fueron para mí una gran satisfacción, y no por el ego de los aplausos, no. El ego mío se cultivó —doy mi palabra de honor— porque lo que yo pensaba estaba siendo reconocido. Con aquellos mítines yo proyectaba el entusiasmo por el saber de una manera creativa. Aquellos aplausos empezaban ya a ser unos aplausos a una obra. Lo que me molestaba es que vinieran a través de mi persona.
»Esa ha sido una constante que me ha acompañado desde entonces. Siempre me he defendido diciendo que yo no quiero aplausos. Aplaudan el método. La gente se ha confundido al dirigirlo hacia mí. Algunos, pensando que yo era una persona excepcional, se excusaban de hacer ese camino, de seguir ese camino, y en vez de iniciar el camino y la reflexión que yo abría, preferían considerarme a mí un «ser formidable» porque eso es más cómodo. Esa es la inmensa trampa que tiene la historia.