Capítulo 11

La sonda/remoto que albergaba la conciencia de la capitana Elena De Whelan flotaba inerme en el vacío, cayendo sin remisión hacia una esfera de cristal líquido.

En el Puente Único, el capitán Nesses luchaba por encontrar una manera de rescatarla. Las naves estaban en alerta de ataque, y una pequeña flota de cazas de asalto, lanceros de simetría variable e incursores de energía sólida, volaban en formación alrededor de las naves cuerda y las pinazas de transporte. Luis controlaba las evoluciones del cuerpo real de Elena, la capitana del Alexander, la mujer que le había salvado la vida. El Maestro de Proyección Gunhis Ahl lideraba una frugal exploración en torno al cordón umbilical mnémico que aún mantenía la mente de la joven enlazada con la matriz sináptica del ordenador.

Su expresión no denotaba optimismo.

¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿Acaso no le habían enseñado a medir las consecuencias de sus acciones? El principal requisito para convertirse en capitán de navío era un espíritu práctico, férreo, a prueba de vanidades o deseos personales, una capacidad para tomar decisiones basadas únicamente en cadenas de razonamientos lógicos y en pruebas empíricas. Por eso Brawn gozaba de tan buena fama como profesional, y pésima en lo relacionado con su aspecto humano: él era frío y calculador, siempre pensando en cómo sacar a sus hombres de los peores aprietos aún a costa de sacrificios parciales. Sacrificios que Luis no había sabido medir, como los que atañían a su ego personal.

Ahora, Elena vagaba perdida en el espacio, su mente anclada a un pecio de metal que se desintegraba a medida que lo iba atrayendo la singularidad.

—¡Está atravesando su horizonte de sucesos! —anunció la comandante Nedma, que ocupaba el puesto de su superior en el Alexander. En la pantalla, el remoto/Elena entró en la última fase de acercamiento al fenómeno. Su imagen osciló y pareció cambiar espontáneamente de sitio varias veces.

—No podemos calcular a la vez su estado y su posición. Fluctúa en variaciones cuánticas.

—Quiero un acercamiento —ordenó Brawn, desde el Nairana—. Envíen otra sonda, pero eviten cualquier encuentro que pueda desestabilizar la órbita del remoto.

En torno al núcleo, las hebras de oscuridad se hacían más densas a medida que el icohalo se iba disolviendo. Las figuras de los ríos se diluían y, con cada desintegración o pérdida de significado, la rejilla de torsión de gravedad se hacía más profunda.

Luis Nesses lo entendía. Una imagen daba vueltas por su cabeza alocadamente: la estructura del sistema de ríos la había visto antes, en Delos. Recordó vivamente la última vez que visitó el cañón RR Lyrae, durante unas maniobras; allí, un sistema de cuerdas de metal líquido aceleradas a velocidades Riemann orbitaban la estrella cortando el monstruoso campo magnético y alimentando los generadores. Era un gigantesco acumulador de potencia, un cañón preparado para liberar esa energía en sucesivos disparos de gran alcance y precisión.

Aquello parecía el mismo sistema. El icohalo se fundía liberando toda la energía mnémica de sus sueños prisioneros, de las imágenes esculpidas en sus remolinos de gas, avivando la fuerza de la singularidad. La esfera de agua también le recordaba algo, pero no sabía qué.

Nedma se envaró, señalando la imagen.

—Lo está atravesando. Comienza cuenta progresiva en cero segundos.

Sin variar su trayectoria, el remoto golpeó la esfera de agua y penetró en su interior. Todos contuvieron un segundo la respiración, pero nada sucedió.

En el Puente Físico del Alexander, Gunhis Ahl sudaba. A su alrededor, su grupo de nueve Navegantes flotaban (espacio real) con las manos unidas, formando un anillo físico y mental. El filamento de conexión con la mente de la capitana pasaba por el interior de ese anillo e iba siendo desenhebrado lentamente, con precisión quirúrgica, en un esfuerzo por traerla de vuelta.

—Bajo ningún concepto debe disparar las reacciones de reconocimiento de patrones que pueda poseer la singularidad —meditó—. Hay que evitar a toda costa que piense en nada.

—¿Qué significa eso? —preguntó el general—. ¿Con qué tipo de fenómeno nos estamos enfrentando?

Gunhis carraspeó, los ojos inyectados en sangre. La algarabía caótica que torturaba los Ids y las metapercepciones era insoportable.

—Es una ventana conceptual primaria, como la que alberga a las IAs nacientes, pero a una escala muchísimo mayor. La cuna está en el centro, absorbiendo el icohalo para fortalecerse y preparándose para el parto. Cualquier pensamiento que genere a partir de ahora la capitana corre el riesgo de concretarse en una imagen, en un… elemento de presión heteronómica, que dispararía el cambio.

—¿Quiere decir que no podemos hacer nada por ella? —preguntó Nedma.

Gunhis entornó los ojos, y se lo pensó muy bien antes de contestar.

—Las… conexiones Alma remotas poseen dispositivos interruptores de emergencia, para evitar filtraciones no deseadas, ¿no?

—Eso nunca —replicó Nesses—. Ni se le ocurra pensar en nada parecido.

—¿Cuáles son nuestras opciones? —inquirió el general, con su habitual distanciamiento.

—Si esa entidad despierta —prosiguió Ahl—, es difícil precisar qué grado de evolución adquirirá. Su interferencia mnémica es muy potente, sólo comparable a… —enmudeció, y sus párpados se abrieron desmesuradamente.

—¿Qué ocurre? ¡Prosiga, Ahí!

—¡Hay un nuevo contacto! —anunció un tripulante. Nesses se concentró en su foso.

—¿Dónde?

—Orbitando la singularidad, señor. Es algo… No sabría cómo describirlo… Parece imposible.

Nesses amplió la visualización de la esfera.

Junto a ella flotaba una mujer.

Era una imagen translúcida, fantasmal. Una joven de unos veinte años, vestida de azul y con una larga melena cobriza ondeando al son de vientos imposibles. Se mantenía al límite de la singularidad, sin tocarla, mirando directamente al interior.

Mirando a Elena.

—¡No! —chilló Ahl, penetrando en el foso táctico que ocupaba la comandante Nedma. Los guardias de seguridad le sacaron de allí con rudeza y lo redujeron.

»¡Desconectadla! —se desgañitaba, aterrado—. ¡No dejéis que la vea!

—¿Qué…? —se extrañó Nesses. Y vio que el remoto/Elena, notando la presencia del fantasma, se giraba hacia él.

* * *

Y cruzó su mirada con la del espíritu. Era una chica, de similar edad que la capitana, e infinitamente más hermosa. Sus ojos brillaban con un tipo de sabiduría que ningún ser humano aspiraría a alcanzar en una sola vida de experiencias. Sus labios estaban entreabiertos, y su pecho oscilaba suavemente, respirando con calma la fragancia del vacío. Parecía una diosa, y Elena lloró al verla, porque representaba de alguna forma aquello en lo que a ella le gustaría convertirse algún día: un ángel que no necesitara de cuerpos de metal para navegar entre las estrellas.

La visión elevó su brazo derecho. Lo coronaba una mano a la que le faltaba un dedo. La capitana se fijó en su ausencia, pero notó el resto de sus dedos extendidos hacia ella, pidiendo (¿u ofreciendo?) algún presente. La muchacha sonrió.

Elena no pudo evitarlo. Voces cuyos ecos llegaban por un túnel la impelían a no abrir su mente, a cerrarse en sí misma. Pero el sentimiento de libertad fue más potente.

Auspiciada por la visión, Elena cerró sus ojos, recostó la cabeza sobre las nubes de algodón de la singularidad, y pensó en algo.

* * *

La luz que atravesaba la esfera líquida, procedente de la reflexión de las perseidas en la nebulosa, cobró consistencia. Primero fue un caudal inerme de energía negativa, luego se astilló en miles de corpúsculos cambiantes e independientes. Los sensores los analizaron y recibieron datos conflictivos: las formas, densidades simétricas de materia oscura, contenían varios estados de significado, todos superpuestos.

El espacio explotó en una nube de monstruos de energía oscura, del tamaño de naves pequeñas, generados desde la esfera de agua. El ordenador los identificó como tetrapectos, entes autónomos con cuatro estados cuánticos superpuestos…

Los cazas fueron los primeros en alcanzarlos. Su dinámica atmosférica se quebró cuando los impulsores de maniobra se expandieron radialmente. Las rémoras virtuales se enlazaron con las conciencias de sus pilotos, ejecutando bruscas maniobras y reorientando sus haces de partículas sobre los blancos.

Bombardearon sin piedad a los tetrapectos, pero cada vez que uno de sus estados de estabilidad se rompía, el siguiente acudía para perpetuarlo hasta que se cumplía la siguiente unidad temporal, y se regeneraban completamente.

La nube de monstruos crecía velozmente a partir de la diminuta esfera de agua.

—A todas las naves —transmitió Brawn—. Usen sus armas sobre el extraño.

Los rayos Hd de las naves madre alcanzaron la singularidad, desintegrándola parcialmente. Enormes globos atómicos surgieron por todas partes, vaporizando los conos de sombra con que cada explosión contribuía a generar las aberraciones.

Ocupada como estaba por el desarrollo de la batalla, la comandante Nedma hizo un enorme esfuerzo por no mirar fuera del foso del Alexander cuando los teleuteranos rehilvanaron hasta allí la mente de su capitana. El cuerpo de Elena sufrió un paro cardíaco y vomitó sangre. Los médicos, ya preparados, se apresuraron a desplegar en torno a su cuello las máquinas de estasis que la mantendrían a salvo de cambios.

Transcurridos seis segundos exactos desde la hilvanación, todo su cuerpo empezó a titilar.

Gunhis Ahl estaba sosteniéndola por un brazo, el rostro lleno de incertidumbre, cuando Elena desapareció de la realidad y volvió una décima de segundo después, unos centímetros desplazada. Su mano derecha y el brazo de Ahl coincidieron, y explotaron en una nube de sangre y tejidos. Elena chilló de dolor, sostenida por los médicos mientras el cuerpo del capellán se derrumbaba. Había perdido un dedo.

Conteniendo las lágrimas, logró articular:

—¿Qué me está pasando?

Al instante, los médicos encerraron su muñón y el brazo del capellán en campos de estasis. Estupefactos, los teleuteranos contemplaron a la joven, que vibraba proyectándose sobre sí misma varias veces por segundo a un ritmo constante.

—¡Ayudadme, por el amor de Dios! —gritaba. Los teleuteranos unieron de nuevo sus mentes y la sostuvieron en el aire telekinéticamente, para que no atravesase el suelo en sus frenéticas teleportaciones.

Nesses la observó desde su foso, incapaz de creerlo. Un fogonazo de luz le hizo trastabillar: uno de los cruceros, el Ejecutor; se vaporizó ante sus ojos, alcanzado por una proyección de la Sombra. Un enjambre de tetrapectos, con sus cuatro estados combinados en rorschachs aprehensivos, se arracimó en torno a los cazas y la nave comandante.

La realidad pareció volverse loca de repente. Rayos que parecían cortes puntuales en la tela del continuo surgieron de la singularidad, y a su paso destruyeron naves ligeras y bombas vivas. Las naves cuerda, alejadas de la batalla varios millares de kilómetros, trataron de apartarse aterradas de las letales descargas de entropía.

El Látigo de Fuerza Skronn, la nave de los astilleros de Mundo Stygma, se convirtió en un proyectil difuso, cabalgando dimensiones entre el espacio real y el Hipervínculo, saltando cientos de veces por segundo en abanicos de destrucción de millones de kilómetros. El espacio en un volumen de un radio planetario se convirtió en una sinfonía programada de estallidos de luz cuántica y destellos de impulsión.

Pero por cada Sombra que destruía, otra aparecía para tomar su lugar, generándose de la misma nada del vacío.

El Nairana, en el centro del torbellino, pivotó sobre sus ejes. Majestuosamente, el blindaje de su panza se descorrió, liberando las ojivas nucleares y sus cunas de lanzamiento, alineadas con la singularidad. Las sombras se acoplaron a ellas instantáneamente, fluyendo por su superficie en espasmos de bidimensionalidad. Uno de los misiles comenzó a moverse, una cabeza con capacidad de salto R, pero desapareció tras un enjambre de tetrapectos que la retorcieron hasta quebrarla.

Un disparo de la singularidad lo alcanzó directamente entre las ojivas, retorciendo el metal en un maremágnum de estados cuánticos posibles: incapaces de aguantar las fluctuaciones, las cargas de hadrones entraron en reacción.

Nesses contempló, impotente, cómo el Nairana se partía en dos con un destello nuclear. Un segundo después, el rostro de Yon Brawn, cubierto de estática, apareció flotando frente a él.

—Tome el mando de la flota —ordenó, jadeante. Tenía la mitad del cuero cabelludo abrasado—. Vuelva a Delos y avise al Almirantazgo de que hemos encontrado a la Quinta Rama. Avise a…

La imagen desapareció. La región occidental del Puente Único quedo sumida en una repentina oscuridad, mientras la mitad posterior del crucero comandante pasaba frente al Intrépido. El capitán Nesses distinguió nítidamente un corte transversal de la nave, con un centenar de cubiertas derretidas expuestas al vacío, exhalando vaharadas de aire en combustión y cuerpos destrozados al espacio como un geiser de muerte.

—Comandante Nedma —murmuró, compungido.

—Le recibo, capitán.

—Prepare el Alexander para retornar al Hipervínculo. Nos vamos de aquí.

A través de la única conexión por foso táctico que quedaba en pie, Nesses vio cómo los médicos se llevaban a la parpadeante Elena fuera del puente del Alexander, a un lugar seguro. Se dio cuenta de que, pese a que jamás sabría en qué había pensado la joven capitana en aquel crucial momento en el interior de la esfera, nunca llegaría a olvidar la figura que ese pensamiento solidificó en la matriz.

Un simple punto negro.

* * *

Fedra despertó con la boca llena de sangre. Estaba tumbada boca abajo sobre el suelo de la habitación, y en su mejilla notaba el áspero roce de las cortinas mecidas por el viento.

Se puso en pie y sintió cómo crujían sus articulaciones. Escupió la sangre coagulada que se había almacenado en su boca y sintió ganas de vomitar. Recordó: miró hacia la cama y vio que las sábanas se arremolinaban en un torbellino naranja junto al cabezal.

Estaba vacía.

Maldiciendo, localizó la túnica limpia que Evan había traído de los telares y se cambió. Hasta ella llegaban gritos y un estrépito de gente que corría y chillaba cosas inconexas desde la calle. Deshaciéndose de la ropa interior, ya manchada, se asomó cautelosamente por una rendija de la cortina. Vio un gran tumulto de gente que se movía con prisa hacia ningún lugar determinado. Muchos se llevaban las manos a la sien, haciendo aspavientos o sacudiendo la cabeza de forma desacorde, como impugnando a gente que no estaba allí.

Pensó en lo que Evan le había dicho sobre la Ciudad Pascalina. Resoplando, fue a lavarse al baño —se arrepintió por enésima vez de que la menstruación no hubiese sido olvidada en algún momento del diseño de su organismo—, se embadurnó la entrepierna con la mayor cantidad de perfumes que encontró en la hornacina y, ocultando el cuchillo de cocina bajo la túnica, abandonó la habitación. El corte en sus labios ardía como una herida llena de sal.

Estuvo andando durante más de una hora antes de dejar atrás el diminuto barrio de Marionetas. La vorágine de impresiones, sonidos, olores y contactos fugaces con la marea humana la sobrecargaba. Era noche cerrada, pero no había estrellas en el cielo; las calles relucían iluminadas por las sucias farolas, reservando la oscuridad para los tenebrosos callejones y las inciertas bocacalles que abrían sus fauces a cada paso.

Con dificultad, pudo colarse por una callejuela estrecha y llegó hasta un canal. El puente que lo vadeaba estaba colapsado de transeúntes y bueyes de cornamenta deforme. A su lado pasaron carretas cubiertas de oropeles dorados y carmesíes, con cascadas de ornamentos vibrando al son del ruidoso chacoloteo de los caballos.

Entonces vio el Teatro. Fue al correr tras un puesto de ropajes de agua para esconderse del joven que les había indicado la dirección de los esclavistas. Estaba de pie en el centro del puente, observando con el cuello estirado como buscando a alguien. Fedra cruzó la mirada con él en un instante, y luego echó a correr. Oculta entre la gente, le vio aparecer sobre el puente (plop) y husmear entre la multitud. Con el corazón latiendo al borde del colapso, la becaria se deslizó entre unos animales, el rostro oculto por la capucha.

Al llegar al otro lado del canal, dobló con celeridad una esquina y jadeó, apoyándose en una pared para recuperar el aliento. No había rastro del chico, pero notó que algunos hombres desconocidos la miraban. Un perro ladró con furia al extremo de una cadena, el pelaje erizado por el celo. Fedra se lanzó a correr de nuevo.

Salió a una plaza atestada, donde la gente no hablaba consigo misma ni profería alaridos obscenos. La locura colectiva aún no había alcanzado aquella zona de la urbe. Al girarse para preguntar dónde estaba, sofocó un grito de sorpresa. Un demonio medieval la contemplaba en silencio. La gente rió.

Fedra no apartó la vista de la careta de diablo hasta que se dio cuenta de que era un disfraz. El actor, ignorándola, dio unos pasos de baile y subió al escenario del teatrillo, riendo y recitando unos versos blasfemos. La multitud rugió con cólera disimulada, lanzándole boñigas de buey recogidas del suelo.

Fedra ubicó el lugar: era una farsa, un circo. Los actores se movían sobre un entarimado de madera torpemente construido en un recodo del canal, entre varios almacenes de grano y piezas de motores. Una cortina que el viento apartaba sin remedio hacía de pared entre los camerinos y el escenario, dejando ver cómo los figurantes se cambiaban con prisa y enseñaban sus piernas y trasero pálidos como leche de cabra ante la hilaridad general.

Iba a continuar su camino cuando vio a Evan. Fue un acto reflejo, de reconocimiento instantáneo. Le distinguió con un estallido de alegría, seguido de vacilación: el soldado estaba vestido como uno de los actores, esperando su turno de salir a escena tras las inquietas cortinas. Lo habían caracterizado de esclavo, con grilletes de corcho y un collarín con púas de cartón en el cuello. Todavía conservaba aquella mirada perdida, la expresión lánguida como la de un hombre sin mente propia.

Restregándose el corte del labio con la manga, Fedra se abrió paso entre la gente. A duras penas llegó hasta el escenario, y comenzó a lanzar gritos al soldado. Evan la ignoró, la vista clavada en el danzarín travestido, que era una hoguera de fuego blanco en el centro del escenario. Algunas boñigas extra cayeron sobre él, acompañadas de risas y comentarios soeces.

Fedra encontró una escalera guardada por un aburrido guardia pretoriano que bebía cerveza. Se abrió paso hasta él sintiendo cómo las pavesas de las hogueras danzantes saltaban sobre sus mejillas y su traje.

De repente, alguien la asió por el hombro. Aterrada, la mujer se giró. Su corazón se paralizó cuando sus ojos encontraron las heladas pupilas del joven de la calle del Telar. Éste sonreía con sorna: necesitaba una dentadura nueva.

Fedra trató de desasirse, sin éxito. Dos hombres con caretas sonrientes aparecieron a su lado y la aferraron con fuerza.

—Vaya, vaya —siseó el muchacho, exhalando su pútrido vaho en el rostro de la chica—. Buenas pelastras nos van a chigar por esta ratita…

La becaria gritó, suplicando ayuda a la gente que les rodeaba. Algunos viejos la miraron con lástima.

Los hombres la arrastraron hacia la escalera custodiada por el pretoriano. Fedra sintió con asco cómo varias manos anónimas la agarraban con brutalidad por los senos y la tocaban entre las piernas. Alguien encontró el cuchillo que escondía y se lo arrebató, como quien le quita un juguete a un niño. La condujeron escaleras arriba, entre bambalinas, al camerino donde se cambiaban los actores. Era un lugar frío y apestoso, lleno de estanterías vacías, resmas de pescado podrido y trajes de princesas.

La soltaron en el suelo. Ella se desgañitaba con el rostro surcado por las lágrimas. Escuchó rasgarse su túnica por muchos sitios. El frío de la noche invadió sin piedad las partes de su cuerpo repentinamente expuestas. Distinguió seis o siete dialectos distintos, susurrados con prisa cerca de su oído. No podía precisar cuántos hombres había exactamente a su alrededor, pero oía risas y sentía manos y bocas que escupían saliva y tabaco en sus pechos y su cara. Gritó cuando las ropas que cubrían sus piernas y cintura desaparecieron.

Ya no quedaban lágrimas en sus ojos enrojecidos para aliviar el dolor que laceró su vientre cuando el jovenzuelo del Telar, rugiendo como un cazador con derecho exclusivo sobre su presa, llenó todo su espectro visual con una cara roja y jadeante.

* * *

Le empujaban. Le obligaban a avanzar con rudeza, colocándole en una fila junto a otros hombres de etnias dispares. Evan se despejó un momento, sacudiendo la cabeza.

¿Cómo he llegado aquí?

—Venga, te toca a ti —dijo alguien. Sintió un tirón en las débiles cadenas que le sujetaban las manos, y de improviso estuvo sobre el escenario. Varios hombres vestidos como soldados se enzarzaron en una lucha cruenta llena de sangre simulada contra sátiros y djinns. Se lo estaban disputando a él.

Evan.

Se giró para ver de dónde venía la voz. Vio a un hombre sonriente y obeso, que discutía con otro pequeño y desaliñado sobre unas pastillas que tenía en su mano.

—Tres narks por seis pelastras. Si no tienes cambio te lo procuras.

—Hijo de perra —Te mataré en cuanto tenga ocasión.

Pastillas.

¡EVAN!

Sentía como si tuviera un amplificador muy potente pegado al oído y la gente gritase junto a él. Una cascada de dobles injerencias subvocales le golpeó casi físicamente, haciéndolo trastabillar. Tantas mentes, tantas pasiones…

La droga ya debería de haberse diluido en su sangre, pensó con preocupación. Y estaba afectando a sus sentidos; las aristas que delimitaban los edificios y las personas se movían hacia él como cayendo, cayendo, cayendo desde el Metacampo. La luna se esconde tras fases crípticas, procelosas. Se acerca a este nivel rápidamente…

—¡Eh, el esclavo! ¡Baila!

¿Qué?

—¡Baila, esclavo! Tú eres hoy aquí el bufón, el payaso. ¡El único que puede reírse del Emperador sin morir crucificado! ¡Qué gran poder, qué gran hazaña!

Evan tropezó y cayó. El público rió, coreando su torpeza. Una corona de espinas de oro apareció en su frente. Los soldados estaban arrodillados frente a él y le rendían pleitesía. Otra pastilla cambió de manos.

—Ahora el esclavo es rey. ¿Qué otras maravillas veremos hoy, Señor? ¿Qué más secretos nos reserva la noche? —gritó la tea viviente. Sus ropas cayeron. El actor que había debajo tenía pechos de mujer y fortaleza de sátiro. Su órgano se elevó, enhiesto, dispuesto a clavarse en el cielo. Tenía agujas y aristas afiladas como un arma de guerra.

—¡Baila, rey, baila! —Un tomate se estrelló en su cara. De repente, un momento de lucidez:

La baliza. Siento su presencia. Fedra, a ti también te escucho, oigo tu dolor. ¿Qué te están haciendo?

… (dolor, dolor, dolor, dolor, dolor; ya no quedan lágrimas sólo vergüenza quiero morir)…

Enfocó la vista y vio que varios actores nuevos habían salido a escena. Uno de ellos era un fantasma, una figura translúcida que hacía de Hamlet en aquella tragedia. No, de Hamlet no. Del fantasma de su padre muerto.

Era una imagen llena de grano, inconstante, parpadeando veinticuatro veces por segundo. Como una proyección hecha a partir de celuloide primitivo: sulfuro de plata. Estaba en blanco y negro.

La sensación era muy fuerte ahora. El holovóder/padre de Hamlet emitía la señal de baliza. Llegaba a él con claridad desde el Metacampo gracias al extracto de gak. Él era el padre de Fedra, el ninot. No un clon como los que había en la piscina, sino uno de los holos que había detrás.

Fedra…

Su grito de auxilio le arrastró con armónicos de pavorosa impotencia, con imágenes texturadas de sangre y vergüenza. Ya no era una mujer, sino un animal, un recipiente para el odio y la semilla bastarda de una docena de hombres, un trozo de carne que se retorcía en el suelo manchado de barro y semen.

¡Fedra!, exclamó algo al fondo de su mente, haciéndole reaccionar.

Propinó un empellón al soldado que le escoltaba y le arrebató el gladio. Con un grito se lanzó hacia el hombre obeso y le golpeó con fuerza en el pecho. Sin aliento, el gordo se derrumbó. Las pastillas saltaron de su mano a la de Evan, que las hizo desaparecer en su boca con una arcada. Burbujearon derritiéndose en su lengua como esporas de ácido.

Evan reconoció el sabor predominante del uyandhi, la misma mezcla que le estaba destrozando la cabeza, potenciando sus sentidos mnémicos hasta más allá del umbral de dolor. La nueva dosis se sumó a la anterior, haciendo físicas, casi tangibles, las cortantes aristas de las impresiones telepáticas que ya no podía dejar fuera de su cabeza.

Recordó. A Fedra. Y lo que había visto en la Ciudad Pascalina: el horror que estaba a punto de desatarse.

Dos soldados más cayeron sobre él, furiosos. Sus latidos entraron en su percepción con la fuerza de cañonazos. El soldado aprovechó su impulso para lanzarlos al canal, atravesando el fondo del teatrillo con un golpe sordo. Un demonio de tres cuernos se encaramó a su espalda en medio de horribles chillidos y trató de morderle en el cuello. Evan saltó hacia atrás, cayendo sobre su oponente y utilizándolo como colchón para recobrar el equilibrio. El diablo gimió, mientras ejecutaba un complicado salto en el aire y terminaba dando con la cabeza y el hombro en el suelo, momento que el soldado aprovechó para escurrirse de su presa y clavar su traje al entarimado con la espada.

El cerebro de Evan asimiló la nueva dosis de psicoestimulantes, exacerbando sus capacidades hasta un límite en que se produjo el colapso. La osmosis llegó como un bálsamo precario, acallando de golpe la vorágine del mundo. Lúcido de repente, gritó al aire de la noche e inspiró con energía, reduciendo el ritmo de sus latidos. Se sentía despejado y en ese lugar, una pacífica ilusión que no duraría. Calculó que dispondría de apenas veinte minutos antes de que la homeostasis farmacológica desapareciera.

La sacudida mnémica de horror de Fedra casi se había apagado. De dos zancadas entró en el guardarropa, sorprendiendo allí a cuatro hombres y un niño de unos diez años. Estaban montando por turnos a la joven, casi muerta, sobre una mesa de madera.

Asió un bastón de comediante de un armario y lo partió en la cabeza del hombre más cercano. La mitad del caño que quedó en su mano, astillada al extremo, encontró su lugar por debajo del esternón del segundo. El niño corrió despavorido, subiéndose con torpeza los pantalones.

Un anciano con menos inercia que él, encorvado pero membrudo, le plantó cara amenazándole con el oxidado extremo de un bastón. Evan le aferró el brazo colocándose dentro de su radio de golpe, y lo llevó hasta un ángulo imposible en que el envés de la mano casi tocó el hombro. El viejo gritó de dolor, desplomándose a sus pies.

El joven del Telar, con los genitales aún al aire y manchados de sangre, blasfemó en voz alta y sacó un puñal de su camisa. Se movía rápido, cambiando la hoja de mano a mano con difusa velocidad. Sin embargo, sus pies estaban todavía enrollados torpemente en los pantalones. El soldado fintó sobre su eje y disparó en un arco su pierna, golpeando las rodillas de su adversario. El joven cayó hacia delante sobre el torso de su oponente, que lo recibió con una presa veloz dirigida a su cabeza. El cuello del muchacho se partió antes de que su cuerpo terminara de chocar contra el suelo.

Comprobando que no quedaba nadie más en la habitación, Evan recogió a Fedra. Los automatismos de control hormonal de su cuerpo, independientes de la voluntad, la mantenían con vida, pero sus pupilas estaban diluidas, casi exánimes.

Cubriéndola, la cargó sobre su hombro para disponer de un brazo libre y bajó las escaleras hasta la plaza. Un puntapié directo a la mandíbula quitó de en medio al pretoriano borracho que las custodiaba.

Penetraron con facilidad en la multitud. Nadie les miró a los ojos ni se preocupó por detenerles; la mayoría parecían repentinamente preocupados por lo que sucedía en sus cabezas. Había gritos, voces de auxilio y el estruendo de cientos de túnicas al rozarse con prisas. Evan se alarmó. Las impresiones mnémicas le llegaban tenues y distorsionadas, pero notó que los sismos del Metacampo eran más fuertes que nunca.

Recordó la lúgubre sombra de aquella cosa que vio devorando la Ciudad Pascalina. Había recorrido su camino hasta el estado de fisicidad energética en menos de una hora.

—Ya ha empezado —murmuró.

Miró hacia el escenario y localizó a Delian. A su través corrían y bailaban los demás mimos, ejecutando cabriolas azarosas y desligadas de la cadencia musical de la orquesta. Evan empezó a abrirse paso hacia el escenario cuando un enorme seko, un escudero de esclavistas, le cerró el paso. Era un hombre grande y rápido: casi no tuvo tiempo de dejar a Fedra en el suelo cuando lo tuvo encima. Un puño de acero se hundió en sus costillas, astillando algunas. De su boca manó un borbotón de sangre, manchando su disfraz de esclavo. Brazos poderosos le agarraron por las axilas y el torso y lo alzaron.

La becaria, inmóvil, permanecía tumbada en el suelo, con la mitad del rostro sumergida en un charco.

—Me ha costado mucho esfuerzo encontrarte, hijo de una zorra —siseó una voz a su espalda. Los sekos giraron a Evan para que pudiera contemplar a su verdugo, el mestizo al que había humillado en las termas—. Ahora vas a explicarme por qué tenías tanto interés en aquella captura.

Una lluvia de puñetazos y patadas comenzó a caer sobre el soldado. Su ojo izquierdo se nubló en un estallido de luz blanca seguido de un espasmo de agonía. Evan cayó al suelo escupiendo sangre.

El mestizo le apuntó con una caja de música, sonriendo, y presionó un resorte invisible en una de las caras. El cubo se abrió con una nota estridente, y de él surgieron varias langostas de patas erizadas de púas. Enloquecidas por la frecuencia del sonido, saltaron sobre el cuello y el mentón del soldado y comenzaron a abrirse paso hasta el hueso, devorando la epidermis.

Evan aulló, sintiendo cómo el veneno de sus pinzas quemaba en las arterias.

—¿Conque querías arruinar mi negocio, verdad? —escupió el mestizo. Sus lacayos recogieron al soldado, con cuidado de no tocar a las langostas, y lo elevaron a la altura de su cabeza—. Eso es perjurio. ¿Sabes lo que les hacemos aquí a los que perjuran?

Evan movió los labios, y logró esbozar una sonrisa sardónica. Los insectos mostraban sus contornos bajo la piel, agitándose mientras se alimentaban. Logró exhalar un gemido que pareció una caricaturización de una carcajada.

Los hombres le contemplaban estupefactos.

—Es… está riendo —exclamó el mestizo en dialecto. Las langostas sacudieron las patas, lanzando breves chillidos.

No podía creerlo: el dolor debía de alcanzar límites inhumanos, y aquel negro se reía. Gritó enfebrecido:

—¿Por qué te ríes, eh? ¿¡Por qué!?

Evan elevó como pudo la cabeza. De sus ojos manaban dos lágrimas de sangre.

—Esper… —balbuceó, con una arcada—. Espera… dos segundos… más.

Los sekos cruzaron una mirada de interrogación. Dos segundos exactos después, el tetrapecto se materializó.

Apareció cerca de la plaza, apenas a una calle de distancia. En el instante cero se asemejó a un gigantesco murciélago, una sombra parda que se resolvió en una silueta de alas correosas. Luego se estabilizó en una idea concreta: un monstruo enorme e inconexo de múltiples miembros que retorcía y emponzoñaba la luz que rebotaba en su abrupta simetría.

Una onda mnémica de incoherencia barrió la zona. Comenzaron los gritos y el pánico, y la gente echó a correr. Fedra despertó entre gritos de dolor al ser pisoteada. Hombres y mujeres corrían sin rumbo, en un acto reflejo de huir para salvar la vida, sin poder escapar de lo que bullía en sus cabezas. Sus Ids se retorcieron y aullaron: tomaron las sensaciones que reverberaban en sus psiques y las multiplicaron por cien, haciendo de cajas de resonancia de todo el horror y la muerte desatados en la plaza.

El esclavista, que gritaba de dolor bajo la presión de su Id, no vio cómo Evan lanzaba la cabeza hacia atrás, golpeando al seko que lo sostenía. El hombre cayó, deshaciendo la presa con desconcierto. Evan, ya libre, se arrancó con furia las langostas de la cara y las introdujo en las bocas de sus captores, aplastándolas. El veneno ocre manó de sus labios mientras penetraba en los tejidos e hinchaba las lenguas.

Ignorando sus aullidos, Evan se abrió paso hasta la becaria.

—¿Estás bien? —preguntó, asiéndola por los hombros. Fedra asintió, confundida.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo con un hilo de voz.

—Ya estás a salvo. Ahora salgamos de este infierno.

—¿Y mi padre?

—Creo que… ¿Delian?

Los dos miraron hacia el escenario. Desde allí, y flotando sobre la muchedumbre, caminaba hacia ellos una figura fantasmal ataviada con ropas medievales. El holovóder se mantenía a una distancia de menos de un metro por encima de la gente, de modo que sus pies avanzaban con andar relajado sobre un mar de cabezas. Mantuvo la vista clavada en Fedra hasta que llegó a su lado. Evan reconoció la misma mirada arrobada con la que ella había contemplado el espacio virgen de la singularidad, el pozo koffkiano del que había surgido.

La visión elevó su mano y acarició sin tocar la mejilla de la joven. Durante un instante, unas líneas negruzcas verticales chisporrotearon en su contorno, como las interferencias de la vejez en una película antigua. Ella encontró lágrimas de nuevo, pero estas fueron de éxtasis y reconocimiento. El príncipe, cuya capa ondeaba en sentido contrario al viento, movió los labios y vocalizó el nombre de su hija:

—FEDRA.

La mujer asintió.

—Es Delian —dijo, ahogando un sollozo.

Varias cosas sucedieron a la vez: un edificio cercano se desplomó sobre el teatrillo, astillando las maderas y arrojando a los actores al canal en medio de un estruendo de cascotes y humo. Los que aún quedaban en la plaza vieron con terror cómo un ala gigantesca se expandía distorsionando la realidad, doblando la luz y estirando el espacio. De ella salían despedidos rayos de algo que alteraba el orden del plano físico, deformándolo y cambiándolo de naturaleza con brusquedad aniquiladora. Uno de estos rayos impactó sobre la multitud, y las aterrorizadas personas dejaron de serlo. Sus cuerpos se retorcieron al ser lanzados hacia otro punto del continuo espacio tiempo, mezclándolos en una horrible mezcolanza de decenas de cosas que podían haber sido. Evan vio cómo una mujer y su hija desaparecían bajo su mortífero resplandor, y la niña era lanzada de regreso al vientre de su madre en una explosión de coherencia física y sangrienta imposibilidad biológica.

Fedra cerró los ojos. El holograma estaba de pie, frente a ella, manteniendo una conversación silenciosa en una frecuencia que nadie más podía escuchar. La mujer entrevió una puerta, y a través de ella una lejana habitación de hotel, un cuadro y una caricia.

Un circuito se cerró en su cabeza. Radió los códigos de frecuencia que había redescubierto durante la experiencia con el ninot, y dejó fluir su mente, realizando una transfiguración desde Fedra a una iteración urgente y descabellada: Delian.

Con un último suspiro de paz, la mujer se desplomó en brazos del soldado. Evan buscó desesperadamente en sus ojos un rastro de cordura, un destello que confirmara que aún había algo de Fedra en ellos, pero fue inútil. Las pupilas, desvaídas, contemplaban con indiferencia su amoratado rostro.

Evan se volvió furioso hacia el ninot y lo reconoció. La impronta clavada en su mente quemaba como metal candente: era él, el Segundo Candidato, ahora profundamente coherente tras haber completado el ciclo de muerte y resurrección.

Quiso matarlo, humillarlo, volcar en él toda su furia e impotencia. Pero el cadáver viviente, aún funcional de Fedra pesaba en sus brazos como un argumento incuestionable: ella había muerto para que él pudiera vivir.

—¿Eres Delian Stragoss? —preguntó, rechinando los dientes. El ninot no contestó, pero se miró las manos como reconociéndolas por primera vez. Sus manos.

Evan asintió y, sosteniendo con firmeza el cadáver de Fedra, se marchó de regreso a la nave seguido por el fantasma de un hombre muerto.

* * *

El periplo fue duro y agotador. Una hora después de dejar el teatro llegaron a un altiplano, un cruce elevado de caminos entre varias solanas practicables desde el que divisaban el muelle en el que permanecía anclada la pinaza. El edificio, un tabernáculo erizado de viejas antenas y cables eléctricos, surgía por encima de las fachadas de los bloques circundantes. Evan hizo un alto al llegar, encaramándose a un aljibe perforado, y contempló el amplio paisaje que se extendía bajo él.

La ciudad era un caos.

El corte tridimensional del tetrapecto era más grande que los edificios que lo circundaban. Se expandía como cayendo hacia su centro engañando los sentidos, disminuyendo su volumen y creciendo a cada segundo.

La multitud huía despavorida, luchando por pisar al que se rezagaba, chillando en cientos de dialectos. Los misteriosos rayos que surgían del ser devastaban edificios y callejuelas, lanzándolos hacia estados aberrantes de su existencia con los que se fundían en violentas malformaciones. Los EVs que aún podían volar describían giros hacia el interior del pozo de influencia del monstruo.

El hangar que albergaba la pinaza se encontraba relativamente cerca, a apenas tres calles de distancia. Unos fuegos aislados salpicaban el recinto, y una densa humareda sorteaba el muro sur, desde los depósitos de fluoloretano que se usaban para limpiar los motores de los transportes. Llegar era imposible. La distancia entre fachadas hacía muy difícil saltar, y no había forma de avanzar transversalmente en el nivel calle.

Evan asió con firmeza el cuerpo de Fedra y bajó del aljibe. No sabía por qué, le dolían mucho los ojos.

De repente se escuchó una ensordecedora detonación; la onda expansiva levantó el polvo de la terraza de un latigazo.

Delian miró hacia el monstruo, dejando que los pedacitos de cemento de la cornisa volaran a su través.

Una gigantesca nube de polvo y cascotes se elevaba más de cien metros donde antes estaba la silueta. El bulevar se desplomó con el estruendo de un terremoto, sepultando el canal bajo montañas de escombro. Un amplio paseo colapsado de gente y transportes tirados por animales fue lanzado al aire de un estampido, se astilló y desapareció en la nube deshaciéndose como arena.

Evan vio los rayos casi verticales caer del cielo y hacerse visibles en el polvo del ambiente, lanceando la superficie del planeta en torno al tetrapecto, partiendo el sustrato de la ciudad con fuerza devastadora. Alzó la vista al cielo y descubrió un racimo de tímidas estrellas apenas visibles más allá de las nubes, colocadas en formación. El bombardero de simetría extensible que orbitaba el planeta había desplegado sus lanceros en configuración de araña, disparando a la superficie desde varios arcos con efecto devastador.

Ya dan por muerta a la población, pensó.

—¡Sigamos avanzando! —gritó el soldado, echándose el cuerpo de la becaria sobre los hombros.

Evan analizó la situación con su ojo sano (el otro era un bulto de carne enrojecida y casi inservible), y se acercó a un racimo de cuerdas que colgaban entre los edificios. Estaba pensando en una forma de usarlo como puente cuando miró abajo: en el suelo, a escasos cinco metros, yacían los restos de un EV. La mitad de su fuselaje sobresalía del interior de un comercio, y sus motores estaban aún en funcionamiento. Evan alongó a la becaria por la fachada y la dejó caer sobre el vehículo. A continuación saltó él, seguido por la figura translúcida del pintor.

Gimió de dolor en el aterrizaje, pero no rompió su concentración. Atravesó la ventana del vehículo con un ladrillo y abrió la puerta. Una mujer desquiciada se le echó encima desde el interior, las uñas engarfiadas buscando su carne. Evan la apartó de un empellón y entró en el deslizador, colocando a Fedra en el asiento posterior. El holovóder de Delian permaneció flotando a su lado proyectando sólo media figura. Evan buscó el contacto y ejerció presión en la barra de altitud.

Con una sacudida, el EV se elevó, rompiendo las cristaleras que quedaban intactas. En unos segundos estuvieran por encima de los tejados, escorando peligrosamente de babor. El ordenador de a bordo enunciaba con voz tranquila una docena de fallos que afectaban a los estabilizadores de empuje. Apretando los dientes, el soldado lo desconectó y empujó la barra de control.

El EV cayó varios metros, golpeó una chimenea y varias antenas del tejado de una ciudadela. El morro se estrujó y perdieron un estabilizador, cayendo medio metro más. Evan maldijo en su idioma natal. Su ojo dañado no le dejaba ver el paisaje más que a través de un velo de sangre; el efecto de la narcolepsia casi había desaparecido y empezaba a ser tan vulnerable a los psicomotos como la gente del Suq. Con enfermiza determinación elevó la proa del vehículo: si debía caer, no sería en aquella cloaca.

De reojo vio cómo una descarga orbital pulverizaba un bulevar cercano, tratando de dañar un apéndice del tetrapecto. El EV cayó hacia un lado sin remisión, golpeando una construcción imprecisa, tal vez una glorieta, y entró en barrena de forma descontrolada. El piloto aferró los mandos con furia, pero el vehículo no aguantó. Perdiendo el último estabilizador, cayeron sobre la muralla exterior del hangar, quedando varados en un precario equilibrio al límite de una pilastra.

Evan salió del EV como pudo. El vóder del pintor flotó hasta él con dificultad. Ya no proyectaba ninguna imagen.

Trató de sacar a la becaria del vehículo pero le fue imposible. Con terror, constató que el fuselaje se había deformado tanto por el impacto que casi la había atravesado, aplastándola en un amasijo de plástico retorcido. Uno de los brazos de la chica colgaba exánime a un costado, emanando borbotones de sangre y un translúcido líquido de color gris. Evan acarició sus finos dedos, sus uñas destrozadas.

A modo de despedida, obligó al brazo a flexionarse y lo dejó apoyado sobre el asiento, como si nada hubiera ocurrido. Como si ella fuese a salir en cualquier momento del vehículo despotricando, insultándole y pensando una vez más en cómo volver a ver a su padre.

Cayó de rodillas. El tetrapecto parecía una madeja de afluentes retorcidos que alimentaban un estanque central de penumbra. Los rayos lo destrozaban inmisericordes, obligándolo a replegarse del estado físico hacia su origen en el Metacampo. A su alrededor yacían los cadáveres insepultos de miles de animales bellamente enjaezados, cubiertos de escombros y calcinados por las llamas.

Como pudo, el soldado se arrastró hacia el alféizar y se asomó al hangar. La pinaza estaba allí, rodeada por los restos de la muralla. Intramuros, los depósitos almacenados en un hangar voladizo habían reventado, y su contenido ardía sobre la pista como mareas de fósforo. Una lengua de llamas escalaba el tren posterior de la nave y lamía en vaharadas de deflagración los motores de popa. El blindaje había sido perforado.

Evan constató su derrota: la nave estaba inutilizada. Los psicomotos provocados por el monstruo eran más débiles, casi una sombra de su viveza inicial, pero torturaban su cabeza inmisericordes. Junto a él, el silencioso holovóder de Delian flotaba tambaleándose, sus circuitos afectados por la radiación colateral de los Hds. Al menos, pensó, el repetidor empático que enviaba los datos de su función geodésica a las sectas del Sueño se había estropeado; ahora era ilocalizable.

Y Fedra había muerto.

A un solo paso del triunfo, podía ver cómo la última oportunidad que se le había brindado de recuperar a su amor perdido, Laura, se esfumaba como un puente neciamente construido sobre cimientos de humo. Todas las promesas, todo el poder del Imperio… no habían servido de nada. Había fracasado.

Otra explosión hizo tambalearse los cimientos de la muralla. Trastabillando, se agarró a uno de los dientes en forma de lágrima de la cornisa. El EV se deslizó por un costado, cayendo por el borde y consumiéndose en una nube de fuego. El soldado levantó la vista y vio cómo una lanza de luz avanzaba hacia ellos lenta pero inexorablemente, perforando un afluente de materia oscura del tetrapecto que se arrastraba hacia ellos tratando de escapar del conjunto central.

Evan miró fijamente al interior del monstruo y descubrió un acantilado, un vado inconmensurable, ausente de toda tangibilidad. Podía haber sentido miedo, terror; alguna emoción racional y lógica, de las que resultaban tan preciadas en una batalla ya que ayudaban a mantener la mente serena y despierta. En lugar de eso, agarró un cascote y lo arrojó con furia a aquel apéndice de negrura, farfullando una amenaza. El proyectil erró, pero le siguieron otros: uno impactó justo en el blanco y en lugar de rebotar cayó hacia dentro, como una piedra lanzada a una sima sin fondo. La singularidad la retorció y transformó, desplazándola secuencialmente de su ahora cronológico hasta deformarla por completo.

El hombre cogió otra piedra más y la elevó por encima de su cabeza, balbuceando amenazas sin sentido. Se acercó peligrosamente al borde, sintiendo que sus piernas no respondían y perdía el equilibrio. El holovóder se interpuso, empujándole con sus campos suspensores para evitar que se desplomase, pero Evan, ciego de ira, lo apartó de un manotazo. La frágil máquina escupió chispas y humo y quedó inerme en la tierra.

El soldado alzó la piedra y gritó salvajemente contra el monstruo, como si pudiera matarlo con aquella primitiva forma de agresión. En sus ojos sólo quedaba la locura.

En ese instante, sus pies perdieron asidero, y se desplomó hacia delante, al vacío.

Pero, antes de que pudiera caer un par de metros, una ráfaga de viento lo arrojó de nuevo contra el vano de la muralla. El soldado se protegió el rostro con una mano y miró hacia arriba, hacia lo que había bajado del cielo.

Abriendo mucho los ojos, reconoció la inmensa silueta del San Juan, aplastando el suelo con la feroz potencia de sus compresores. De su cromada panza surgió un apéndice iluminado, una rampa de desembarque ocupada por soldados. El enorme aparato se acercó lo suficiente al alféizar para que dos de ellos saltaran a tierra. Vestían sofisticadas armaduras de asalto, pero sus rostros estaban al descubierto. Reconoció a uno, un hombre maduro pero esbelto, el mismo que había hablado con él bajo holograma en Damasco, antes de su fuga. El otro, una mujer de hermosa cabellera de marfil, le apuntaba con un rifle EC.

Evan miró a los ojos de su enemigo mientras se le acercaba. No había odio en aquellas pupilas, sino más bien un cierto tipo de respeto. El hombre llegó hasta él y permaneció inmóvil, contemplándole ceñudo, como reprochando su actitud y admirando su tenacidad. Evan agarró como pudo el holovóder, sucio y apagado, y lo apretó contra su pecho.

El otro soltó una carcajada.

—Ha sido una larga carrera desde Damasco —dijo. El soldado trató de enfocar su ojo sano, entre estertores.

—¿Quién le envía? —preguntó el coronel Lucien. Evan escupió algo amarillo sobre el suelo—. Es usted increíblemente terco. Sabe que va a morir, ¿no?

El soldado asintió.

—Deme el vóder y todo será más fácil.

—Esa no es una opción.

—Vamos, señor Kingdrom. Sabe tan bien como yo que todos somos prescindibles aquí. Lo único que importa es el Segundo Candidato. —Enarcó las cejas—. ¿Puedo… preguntarle algo?

El soldado se acercó con lentitud al extremo de la muralla. La comisa acababa en un precipicio de seis metros y debajo, un océano químico de llamas. Los gases irritaban su nariz y ojos, haciéndole parpadear.

—¿Cómo lo supo? ¿Cómo sabía quién era el ninot? —preguntó el coronel.

Evan estudió el rostro de su oponente. Sus pupilas brillaron con vanidad.

—Si me mata… se quedará con la incógnita.

Lucien rió y levantó el arma, una pistola de munición blindada. Dio un par de pasos hacia Evan, pero se detuvo: el soldado había extendido su mano hacia el vacío, y sostenía precariamente el holovóder sobre las llamas.

—Todo lo que buscáis está encerrado aquí —amenazó, con un hilo de voz—. Sus campos de suspensión no funcionan. Si lo suelto, arderá.

El coronel y la mujer de la armadura cruzaron una rápida mirada. Evan sonrió.

—De… nuevo en tablas… Qué ironía, ¿no le parece?

—Muy bien. Usted gana —gruñó Lucien, bajando el arma. Lo último que quería era reducir esa última y definitiva confrontación a un combate dialéctico.

Pero el vóder colgaba en el vacío, y los dedos del Guerrero Espíritu estaban cubiertos de sudor.

—No creo que sepa lo que está ocurriendo en el racimo central en este momento, ¿verdad? —musitó Lucien—. Estas… cosas están apareciendo por todas partes, emanando de los nexos del Metacampo, de todos los enclaves de la Ciudad Pascalina. La flota los combate en todos los sistemas habitados que hay de aquí al Núcleo de Delos.

—Eso no me interesa.

—Evan, sabemos lo del almirante De Palma. Ayer fue arrestado y confinado en los calabozos del Palacio de Invierno. El Servicio Secreto estaba detrás de él mucho antes de que le enviara tras el segundo candidato.

Si con esto el coronel esperaba suscitar algún tipo de reacción en su oponente, no lo logró.

—A mí no me importa lo más mínimo qué puede motivarle a hacer esto —prosiguió—. Lo único que quiero es llevar ese pequeño aparato de vuelta a Delos, para que esta pesadilla termine cuanto antes. Ya se han puesto en marcha los preparativos para la Convolución. —El coronel dio un paso—. La ceremonia debe realizarse de inmediato, o todo se perderá. Todo se desvanecerá en la nada, como si nunca hubiese existido.

Manteniéndose en un segundo plano, Móntez cargó una bala inteligente en la recámara del rifle y fijó el blanco al final de una parábola que impactaría en la nuca de Evan desde atrás, obligándole a caer hacia ellos. Pero Lucien la mantuvo quieta con un ademán.

—La ceremonia debe realizarse ya, antes de que el Emperador desaparezca —explicó el coronel, muy despacio—. Y todo depende de la memoria de ese vóder. ¿No comprende lo que nos estamos jugando, usted, nosotros, todo el mundo? La simple posibilidad de que el Imperio continúe o se desvanezca en una era de caos y tinieblas podría pender en estos momentos de su mano. Por favor, Evan, piense muy bien en lo que está haciendo.

—Yo no quiero destruir este aparato —tosió Evan. Su vista quemaba en sus pupilas—. Mi misión es llevarlo a Delos sano y salvo. Por encima de cualquier otra prioridad.

—¿Qué? —Lucien parecía confundido—. ¿Entonces, por qué…?

—Yo tampoco… lo entendía hasta que atravesé la Ciudad —aclaró el soldado. Un temblor sacudió la muralla, seguido por armónicos de impacto—. Ya sé quién es nuestro enemigo, capitán. Le vi abajo, en la Ciudad.

—¿El Enemigo? Son esas cosas, esos monstruos de energía negativa…

—No —le interrumpió Evan, jadeante. El ruido de las detonaciones era ensordecedor—. Eso es sólo una manifestación. Es Beatriz, capitán. Y Urievitch, y Jürgen, y todos los demás. El Enemigo es nuestro imperator rex.

—¿Qué está diciendo?

—Al principio no lo tenía muy claro. Le vi… en un ensueño, en palacio, pero no le reconocí porque se había disfrazado; llevaba las máscaras de las que están hechas estos monstruos. Proviene de dentro, de lo que va a ser… dentro de poco.

—Eso es imposible.

—Sólo él tiene la fuerza suficiente para crear estas cosas —Evan señaló el apéndice del tetrapecto, que ya bañaba de oscuridad la base de la muralla—. Son pesadillas, ni más ni menos. Pesadillas… tan reales que pueden destruir mundos. Todos los portadores lo sienten de alguna manera: hay una guerra civil dentro de la cabeza del Emperador. Sus miembros están en conflicto abierto, conspirando unos contra otros. Las Logias lo saben… lo sabían desde hace mucho tiempo. Por eso enviaron varios grupos de cazadores, bajo enseñas diferentes y sin saber unos de los otros, pero todos con el mismo objetivo final. Su objetivo no era enfrentarnos entre nosotros —gimió—, sino engañar a los regentes, que por fuerza debían conocer el plan.

Lucien sacudió la cabeza. Era muy inteligente esa última estratagema del…

—¡Escúcheme! —Un hilo de sangre manó de la boca del soldado—. Todas las Logias están unidas, no conspirando unas contra otras, sólo que ni ellas mismas lo saben. Una estrategia subconsciente… El plan para atentar contra los candidatos convolutivos no existe, es un artificio para engañar a todos los estamentos superiores, de la Oficina al Ejército y a las Cámaras de seguridad. Nadie sabe lo que pasa, porque el Emperador tiene ojos y oídos en todas partes, en las mentes de todos los que son portadores. ¿Es que no se da cuenta? —Evan sintió que se le iban las fuerzas; el holovóder resbalaba entre sus dedos sobre una pátina de sudor—: ¡Todos los miembros de las Logias son derivantes!

Una onda expansiva les alcanzó, derruyendo parcialmente la muralla. Evan cayó, los dedos blancos del esfuerzo con que se clavaban en el pequeño aparato.

Lucien saltó hacia él; los dos resbalaron por una avalancha de cascotes hacia las llamas. Iraida gritó el nombre de su superior. El Incursor se alejó unos metros, derivando por la fuerza de la explosión.

Evan se golpeó contra un saliente, quedando suspendido a escasos metros del mar de fuego. Lucien cayó bajo él. Con su último aliento, aferró la mano del coronel, soltando el vóder, que comenzó a caer hacia las llamas.

Con el corazón suspendido en un latido, Lucien lo vio caer y lo agarró con su mano libre. Todo su cuerpo colgaba en el vacío, precariamente sostenido por la diestra del Guerrero Espíritu. Los segundos transcurrieron en estallidos de agonía, mientras los dedos del coronel resbalaban y los músculos de Evan cedían terreno bajo la presión. Arriba, en algún lugar indeterminado, Móntez vociferaba y les tendía el extremo de un rifle que jamás llegaría a estar suficientemente cerca.

—¡Coronel! ¡Aguante! —gritaba Iraida, dando instrucciones velozmente a la pinaza por radio para que bajase a recogerles.

Pero Lucien sabía que era imposible: ninguna maniobra podría colocar la rampa tan cerca como para no rozar el tetrapecto. En su mano, el holovóder estaba frío. Era un trozo de metal ahusado de un tamaño apenas superior a un palmo, extremadamente frágil y enmohecido. Parecía tan extraño, tan… obsoleto.

Entonces el coronel elevó la vista. Una inusitada placidez invadió su expresión cuando sus ojos encontraron las enrojecidas pupilas de Evan, sesgadas por el dolor. Lucien sonrió, susurrando algo que no llegó a ser audible, y elevó su brazo hacia Móntez.

Iraida no le escuchaba. Viendo que Lucien extendía hacia ella su mano, se alongó para extremar la longitud del rifle, su único asidero. Pero Lucien no trató de agarrarlo: con un ademán, lanzó el vóder hacia ella. Móntez lo asió mientras su mente comprendía lo que iba a pasar.

Lucien se soltó y cayó libremente los últimos metros que lo separaban del suelo, del interior del tetrapecto.

Esto es lo que debe hacerse, transmitió el coronel, y penetró en el frío sustrato que le aguardaba. Iraida gritó.

El cuerpo de Lucien Armagast se fusionó con la oscuridad cuántica del tetrapecto, siendo deformado horriblemente mientras era Lucien, neicuL y nuLcei al mismo tiempo. Su cerebro se deshizo en un caos de impresiones mnémicas, recuerdos, vivencias y tristezas: toda una vida disparada al viento. Imágenes y voces de su hijo y su mujer y él mismo se consumieron como fuegos artificiales radiados hacia quien pudiera escucharlos. Imágenes de una bota pisando un charco, un reflejo que se diluía, ondas que extinguen el significado de toda una vida.

Momentos después, ya no se le distinguía de entre las formas ilusorias que la singularidad circunscribía en el vacío.

Evan logró subir hasta Móntez mientras la nave se colocaba en posición de recogida. La mujer, que sostenía con firmeza el holovóder que contenía a Delian, era una estatua sin expresión. Su boca se abrió para ladrar una última orden, pero se paralizó en cuanto miró a Evan a los ojos. Un rictus de terror apareció en su semblante.

—Dios mío…

El soldado no entendió la causa del espanto de su tembloroso maxilar. Con un gesto, Móntez ordenó a sus hombres que lo condujeran al interior del Incursor.

Evan se sometió, pero no sin antes dirigir una última mirada a los restos del EV que sepultaban a Fedra.