El crucero de batalla Alexander flotaba perezoso junto a un gran río del espacio, un torrente de coágulos de materia siderítica de cientos de kilómetros de longitud y gris como la galaxia.
Los motores mantenían a la nave en una posición fija con respecto al núcleo de circunvalación del larguísimo caudal, por lo que éste fluía junto a su quilla con cegadora rapidez. En el puente de mando, la capitana Elena De Whelan estudiaba absorta un diagrama proyectado contra su foso táctico.
—Es imposible —decía para sus adentros—. No podría permanecer coherente.
La comandante Nedma, su segunda al mando, apareció como un fantasma, desdibujando la niebla del foso con su silueta. Ocupaba una región posterior al ángulo de visión de la capitana, y por lo tanto no utilizada por la computadora salvo en estado de máxima simulación.
—¿Cómo lo ves? —preguntó, sorbiendo sin ruido de una taza de café.
—Mal. Por el análisis de trayectorias, parece una red anticular. Pero su estructura es tan densa que… Espera.
Elena cerró los ojos y transmitió una orden al grupo neural de mnemoprocesamiento. Al instante, el ordenador evaluó el espacio de referencia del Alexander bajo nuevos parámetros.
—Ventana —pidió, y el foso sintonizó una imagen del exterior del navío.
La Flota había seguido el rastro de átomos propulsados por un estatocolector desde el racimo local de perseidas hasta una región aparentemente desierta de la macronebulosa Crino-Z335. Los límites de la esfera local del Metacampo se habían diluido tanto que los navegantes teleuteranos, encerrados en sus inaccesibles bóvedas de Proyección, apenas habían podido sintonizar las armonías correctas para teletransportar las enormes naves al interior de la nube de gas.
Elena, y con ella Von Brawn y el resto de los capitanes, había esperado pacientemente recibir una señal de los satélites o las boyas hipercinéticas, adelantadas varios UAs en exploración hacia el interior de la nube: cualquier dato que anunciara la estampa de cierto tipo de tecnología, restos de núcleos habitados o la presencia directa de una colonia de la Quinta Rama.
Lo que encontraron superó todas sus expectativas.
En el diagrama que flotaba a su alrededor parpadeaban los cruceros, diminutos punteros en comparación a los arcos de trayectoria de los inmensos ríos de materia en rotación. Los itinerarios de éstos delimitaban esferas perfectas y concéntricas, en torno a un punto central ocupado por un objeto que resultaba tan diminuto que ni se veía reflejado en pantalla, como el núcleo de un gigantesco átomo de protomateria sideral. Los ríos eran caudales polícromos y ahusados de corpúsculos en agregación, muy finos y estirados, e iban cayendo y cerrando el círculo en desfases lentos, de apenas grados. Todos acabarían por chocar y arracimarse en torno al fenómeno que esperaba en su centro geométrico: una esfera traslúcida, aparentemente hecha de agua, de apenas cinco metros de radio.
—¿Qué es una red anticular? —preguntó Nedma. Elena se recogió el pelo en una coleta.
—Una superestructura de andamiaje para construir esferas de Dyson: el esqueleto rotatorio que ayuda a crear los tensores de gravedad sobre los que apoyar las afluencias de masa. O eso es en la teoría; nunca se llegó a construir ninguno.
Nedma se puso muy recta.
—¿Estamos en el interior de una esfera de Dyson?
—No, no lo creo. Fíjate —la capitana señaló matrices de números que encabezaban cada vector de la representación—. Los tensores son demasiado poco densos para generar vectores de gravedad. Caen hacia el centro de su órbita, pero no por propia atracción. Alguien o algo debió programar así sus cursos.
—Elena, ¿me escuchas?
El capitán Luis Nesses, del Intrépido, se hizo visible a unos metros de ella, en el otro extremo del Puente Único. Elena le saludó. Le caía muy bien Nesses, y entre ellos había surgido una buena amistad desde aquélla primera reunión en el Nairana en que Brawn había dejado bien patente cuál era el peso específico de los cargos en el Puente Único.
—Claro que sí, Luis. ¿Cómo vais vosotros?
—Muy bien, dentro de lo que cabe. Hemos seguido hasta el final el rastro del estatocolector, y creo que al fin lo hemos localizado.
—¡Fantástico! ¿Dónde lo ubicas?
—Lo tienes justo delante, Elena. Está en el afluente que pasa junto a vosotros, en la región convexa de su curva de inflexión…
—¿En el nuestro?
—Vamos a enviar una sonda. El objeto tiene que estar oculto en la nube de protomateria y desde aquí no lo distinguimos, pero pasará frente a vuestra popa en dos minutos. Y, ¿sabes?, creo que voy a bajar yo mismo. No quiero perderme por nada del mundo este momento.
Por supuesto, Elena sabía que eso era un eufemismo. A lo sumo, lo que Nesses haría era conectarse como titiritero de un remoto para pasearse en tiempo real por la superficie del río y ser el primer hombre en contactar con un artefacto extraterreno.
Si es que se trataba de eso.
—Ten cuidado, Luis. Aquí hay algo que me da mala espina.
—Vamos, capitana. ¿Qué nos puede pasar mientras estemos dentro del castillo?
Elena amplió la imagen circundante al Intrépido y distinguió el destello de metal de una sonda surgiendo de su proa. El vehículo se acopló a la trayectoria del gran río de polvo y gas, y aceleró a toda potencia para igualar velocidades. Pasaría junto a la posición del Alexander en unos momentos.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Nedma.
—Algo va mal —susurró Elena, circunspecta. No podía despegar la vista de la corriente de materia—. Nada de esto puede ser casual. ¿Por qué tensores de gravedad, y por qué hacerlos tan poco densos? No es coherente…
—Ahí está el general.
Nedma señaló hacia el puntero que representaba al crucero comandante, el Nairana, acercándose en caída libre al centro de la estructura. Su volumen era tan enorme que el fenómeno líquido parecía una mota de polvo en comparación.
—Vamos a aceramos al núcleo —informó la figura de Brawn, encabezando el Puente—. Ustedes sigan con la investigación del estato. Las demás naves, permanezcan al pairo.
—A la orden —coreó Elena. Enlazó con las cámaras de los satélites de la nave comandante y enfocó al núcleo. La esfera líquida era perfecta, de un color ligeramente cobrizo, sin surcos ni ondulaciones que alteraran su impoluta superficie. Se mostraba opaca a cualquier intento de penetración con ondas o impulsos de energía; en el espectrógrafo aparecía como un disco plano de perfecta oscuridad.
El remoto de Nesses llegó al punto de inflexión del río. El aparato parecía una medusa de cristal, con finos tentáculos semilíquidos revestidos de circuitería que tanteaban con curiosidad la corriente de polvo. La orografía del río era abrupta y alineal: por todas partes se levantaban farallones de polvo compacto de hasta varios centímetros de altura (toda una proeza de solidificación), o se desdibujaban en los cauces de profundos cañones de escasas moléculas de grosor. Desde la perspectiva de planta, la topografía parecía haber sido esculpida por un artista desquiciado.
—Ahí acaba el rastro del estatocolector —anunció Nesses, visiblemente excitado—. Pero aún no puedo ver nada. Voy a recorrerlo a lo largo.
Hay algunas formas que el cerebro humano está preparado para reconocer, incluso ocultas en un maremágnum de siluetas caóticas y falsas apreciaciones. Cuando los ojos de Elena recorrieron la imagen radiada por la sonda y tropezaron con el objeto, una alarma saltó en su cabeza. Su corazón bombeó con más fuerza mientras pedía una confirmación a los algoritmos de análisis.
—¡Luis! ¿Lo ves?
—Lo tengo delante. —Una pausa—. Es asombroso. Desde aquí se asemeja a una nave espacial de diseño pre-Dispersión. El ordenador la está explorando ahora.
La medusa se acercó a una montaña de casi un metro de altura, todo un coloso en la orografía del río, y la rodeó con sus palpos. La ecografía dibujó el nodo central de un estatocolector, con su forma de araña de ocho patas rematadas por velámenes convertidos en riveras de polvo. Parecía estar hecho del mismo grano sedoso que la circundaba, peto sus formas eran perfectas, canónicas. Jamás había visto un estato tan diametralmente exacto en todas sus proporciones.
—Creo que estoy lo suficientemente cerca para leer el nombre. ¡Dios, tiene un nombre! Es fantástico.
Elena se inclinó hacia la imagen holográfica, expectante. En un costado del aparato aparecían letras tatuadas.
—Desde aquí las distingo bien: A-L-B-A-T-R-O-S.
»Albatros. ¿No te suena de nada?
Elena se mordió una uña.
—Luis, esas letras forman parte del alfabeto universal. Está en inglés.
—¿Me oyes, Elena? ¿El Albatros no fue el primer estatocolector lanzado al espacio?
Asombrada, la capitana exploró las formas que acompañaban la singular nave en la imagen radiada por Nesses. Su ángulo de visión se hizo más grande a medida que otros objetos, circundantes al estato, entraban en plano. Había niños. Y peces. Y avionetas de alas de papel con forma de elefantes. En las cercanías del estato crecían formas humanoides, esculpidas en el polvo del río, abrazadas unas a otras o irguiendo sus frágiles cuellos en actitud desafiante.
No eran roca compacta ni amasijos de polvo, sino conglomerados de escarpas y taludes surcados por fallas y crestas. La mayoría no estaban formadas, y muchos macizos de figuras acabadas se desplazaban por el caudal junto a embriones de ideas paganas, con cierta reminiscencia a monstruos góticos o pesadillas infantiles. Representaciones tatuadas en el polvo de cientos de figuras comunes recuperadas de la memoria.
Asustada, Elena llamó a Von Brawn por el canal codificado.
—Lo sabemos —terció el general—. Nos disponemos a explorar el núcleo con mnémica activa. Los teleuteranos están a la espera.
—Señor, creo que deberíamos confirmar primero…
La advertencia de Elena llegó un instante después de que la onda de pensamiento de los psicoexploradores alcanzara la esfera. Las impresiones acariciaron su superficie como manos intangibles, provocando pequeños terremotos con epicentros situados en la periferia.
La esfera aumentó unos centímetros su volumen. Unas alarmas se dispararon tiñendo el foso de batalla de color bermellón.
—¡Luis, la velocidad angular de los ríos de polvo acaba de aumentar! ¡Afianza la sonda!
—Está reaccionando a nuestros intentos de comunicación —decía Von Brawn desde su foso—. Detengan todas las demás exploraciones hasta nueva orden.
—Luis, ¿me escuchas?
Elena contempló, aterrada, cómo la medusa trataba de acoplar su velocidad y posición con la del fiero torrente, sin conseguirlo. Uno de los tentáculos fue absorbido por el polvo y se enredó en torno a la figura de una niña de pelo escarchado, que se astilló en una nube de ceniza. Las partículas, propulsadas por la diferencia de cinética, golpearon la sonda con la contundencia de microscópicos misiles de humo.
En su foso, Nesses cayó hacia atrás, llevándose las manos a la cabeza. Un grito llenó el Puente Único mientras el grupo neural se deshacía en mensajes de alarma.
Elena abrió un canal instantáneo con el centro de Proyección del Intrépido. La parca expresión de un monje teleuterano apareció frente a ella.
—¡La sonda ha sufrido un accidente! —gritó—. ¡Sáquenle de ahí!
—Es imposible.
—¿Qué?
—No podemos cortar el cordón mnémico entre el capitán y el sensitivo de la sonda —explicó el clérigo, compungido—. Todas las armonías están descentradas. Un campo de interferencia mnémica muy potente emana del núcleo y está afectando las emanaciones globales.
—¡General! —imprecó la capitana, dejando al monje en espera. Von Brawn no respondió. En la imagen holográfica, el Nairana estaba tan cerca del núcleo que éste parecía a punto de absorberlo. Su volumen se había incrementado drásticamente, pasando de algunos metros a casi un centenar.
—Eso es —dijo Elena, dejando los ojos en blanco.
Un ruido insoportable e impreciso empezaba a rechinar desde el fondo de su cabeza, y se hacía más intenso a cada minuto. Se fijó en que todos los portadores sacudían levemente sus cabezas, como tratando de centrarse. Con un par de órdenes mentales, amplificó y redirigió el contacto con el foso táctico de Nesses.
Nedma se le acercó, preocupada.
—¿Puedo preguntar, capitán?
—Mi contacto con la sonda de Luis es inmediato y potente desde aquí —explicó Elena—. Uniendo los grupos neurales de ambas naves a través del foso quizá pueda generar una señal suficientemente clara para traerlo de vuelta. —Se volvió hacia un tripulante de piel moteada, un ayudante virtual—: Quiero que el capellán Ahl acuda inmediatamente al puente.
—Es muy peligroso —dijo su Segunda—. ¿Y si no puede volver, como él?
Por toda respuesta, Elena activó los ciclos de mnemoestasis y cerró los ojos, dejándose llevar. La macrotaxis orgánica de la computadora la arrastró en décimas de segundo por un haz de luz, rebotando en las antenas de los cruceros y los satélites, y en un par o tres de fluctuaciones de onda estuvo allí.
Un fuerte tirón tensó los músculos de sus pies. Su visión se volvió una pátina de vivos colores, sobreponiendo el dulce turquesa del ultravioleta al chirriante rojo del infrarrojo o los laberintos estriados de los rayos X. Su pierna (o un pseudópodo de la cápsula/remoto) colgaba destrozada en el vacío, desgarrados los polímeros por el brutal rozamiento contra la ceniza.
Ahora ella estaba en el remoto.
Delante, y prolongándose por varios miles de kilómetros, caía una espectacular cascada de azules chispeantes, amarillos y naranjas en rápida sucesión, perfilando el curso del río a medida que el gas se calentaba. A poca distancia del río flotaba un planeta rodeado de emanaciones de radio fluctuantes, verdes y naranjas, inmersas en un domo esmeralda: el Alexander y su pantalla de radar.
Sintió otra respiración exhalada en su nuca. Nesses. También estaba en el interior de aquel aparato, con ella, pero parecía conmocionado. Su Id bailaba y gruñía como un demente. Cuando trató de contactar con él, no recibió más que estática y recuerdos de sucesos caóticos.
Dios mío. ¿Qué está pasando?
—¡Gunhis, desconecta el umbilical! —pensó. No obtuvo respuesta.
La sonda/remoto cayó durante largos minutos siguiendo el curso del torrente. Elena sintió cómo el invisible cordaje que unía su mente con el crucero tiraba de ella, sin lograr arrastrarla. El pánico la golpeó de súbito: Nedma tenía razón. Aquello había sido una estupidez, y ahora estaba tan atrapada en la membrana mnémica como Nesses. No podía comunicar con la nave por frecuencias físicas ni enviar mensajes por el cordón.
Estaba sola, atrapada con la mente del capitán.
Envió órdenes compulsivas a sus miembros inermes. Los servos reaccionaron, tratando de mover los tentáculos del remoto, sin resultado. Los sintió diluirse, dejar de ser por momentos parte de ella (sus brazos) para volver a ser máquinas (cintas de metal frías e inservibles). Su piel era un manto que resbalaba dolorosamente sobre una pátina de nervios.
El núcleo se acercaba. Podía ver su propio reflejo en la esfera de agua, y el enorme casco del Nairana llenando el espacio junto a ella. Se le ocurrió una idea desesperada. El río fluiría muy cerca de ellos: si lograba escapar del tirón de gravedad y lanzarse fuera del torrente, quedaría alejada de la cascada nebular y podría ser recogida. Sin pensarlo dos veces, examinó su entorno. Allí estaba la nave, el estato. Debería ser funcional, a pesar de estar hecho de polvo. Trató de alcanzarlo en un instante de comunión con sus miembros, pero en cuanto la rozó, la figura explotó en un huracán de escoria hipercinética. Elena blasfemó, manejando sus impulsores para colocarse a favor de la corriente, moviéndose en el mismo sentido que la fuerza de la detonación. El efecto de conservación de energía jugó a su favor, y las partículas no atravesaron su blindaje.
Entonces lo vio. Un satélite de defensa del crucero comandante, rotando peligrosamente cerca del cauce.
Rezando para que en el Puente entendieran la maniobra, enfocó sus ojos y oídos hacia el aparato y se preparó para radiar, comprimiendo a Nesses en un solo paquete digital de dos tiempos.
Los segundos martillearon en su cabeza. El satélite se acercó y se colocó dentro de su radio de emisión (una esfera verdosa llena de cruces blancas para su visión expandida). Emitió los primeros protocolos de conexión…
… Y no recibió respuesta. Maldijo en silencio. ¿Cómo era posible? ¿Acaso habría calculado mal las distancias? ¿Estaría estropeada la antena del remoto?
No. Lo entendió mientras lo veía pasar: la nube de escoria que había sido el estato aún flotaba a su alrededor, apantallando las comunicaciones. Maldiciendo, la capitana se impulsó hacia el extremo del cauce. Calculó que tendría unos cuatro segundos para lanzar el paquete con la conciencia de Nesses hacia el crucero antes de quedarse sin potencia.
El tirón gravitatorio era potente y sinuoso en la periferia. Violentamente, Elena fue zarandeada, comprimida y exfoliada, perdió varios tentáculos y la mayoría de los rotores de popa, pero mantuvo al satélite en línea durante medio segundo. Vio cómo un grupo de proyectiles de espuma cayó hacia ella siguiendo los toroides de gravedad del icohalo.
Concentrándose en una débil plegaria, abrió sus sentidos y radió el paquete al espacio.
Un instante antes de que los proyectiles la alcanzaran, recibió la señal del repetidor, confirmando la recepción: Nesses estaba a salvo. Elena rió con furia, y luego fue sepultada por unos gramos de mortífera ceniza en forma de niños sonrientes.
* * *
—No te separes de mí. Si ves que te vas rezagando, grita.
Evan agarró con fuerza la mano de Fedra y se sumergieron en la marea humana del bulevar de los Telares, uno de los barrios más concurridos del Suq. Cubierto por una túnica de capucha de cuervo que cubría sus facciones de manera algo tenebrosa, parecía un nativo más. La de ella asemejaba más la chilaba común de las mujeres, con el paño de seda y la gargantilla de caño que usaban a la hora de vender sus productos de artesanía en las galerías de los cambistas.
Fedra miró atrás por última vez antes de perder de vista la plataforma de aterrizaje donde habían estacionado la nave. Los bajos tejados cerámicos de las casas se amontonaban unos sobre otros ocultando totalmente la visión a una callejuela de distancia. Un tapiz de toldos de vivos colores, cuerdas de tendido de ropa sucia y banderolas que indicaban los usos dados a los edificios, se unían formando un falso cielo lleno de tonalidades arabescas.
—¿Dónde vamos? —elevó la voz. Evan tiró fuerte de su brazo y la obligó a saltar por encima de un canal de agua por el que resbalaba una procesión de insectos llameantes. Hicieron una pausa mientras Evan cerraba los ojos y perlaba su frente con el sudor de un gran esfuerzo. Fedra lo contempló algo asustada. El hombre miró en una dirección como si algo hubiese llamado súbitamente su atención, y volvió a tirar de ella.
—Por allí.
El norte desapareció de nuevo. Fedra vislumbró segmentos fugaces del polisémico hábitat del Suq, en breves cuadros de ofertas de objetos de cien mundos y palabras veloces que alababan la virtud de algún remedio contra el envejecimiento, la calvicie o el paso a la edad adulta. Las callejuelas parecían todas iguales, pero las tiendas conservaban una idiosincrasia propia, única, que las diferenciaba entre todas las que se apelotonaban en aquel universo de ofertas atractivas y demandas cuestionables.
—¿Habla mi idioma? —preguntó Evan a un anciano que llevaba el rostro de todos sus hijos esculpidos en su larga melena gris. Este negó con vehemencia, separándose—. ¿Me entiende? ¿Habla esta lengua? Sik zunhatra say lenbá? Kush? —dos ráfagas de rápidas impresiones amistosas.
Un joven de unos veinte años apareció frente a él con el plop de una explosión de aire. Fedra dio un respingo. Nunca había visto a un teleportador.
—Yo te entiendo —parloteó—. ¿Compra, cambalache, servicios…?
Evan sintió la presión de su Id, violenta e incisiva. Rápidamente levantó las defensas.
—Necesito un mapa de la ciudad. Uno fiable. —Estoy buscando a alguien. Alguien que llegó hace unas semanas.
El joven le estudió con ojos de utilería.
—Ese tipo de documento es raro de ver, a menos que se tengan buenas referencias de un cartógrafo. ¿Sabe ya de alguien? —No es fácil encontrar a nadie en el Suq… y menos aún si esa persona no quiere ser hallada. ¿Acaso quiere ésta, señor?
—No lo sé, pero estoy dispuesto a pagar un buen precio, dentro de lo razonable.
—Se trata de un Vagabundo de las estrellas. Debe haber sido pescado por alguna red pirata de alto spin —transmitió Evan, acercando a Fedra hacia sí. El joven miraba fijamente sus caderas como calculando porcentajes.
—Entonces es fácil —concedió, y quedó mudo como una roca. Evan sacó una buena porción del cambio que había obtenido del vendedor de túnicas en la moneda del zoco, la pelastra, un compendio simplificado de valores taxativos y equivalencias materiales, y lo lanzó a la entrenada mano del nativo. Éste hizo desaparecer el dinero tras sus escuetos ropajes con la habilidad de un prestidigitador, y dibujó unos trazos con el dedo en el polvo del suelo—. Esto es el bazar de los cambistas. Éste —prolongó dos líneas hasta cruzarlas en una esquina— es el barrio de Marionetas. —Tal vez tu amigo haya logrado sobrepasar el cinturón de antenas. Si ha caído en una red, los pescadores lo habrán vendido a los esclavistas.
—Gracias —dijo Evan, y tiró del brazo de Fedra en la dirección indicada. Pero al llegar al angosto pasaje que les había dibujado el joven, el mejor atajo para atravesar aquel laberinto de callejuelas sin sentido, hizo un giro brusco y se encaminó hacia un ramal anexo.
—¿Qué haces? —protestó Fedra.
—Si hubiésemos seguido por allí probablemente dentro de un par de horas yo estaría bajo tierra y tú entre las piernas de algún tratante. Este camino es más largo, pero seguro que está libre de los amigos de aquel simpático.
—Estás loco.
Evan sonrió.
—Háblame de tu padre —ordenó sin variar el paso—. ¿Qué había ya de él en el ninot cuando se interrumpió el experimento?
—No… no lo sé. Con todo lo que ocurrió, no nos dio tiempo a comprobar la curva normal…
—Pero el detalle que indujiste para forzar su variación debió decidir las primeras características de personalidad, ¿no?
Fedra permaneció en silencio. Cruzaron bajo un arco de piedra tallado con escenas de vestales copulando.
—No funciona así —repuso ella, empezando a notar el cansancio. Conservaba las confortables botas del traje de vuelo bajo la túnica, pero tras tanto caminar la goma le estaba aplastando los meñiques.
De pronto se detuvieron. Una gran puerta se abría en herradura sobre ellos, pintada con pájaros sin perspectiva y nubes grises. De los escalones que la precedían nacía un pasillo largo y estrecho que hacía de cañón entre altos acantilados de balcones, ventanas y persianas llenas de ojos sibilinos. Entraron. Media docena de puertas erróneas más tarde una les llevó a lo que buscaban.
Se trataba de un pequeño comercio abarrotado de jaulas para pájaros, todas vacías. De su interior emanaban ruidos de extrañas aves cautivas. Evan se acercó al dueño, un anciano de etnia indescifrable y olor a incienso, haciendo preguntas en voz baja. Varios ambientadores esparcían un sutil aroma a violetas.
Fedra tocó una de las jaulas con un dedo, intrigada, y algo invisible revoloteó nervioso en su interior, desatando un coro de imprecaciones y chirridos en sus compañeros de estante. Los animales iniciaron una música desordenada y nerviosa que llenó de vida el ambiente. Evan la atrajo hacia sí de un tirón, alejándola de su curiosidad y del pago por daños accidentales a alguna de las extravagantes mascotas cantoras.
—¿Aquel de allí? —preguntaba, señalando hacia un edificio cercano—. Gracias.
Abandonaron al etógrafo con la bolsa algo más ligera, y atravesaron la puerta de una mezquita, llena de techos de cristal por los que circulaba un torrente de personas sin equivalencia en la realidad. Al doblar una esquina penetraron en un recinto amplio y acogedor, atestado de compradores, con gradas que entornaban una piscina central y escalaban las paredes hasta una altura de ocho escalones. Grupos de comerciantes se arracimaban cerca de las puertas, sosteniendo conversaciones salpicadas de argot.
Medio sumergidas en la piscina yacían diez personas de piel muy pálida, desnudas y sin vello corporal. Todas permanecían inmóviles y con los ojos entrecerrados, observando tétricamente la misma pared. De sus nucas surgían racimos de cobre que las hilvanaban a una toma de energía única, medio oculta dentro de una cañería oxidada en el techo. Había otros zombis de menor importancia, imágenes tridimensionales de holovóder que esperaban relegadas a un plano secundario.
—Remotos —observó Fedra. El frío ambiente y el sepulcral silencio lleno de cuchicheos le ponían la carne de gallina—. Enchufados a una línea de descarga instantánea…
—A las redes trampa —susurró Evan, sugiriéndole un volumen más apropiado—. Y estos son los compradores.
Un anciano que vestía un traje espacial, sentado cerca de ellos, desafió momentáneamente el silencio pasando una página de su revista de mujeres desnudas y se regodeó en el contorno de unos pechos. El tiempo allí dentro parecía haberse congelado tanto como el aire que tragaban sus pulmones.
—Sucede una vez de cada muchos millones, pero para el desgraciado que pierda su señal en el espacio mientras realiza un salto LR es como haber ganado la lotería del infierno —rezongó Evan, escondiendo levemente las pupilas bajo los párpados como había hecho en decenas de ocasiones, desde que la pinaza escapó del Hipervínculo y aterrizaron en el Suq de Ibsallah. A Fedra le recordaba un mastín oliendo a su presa—. Si la señal del ninot llegó bien hasta el repetidor del Sistema, probablemente habrá caído en manos de estos malnacidos. Siempre están a la caza de cualquier portadora Alma extraviada para rellenar sus zócalos de memoria.
Súbitamente, un remoto abrió los ojos. Era una mujer oriental, de casi dos metros de estatura y brazos robustos, de esclava. Se miró a sí misma con desconcierto, descubriéndose al mismo tiempo que a la cascada de sensaciones que traía el nuevo entorno, y una expresión de terror se congeló en sus ojos mientras un grupo de hombres saltaban sobre ella y la amordazaban. En un lapso de brutalidad que duró un minuto, sus nuevos amos se la llevaron de allí y la metieron en un EV estacionado frente al local.
—Dios santo… —exclamó Fedra, medio escondida detrás de Evan. Este sacudió la cabeza con tristeza.
—No pienses más en él. Ven.
—¿Él?
—Era un hombre. De unos sesenta años. Mala forma de recibir la jubilación.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, compungida. La frugal comida de aquella mañana pugnaba por volver a salir por donde entró.
—Intuición.
El viejo de la revista pornográfica acabó la última página y se concentró en los crucigramas de la contraportada.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó la becaria.
Evan se perdió en una introspección. Algo parecía taladrar su cabeza muy dolorosamente, haciendo resbalar esporádicas gotas de sudor por su cuello. Tras abrir de nuevo los ojos, se puso en pie y se abalanzó sobre un hombre que acababa de entrar en la sala por el arco posterior, un vendedor de escasa estatura, giboso y consumido, al que escoltaban dos gigantescos guardaespaldas. Por las miradas de respeto que acarreó su entrada, Fedra dedujo que se trataba del dueño del establecimiento.
—¡Tramposo! —gritó Evan, colérico—. ¡Estafador! ¡Quiero que me devuelvas mi dinero!
El esclavista dio un respingo y se ocultó tras sus protectores tratando de averiguar lo que ocurría. Sus ojos eran invisibles; anteponía unas gafas oscuras.
—¿Qué… qué ocurre? —chilló con voz afeminada.
—¡La esclava que me vendiste no es apta para el sexo! ¡Tiene una enfermedad!
—¿Pero qué dice?
Evan llegó hasta ellos de dos poderosas e inesperadas zancadas, berreando insultos en una lengua que Fedra desconocía. Uno de los guardaespaldas le plantó cara con aire de suficiencia, y al instante siguiente se retorcía de dolor apretando las manos contra su entrepierna. Evan aún no había concluido el fulminante puntapié cuando el segundo gorila se le lanzó encima. El soldado le miró con aplomo y aguantó su posición hasta justo antes de toparse con la enorme masa de músculos, y fintó sobre su eje, usando la inercia del gigante para lanzarlo a la piscina. Una gran ola bañó a todos los presentes y tiró al suelo a los remotos, cuyas cabezas quedaron sumergidas cuando las aguas volvieron a su nivel.
Horrorizado, el mestizo ladró unas órdenes a sus hombres para que los sacaran del agua.
—Haces bien en proteger tu inversión —gruñó Evan en voz más baja, aferrando al vendedor por el cuello.
—¡No me haga daño! ¿De qué esclava habla?
—De ninguna, pero si no quieres que te hunda el negocio, coopera. Conozco los nombres de cientos de enfermedades que podrían contagiarse a esos pervertidos si te compran a ti los remotos.
El vendedor se rindió, como él esperaba. Nadie en una ciudad como el Suq deseaba caer víctima del escarnio.
—¿Qué es lo que quieres?
—Información —dijo Evan, obviamente. Los gorilas no se acercaron, distinguiendo con profesionalidad la presa de dos dedos que el atacante mantenía contra la nuez de su jefe. Al fondo, Fedra trataba de desaparecer fundiéndose con las esculturas de las esquinas.
—Hace tres semanas capturasteis un Vagabundo que me interesa —explicó el soldado, jugando con el Id de su víctima para convertir sus llamadas de auxilio en un galimatías mnémico—. Cabalgaba una señal procedente de Damasco.
—Recibimos muchas señales de Damasco.
—Ésta la recordarás. Había muchísima información comprimida en el código fuente. Como mil veces la de una portadora Alma común. ¿A quién se la vendiste?
—Es… es un imposible lo que me pide. Yo…
Las protestas del comerciante acabaron unos segundos después, cuando Evan comenzó a gritar en voz alta y ofendida nombres inventados de patologías con preocupante resonancia a latín o griego. Los compradores se miraron, estupefactos. Algunos comenzaron a recoger sus enseres, dirigiéndose a la puerta de salida. El mestizo sollozó:
—¡Está bien, basta! Ya sé a cual se refiere.
—Vaya, vaya —sonrió Evan, enseñando los dientes.
—No está aquí. La deseché nada más descargarla. ¡No cabía en ningún zócalo!
—¿Fragmentaste la señal?
—No pude… estaba demasiado bien comprimida. No logramos averiguar qué diablos era lo que llevaba dentro. Creí que era algún tipo de basura digital, datos desechados por los bloques de redundancia de los repetidores.
Evan suspiro de alivio. De reojo controló a los gorilas, sekos en el argot, que se acercaban despacio como leones al acecho.
—¿Quién fue el comprador?
—No hubo, se lo juro. La metí de relleno en un puzzle diacrítico y la solté en la calle.
—Más te vale que me estés contando la verdad —amenazó, dejando caer al mestizo sobre las baldosas. Sus hombres corrieron a socorrerle, pero ninguno se atrevió a provocar otro enfrentamiento. Una mirada los mantuvo a raya hasta que Fedra se reunió con él y juntos abandonaron las termas.
—Esos hombres eran esclavistas —expuso Fedra, más ofendida que asustada. No cesaba de volver la vista atrás.
—Sí.
—Creí que la esclavitud estaba abolida en todo el Imperio.
—Y lo está.
—¿Pero entonces cómo…?
—La Guardia Imperial no puede vigilar todos los rincones de todos los mundos —explicó Evan, tratando de zanjar la conversación—. De todas maneras, según las leyes locales, lo que viste era legal. Una simple cuestión de derechos sobre material perdido o desechado.
—¡Pero las conexiones Alma no son material desechado! —puntualizó la becaria, indignada—. La Ley es tajante y prohíbe su apropiación.
—No como la interpretan ellos.
Fedra cerró la boca, estupefacta. Parte del aplomo que hasta ese momento había podido derivar de su condición de persona culta y respetable, superior sin duda a la chusma que se afanaba en subsistir en aquella desquiciada economía de trueque, se desvaneció en un espasmo de inseguridad.
—¿Y qué hacemos ahora? —balbuceó. De repente fue muy consciente de su condición de mujer de piel exótica. De clon sofisticado y caro que se podía vaciar como quien desecha vino estropeado de un buen recipiente, para rellenar de nuevo con alguna conexión Alma vagabunda.
—El vendedor habló de un puzzle diacrítico —recapituló Evan—. Son parcelas de memoria ocupada por datos erróneos que las autoridades usan como balizas físicas para marcar los límites de la Ciudad Pascalina. Pagan muy buen precio por su alquiler a los comerciantes que poseen remotos averiados.
—¿Estamos ahora en la Ciudad Pascalina? —se sorprendió Fedra.
—En un punto caliente. El Suq es su lugar de mayor cercanía al plano físico en este Sistema. Por eso necesitan medirla, averiguar qué parte de la Ciudad está realmente aquí y qué parte es de otra zona. Eso sirve como referencia a los eruditos de las Logias que estudian la Ciudad desde otros puntos calientes.
—¿Y eso qué significa?
Evan hizo una pausa, tomando aliento. Un hedor a maíz fermentado emanaba de una alcantarilla bajo sus pies.
—Pues que tu padre debe de estar deambulando por algún lugar del Suq, haciendo de punto geodésico. Con un transmisor empático en la cabeza o algún colgado de las sectas del Sueño pegado a su culo. Por lo demás, le dejan ir a donde le plazca, así que puede estar en cualquier parte.
Se encontraban ahora en una terraza elevada, desde donde podía contemplarse una amplia estampa de la ciudad en todo su esplendor matutino. Una pedregosa extensión de techos de adobe y cal se extendía más de diez kilómetros en todas direcciones, capturando la vista en cientos de pequeños detalles inexplicables, en laberintos de callejuelas que relucían al sol con la densa calina y el polvo que venía de las montañas. No había dos calles iguales, y a la vez era imposible distinguirlas.
—Ahora es cuando de verdad necesitamos algo de suerte —reflexionó el soldado—. A estas alturas medio gremio de Pescadores debe intuir ya lo mucho que vale ese puzzle.
Fedra, con la mirada perdida en el espinoso laberinto de formas y colores que entretejían los minaretes de los templos, se pasó la mano por la frente.
—Bueno —dijo—. Si de verdad hay algo de mi padre en esa inteligencia, será mejor que empecemos por los burdeles.
La luz que atravesaba la persiana a través de una fisura convertía el techo oscuro de la habitación en una cámara estenoscópica, una pantalla natural sobre la que desfilaba todo el movimiento de la calle como fotografías invertidas. El sonido llegaba hueco y deformado: gritos de animales, quejas de transeúntes y ofertas de vendedores… Un mundo alienígena tatuado en los ecos.
Al límite de su paciencia (y de su cordura), Fedra contemplaba el bello espectáculo tumbada en la cama. El tapizado de las paredes se desprendía a ojos vista.
El crujido de la cerradura la asustó. Se levantó rápidamente y cogió el cuchillo que había robado de la cocina del nauseabundo motel, pero se tranquilizó cuando la familiar figura de su secuestrador cruzó el umbral, cargando dos bolsas de comida, un par de togas nuevas y una resistente cuerda de teca.
—Hola —saludó, descargando los bártulos en la cama. Fedra bajó el arma, pero no dejó de sostenerla.
—Has tardado —le reprochó.
—Fui a conseguir algo de ropa nueva. Con la que llevamos hemos interrogado a demasiada gente. También he conseguido fruta en un puesto de barberos. Y esto —enseñó una diminuta pastilla triangular de color terrosa Fedra tardó un poco en identificarla.
—¿Drogas?
—Es uyandhi, una variedad adulterada del gak.
—Dios mío.
—No me fío de estos narcóticos mal manufacturados, pero no tenemos elección. Esta basura puede estar contaminada con tantas sustancias alucinógenas que tal vez ni surta efecto.
—¿Para qué la quieres, si se puede saber?
—Para rastrear a tu padre… ¿Esa es la única cama? —dijo Evan, señalando hacia el somier. El colchón aún no había recuperado su forma original desde que Fedra se había levantado.
La becaria desapareció dentro del ínfimo lavabo con un portazo.
—Bueno, supongo que podremos compartirla.
—Ni lo sueñes —dijo Fedra desde el otro lado de la puerta—. No quiero que te acerques a mí. Duerme en el sillón.
Evan giró la cabeza en todas direcciones, buscando esa pieza del mobiliario. No la encontró.
—Está bien, pero al menos ven a probar algo de comida. Debes de estar muy hambrienta.
—¿Ahora eres amable con tus rehenes? Menuda novedad.
El soldado se recostó sobre la cama, sintiendo cómo se hundía peligrosamente. Era preferible dormir sobre el suelo. Tras depositar la pastilla sobre un cenicero, se incorporó y se cambió de túnica, aprovechando que Fedra aún se peleaba con la cadena del inodoro.
—Me he dado cuenta, ¿sabes? —dijo ella. Evan sacó la cabeza por un agujero de la prenda equivocado.
—¿A qué te refieres?
—A lo de tus poderes. Eres como un perro de presa, olfateando cada minuto el Metacampo en busca de su rastro.
—Muy perspicaz —susurró el hombre. Ella no le oyó.
—Así fue como me encontraste en la fiesta, ¿no? Me utilizaste para llegar hasta el ninot, y luego nos secuestraste a los dos. —Hizo una pausa—. ¿Para quién trabajas? ¿Para el Concilio Pentaísta? ¿El Instituto Anjou? ¿Algún grupo de presión política auspiciado por la Enmienda de Derechos de presencias parahumanas?
—Estás equivocándote —avisó Evan, colocando un almohadón sobre la raída alfombra. Una fría corriente de aire atravesaba los carcomidos tablones del piso.
—Seguro. Lo que más me intriga es que me llevaras también a mí en la pinaza. Si lo que querías era el programa, ya lo tenías antes de venir a mi habitación a colocarme un traje EVA y arrojarme al espacio. ¿O es que todavía te soy útil? ¿Quieres datos sobre el código fuente? Tengo que darte una mala noticia, si es que se trata de eso: yo no conozco los accesos al kernel. Ni una mísera contraseña. De eso se encargan los chicos de estructuras genéticas.
—Te repito que no tiene nada que ver con eso —insistió el soldado.
—¿Ah, no? ¿Y con qué, entonces? ¿Qué vale realmente la pena en ese ninot para que lo persigas con tanto ahínco?
—Tu padre es el Segundo Candidato.
Hubo unos segundos de silencio mientras Fedra asimilaba la respuesta. Su risa llegó espontánea y acolchada por la madera.
—Ah, claro, así que ni siquiera era vuestra primera opción. Es gracioso. Hasta ahora te tenía como un hombre calculador y despiadado, Evan, pero a todas luces íntegro. No me imaginaba que me hubieses hecho pasar por todo esto porque te falló el primer plan. Es patético.
Evan dejó caer sus posaderas en el piso. Dios, estaba helado.
—Estás equivocada, Fedra.
—Pues por lo menos podrías tener la decencia de explicármelo —exigió la becaria, volviendo a entrar en el dormitorio. Tenía una sábana enrollada en la cabeza y la túnica, vuelta del revés, tapándole desde los pechos a las rodillas.
—Me refiero al segundo candidato para realizar la Convolución —explicó Evan, con total tranquilidad—. Como sabrás, el Emperador se está desvaneciendo, y los poderes fácticos están trabajando para sustituirle. Varios grupos de cazadores, entre ellos yo, hemos sido enviados a recorrer el Imperio buscando a sus sustitutos, cada uno a expensas de una fuente distinta. Aún no tengo claro cuántas facciones hay, ni qué las delimita exactamente… pero todas parecen practicar un doble juego de secretos y confianza mutua. Es muy complicado para que un simple soldado como yo lo entienda —apoyó la espalda en el somier, suspirando—. Aunque me hubiera gustado hacerlo, no podía decírtelo antes. Lo siento.
Fedra tardó aún más tiempo en moverse que la primera vez, pero en esta ocasión no habló. Señaló con el dedo al soldado, sonriendo sin gracia y agitando la mano como calando sus intenciones.
Fue hasta la cama y se acostó, dándole la espalda. La sábana desprendió una nube de polvo cuando tiró de ella.
—Muy bueno —dijo, tosiendo—. He de admitir que eso no me lo esperaba. El Segundo Candidato. Y yo pensando en un turno de secuestros. ¡Claro, qué segundo candidato iba a ser si no, el destinado al trono imperial! ¡Qué tonta!
—Te estoy diciendo la verdad. Los hombres que nos perseguían en aquel Incursor formaban parte probablemente del otro grupo de cazadores. No sé cómo demonios lo hicieron, pero me encontraron antes de que pudiera abandonar el espacio digital de Damasco para ir a buscarte.
»Un detalle que me llamó la atención entonces es que ellos no parecían tener clara la identidad que albergaba el ninot. Creo que sabían que el candidato estaba en Damasco, pero no dónde o bajo qué apariencia se iba a presentar. Eso demuestra que el… las personas para las que trabajo, las que me enviaron aquí, poseen datos que no todas las facciones comparten. —Se volvió hacia ella, levantándose—. Eso nos da un escaso margen de tiempo para actuar.
—¿Qué quieres decir?
El soldado se frotó la sien.
—Llevo en mi cabeza… la impronta de tu padre y del resto de los candidatos. Las adquirí bajo el efecto de un narcosueño inducido por el gak en estado casi puro, en el Palacio de la deoEmperatriz. Hasta ahora había creído que aquella experiencia era fruto de una irrupción directa en mi psique por parte de algún portador o un derivante poderoso, alguien capaz de atravesar mis barreras sin ser notado. Pero ahora creo que fui yo quien penetró en ellos: debí entrar en la mente de alguna identidad abrumadoramente poderosa. Allí dentro encontré iconos que me sugerían monstruos de pesadilla y secretos ocultos, sepultados, cosas que no me gustaría haber visto nunca. Y al final de todo, estaban los candidatos, vívidos y tangibles… sinérgicamente agresivos como recuerdos traumáticos. Eran huellas mnémicas fuertes, grabadas a fuego en mi cabeza desde que fui consciente de ellas. —Aventó con la mano el polvo que había desprendido la cama.
»Ha comenzado hace muy poco —prosiguió—. La Ciudad Pascalina se ha vuelto inestable de repente… Inconexa; lo enturbia todo en cualquiera de sus áreas de influencia. Si quiero hallar a tu padre, debo volver a potenciar mis capacidades con el gak. —Evan cogió la pastilla del cenicero y la observó con respeto, como el que sopesa el perfil de una bala—. El uyandhi podría provocar una reacción nociva, tóxica, potenciando mi sensibilidad rastreadora pero envenenando sus herramientas. No sé cómo reaccionaré una vez esté en trance.
—Y para eso necesitas mi ayuda.
—Necesito que seas mi guía en el plano real. —Evan desenrolló la cuerda de teca y lentamente, fue atándosela a las muñecas—. Algo muy inusual ha ocurrido en el Metacampo, y está alterando gravemente las estructuras mnémicas. La Ciudad Pascalina está cambiando su geometría espontáneamente. Debo entrar en ella para localizar a tu padre a través de su marca geodésica. Esa será la manera más rápida, pero…
—La droga te puede volver hipersensible a los cambios —comprendió Fedra—. Es una locura. ¿Pero por qué está ocurriendo? ¿Por qué se desintegra?
—No lo sé —dijo Evan, ya parcialmente sujeto al cabecero de la cama—. Ha debido ocurrir un cataclismo. Algo totalmente nuevo y perturbador que está sacudiendo el sustrato del Metacampo.
Fedra lo contempló preocupada, mientras le ayudaba a sujetarse.
—Estas cuerdas no son para tu propia seguridad, ¿verdad? —preguntó.
—No. Son para la tuya. Es posible que, si pierdo estabilidad, alguna parte más… agresiva de mi cerebro tome el control momentáneamente.
Fedra parpadeó. El soldado de tez oscura yacía frente a ella, atado a la cama y a punto de entrar en un estado de narcolepsia que podría resultar fatal. La idea de la fuga pasó por su mente instantáneamente; correr, dejarle solo ahora que estaba indefenso. Coger la pinaza y huir… o entregarse a las autoridades locales para que la repatriaran. El abanico de posibilidades era tan inmenso como tentador.
No.
—¿Qué? —Fedra dio un respingo.
No lo hagas. Tú eres la única que puede ayudarme. La única que puede ayudar a tu padre.
—Tú no sabes nada de mi padre —espetó la becaria, subiéndose a horcajadas sobre él. Su mano agarró con fuerza el cuchillo de cocina y lo acercó a su pecho. La hoja estaba astillada en pequeñas fisuras oxidadas.
—Sé más de lo que tú misma has descubierto —susurró Evan—. Sé por qué tu padre ha derivado a esa personalidad desde el patrón original aleatorio del ninot. Fuiste tú, Fedra… o Delian, antes de morir. O el que te programara durante la trascripción Alma que copió tu mente en ese cuerpo cibernético.
—¿Qué estás diciendo? —dudó Fedra, acercando el cuchillo al cuello de Evan. De soslayo observó la puerta, tan cercana que podía alcanzarla de un salto. Absorbió con intensidad todos los fragmentos de la vulnerabilidad y el peligro específico que él proyectaba.
—Déjame que te enseñe quién eres —dijo Evan, y penetró violenta, casi dolorosamente, en el cerebro sintético de la mujer…
… hasta aquella noche en el hotel, la última vez que había visto con vida a su padre, tendido en una cama bebiéndose una extraña solución alquímica. Cuando Delian se acercó a su oído y le susurró una despedida secreta, un último obsequio que debía valer por la vida que podía haberle dado en el futuro. Fedra, una niña entonces, aceptó el adiós y abandonó el lugar con la mente puesta en su propio destino. Luego, el accidente, el terrible desengaño. Su cuerpo destrozado bajo una amasijo de hierros retorcidos y cables quemados. Las heridas llenas de metal fundido, ardiendo como el Infierno.
… y el momento en que despertó en el tanque de reanimación, desnuda, vulnerable, mojada con el sudor del nacimiento. Su cuerpo tenía dieciocho años, una madurez que su mente iba a tardar un poco más en alcanzar. Las primeras sensaciones (frío, calor interior, dolor en los nervios que chirriaban contra el entorno) sacaban a su adormecida consciencia de un lecho de néctar, de un mundo amniótico de búsqueda interior. Se vio a sí misma ponerse en pie con dificultad, patosa, sin gracia ninguna, ayudada por dos robots que eran todo brazos y manos, mientras su cabeza caía por el cable y llenaba los recovecos de aquel cráneo sintético como agua vertida en un cántaro.
… y las pesadillas que la arroparon al final de cada ciclo de la máquina de defragmentación, fotogramas censurados de una vida anterior. Un cuadro pintado con sangre. El aprendizaje a base de recuerdos de lo que fue una vez. Fedra, la nueva Fedra, siendo instruida por estos recuerdos sobre lo que debía hacer cuando volviese a encontrar la oportunidad de regresar a aquella extraviada habitación del hotel. Una cena posterior y el primer amante, un hombre parecido a su padre que susurraba cosas extremadamente hermosas a su oído, pero cuando trataba de conectar mentalmente con él para ser partícipe de su ego, de su Id, de sus más profundos pensamientos, era rechazada. Se pasan un plato de cerezas. Dos copas de champaña y un brindis por una promesa improvisada. Ella se vuelca en abrir todos sus secretos al hombre que ama, emite las ondas de pensamiento correctas y sigue los protocolos, pero no obtiene respuesta; el otro se mantiene distante y misterioso como un sueño. La sal. Acaba la noche y hay sexo, pero no es un acto pletórico. Con sus piernas abiertas y entre jadeos y sudor ácido, ella tiene un orgasmo sin saber por qué está tan vacía por dentro.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó, los ojos clavados en la nada.
Evan tensó las cuerdas. Notaba la pastilla del gak adulterado diluyéndose en su paladar. Sabía a ajenjo.
—Jamás pudiste contactar con otro Id porque nunca tuviste uno en tu cabeza —explicó—. Por eso yo no pude entrar en tu fragmento particular de la Ciudad cuando te encontré en Damasco. Lo que tienes en tu cabeza, Fedra, lo que llevas transmitiendo toda tu vida, es tu padre.
—No sigas —tembló ella—. Lo que dices no es posible.
—Una mujer que sólo existe tras ser reconstruida como clon de algo que no puede recordar si fue real… Es gracioso. Sabías que llevabas algo más que no eras tú en el cerebro, y lo llamaste Id, pero nunca pudiste encajar. Nunca has entrado en la Ciudad, por mucho que lo has intentado, porque tienes la cabeza llena con otra cosa. Con los datos sobre la transcripción Alma que verdaderamente se hizo en aquella habitación de hotel. No la tuya, sino la de tu padre.
—¡Cállate! —amenazó Fedra, hundiendo unos milímetros la hoja oxidada del cuchillo en la garganta de Evan. Una gota de sangre relució bajo la zoetrópica luz de la ventana.
—Eso fue lo que ocurrió —prosiguió Evan, impertérrito—. Delian no se suicidó pintando aquel cuadro. Usó su cuerpo para hacerlo, para plasmar todo lo que él era en aquel lienzo. Pero tenía miedo a la muerte Y te creó a ti para que le ayudaras a seguir existiendo.
—Eso es mentira… —balbuceó la becaria, sus ojos húmedos por las lágrimas—. Yo existo. Sé quién soy. No soy un sueño.
—Sí lo eres —afirmó Evan, taxativo. Su mente comenzaba a caer hacia un lugar iluminado, lleno de gente y edificios transparentes. La Ciudad Pascalina entraba físicamente en sus sentidos con un estruendo ensordecedor, sofocando todo lo demás—. Nunca tuviste una transcripción Alma, Fedra. Fue tu padre quien se la practicó, y la encerró en tu mente hasta que encontraras el recipiente adecuado donde volcarla. Y encontraste al ninot.
—¿Cómo estás tan seguro? —gritó ella, llorando—. ¿Cómo lo sabes?
—El… icono virtual de la memoria de traspaso durante la trascripción, en los procesos Alma comunes, cuando se dan las últimas claves de registro…
—¿Qué? ¡Sigue hablando! ¿Cuál es el icono?
Evan vio la Ciudad. Cerró los ojos, haciéndose partícipe de la realidad consensuada de la unión de todos los Ids de aquel mundo, la inverosímil danza de ensueños en que se fundían ellos y sus portadores.
—¡Contéstame, maldito bastardo! ¿Cuál es el icono?
—Un… un hotel de tránsito…
—¡Un…
… chasquido lleno de colores y estuvo allí.
Lo que parecía ser un enorme pene le saludó al llegar. No, no era un pene, sino un edificio que se curvaba en su cúspide hacia dentro, rodeado por dos enormes esferas hechas de árboles de Navidad.
La Ciudad Pascalina se extendía hacia arriba y hacia abajo y adentro de poco y hace un rato en todas direcciones. Evan decidió que era hora de comenzar a moverse, y para ello debía definir primero algunos escalares. El tiempo, por ejemplo; decidió que un pensamiento equivaldría a una unidad, y una decisión a tres, en tanto que equivalía a ponderar varias opciones. Luego se lanzó a explorar.
La ciudad era un agujero en el ojo tuerto de un gigante prometeico, que descansaba dormido en las puertas del Infierno (también la receta para pasteles de crema escrita en una lavadora vieja, pero eso dependía del estado de ánimo del visitante). El soldado entró en un flujo de pensamientos y se dejó llevar, gritando los nombres de todas las criaturas que conocía para conjurar su aparición. Atravesó una tela de sugerencias vocales y cambió de cuerpo para ingresar en una base de datos: una joven con cáncer terminal, castillos de arena custodiados por escuadras de Sementales Araña y derivados. Se permutó velozmente cambiando de nodo; las páginas de datos traumáticas eran las más peligrosas y debía evitarlas a toda costa.
Evan permutó.
Cinco decisiones y dos dudas después, la droga le hizo ver las sensaciones de los emonautas conectados como fotografías transparentes y superpuestas. Estuvo buscando entre ellas mucho tiempo, hasta que encontró una que creyó reconocer: una habitación en un hotel. No, esa era de una mujer que estaba muriendo en ese momento y recordaba a su marido. Evan rechazó el contacto con violencia, no, no quería participar, déjame en paz y muere a solas.
Una bestia del sueño, los Perros de Ménope (así, en plural), se le apareció y a punto estuvo de arrancarle la cabeza de un mordisco con sus dientes de humo. Evan construyó una muralla de mil kilómetros y los Perros intentó pasar por encima. No pudo atravesar sus defensas.
Y permutó.
Un espacio vacío lleno de gente que corre. Evan nada contra corriente; los emonautas gritan de pánico y huyen despavoridos. Una mujer quiere que él pronuncie la palabra «faculación», que es el hecho-llave que la hará desconectarse, dejar de soñar, pero el soldado no tiene tiempo, acaba de descubrir aquello que les horroriza: el monstruo. Una sombra con forma de Rorschach (y de mariposa también) que mide kilómetros de longitud y crece en el centro de la ciudad, devorándola. Evan no sale de su asombro, esto no es normal, se dice, es imposible. Algo está devorando la ciudad, matando a sus ocupantes, triturando sus calles, masticando sus almas. Jamás había sucedido algo igual. Evan es atraído irremisiblemente por la visión y comprende que ya la conoce. Le ha visto antes, en Palacio, en la Tumba oculta en el sueño. Es el Enemigo. ¿Quién ha desatado su nacimiento? Muerto de miedo y con el semblante lleno de entendimiento, permuta y alcanza al fin su destino. Un prado verde rodeado por un anillo de cipreses. En el centro, una niña, la niña, a la que ya ha visto una vez y ahora reconoce. Está sentada en el centro del círculo, la cabeza gacha y el pelo ocultando su rostro. Ella le ve y le impide pasar: por qué vienes a molestarme, déjame en paz. Vengo a hablar, dice él, algo está destruyendo la ciudad y escalando al nivel físico con rapidez. Atraviesa las capas y pronto llegará al exterior. Pero la niña no escucha, tiene un mechón de pelo cosido a la muñeca y está matando la hierba del prado con su sufrimiento. Evan siente las olas de odio que le retuercen y le torturan. ¿Qué me haces? ¿Qué eres tú de verdad? Glosopedia, la facultad de hablar con palabras sin significado. ¿Por qué me buscas, cazador?
La niña alza los ojos hacia él y Evan empieza a revolcarse presa de estertores y a gritar, viajando sin control a través de la corriente.
Fedra le sujetaba con todas sus fuerzas, intentando que las cuerdas no se rompieran bajo la presión de los musculosos brazos. El cabecero de la cama vibró y restalló, golpeando violentamente la pared a cada embestida del soldado. Evan parecía poseído por algún tipo de fuerza diabólica, enardecido por drogas químicas que multiplicaban su fuerza muchos enteros.
De improviso, una de las cuerdas se soltó. La becaria la miró con terror, antes de recibir un fuerte golpe en la sien.
Pudo sentir la sangre que manaba de su cabeza mientras caía; de la cama hasta el suelo, un golpe y luego más abajo. Evan que se ponía en pie y avanzaba hacia ella como un diablo vestido de gris, un cuchillo que caía y reposaba cerca de sus dedos. Trató de cogerlo, pero un pie lo lanzó lejos. El soldado chillaba algo en una lengua extraña, alienígena, y en sus ojos brillaba el fulgor de la locura. Fedra notó sus puños caer sobre ella.
Le pareció que el mundo se dividía en un millón de motas de luz, y luego el olvido.