EL HOLANDÉS ERRANTE

En 1982, el alcalde de Córdoba y parlamentario andaluz Julio Anguita sentía que estaba muy lejos de Madrid. «Éramos políticos locales que no manejábamos una visión del conjunto español. Además, ya teníamos bastante con lo nuestro». La alcaldía estaba siendo un banco de pruebas, llevando a la práctica la idea de gobernar «en nombre de otro mundo», asentando la identidad de la izquierda en el día a día, pasando de la teoría a los hechos.

Madrid era más que una lejanía geográfica. Era otra manera de ver las cosas, una forma distinta de relacionarse, con otras claves, con una mayor presencia mediática. Anguita veía en aquella lejana realidad un campo de batallas. Centrado en los asuntos municipales, él estaba entonces muy lejos de la villa y corte de Madrid.

Gerardo Iglesias trataría de acortar aquellas distancias. «Gerardo fue un político que tuvo buenas intuiciones». Aquellas buenas intuiciones las interpretó correctamente, pero parte de su equipo ni las utilizó ni las llevó a la práctica. Fue Iglesias quien lanzó e impulsó la idea de la política de convergencia. Era una idea en bruto, sin terminar. Una intuición manifestada escuetamente de la siguiente manera: «Todos tenemos que juntarnos ante lo que está ocurriendo». Y lo que estaba ocurriendo era, ni más ni menos, que el PSOE se estaba entregando a la OTAN.

Gerardo fue por entonces un bloque alternativo. Algunos de los que estaban a su alrededor pensaban en crear «algo», pero con la aviesa intención de ofrecérselo después a la «casa común» del PSOE. Por qué piensa esto Anguita. «Tengo una memoria de elefante y recuerdo el Comité Central del PCE donde Enrique Curiel dice: “Hay que reequilibrar la izquierda”, que para mí es una variante más del “juntos podemos” o la “casa común” en la que tanto insistieron desde el PSOE».

«¿En qué consiste el reequilibrio de la izquierda? —explicó entonces Enrique Curiel—. Consiste en conseguir concitar en torno al partido y a su nueva idea un conjunto de fuerzas que pese en la balanza de las alianzas».

Aquella idea de Gerardo de «unirse» acabaría prendiendo en Andalucía. Los resultados electorales autonómicos tampoco les habían acompañado, «esperábamos más diputados autonómicos y sacamos solo ocho». Pero aquella intuición de Gerardo la plasmó Anguita en un documento hecho a mano (que conserva como oro en paño), enumerando los males del partido, pero no solo. Como todo en él ya desde entonces: a una negación le sigue una afirmación. Al panorama sombrío en medio del túnel le sigue una luz, más o menos lejana, para salir adelante. Proponiendo un nuevo impulso. Una inyección de creatividad política en medio de la que estaba cayendo.

El texto lo llevó en 1982 al Comité Central de Bellavista. Toda una propuesta para Andalucía. Los dirigentes andaluces del PC la escucharon. Ya entonces Anguita hablaba de «un programa elaborado colectivamente». Se trataba de hacer un programa desde abajo, con la participación de la gente, creando un movimiento. «Me hicieron el mismo caso que a Jacinto en la boda (era el novio y le echaron), de modo que me volví a mi alcaldía de Córdoba».

El alcalde se volvió a casa con su propuesta, esperando que madurara la situación, pues estaba convencido de que los tiempos le darían una nueva oportunidad.

Todo era entonces para él Córdoba y Andalucía. «Éramos provincianos. No tratábamos los asuntos de Estado. Veíamos todo aquello que estaba pasando, nos afectaba porque era nuestro partido, pero no teníamos tiempo para elucubrar sobre los “asuntos de Madrid”, ya teníamos bastante con Córdoba y lo que pasaba en Andalucía. Las propuestas tenían un ámbito andaluz. Madrid era otra historia».

«Solo había una puerta por la que comenzábamos a tratar cuestiones de la Administración Central: presupuestos, obras públicas, leyes del suelo, etc. Esa puerta la constituyó la asamblea de veinte alcaldes que de forma itinerante se fue reuniendo durante tres años. Gracias a ella nos vimos en la necesidad de debatir con Suárez, Abril Martorell, Martín Villa, Felipe González, Solchaga, o Borrell. Fue un aprendizaje intensivo y muy pegado a la realidad económica».

Esa actitud de entonces explica que años después a Julio le entrara vértigo cuando le plantearon su marcha a Madrid. Vértigo y rechazo. No solo porque estaba muy bien en Andalucía, donde había un proyecto político que había cuajado, que estaban desarrollando y había que terminar, sino que trataba de mantenerse lejos de aquel lugar donde no hay más que problemas. Madrid, un lugar de influencias donde se lucha por el poder, la ciudad de los ministerios, los embajadores, con fuerzas políticas a nivel europeo. Un mundo de enfrentamientos y mezquindades.

Cuántas veces en su vida Julio aceptará retos, encajará responsabilidades que una parte de su ser estaba rechazando… hasta que de repente los asume y los hace suyos.

Esto se lo hizo observar una persona cercana. Cuando le llamó Gerardo Iglesias para pedirle que presidiera, en diciembre de 1983, el XI Congreso del PCE (de una gran dureza, «tanto que aquello era para tragarse a un presidente y todos sus ministros»). Recuerda que le eligieron en la mesa, y que tenía que pronunciar unas primeras palabras. «Entonces yo miro hacia abajo mientras se hace un gran silencio, sé que la gente espera mis palabras, hasta que de repente levanto la vista. Es entonces cuando lo he asumido. La gente está esperando tus palabras. Entonces asumes tu papel y hablas».

—¿Asumir la responsabilidad, el sacrificio?

—Asumir es «venga, vale, aquí estoy, dispuesto para lo que vaya a pasar». No es un desafío, ni mucho menos. Es aceptar que te tocó. Es un trago muy duro, sí. Como cuando acepté —y eso me costó muchísimo más— ser secretario general del PCE años más tarde. Fue muy duro, que de eso ya hablaremos, porque dejaba Andalucía, mi historia, mi gente… Antes había dejado la alcaldía de Córdoba sin terminar mi mandato por ir al Parlamento en Sevilla, y ahora tampoco me dejaban terminar mi mandato en el Parlamento de Andalucía para ir —como un eterno apagafuegos de un sitio a otro— a Madrid. El Holandés Errante.