PEAJE DE LA LEGALIZACIÓN DEL PCE

Con la legalización del PCE en 1977 como «importantísimo factor democrático y de progreso», los abrazos iban y venían de todas partes. Si durante cuarenta años los comunistas habían sido para el régimen los culpables de todos los males, los apestados a los que perseguir, torturar, asesinar y meter entre rejas, ahora nadie parecía dudar de la intención, la voluntad y el buen propósito del viejo partido.

El propio presidente Adolfo Suárez, de la UCD, contó precisamente con los comunistas para gobernar en la mayoría de los principales ayuntamientos, de igual manera que Anguita contaría con los concejales de la Unión de Centro Democrático para gobernar, junto a otros partidos como el PSOE y el PSA, el Ayuntamiento de Córdoba.

Hoy pocos se acuerdan, pero los comunistas de entonces, abrazados y piropeados por el nuevo poder, tuvieron que tragar la amargura de no haber conseguido, en la primera cita con las urnas del 15 de junio de 1977, una representación de considerable envergadura, como tantos esperaban, teniéndose que conformar con 20 diputados y un tercer puesto, tras los 166 de UCD y los 118 del PSOE. Los resultados no crearon ni desánimo, ni crisis, pero sí una gran decepción tras haberse avenido tan generosamente el partido a ceder gran parte de su identidad.

El partido había pasado de los esquemas de ruptura a la más transigente reforma. Aquello tiró por tierra lo que habían sido hasta entonces los llamados tiempos heroicos de la clandestinidad. El PCE, respecto al PSOE, tenía un partido sin gran apoyo electoral. Y el PSOE gran apoyo electoral sin partido. Algo se había quebrado.

¿En qué medida la legalización de abril de 1977 y los parabienes del poder amansaron y asimilaron al partido, en qué medida lo edulcoraron? ¿Cuál es la responsabilidad del PCE durante la Transición, después de haberse distinguido por su lucha contra el franquismo? Se lo pregunto a Julio Anguita en abril de 2012, treinta y cinco años después.

—Me he puesto en el lugar de Santiago Carrillo, porque el momento era difícil, muy difícil. Cuando él hace aquel montaje en el Comité Central, él ya había pactado el tema con Adolfo Suárez. Al parecer los militares habían amenazado, aunque de momento acataban la legalización del PCE por disciplina. Pero los militares no se iban a mover, porque detrás de ellos estaba el gran capital y España no podía volver a las andadas. Ese acto de la aceptación de las condiciones de Adolfo Suárez no es grave si hubiera terminado ahí, pero fue continuado por una línea de trabajo que perturbaba la historia del PCE: primero aceptar bajo presión la monarquía en «defensa de la democracia», renunciar además a la bandera republicana y entrar en una línea de consenso, un consenso letal por el que aceptas una Constitución con una ley electoral… y están los Pactos de La Moncloa. Todo se puede entender por la presión. Pero aquella primera actitud política desdibujaba una trayectoria de mayor determinación.

»Pareciera que vivimos en el último segundo. Todo está fluyendo en el momento. Pareciera que la historia está servida con la lógica de las cosas. Que todo sucede ahora o no sucede. Y no es así. La política es el arte agrario. Hay que sembrar, cultivar, regar, cuidar, recoger. Vivimos con la memoria, cambiando y cuidando las cosas.

»En la legalización del PCE, la gran traición no es una decisión que se toma en un momento y que puede ser muy discutible, es el mantenimiento de esa idea más allá del deber en la coyuntura concreta, en el momento justo y preciso. La gran traición es hacer de la necesidad virtud más allá del tiempo justo, porque si aquí hubo un partido que estuvo aliado con Suárez y con el poder y estuvo hablando de «consenso» más que ningún otro, ese fue el Partido Comunista de España. Y de aquellos polvos vienen estos lodos. Porque tragamos una ley electoral infame y aceptamos la Constitución (yo fui a pedir el voto para el sí a la Constitución porque nos lo pidió el partido). Todo el santo día considerando que teníamos que «salvar la democracia», cuando teníamos la experiencia de Portugal, que allí no atacaron a nadie… Aquellos hombres se vieron al cabo de tantas luchas, la clandestinidad y el exilio, recompensados, se vieron ya honorables. Eso también es muy humano.

—Carrillo ha manifestado que no hubiera habido legalización del PCE si se hubiera mantenido la idea de la República y que en el caso hipotético de haber sacado adelante la República, el intento de golpe de Estado del 23-F hubiera triunfado y se hubiera llevado por delante a esta.

—Carrillo confunde los planos históricos y los planos de las secuencias. Para empezar, cuando se reúne el Comité Central del PCE tras el largo encuentro con Suárez, Carrillo no cuenta que ya estábamos legalizados porque él ya había pactado las condiciones de la legalización del PCE. Suárez reconoce en sus memorias que él se fio de Carrillo y que Carrillo cumplió la palabra, porque el pacto es «reconoces la bandera, reconoces la monarquía, y entonces yo te legalizo», pero Carrillo le pidió que fuera al revés, que primero legalizara al PCE y luego se reconocería la monarquía y todo lo demás. Y dice Suárez en sus memorias: «Y yo acepté». Santiago Carrillo fue mucho más allá. Hizo de un momento una estrategia.

»Fue Carrillo quien instaló el régimen del consenso. Carrillo colaboró con todo aquello, y con él todos nosotros. Y en cuanto a que el golpe del 23-F hubiera triunfado con una república, no; porque si hubiese habido una república, los cuadros militares hubieran sido relevados de sus puestos de mando para evitar precisamente lo que pasó con la República. Lo que pasó en Portugal el 25 de abril, donde la gente estaba en la calle. Y no como aquí, que se procuró que la gente no estuviera en la calle. Aquí a la gente se le desarmó, en cierta medida, se le tranquilizó para que «nos deje a nosotros resolver estos problemas». Cuando asegura Carrillo que existe democracia gracias al monarca, eso es una falsedad. Además de negar con esa afirmación la historia de su partido. Hay «democracia» porque el PCE luchó para que la hubiera, entre otras razones. Después los mecanismos de la alta política se pusieron a funcionar.

—Voy al momento en que el PCE acepta la monarquía. Cuentas que en Córdoba tuvisteis un rifirrafe, que vino el secretario político a defender el acuerdo —aunque él se había abstenido en Madrid—. Pero tú ya tenías reservas claras con aquella decisión del Comité Central del PCE.

—Nos pareció muy fuerte, pero una de las maneras de asumirlo era también el poder de credibilidad de la dirección del partido. Y Santiago entonces era divino y todopoderoso. Decíamos «bueno, sus razones tendrá» o «¿quiénes somos nosotros que no sabemos los tejemanejes de la alta política ni lo que está pasando?». Pero esa reserva queda hasta que la vida te va sacando otra vez y tú llegas al centro de la información y sabes con hondura lo que pasó y por qué pasó. Pero entonces yo era un modestísimo dirigente de provincias.

—Y ahora que sabes… ¿qué es el «tejemaneje» de la alta política?

—Cuando se habla del tejemaneje de la alta política no es ni más ni menos que lo que pasa en la vida ordinaria, que la gente no se lo perdona a la política y se lo perdona a ella misma. La política es reflejo de lo que ocurre en la sociedad. Los políticos somos hijos de nuestra sociedad y tenemos la misma tentación de corrupción que nuestra propia sociedad. El único problema que nos convierte en máximos responsables es que por haber sido electos tenemos que luchar contra eso. Al ser elegidos yo me acordaría de Becket y el honor de Dios. Becket es puesto por el rey de Inglaterra para que se preste a la sumisión de la Iglesia al poder del rey. Y Becket, que ha sido compañero de juegos del rey, su amigo de francachelas, y demás, cuando lo hacen arzobispo de Canterbury se niega. Pues lo mismo, esa transmutación. En el momento que tú eres elegido, o estás en política, tú tienes que cambiar.

»Por eso me da mucho coraje el imputar a la política cosas que son imputables a la sociedad de la cual emana esa política. Hay políticos chorizos porque en la sociedad hay muchísimos chorizos que nunca saldrán a la palestra porque no han tenido ocasión. No estoy defendiendo a los políticos corruptos, al contrario, soy severísimo. Pero eso no significa que podamos decir que la política es la creadora de la corrupción, no. La corrupción, a través de la política, se hace más alcanzable, porque al señor de la calle no vive la tentación de que le den un sobre por calificar unos terrenos como urbanos.

—En la alta política del PCE hubo un acuerdo, un pacto con Suárez para apoyar la monarquía. ¿O implicaba más?

—Implicaba más cosas. Toda la carne que habíamos puesto en el asador de la Junta Democrática, de la ruptura democrática, se había venido abajo. Yo he sido miembro y secretario de Enseñanza de la Junta Democrática de Córdoba, pero el planteamiento por la ruptura democrática era total. ¿Cómo se puede pasar tan súbitamente de la ruptura democrática a la «ruptura negociada», a la «ruptura pactada»? Cuando en Córdoba se crea la Junta Democrática, lo que estamos defendiendo es una alternativa de poder. Y por tanto, los escritos contra Juan Carlos de Borbón, y los escritos a favor de Cortes Constituyentes, y por tanto que se someta la monarquía a un referéndum. Todo eso lo defendimos por unanimidad. Pero todo eso fue degenerando en días, en la medida que esa ruptura no se consumaba. Fue algo irreal, el hablar de la ruptura democrática. Eso fue irreal.

»No quiere decir que yo disculpe, sino que a quien lo hizo creer le diría que se equivocó. Primero porque el régimen tenía enemigos, pero tenía una gran cantidad de gente que estaba con él, tanto de manera activa como de manera pasiva. Porque no quería líos, pero estaba. Nosotros movilizamos poca gente. Pero hacíamos mucho barullo, de la misma manera que hoy Rajoy dice «los que no salen», pues entonces los que no salían, que no querían líos, que tenían el recuerdo de la Guerra Civil, eran muchos.

»La segunda cuestión es que la gente tenía miedo al vacío que se había propiciado. Pero el discurso siguió pese a los pactos y a la claudicación. Porque en los actos que protagonizó el partido, después de tragar los pactos con Suárez, querían hacer ver que habíamos vencido al franquismo. No era cierto, habíamos pactado con los tardofranquistas y los poderes económicos que representaban. Pero vamos, los discursos eran tremendos. El régimen se había despojado de su figura carismática para después pasar a la otra orilla, invictos.

»Tuvimos una falta de visión de la realidad tremenda. Fuimos muy subjetivistas. Creímos que se iba a producir la huelga general revolucionaria. Hemos mantenido posiciones que a veces podían parecer delirantes, aunque animaran a luchar, yo lo entiendo, pero la realidad era otra. Fernando Claudín lleva razón cuando me dice: «Mire usted, que las cosas no son como ustedes la están pintando». Y la prueba era lo que estaba haciendo Santiago Carrillo, que fue el gran práctico, el que se plegó absolutamente a todo, el que toleró la ley electoral, todo.

»La creencia en la ruptura democrática fue una creencia que la alta dirección del partido no creía, pero nosotros, la gente de la base, fuimos sinceros. La única debilidad del régimen era que se había muerto su figura principal, su excusa. Otro de nuestros errores fue pensar que el régimen eran los militares, y aunque Carrillo los utilizó en el Comité Central mencionándolos para meter miedo diciendo siempre «los militares…», en realidad elevaba la importancia de quienes ya eran una galería de daguerrotipos ajados. Si ellos dan el golpe de Estado por haberse legalizado el PCE, no duran más de cuatro o cinco meses, porque el capital no hubiese estado de acuerdo en que se nos hubiese impedido entrar en Europa.

La prueba está en lo que cuenta el escritor Armando López Salinas (Julio cita de memoria el texto): «Cuando se produjo el asesinato de Carrero Blanco, el PCE del interior tiene miedo, pues pensaba que sería la justificación para hacer una razia. Y entonces se decide por hacer una cala al Ejército, a la banca y a la Iglesia. La banca les dice que el camino nuestro es Europa. La Iglesia, a través de Tarancón, les dice: “Hombre, el almirante Carrero era un gran cristiano, pero las circunstancias…”, así que no le parecía una gran tragedia. Y el militar, que creo que era Díez Alegría, un militar democrático, les dice: “Ustedes no tienen nada que temer, todo está bajo control, y la Guardia Civil no tiene más munición que para tres días”». Ya había señales de que el camino de transformación desde dentro había empezado. Era normal que las cabezas pensantes del régimen supieran que muerto el fundador, el camino era otro.

—¿Estás diciendo que de haber planteado un órdago por parte del PCE, quizá no hubiese ahora monarquía?

—No. Lo que yo creo es que, con lo que he sabido después, y he leído, y rumiado, nuestro fracaso, nuestro error estuvo en los meses que siguieron al pacto. Tampoco es correcto ir a un Comité Central cuando Carrillo ya ha pactado con Suárez. ¿Los militares podían haber dado un golpe de Estado si el PCE decide otra cosa? Podían haberlo intentado. Y en ese caso hubiera habido derramamiento de sangre, pero eso no tiene más futuro. El capital ya había decidido que había que entrar en Europa. Yo puedo entender que por miedo a la sangre inmediata se acepte lo que hay en un primer momento, pero el problema fue que el partido cedió y fue consecuente con esa decisión. Y creo que no tuvo que ser consecuente. Tuvo que haber prometido en falso. Así de claro. Porque cuando prometió estaba bajo presión.

»Tenía que haber dicho que sí, que en principio toleraba la monarquía y todo lo demás… y luego tenía que haber seguido con su discurso de oposición. Porque después se tragó los Pactos de La Moncloa, se tragó la ley electoral, se tragó la Constitución… Así que lo que pareció un pacto entre caballeros fue un gran error del partido. Hay que decir las cosas claras. Tuvo que haber prevalecido la causa. El PCE tuvo que haber sido inconsecuente con lo prometido por su secretario general, porque no lo había hecho desde la libertad. Así de claro. Aquellos acuerdos debían haber durado como mucho seis meses, y a partir de ahí empezar a hacer la contra.

—En las negociaciones de acuerdos suele haber una mesa A, una mesa B y una C. El poder no piensa pasar de la mesa C. Pero si aceptas ya lo que te propone la mesa A, se lo pones muy fácil. No sé si el PCE saltó la primera valla, luego la segunda y finalmente se estrelló contra el muro.

—Me temo que Carrillo se quedó en la mesa A. Todo esto afecta a mucha gente. Los hombres y mujeres del PCE fueron heroicos. Lucharon y expusieron su vida y su libertad durante muchos años, bregaron por la ruptura democrática, por la reconciliación, por todo, dejaron en las cárceles muchos años de penuria e incluso muchos de ellos su vida. ¿Aquellos hombres que fueron al sacrificio podían haber seguido manteniendo su entereza si creyeran que en el momento de la verdad se iban a abandonar las reivindicaciones que motivaron la lucha? El caso es que no se produjo la ruptura, ni siquiera un atisbo de ruptura, porque además ahí está ya el PSOE que se apresura a hacer la faena de relevo con la socialdemocracia, con Willy Brandt, con los norteamericanos, que por cierto habían pedido y apremiado a Suárez para que no legalizara al Partido Comunista. Esa torpeza de los norteamericanos no influyó en Suárez, que fue mucho más inteligente. «No, yo lo legalizo, con el pacto que tengo con Carrillo, y cuando ya no tengan la aureola del martirio… ya veremos».

»En el PCE aceptaron todo, incluso relegaron la bandera republicana… Hubo mucha gente defraudada, pero creo que la inmensa mayoría de esa gente pensó aquello de «sus razones tendrán». Aquella dirección del partido tenía para la militancia una aureola casi de santidad, de infalibilidad. Dirigentes que habían estado en la Guerra Civil (y ese mito pesaba mucho) como Ignacio Gallego, Dolores Ibárruri, Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho, Luis Lucio Lobato, Gregorio López Raimundo o Armando López Salinas. Los dirigentes de CCOO, el movimiento obrero, Rafael Alberti, Ramón Tamames, Cristina Almeida o Mohedano. Eran la flor y nata. Y sin embargo…

»Estas palabras que estoy diciendo son muy duras, pero creo sinceramente que esta es la verdad. Porque el sacrificio de la gente existió, el dolor de la gente existió, la entrega de la gente fue auténtica… El problema era, es, si aquel sacrificio era un sacrificio equivalente al resultado obtenido. O era un sacrificio no equivalente… porque no quiero utilizar la palabra «inútil», sería demasiado duro.