Los cañones lanzaron salvas de honra a los caídos. Veintitrés detonaciones gemelas de sesenta piezas, como correspondía a los jefes de Estado, mientras los féretros que contenían los restos simbólicos del almirante Francisco De Palma, el soldado Evan Kingdrom, y un extraño y ambiguo personaje de los mundos exteriores conocido sólo por el sobrenombre de Silus, eran devueltos a la tierra.
En el palco de honor, sobre la grandiosa vista de millones de personas que habían venido a dar su último adiós a quienes todos habían señalado como los héroes de la contienda, Sandra dejaba que las lágrimas corrieran libremente por su rostro. A su lado, su nueva tutora, la Regidora en Jefe de la Logia Bizantyna Danya Seerker, mantenía su vista fija en la bandera con expresión compungida pero calculadora. Le aterraba su increíble parecido con la Madre Moriani, siempre mostrando la supremacía de la inteligencia por encima de los sentimientos.
Una hermosísima melodía llegaba hasta ellos desde los campos Elíseos, tocada a la par por mil gaiteros. Era un tema que la propia Alejandra había escogido de entre toda la historia de la música, una melodía tradicional llamada Amazing Grace, en cuyos tonos cabalgaba el último adiós que creía que su abuelo merecía. Sorprendida, miró a la multitud, y vio los reflejos del sol en un millar de pañuelos blancos que se agitaban al viento, alzados en nombre de todos los que habían perdido la vida en la contienda. De pronto se sintió muy cerca de ellos, más de lo que lo estaría nunca.
Las señales de la turba enfebrecida que esas mismas personas habían desatado un día antes, asaltando el palacio y linchando a la ex Arconte Beatriz, ya habían sido completamente reparadas. No había señal alguna de que tan triste episodio hubiese ocurrido. Y el pueblo tampoco lo deseaba; sólo querían olvidar, mirar con optimismo hacia el futuro.
Por más que intentaba odiarles, no podía. En el fondo, ella sentía lo mismo. Una iteración forzada de su nombre, Victoria, que había adoptado durante la ceremonia a efectos administrativos, era un ejemplo perfecto del papel que todo el mundo deseaba que ella representase en el futuro. Victoria Valeska. Odiaba ese estúpido nombre.
Pero no todo eran tristezas aquel día. En el otro extremo del palco, apenas un escalón por debajo, el recién condecorado comandante de flota Luis Nesses, luciendo la Medalla del Orgullo Imperial en su pecho, sostenía con fuerza la mano de la capitana Elena De Whelan. Se les veía inmensamente felices a los dos, unidos al fin tras tantas penurias y mirando con ilusión hacia el lejano sol del atardecer. Sandra se alegró por su dicha, y les deseó en secreto una vida larga y feliz.
Más tarde, cuando los ecos de los cañones se extinguieron, Alejandra se dirigió pensativa a sus aposentos, buscando la soledad. La lejana voz de la Madre Regidora, sin embargo, la persiguió reverberando en el artesonado.
—Es una lástima que él no haya sobrevivido.
Sandra se detuvo en mitad del reluciente pasillo de mármol que conducía a las dependencias Reales. Junto a ella, el busto policéfalo del antiguo Emperador, aquella cabeza roma y desprovista de rasgos que proyectaba cuatro sombras diferentes, descansaba en su podio medio cubierta por el polvo.
—Es una lástima —corroboró, mirando una de las sombras que le recordaba el perfil de Evan Kingdrom—. Él merecía tener otra oportunidad.
La figura de la Madre se hizo visible al fondo del pasillo, envuelta en sus oscuras túnicas. Su voz era hueca y distante.
—No debes pensar en los que dejamos atrás. Ellos ya han encontrado su lugar en la Eternidad. A nosotros nos toca trabajar por el nuestro.
Sandra la miró y le dedicó una sonrisa triste.
—Hay billones que ahora dependen de ti —dijo Danya, imitando un gesto de Moriani—. Debes reactivar los accesos al Metacampo, otorgar a los teleuteranos el poder renovado de la Proyección. Construir la base de nuestro futuro. Eso y mucho más, son las cosas que ahora deben hacerse.
Sandra elevó la vista hacia el enorme lienzo circular que reunía a todos los Arcontes, situado en el ábside del pasillo. Aquellas figuras legendarias la observaban desde las alturas con expresión distante: Jürgen, Vladimir, Beatriz… Su poderío señorial intimidaba incluso desde el recuerdo.
—Lo que debe hacerse… —susurró. Las pupilas de todos los Arcontes se clavaron en ella, inmisericordes, y Sandra los escuchó revolverse en sus tumbas.
—Es el sino de los gobernantes doblarse a la voluntad de su pueblo. Dar todo a cambio de nada —explicó la Madre, acercándose—. Tú ya no te perteneces a ti misma, Alejandra. Perteneces a tu gente, a los hombres y mujeres que no tienen otra alternativa más que tú les quieras, que les respetes. Es la única posibilidad que tenemos de sobrevivir.
—Siempre hay otras posibilidades —murmuró Sandra, taciturna—. Pero son mucho más difíciles de alcanzar.
Los despiadados ojos de Beatriz le recordaron que ni siquiera ella, aún bajo la égida del poder absoluto, con el terrible poder que le confería ser el Tercer Nombre del Emperador, tras Jürgen y Vladimir, había podido evitar la vengativa rabia de su pueblo.
Pensativa, la Madre vio alejarse a la mujer de veintiún años a sus aposentos, arrastrando los enredados pliegues de su falda por el suelo.
Cuando a la mañana siguiente la asistenta personal de la Emperatriz, Kori Naba, fue a buscarla a sus habitaciones, encontró la cama sin deshacer y los amplios vestidos de gala tirados sobre ella.
Asustada, la sirvienta se asomó por la ventana, buscó en el cuarto de baño, en la cocina y en los dormitorios, sin éxito.
Inmediatamente se dio la alarma y el Servicio Secreto peinó todo el palacio y sus alrededores. Se movilizó al Ejército y se buscó en todos los mundos interiores, se exploró la LR y se reunieron grupos de Vagabundos del Sueño para que rastrearan mnémicamente sus pasos. Pero todo fue inútil.
La Emperatriz en funciones Victoria I, antes Alejandra Valeska, había desaparecido.
* * *
En el hangar que albergaba al incursor evangelista San Juan se respiraba una gran agitación. Los soldados y mozos de pista corrían de un lado para otro, preparando las naves del Regimiento Dorado para su inmediata partida. Aunque no conocían bien las razones de la repentina conmoción, las órdenes eran de prepararse para un posible levantamiento popular.
No era nada nuevo; en todos los mundos del Imperio corría el rumor de que ya no había Emperador, que la Convolución había resultado un fracaso y no había podido regenerarse de las cenizas de la Sombra. De ser cierto, con él moriría toda la estructura antigua de la civilización.
Eso no impidió que un extravagante personaje encapuchado, que vestía unas túnicas de monje y portaba un maletín gris en su diestra, pasara a través de todos los controles y se acercara a la majestuosa nave de guerra. Algunos se fijaron en él e intercambiaron comentarios, pero nadie se atrevió a discutir el impresionante pase de seguridad que exhibía ante cada barrera: una tarjeta de máxima prioridad con el estandarte de la Casa Real brillando en un costado.
Mientras todos corrían de un lado para otro, el encapuchado se acercó a la panza del incursor, comprobó en el ordenador de pista que había repostado y se encontraba en plenas condiciones de eficacia, y desplegó la rampa de abordaje.
Una vez en el puente de mando, ordenó a todos los sistemas que iniciaran sus ciclos de despegue y se quitó la capucha, sacudiendo la cabeza para desprenderse del olor de la tela. Luego extrajo un cable de transmisión de datos de su maletín e introdujo un extremo en la entrada de la computadora. Una barra de progresión tardó un par de segundos en indicar que los dos mil terabytes de información habían sido traspasados a la memoria central de la nave.
—¿Delian? —preguntó, con voz grave.
Nadie le contestó.
—Joder, Delian —repitió—. Sé que estás ahí. Los programas de adaptación de sistemas eran de buena calidad. Responde, por favor.
—Tranquilízate, estoy aquí —dijo una voz que surgía de todas partes y ninguna. Los controladores de la consola de mando se iluminaron—. Esto de tener una nave de guerra por cuerpo es algo que jamás me pasó por la cabeza, amigo mío. ¿Por qué te haría caso?
—Tómalo como una expresión más de tu talento artístico —dijo Evan, repasando el estado de los sensores y los sistemas de ataque. Delian podía ser un magnífico pintor, pero como nave espacial de combate todavía era un absoluto novato.
Cuando Alejandra expidió el permiso de máxima prioridad y secreto absoluto, autorizándole para que se llevara la mejor nave de cuantas disponían en ese momento en el Regimiento Dorado de la Flota (y aún más, para destinarla indefinidamente a una misión desconocida, a cargo de un capitán cuyo nombre era secreto), las quejas de todo el almirantazgo fueron de leyenda. Absolutamente todas las vacas sagradas de la Armada, los altos mandos estratégicos y los representantes civiles de la Cámara de Gobierno expresaron su más extremo disgusto por el estilo de estas acciones arbitrarias. La respuesta de la Emperatriz fue, igualmente, histórica:
—A la mierda.
A Evan le hubiera gustado estar allí para verlo, pero habría sido muy peligroso. Ya tenía suficiente, de todas formas, con el hecho de que el resto de su vida todos pensarían que el gran Héroe de la Sombra (título ridículo adjudicado por la prensa) ya había muerto, y le dejarían en paz.
—A ver si este trasto es tan bueno como dicen —musitó, sentándose en el sillón de mando. La nave parecía extrañamente desierta despegando con un único tripulante a bordo.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —preguntó Delian desde los altavoces. Evan asintió.
—La Arconte Beatriz recopiló un back-up de toda la Civilización humana antes de morir. Eso incluye los registros genéticos de las IAs de Damasco.
—Y pretendes encontrar a tu amada en ellos —bufó el pintor, y el soldado se lo imaginó sacudiendo una imaginaria cabeza—. Es ridículo. El espacio es infinito. ¿Sabes lo que eso significa, lo inmensa que es el área de búsqueda? Jamás podremos alcanzar esa señal. No sabemos si Beatriz la programó para que regresara algún día, o si vagará indefinidamente por el espacio hasta que las estrellas se congelen. Encuentra otra mujer y olvida este ridículo sueño.
Evan contempló el fondo inmensamente denso de estrellas que aparecía en el monitor de observación, y las examinó con la candidez de la esperanza. Si Laura estaba allí fuera, en algún lugar secreto, él la encontraría, aunque estuviese toda la vida vagando sin rumbo y recorriendo parajes desolados entre galaxias.
Cuando la fuerza del amor y de la esperanza son suficientemente poderosas, el infinito no es un lugar excesivamente grande.
Recordar al ser amado, liberar el espíritu en pos
de un imposible anhelo.
¿Por qué atrapar nuestro llanto en la memoria distante?
Mejor morir, soñar, dejar que la vida levante el vuelo
Y congelar la Eternidad en un instante.
Alan Tell.