Las distintas divisiones de la Flota penetraron en los angostos túneles Riemann con un desfase de segundos. En el Puente Único, Luis vio cómo más de un millar de vectores de luz pasaban de verde al estado de alerta preventiva, desapareciendo con dirección a Delos en un viaje de muchos años luz.
No eran los únicos: cada crucero disparó la mitad de sus ojivas nucleares de salto R antes de saltar, arrastrándolas como un enjambre de mortíferas abejas mientras entraban en fase de aceleración. Cuando ingresaran de nuevo en condiciones einsteinianas, justo sobre el objetivo, no perderían tiempo en disparar.
El general Vasui saludó a sus capitanes una última vez desde el puesto cero del Puente y se desvaneció; no volverían a contactar hasta que sus naves orbitaran Delos.
—Preparados para abrir el conducto —ordenó Nesses, sentándose—. Disparen los panales de abejas.
Un lejano temblor sacudió su navío mientras las santabárbaras se abrían y lanzaban mil cabezas, que pasaron a estado de hipervínculo. Luis las contempló girando en reacciones controladas, centelleando pocas docenas de metros más allá de su blindaje energético de potencia quinientos. Si una sola de las ojivas se desviaba de su posición durante el salto y golpeaba la coraza, el navío se convertiría en un hermoso espectáculo de explosiones y restos calcinados.
Una larga hora después, el Intrépido fue de las primeras naves en llegar a la órbita de Delos. El paisaje que sus tripulantes observaron contrajo sus corazones y les dejó sin aliento. Al ver aquello, sintieron por primera vez lo pequeños e insignificantes que eran sus esfuerzos.
La Sombra colgaba tras el planeta como una mortaja de tela negra, una capa de oscuridad insondable que se expandía a lo largo de millares de kilómetros hasta el radio de su primera luna. Los apéndices lamían el satélite como carroñeros ávidos de carnaza, lloviendo sobre su superficie como los tentáculos de un titánico organismo celestial.
Delos entero había sido absorbido por el manto de oscuridad. Unos radios de millones de kilómetros de longitud por unos pocos de ancho partían de la órbita como delgados cilios, dispuestos según una estremecedora geometría, dando forma a las primeras fases de la cúpula de energía negativa que acabaría por encerrar la estrella. El movimiento angular de los cilios era visible a simple vista, sus delicadas puntas creciendo unos pocos milímetros cada segundo. Evan, de pie en el puente de mando, dedujo que para que el efecto fuese apreciable a aquella distancia tendrían que estar moviéndose a una velocidad cercana a la de la luz.
—La energía necesaria para hacer esto es… imposible —musitó, los ojos abiertos como platos.
—¿Siente el contacto mnémico con la Emperatriz? —preguntó Nesses. El soldado escondió los ojos, concentrado.
—No —dictaminó—. No siento nada. Los accesos al Metacampo siguen obstruidos. Aún deben estar viajando, a menos que les haya ocurrido algo y no hayan podido encontrar a los Ids.
Apretando los dientes, el capitán contempló los diagramas tácticos. De algún modo, la Sombra sabía que estaban allí, que venían a destruirla. Sus cilios se concentraban formando una concha densa sobre el Palacio Residencial, el núcleo de su crecimiento.
No podían esperar más tiempo.
—Prepárese, vamos a colocarle justo sobre el planeta. Saltará en una ojiva.
—Muy bien —convino el soldado, aprestándose a abandonar el puente. Cuando se giraba para marcharse oyó la voz de Nesses, que le decía desde el nivel digital:
—Mucha suerte, Evan, y gracias por todo. Sabe que va a morir, ¿verdad?
—Por supuesto —asintió el Guerrero Espíritu—. Pero quién sabe. Ya nada de lo que hagamos tiene asegurado un sentido.
Nesses le dedicó una última sonrisa y lo monitoreó en su carrera hacia el hangar de despegue, mientras se colocaba la armadura Alfa y todos sus accesorios, y algunos de éstos eran lanzados previamente sobre la superficie y la órbita del planeta.
* * *
Los componentes de la armadura entraron bien en la atmósfera, colocándose estratégicamente en posiciones cercanas a la Flor de Luz, punto de aterrizaje de Evan. Otros se situaron en órbita geoestacionaria, vigilando la superficie como diminutos ojos espía. El objeto central, la delgada ropa acolchada que recubría el cuerpo de Evan, enlazó sus emisores LR con el repetidor del Intrépido y se comunicó en tiempo real con el árbol de IAs, con sede física en la Tierra. El grupo neural de mnemoprocesamiento del traje se conectó al cerebro del soldado y comenzó a tamizar sus débiles impresiones psíquicas. Los técnicos humanos y virtuales encargados de controlar sus evoluciones, casi una docena de personas dedicadas en exclusividad a la armadura, conectaron todos los sistemas y monitores de sus puestos de control. En breve, el escudo de tecnología que protegía a Evan estuvo trabajando a máxima operatividad.
—Sobre la posición. Listo para saltar —anunció Evan desde la ojiva que lo transportaba. Era un antiguo misil táctico multisalto sin cabeza explosiva, que lo alojaba como un feto en un campo de semigravedad.
La ojiva esperó una orden de confirmación desde la torre de control y luego desapareció por unos instantes de la realidad, volviendo a hacerse física a escasos kilómetros sobre lo que antes había sido Delos DC. Instantes después, se abrió como el capullo de una mariposa y dejó que su carga cayera hacia la superficie envuelta en un escudo de alta potencia. Evan atravesó las nubes bajas y extendió sus miembros en cruz para estabilizarse y planear.
Los repulsores EV del traje se activaron, acelerando su caída a casi un Mach hacia tierra. El campo de fuerza se volvió incandescente por la fricción del aire, protegiéndole mientras el soldado se ponía en contacto con las demás partes de su armadura por telemetría. Desde su aventajada posición en las capas altas de la atmósfera contempló cómo una tormenta de misiles balísticos y bombas a medio explotar llovía sobre Delos.
Todo el hemisferio norte del continente central se llenó de lejanas explosiones increíblemente brillantes, como alfilerazos de luz perforando la densa capa de oscuridad de la Sombra. El apocalíptico cuerpo hecho de tetrapectos que resbalaba desde los polos hacia el ecuador se retorció como un animal herido, moviendo sus delgados apéndices en contracciones instintivas de miles de kilómetros.
En órbita, el grupo de control le suministró todos los datos del campo de batalla: las coordenadas de llegada al suelo estaban situadas a escasos doscientos metros de la Flor, en una zona escarpada hecha de la solidificación de una marea de edificios licuados durante la explosión. Los oficiales tácticos le comunicaron que se disponían a vaporizar todo rastro de tetrapectos en un radio de seis kilómetros, para evitar presencias inesperadas cuando llegara al perímetro del objetivo.
Evan asintió, y se puso a chequear por última vez los sistemas mientras a su alrededor caían espectaculares lanzas de luz. Desde su posición a nueve órbitas del planeta, el crucero de batalla abrió fuego con sus baterías de rayos Hd. Larguísimos vectores invisibles en el espectro normal cayeron a escasos metros de Evan, taladrando la superficie y extendiendo un reguero de destrucción nuclear que cubrió la tierra con un manto de luz. Todos los tetrapectos individuales concentrados en torno a lo que había sido el Palacio Residencial del Emperador estallaron en salvas de millones. Un amplio espacio despejado se abrió en iris a escasos kilómetros por debajo de los pies del soldado.
Este tocó tierra en posición de máxima estimulación cervical. Los inyectores de drogas inundaron su espina dorsal con un disparo de nanosinérgicos y su percepción cambió: en lugar de un flujo de segundos comenzó a apreciar las décimas, y el mundo se convirtió en una película ultra lenta que pasaba a su alrededor mientras él se movía con celeridad.
A lo lejos, más allá del cráter que alojaba al palacio, una pared de explosiones atómicas se alejaba de él hacia el exterior de la ciudad, vaporizando todo lo que pudiera quedar vivo en la urbe.
Evan se concentró.
De repente sintió un escalofrío. El silencio era abrumador. El ruido de la devastación no cruzaba una frontera invisible que rodeaba el palacio.
Algo no iba bien.
Recordó cuando el rayo del Lyrae cayó sobre Delos, y por ende sobre sus cabezas: él abrió los ojos dentro del hongo nuclear con Sandra en sus brazos, contemplando el armagedón desde dentro, un imagen que le acompañaría en sus pesadillas el resto de su vida. Ahora aquella instantánea volvió a él, nítida como un disparo a la sien: allí delante estaba su enemigo.
Tan sólo tendría que acercarse lo suficiente como para entrar en la Flor, si es que eso era posible. Si lograba volver a mirar, tan sólo mirar a la gárgola que representaba el subconsciente de Sandra, tal vez podría obligarla a decidir. Nada podía mantener un doble estado de existencia cuántica, viva y muerta, si estaba sometido a observación. Él esperaba inclinar la balanza de la decoherencia hacia el lado que le interesaba, anulando la parálisis temporal en torno al palacio y completando el estallido de la flor, lo que debía de haber ocurrido el día de la batalla de Delos, sellando sus destinos.
Pero para eso debía llegar hasta el mismo núcleo.
Hicieron acto de presencia al momento: los tetrapectos se recuperaron parcialmente del inmenso nivel de castigo al que los había sometido el bombardeo planetario, débiles pero aún letales.
Evan no tardó más de un par de décimas de segundo en reaccionar. Se movió con la rapidez del pensamiento, avanzando hacia sus enemigos en saltos EV de cientos de metros. Los tetrapectos, con forma de arañas de oscuridad de diez metros, se acumularon en torno a la Flor, protegiendo sus accesos.
Evan radió una orden a los periféricos del traje y la batalla comenzó.
* * *
Sandra, envuelta en su nave espacial (el holograma cuántico de Elena), atravesaba el Universo convertida en un ascua de luz.
El movimiento relativo era apenas perceptible, ya que las lejanísimas estrellas apenas se movían de su posición, pero ella intuía que avanzaban.
Era indescriptible lo que se sentía cuando se era un rayo de luz, la doble imposibilidad de la existencia y la coherencia dentro del escudo de realidad que era el cuerpo translúcido de la capitana. Sandra había estudiado las teorías trigrámicas durante su aprendizaje en el palacio, que predecían nuevos estados de la materia para expresar la comunión perfecta entre la relación mnémica, impuesta por el pensamiento, y el caos cuántico de la fábrica de lo Real. Eso había sido extrapolado de audaces fórmulas matemáticas por pensadores que ahora probablemente estaban muertos.
Se miró a sí misma y descubrió con asombro que aún era humana: vio su adolescente cuerpo desnudo encerrado dentro de las fronteras del uniforme reglamentario de Elena, y al mirar hacia delante entrevió los ojos de ésta, superpuestos a los suyos, clavados en lo que parecía su destino: Perséfone, en la constelación de Orión.
La enorme estrella azulada las recibió con el cálido abrazo de su manto de radiación. Las dos mujeres lo atravesaron dejando una estela cometaria de iones, aproximándose a su núcleo. Cayeron rebasando los campos de choque de las capas externas, y de pronto la luz desapareció y penetraron en la oscuridad primordial del interior del astro, allí donde los fotones estaban tan desorganizados que sus imposibles ojos ni siquiera eran capaces de apreciarlos.
Sandra gritó de dolor junto con Elena; ambas remontaron el rastro mnémico de los Ids, impreso en el cerebro de la joven Emperatriz, y comenzaron a acelerar hacia el núcleo. La presión mnémica era tan grande que los contornos de seguridad y antropomorfismo de la capitana comenzaron a desdibujarse. Sandra aulló de dolor. Se atrevió a abrir los ojos y el panorama la sobrecogió:
Estaban en el centro de la estrella, en un lugar imposible de explicar dentro de los cánones del espacio físico. Vio, por primera y única vez en la historia de la Humanidad, el lugar donde se fabricaban la energía y el tiempo: una esfera de múltiples dimensiones sin color ni textura ni albedo ni geometrías estables. Un lugar en el que cada uno de sus movimientos generaban fluctuaciones en el estado de la espuma cuántica que llevaba irremediablemente a la creación de nuevos estados físicos y nuevos universos paralelos.
Incapaz de asimilarlo, Sandra cerró los ojos, temiendo volverse loca. Pero sus órganos visuales nada tenían que ver con su percepción. Ella siguió allí, sintiendo cómo la acariciaba la gloria de la creación.
Tomando impulso, Elena volvió a acelerar. Esta vez al racimo de las Perseidas, a través de un túnel de agujeros negros microscópicos con salida al interior de una de las estrellas.
Su núcleo era fascinantemente diferente del de la Perséfone: poseía algunas dimensiones mensurables, como el brillo y una cierta textura, y no era en absoluto esférico, sino espinado, con puntas afiladas abiertas en abanico. Sandra misma se vio hecha de espinas: paseó sus manos frente a su cara y las vio estiradas desde cientos de vértices, como aquellas graciosas imágenes que había retocado en su computadora en Delos, deformándolas cambiando por completo las leyes de su expansión. El espacio-tiempo adoptaba configuraciones cristalográficas inusuales.
Con un esfuerzo sobrehumano, Elena localizó la siguiente puerta mnémica y volvió a saltar Sandra cerró los ojos y contuvo el aliento. El sonido (¡había sonido!) se volvió ensordecedor. La presión psíquica era insoportable: sus oídos e hipocampo estaban a punto de explotar. El cuerpo de Elena se iba volviendo cada vez más delgado y transparente, perdiendo a un ritmo muy elevado su capacidad para escudarla.
Con terror, Sandra constató que si seguía perdiendo volumen, pronto habría partes de ella que quedarían fuera de Elena. Sobre todo ese dedo que le faltaba a la capitana, pero que Sandra sí poseía. Hasta ahora Elena había mantenido cerrada su mano, convertida en un puño, y eso había compensado la diferencia de volumen. Pero si seguía haciéndose más pequeña y delgada, ni siquiera esos trucos mantendrían partes de Sandra a salvo del vacío.
Su nuevo destino la sobrecogió. Creyó por un instante que se había vuelto loca, que el espacio entero había sido sustituido por un campo rojo oscuro, tenuemente luminoso, que se extendía allá donde abarcaba la vista. Pero entonces comprendió: también era una estrella, la más grande del Universo conocido. Betelgeuse, la gran gigante roja, con un diámetro capaz de albergar el Sistema Solar. La caída hacia su núcleo duró años, décadas que transcurrieron en un instante. Sandra volvió a quedarse ciega, notando cómo pasaban cerca de la órbita de pequeños planetas consumidos por el radio de la cromosfera del titán carmesí, pero que aún orbitaban su lejano núcleo. Aparecían como óvalos alargados: como ellas se movían a la velocidad de la luz, los fotones que rebotaban contra la región más cercana de los planetas llegaba antes a sus ojos que los que estaban por detrás.
Sandra no pudo soportarlo más y activó la primera trampa de Schrödinger codificada por los teleuteranos.
Y cayó en un parqué de madera, recubierto por una alfombra. El oxígeno era respirable y la luz acogedora, y sus rayos se marcaban en el aire penetrando a través de las rendijas de la ventana. Una chimenea y unos muebles recubiertos de piel de visón completaban el decorado de la cabaña.
Sandra se desprendió del cuerpo de Elena y cayó al suelo, transpirando con profusión. Sus jadeos eran rápidos y entrecortados.
Una voz preguntó:
—¿Estás bien?
La niña elevó la vista y vio que la capitana parecía sólida, tan real y tangible como ella.
—¿Puedes hablar?
Elena sonrió.
—¿Puedes escucharme?
—Tengo frío.
La capitana se sentó junto a ella, al lado de la chimenea, y abrazó su cuerpo transmitiéndole algo de calor. Sandra tiritaba.
—¿Cómo estás?
—Mal. Pero no importa. Debemos seguir. ¿Cómo estás tú?
—Aguantaré hasta el final, creo. O al menos lo intentaré.
—Eso depende de lo lejos que esté el final.
—¿Aún no les sientes?
La joven miró a los postigos cerrados de la ventana. Evitó pensar en lo que se ocultaba detrás.
—No. Están lejos todavía. Pero no sé cuánto.
Elena miró sus manos. El tremendo gasto de energía del viaje las había consumido, y ahora apenas eran del tamaño de las que intentaba proteger. La niña extendió su diestra y la superpuso a la de la capitana: el dedo sobrante era incapaz de ser ocultado por más tiempo.
Las dos mujeres se miraron.
—No podemos seguir —concluyó Elena, dejando que se levantara. La Emperatriz anduvo por la casa, explorando—. Ya abarcas casi todo mi radio corporal. Si pierdo un poco más de energía, se acabó.
—Lo que no podernos hacer es abandonarles —sentenció Sandra, entrando en una pequeña cocina. Todo era asombrosamente real, incluso los cubiertos. Con las mejillas muy pálidas, sintió el tacto frío de un cuchillo para cortar carne—. Debemos proseguir, cueste lo que cueste. No hay más remedio.
—¿Pero cómo? Ya ves que ni siquiera tu mano cabe dentro de la mía —se quejó Elena, descolgando los hombros—. Estamos acabadas.
Sandra apareció en el umbral del salón, y colocó su mano derecha sobre la mesa.
—Aún no.
—¿Qué vas a hacer, Alejandra?
—Magia —sonrió la joven, y colocó el cuchillo sobre su dedo anular.
Elena se puso en pie de un salto. Pero mientras su boca se abría para gritar y sus manos se alargaban tratando de detenerla, la joven campesina cercenó su dedo anular, el mismo que le faltaba a la capitana.
Alejandra no gritó. En realidad no emitió ningún sonido. Simplemente se desplomó en el suelo, con la boca entreabierta y los ojos fijos en la nada. Se golpeó la cara contra la alfombra y la arrastró sobre ella un metro; se contorsionó varias veces y permaneció un rato en silencio, sujetándose la mano, apretando la cara contra el suelo.
Elena la contemplaba aterrada, sin mover un músculo.
Al poco rato, un débil gemido provino de la cabeza de la joven, oculta por sus cabellos. Fue algo grave, más parecido a una exclamación que a una queja. Alejandra exhaló el aire de sus pulmones, renovándolo con algunos estertores, y se puso en pie muy lentamente.
—Vámonos ya —gimió.
Y se fueron, dejando que el entorno estable de la cabaña desapareciera llevándose el dedo cercenado, abandonado en la mesa como un sueño más.
* * *
Evan se protegió tras una elevación del terreno huyendo de una explosión. El tetrapecto que lo perseguía, sus extremidades enhiestas como lanzas, sorteó el obstáculo de un salto, plantándose frente a él sobre tres patas.
El soldado ordenó al rifle complementario de la armadura que cambiase a aceleración de plasma, y bombardeó al monstruo con una tormenta de fuego. Los enlaces moleculares se destrozaron por el calor y se convirtió en una masa de protomateria. Luego, un aviso del radar lo hizo saltar diez metros a una plataforma cercana. Más enemigos se aproximaban desde ocho direcciones.
Las arañas lo cercaron. Evan las señaló disparándoles proyectiles con cabezas buscadoras y se retiró de la zona. Los periféricos defensivos del traje, poderosos robots multípodos que esperaban lejos del combate, enfocaron sus cañones de treinta milímetros sobre los blancos, enganchando las señales de baliza.
Sus cabezas empezaron a girar a miles de revoluciones por minuto, vomitando toneladas de balas autopropulsadas que hicieron polvo a todos los enemigos en segundos. La zona se llenó instantáneamente de miles de vectores de calor que taladraron el infrarrojo.
Evan escaló una loma y se situó junto a un antiguo edificio medio derretido. Un enjambre de tetrapectos alados cayó sobre él a velocidad cegadora. Rozó un conmutador y el traje se blindó, expandiendo un campo de fuerza unidireccional a diez metros. Los monstruos trataron de sepultarlo, raspándolo con sus zarpas y pulsando al máximo su nivel de resistencia. El soldado bombardeó a las primeras oleadas con munición explosiva, gastó seis cargadores enteros de tambor veloz y cambió a haz coherente. Un rayo de luz semisólido partió en dos un grupo de Sombras menores, astillando el terreno en una nube de explosiones. Antes de dejar que el enemigo se reagrupara, sacó de su cinturón un pequeño dispositivo esférico y lo arrojó cerca de su posición.
Fintando por debajo de las patas de los tetrapectos, su campo de fuerza se tornó sólido a máximo nivel de resistencia y excavó en la tierra, hundiéndose cinco metros. Cuando los monstruos trataron de alcanzarle, el dispositivo detonó.
Desde la primera órbita de geoestación, el satélite acoplado a la armadura cegó por un instante sus ojos para que no se quemaran con el resplandor de la explosión. En tierra, una onda expansiva barrió los tetrapectos en un radio de un kilómetro, despejando por completo la zona. El cono de polvo se alzó doscientos metros antes de caer a tierra abriéndose en un bello abanico de ceniza.
Evan salió del agujero y realizó un rápido escáner: la materia oscura se reorganizaba en torno a la Flor de Luz, pero tardaría en volver a consolidarse. Se lanzó a toda velocidad hacia la base del antiguo palacio. Subconscientemente, su entrenada percepción detectó un flujo de energía proveniente del Metacampo; el grupo de procesamiento neural del traje lo interpretó antes de que él fuera consciente del peligro y se defendió.
Una nube de rayos cayó sobre él una décima de segundo después de que los campos de fuerza se activasen. El modo de ahorro de energía del traje los mantenía a mínima potencia hasta que detectaba un ataque, y entonces los adecuaba al nivel de presión entrante.
Evan rodó por el suelo, tratando de esquivar un huracán de impulsos de hadrones que licuaban el terreno como gotas de lluvia modelando la superficie de un lago. Dio varias vueltas y, cayendo hacia delante con las piernas flexionadas, las usó de trampolín para alzarse cincuenta metros en el aire. A medio arco, modificó la trayectoria con los impulsores EV y dio un brusco giro a la izquierda, esquivando por milésimas de segundo una ráfaga letal.
Cuando volvió a tocar tierra, vio a su enemigo.
Al principio no le reconoció. Algo en su pose decaída y encorvada le recordaba a alguien que había conocido una vez, hacía mucho tiempo.
Ahora era una marioneta de carne recubierta por un tanque, un fragmento de tecnología apenas funcional que se mantenía pegado a su piel mediante un horrible cosido hecho de ligamentos de sombra.
—Así que tú eres el cazador —balbuceó Stellan Sorensen, moviendo a duras penas la mandíbula a despecho de sus horribles malformaciones—. Qué honor conocerte, después de todo.
—Consejero —saludó Evan, sorprendido por el horrible estado de simbiosis carne-máquina-tetrapecto que había alcanzado el antaño poderoso hombre de confianza de la Administración. Le apuntaba desde su atalaya con el extremo de sus brazos convertidos en cañones dé partículas, gigantescos en proporción a la cabeza.
—Llevas una armadura Alfa. Yo mismo aprobé el programa y los presupuestos para su construcción —observó con satisfacción el deformado Stellan—. Veo que funcionan bien, después de todo.
—¿Qué es esa cosa?
—¿Esto? —Stellan se miró a sí mismo, no sin algo de pena. Suspiró—. Esto… esto soy yo, somos todos…
—¡Déjame pasar! ¡Tengo que entrar en el palacio!
Stellan le dedicó una mirada piadosa, con la candidez y distancia de los santos.
—Ay, hijo mío. ¿No le entiendes todavía? Ya estás dentro de él.
—¿De quién?
El consejero miró a su alrededor.
—Del nuevo Emperador.
Y ordenó a sus extremidades que mataran.
El soldado saltó esquivando una andanada de bombas y proyectiles semisólidos de plasma, y enfocó todos los periféricos sobre el cuerpo del Consejero. Desde kilómetros de distancia, finos haces de partículas lo partieron en pedazos, haciendo estallar la tecnología que lo rodeaba en una coreografía veloz de chispas y humo. Stellan sintió dolor, pero su diminuto y deformado cuerpo no cayó.
Evan encajó un momentáneo acceso de miedo cuando la piel y la carne que habían sido en su día Stellan reventaron y liberaron un enorme tetrapecto de una docena de metros de altura, cientos de brazos en forma de cilios temblorosos y casi seis estados probables superpuestos.
Maldiciendo, el soldado se alejó de la zona, extrayendo otra bomba táctica del cinturón, la última que conservaba. Activándola, la arrojó contra la bestia, pero ésta, anticipándose a sus movimientos, la aferró con sus cilios y la volteó por encima de su cabeza, arrojándola al interior de la cercana Flor. En cuanto la bomba penetró en sus campos de estasis temporal, quedó paralizada en el aire, sin detonar.
Evan miró a su enemigo, momentáneamente paralizado, y recibió un letal golpe de una de sus extremidades que lo aplastó en la tierra, clavándolo literalmente al pavimento.
El monstruo se lanzó sobre él, pero a medio salto los periféricos soltaron el resto de su munición sobre su marca. Su contorno comenzó a explotar secuencialmente en una selva de haces postretinianos dejados por la munición de uranio blanco y los proyectiles reactivos. Los haces de luz lo exfoliaron, desintegrando un veinte por ciento de su anatomía, pero logró caer sobre la posición prevista, cambiando su forma a la de un antropoide gigantesco de seis brazos, y machacando sin piedad el terreno donde había enterrado a su contrincante.
Durante unos segundos nada ocurrió; los periféricos, habiendo agotado sus tambores, corrieron sobre las patas acercándose velozmente al campo de batalla. En medio de éste, el tetrapecto que había sido Stellan miró a su alrededor, confundido. No había rastro del otro.
De pronto, el suelo tembló. El monstruo creó dos nuevas patas para sostenerse, y se apartó cuando una explosión abrió la tierra y Evan surgió disparando. Su rifle se vació en una ráfaga concentrada, perforando al monstruo de lado a lado y lanzándolo hacia atrás. Exacerbado por el fragor de la batalla, Evan aulló de emoción cuando su enemigo se desplomó, pero la sonrisa murió en su rostro al ver que los conos de sombra que nacían alrededor de las ruinas del palacio, finos haces negros como la noche, eran inyectados en el corpachón de la bestia, aportándole la sustancia necesaria para sanar sus heridas.
Evan tiró el rifle y preparó el último nivel defensivo de que disponía, canibalizando energía del campo de fuerza para redirigirla a sus muñecas. Pensó en posibles estrategias para derrotarle, y el árbol de IAs, conectado por LR a su traje, le suministró instantáneamente todos los datos que poseía la Flota sobre los tetrapectos. Evan aprendió.
Lentamente, el monstruo se fue levantando, creando una fluctuante cabeza para poder observar con desprecio al hombrecillo que osaba desafiarle. Cuando se disponía a matar, abriendo sus apéndices oscuros, el rayo del satélite cayó sobre él.
En órbita, el periférico de vigilancia había cambiado su configuración de espía a modo ofensivo; el racimo de ojos electrónicos pivotó sobre su eje y dejó espacio para un proyector de láser Hd. Un único disparo hacia el planeta vació sus baterías y lo dejó inoperativo, pero la explosión logró hacer trastabillar a la bestia.
Sonriendo, Evan se lanzó sobre ella, pero el monstruo se retorció, fusteándole con un aullido furioso. El estampido del golpe creó ecos en las ruinas de la ciudad.
El soldado cruzó a tal velocidad la llanura que se estrelló contra la base de uno de los edificios del perímetro, con la fuerza de un proyectil balístico. La torre vibró y una parte cayó sobre él.
Como pudo, se puso en pie, notando que la sangre manaba de su boca; los compensadores inerciales no habían podido deflectar toda la inercia del golpe, y su cuerpo lo sintió. Se tocó las costillas y notó dolor. Algunas habían sido fracturadas.
No tuvo tiempo de pensar una contraestrategia; el monstruo saltó sobre él con un rugido animal y lo arrastró calle atrás un centenar de metros, chocando contra una deformada atalaya que antaño había sido un rascacielos de lujo rodeado de jardines. Evan y la cosa que lo aplastaba con sus demoledores golpes, tremendamente físicos, penetraron en la desvencijada estructura. El monstruo golpeó una y otra vez a su enemigo, mientras más apéndices de sombra se le iban uniendo, haciéndolo más y más fuerte. El edificio no pudo resistir la energía desplegada por la batalla y se derrumbó, arrastrando consigo varios otros que habían salido despedidos por el aire en la explosión inicial de la ciudad y se habían incrustado en su superestructura.
El monstruo aplastó a Evan sin piedad.
* * *
—¡Lo veo! —gritó Sandra, la vista clavada en su objetivo.
El centro de la estrella Betelgeuse estaba muy próximo, a apenas varios millones de kilómetros, pero los campos psíquicos de la mnémica pura ya empezaban a hacerse visibles. Una extraña sensación que manaba de un punto situado entre su frente y su cerebro comenzó a palpitar.
El enclave Hellmann.
—Usan el núcleo de las estrellas para Proyectarse en el tiempo —comentó Sandra, a sabiendas del enorme esfuerzo de Elena por permanecer coherente—. Ya estamos muy cerca. ¡Estamos alcanzando el túnel!
Delante, justo en su trayectoria, se abría el conducto de imágenes que Sandra había visto emplear a los Ids para huir durante la Convolución. Otros conductos, con diferentes imágenes tapizándolos como ion muestrario de distintas probabilidades de lo que podría haber sido y no fue, corrían paralelos al que ellas se dirigían. Ahora lo sentía, lo notaba en su interior con la fuerza de la emoción más pura: la mnémica estaba presente, la conexión con el Metacampo y la unión de las mentes de todos los organismos vivos de la Creación. Al otro lado del túnel…
Elena se desmayó. Sandra vio sus ojos cerrarse, superpuestos a los suyos, y la llamó por su nombre. Nada podía hacer; la presión había sido demasiado para ella. No sabía si había muerto. Pensó que no, ya que su figura translúcida aún seguía allí, protegiéndola.
Sandra cayó a través del túnel de imágenes, notando que cada vez avanzaba más rápido.
No iban a conseguirlo. Habían logrado llegar hasta allí y morirían a un paso de la victoria.
La presión comenzó a ser demasiado para ella también. Ahora no era un ser humano, sino un rayo de luz, y comenzaba a perder consistencia. Gritó, pensó, lloró, suplicó, pero nada pudo despertar a Elena.
Acordándose de sus padres en ese momento crítico, se dejó arrastrar por los vientos mnémicos del túnel hasta la muerte.
* * *
El soldado no podía moverse. El nivel de energía de los sistemas estaba siendo drenado a pasos agigantados. Con terror, Evan vio cómo el monstruo elevaba los brazos una última vez, fundiéndolos en un único y gigantesco apéndice, preparándose para descargar un golpe letal.
Cerró los ojos.
Y entonces llegaron los periféricos de la armadura, los robots multípodos, ahora desprovistos de munición, que saltaron sobre la superficie del tetrapecto. Este era suficientemente sólido como para poder atacar, así que los robots encontraron un buen enganche en su cuerpo.
Antes de que la cosa pudiese cambiar de forma para expulsarlos, entraron en fase de autodestrucción y detonaron.
El monstruo aulló de dolor, retorciéndose como una masa gelatinosa. Evan emergió del agujero con el campo chisporroteando en el infrarrojo, y canalizó un porcentaje de la potencia en sus manos. Extendió los dedos, y unas garras hechas de energía sólida los afilaron y endurecieron como el diamante. Su mente activó los corolarios de control zen en el campo del combate con apoyo mnémico, y dejó que su energía psíquica controlara su cuerpo. Cerca de la Flor, sus poderes volvían a funcionar.
El entrenamiento que convertía en armas mortíferas a los Guerreros Espíritu en el combate cuerpo a cuerpo se basaba en la aplicación directa de la mnémica a las artes marciales, activando un nivel de prescencia permanente, situada a un tercio de segundo en el futuro; eso le permitía al guerrero anticiparse a todos los movimientos de su enemigo, y controlar los suyos propios con la perfección de una máquina de guerra.
Con los filos de las garras cargados de letal energía cinética, Evan se lanzó de cabeza al corazón del monstruo.
Tras unos minutos en que la masa del tetrapecto fue perdiendo densidad, éste se volatilizó, dejando la silueta agotada del soldado resollando en mitad del paisaje de edificios derruidos.
Había vencido.
Evan comprobó el estado de energía de la armadura; sobre su retina apareció un indicador que señalaba un cuarenta y dos por ciento de eficacia. Resopló. Había gastado más de la mitad de la potencia y casi toda la munición, y aún no había logrado penetrar en la Flor. Aquello no iba bien.
Tampoco sentía aún a Sandra. El control de su propio cuerpo, la mnémica encapsulada a las fronteras de su organismo, se había activado momentáneamente durante la batalla, pero eso no significaba nada. Los accesos al Metacampo seguían cerrados. Miró al cielo y vio las estelas de impulsión de la flota sobre Delos.
Aunque Sandra hubiese fracasado, trataría de llegar hasta el final. Notando el dolor de los huesos rotos caminó hasta llegar al palacio, a la Flor.
En la base, junto a una entrada al núcleo del fenómeno, había alguien. Al principio, con el resplandor, Evan no lo vio, pero su presencia se hizo evidente cuando despertó parte de la mnémica latente en su cerebro.
Era un ser humano, con un cuerpo físico pero rodeado por un aura de energía de mnémica pura, negra como el espacio. Esperó tranquilo en la base del fenómeno hasta que Evan escaló hasta allí, y se limitó a contemplarle con curiosidad. El campo de protección del soldado estaba tan castigado que fluctuaba en impulsos erráticos. Sólo sus garras destellaban con la furia de cientos de gigaelectronvolts de potencia.
Jadeando, Evan contempló a su enemigo, el Guardián de la mente de Sandra, y le reconoció. Le había visto por última vez en el Suq, colgando de un precipicio, dando su vida para salvar el holovóder de Delian y la suya propia, dejándose caer al interior del tetrapecto que devoraba la ciudad y perdiéndose en sus insondables profundidades.
El Guardián había sido una vez el coronel Lucien Armagast.