El saber: una superior concepción del mundo, científicamente elaborada.
ANTONIO GRAMSCI
Cuando ustedes terminen sus estudios en esta Facultad de Periodismo tendrán el poder de la síntesis, dijo la profesora en el campus de Leioa de la Universidad del País Vasco, en 1979.
Todo lo podrán resumir en un titular, incluida su propia vida.
En 1979, Julio Anguita había ganado con treinta y siete años las elecciones municipales en el Ayuntamiento de Córdoba, convirtiéndose en el primer y único alcalde comunista de una gran ciudad española. El profesor de historia era tan solo por ese hecho un icono de la izquierda en España. El icono, al que pronto apodarían el califa rojo, ya no daba clases de historia, sino que la estaba protagonizando. Su pedagogía recorrería las calles y los barrios de la Córdoba tan romana como árabe y andaluza. Era el maestro alcalde. El alcalde maestro.
Es posible que los periodistas persigan una y otra vez resumir la esencia de lo contado en cuatro palabras. O en dos. O una. Hay que estar atento a la narración para saber en qué pasaje de una vida se encuentra el corazón imbatible de lo que se cuenta. Qué es lo que da sentido. Decir huracán, si es la fuerza del viento quien bate toda la boca de la bahía y hasta el faro queda cegado por un remolino de agua incesante. Qué es lo que hace que el cuerpo y el espíritu de un ser vibre, y salte y se conmueva. Y estalle una y otra vez. Al igual que aquello que llena de luz la Tierra todos los días al amanecer.
Recorrí con Anguita las calles de su querida ciudad una y otra vez en distintas épocas del año. Visitamos su mezquita, sus patios en flor, sus columnas romanas, también sus barrios, alguna que otra bodega, sus museos, la universidad, el tablao y los sones. De ahí recorrimos con palabras, y papeles sobre la mesa, la alcaldía, el Parlamento andaluz, la secretaría general del PCE y con ellos los congresos y algunos comités centrales del partido, la coordinación general de IU además de las asambleas y manifestaciones, también repasamos su tarea como portavoz en el Congreso de los Diputados. Qué decir de sus infartos, de su entrega por la paz de Euskadi y su rotunda posición contra las guerras del Golfo y los Balcanes.
Hasta que volvimos juntos, por los caminos de la memoria, de Madrid a la Córdoba de Prometeo, el año 2000, donde trece años después, ya con setenta y uno, sigue en un activismo entusiasta. Y cómo. Escribe, da conferencias, concede entrevistas, publica libros, pone en pie de combate a la gente en el Frente Cívico-Somos Mayoría.
Son muchas palabras y aún no hay un titular. Antes de intentarlo, he de decir que, además de las calles y plazas de Córdoba, de la iglesia en la que hizo la primera comunión, también recorrimos su infancia y su adolescencia. No para escribirlas al detalle, que este no es un libro de memorias, que este libro que busca la luz —este largo texto de papel que se arrasa en la convicción de que marchamos contra la ceguera, y no solo la de los demás, sino la ceguera de todos, la propia por supuesto—, es más bien, lo digo por este libro, una biografía política, con el matiz, por tanto, de que su vida forma parte, desde la libertad, de una obra colectiva.
Así que estábamos repasando su adolescencia, cuando de repente saltó la liebre a perseguir para intentar explicar uno de los motores poderosos de su vida, el conocimiento, la búsqueda de la sabiduría. Diría que en uno de aquellos pasajes está el principio que nos lleva a entender una manera de ser, de sentir, de existir.
El adolescente que fue leía por entonces, con trece años, el devocionario de los hermanos trinitarios de Córdoba. Su visión religiosa de aquellos años le hacía intuir que Dios era la sabiduría, el modo y manera de llegar al conocimiento. ¿Esa es la meta del ser humano a la que tiende la naturaleza? Otras fuerzas desencadenantes, la guerra, las catástrofes, tanta miseria, ya han destruido demasiado. Sin embargo, parece que el mundo está entregado a un ímpetu desconsiderado. En pleno siglo XXI hay millones de seres humanos obligados a luchar por la comida. Así que aquí está la tesis central de lo que Anguita piensa. La sabiduría contra la barbarie.
En aquel devocionario que ahora ambos hemos leído (gracias a la gentileza de los padres trinitarios de Algorta, en Bizkaia, cuya orden religiosa tenía un convento junto a las murallas de Córdoba, con tres frontones, lleno de religiosos que entonces procedían mayoritariamente de Euskadi y Burgos) se puede entresacar un texto que él aún recuerda de memoria, donde se habla de «un foco purísimo donde entenderemos y comprenderemos el mundo».
Aquel pasaje fue un descubrimiento. Aquellas «divinas palabras» tocaron una tecla que configura desde entonces su manera de ver el mundo. El afán por conocer, por buscarle a la existencia una explicación. Años después, aquello ya no denotaba un temperamento religioso, sino una necesidad de saber. Una necesidad que se mantiene intacta. Al leer a sus trece años aquel pasaje se dijo: «Esto es, esto es». Esa melodía sonó dentro de él haciéndole decir: «Yo quiero saber».
No le cuesta, a pesar de que hayan pasado cincuenta y ocho años, recordar cómo se imaginaba aquel «foco de luz purísima» de la que hablaba el librito de los padres trinitarios, editado en 1947. Recuerda que por entonces tuvo un sueño, mientras dormía, con una sensación muy especial.
Soñaba que estaba en una casa grande, como un palacio, dentro del cual había un patio con sus galerías. En sueños —en aquellos sueños del jovencito de trece años— subía a las galerías, que, a su vez, daban a unas habitaciones, cada cual con su puerta. Fue precisamente al abrir una de aquellas puertas cuando, de repente, se encontró ante un foco de luz purísimo, una luz indescifrable, increíble, que le llevó a caer de rodillas llorando en sueños, con una sensación de bienestar inefable.
Eso es lo que vivía y le nutría desde el mundo onírico, sintiendo que en aquel momento del sueño estaba ante el «saber puro, ante lo increado, ante lo inmanente». Esto es lo que pensaba y sentía aquel muchacho de trece años que él fue, gracias al devocionario que el hermano Gabriel le había entregado.
Con el paso del tiempo, desde su militancia política, aquel poderoso deseo de saber, de comprender, se ha transformado, con su amplia formación académica, en un impulso que le lleva a socializar sus conocimientos, tratando de hacer ver a la gente que sabe más de lo que cree saber. Es la conjunción de Sócrates y el mito de Prometo, el titán que roba el saber, el fuego y la luz, a los dioses de la mitología para entregárselo a los hombres. Robar el saber a cualquier manifestación del poder para que la gente sepa. Hoy se puede decir que esta idea que despierta y agita y anima la cultura es una constante en su vida. Conocer la historia, conocer al pueblo, conocerse.
Lo podemos decir de otra manera, aunque sonará como si fuera un eslogan político: «Todo el poder para el pueblo». Si lo dejamos en un breve titular, entonces, querida profesora de periodismo, «Julio Anguita no anheló poder, sino sabiduría».