Capítulo 9

Moriani: Vamos a abrir nuestra mente.

Vamos a escuchar al espíritu de lo material, al agresivo lapso de claridad que conforma nuestro entendimiento; a convertirnos voluntariamente en apátridas de la materia, tan sólo potencial, reconocimiento y éxtasis epistemológico. Tan sólo sensación, relación, exploración, convergencia.

Todas: ¿Entendéis qué quiero decir?

Escuchamos y entendemos. Loado sea el libro que se escribe sobre el fuego. Loadas las poesías que navegan tatuadas en el agua.

Moriani: Que el salmo de los venideros nos reconforte y alimente estas ansias de conocer, esta pasión disociada de la inmediatez de la fisicidad de lo concreto. ¿Esperáis ver más allá de lo trascrito?

Todas: Lo trascrito es ley, lo imaginado es forma. La forma pensamiento y las conclusiones paradigmas. El cántico de la verdad resonará en las bóvedas de los salones de la memoria, rasgará el velo de bruma con el tañir de las cuerdas de la lógica. Sea este el momento en el que aprendo. El momento en el que olvido.

(Las comadronas tocan el suelo con la frente, el jugo de la vida saliendo expulsado de sus bocas suplicantes. Las piedras de kolsys se iluminan con la pulsión de los anatemáticos. La Madre Regidora derrama una gota de su sangre en el vientre desnudo de una ninfa).

Moriani: Sea este el momento en el que aprendo, la verdad una hierofanía de la pureza de los espejismos. Con este salmo entro en los secretos de la carne, en las penumbras de la ignorancia. Dame fuerzas para andar, oh pasión del espíritu, oh parca del destino; enséñame a buscar la luz entre la bruma.

(La Madre eleva la vista y algo invisible se refleja en su conciencia. Orando en soledad sus endecasílabos, ve llegar el espíritu, el ente que es todo probabilidad y herética: el Id. Lo sigue vigilante, analizando sus movimientos, sus motivaciones. Es joven, virgen tal vez, en busca de su primera comunión con una mente humana. El Id flota hasta hallar el único recinto virgen, maravillosamente desocupado, que aparece en su camino, y se desliza hacia él como una silenciosa lechuza en la noche).

Moriani: Sea este el momento en el que olvido. El momento en el que olvido…

EL DIABLO Y EL SEÑOR T

La noche en que el Diablo fue a visitar al anciano Silus, éste descansaba plácidamente en su habitación del hospital.

El hombre le vio llegar como un montón de palomas posándose en su ventana, cantando a coro una canción que alababa las virtudes de la mañana. Era algo muy hermoso. Y terrible, Silus jamás volvería a ver amaneceres como aquellos.

Las palomas se bajaron del alféizar y preguntaron:

—¿Cómo te llamas?

—Alan Tell. Pero ya nadie me conoce por ese nombre.

—¿Y cómo te llamas ahora?

—Silus.

—¿Qué significa? —cacarearon las etéreas palomas.

—Es… era, una antigua marca de coches de carreras. Sil/ eus. El placer de manejar aquellos viejos trastos. Estaban hechos en la Tierra.

—¿Eran bonitos?

Silus asintió.

—Mucho.

El Diablo hizo desaparecer las palomas y se le presentó como un grupo de personas, todas elegantes y contemplándole apesadumbradas.

—Mírate —dijeron—. Estás hecho un desastre. ¿Sabes lo que está pasando ahora en las cabezas de la gente?

El viejo negó suavemente con la cabeza. No sabía quién era aquél que le hablaba desde tantos rostros, pero le producía una sensación de desconfianza.

—¿Quién eres tú, que lo preguntas de esa manera?

Los hombres rieron.

—Todos —dijo el Diablo—. Todos vosotros, de mil maneras diferentes.

Silus no lo entendió, pero levantó sus defensas.

—¿Y qué quieres de mí?

—Te necesitamos Sil/ eus. Necesitamos tu mente, las infinitas posibilidades de tu experiencia. Lo que nos puedes enseñar.

Silus frunce el ceño.

—¿Y para qué? Esos recuerdos son míos —(Risas contenidas)—. Son tuyos, son de todos. Escucha lo que te propongo: existe algo llamado la Ciudad. Es el conjunto de las mentes de todos los seres humanos, interconectadas, explorando nuevas rutas, descubriendo lugares inhóspitos dentro del Metacampo. ¿Es que no te atrae? ¿No quieres formar parte de la textura de lo que vendrá?

Silus meditó en silencio unos momentos, y luego negó vehementemente:

—No.

El Diablo resopló, sentándose a los pies de la cama.

—Sil/ eus. Te estás muriendo.

—Lo sé.

—¿Sabes cuánto hay de tu vida que vas a perder, cuántas batallas y conocimientos ganados se van a diluir en la nada cuando te hayas ido?

—Menos de lo que deberían, supongo.

—Únete a la Ciudad. Ven con nosotros. Te trataremos bien. Fíjate en todo lo que lograrás arrebatarle al olvido.

Y durante el lapso de una vida, el anciano vuelve a nacer, vuelve a ser joven, y es obligado a contemplar desde el principio todos y cada uno de sus actos, de sus pensamientos, de sus decisiones. Se ve de niño, se acompaña durante la pubertad, sufre cuando muere su madre, sufriendo de nuevo todos los recuerdos de su vida.

Y, al acabar, aún está allí, sobreviviendo. Con lágrimas en los ojos.

—¿Qué… qué es todo esto? —balbucea, pero el Diablo no le escucha.

—¿Lo has visto? Eso eres tú Alan T. El hombre y la carretera bajo los pies. La mirada en el horizonte y el corazón preso de un sueño. No hay paraísos para los que huyen eternamente, Alan.

—Yo no me llamo así.

—Esa es la verdad. La única verdad. Morir es olvidar, malgastar energía, ejecutar un cambio irreversible. Olvidar es lanzar al abismo todas las experiencias de la vida. Y necesitamos esa experiencia, Alan. Es tan vital como el aire que respiras, como la gravedad que mantiene tus huesos asidos a la tierra. En ella puede estar la Gran Respuesta.

—¿Qué respuesta es esa que buscas?

—Trata de encontrarla por ti mismo:

Y de nuevo Silus viaja por toda su vida, pero esta vez viendo las cosas como podrían haber sido y no fueron: su trabajo de contable, el matrimonio con Ana, el nacimiento de su primer hijo, su sordera prematura a la edad de cincuenta años, el sufrimiento de su esposa por la muerte de su primogénito en un accidente durante unas maniobras. Él siempre quiso ser aviador…

Silus llora, su pobre corazón está a punto de explotar. Segundo a segundo vive su otra vida, y en todo momento, en cada terrible instante de claridad, sabe que es mentira, que Ana nunca le quiso.

Y comprende los motivos del otro.

—¿Qué me dices, Silus? —grita el Diablo, tentándole con siete promesas de vidas diferentes, con alegorías de mundos imposibles, con zarzas de fuego, con un pasado en el que ella sí le amó, con un lugar en las estrellas—. Te necesitamos, Silus. Todos te necesitan. Ahora puedes empezar a sentir la juventud de nuevo, a soñar y descansar en los brazos de la mujer que siempre has amado. Ana ¡Ana! ¿Qué puede haber mejor que eso?

El anciano medita, sollozando, el corazón compungido como si lo atenazara una garra de hielo, y piensa en la culpa. En lo que nunca fue.

Y, lentamente, contesta:

—La verdad.

* * *

El Id sale de la cabeza del anciano como un banco de peces huyendo de una carnaza envenenada.

Le mira con desprecio, flotando en alguna parte entre la ensoñación y la realidad, y abandona con presteza la habitación en busca de otro ser humano capaz de acogerle.

Silus le vio marchar, por supuesto. Tal vez lo soñó, y por primera vez en su vida se sintió pleno, satisfecho… totalmente feliz. Tras toda una vida de luchar por su propia individualidad, casi sin fuerzas siquiera para seguir respirando, se había enfrentado al mundo, y había ganado.

Entonces vio a la mujer, de pie junto a su cama. Observándole en silencio. No la reconoció, pero le dedicó una amplia sonrisa de satisfacción enraizada en la larga lid de su vida, al fin concluida.

Antes de que la mujer desconectara la máquina, el anciano ya supo que iba a morir. Pero no le importó. No, después de tan largo viaje.

* * *

Moriani: Esta es la moraleja, hijas mías. El camino hacia la transformación que todas las criaturas inteligentes están destinadas a realizar pasa por la constancia, por la férrea creencia en los principios. Bienaventurado sea el que disfrute de una mente firme y capaz de encontrar su propio camino, porque él perdurará por encima de todas las vicisitudes… y de todos los sacrificios.

(Los ritos concluyen. La Madre Moriani entra en la habitación donde descansa Silus y le contempla en silencio unos segundos. El hombre despierta cubierto de sudor, con la pátina de una victoria final y definitiva iluminando sus ojos cansados. Moriani se acerca a él y, tras acariciar con ternura una frente erosionada por toda una vida de duro progresar por encima de las adversidades, desconecta la máquina que mantiene latiendo su corazón. No siente turbación alguna. Tal vez un poco de distante amargura por la descorazonadora indiferencia que la vida muestra calladamente ante sus pérdidas. Mientras, el cuerpo del anciano se paraliza y su alma, o lo que fuera que guardara en el corazón hasta el final, vuela lejos y susurra al abandonarle).

—El deoEmperador ha muerto. ¡Larga vida al deoEmperador!

Antes de que el informador de la Cámara de Gobierno hubiera rematado tan simple frase, ésta ya era conocida en cien mundos. Viajaba a velocidades cuánticas hacia los repetidores LR, se degradaba en mil matices y consecuencias. Era escuchada por toda la Humanidad.

Fue el nombre del Arconte fallecido lo que cribó los intereses de los espectadores. Hans Gruendal, segundo archipatriarca de la Casa de Tybani, había cesado su actividad vital a las cuatro horas veintitrés minutos de la madrugada, hora del Palacio Residencial en Delos, dejando vacante una de las esquinas del cuarteto Convolutivo.

El resto de los integrantes del Emperador aún no se habían pronunciado públicamente al respecto. Gruendal, con ciento treinta y dos años, sería preservado y su mente explorada para evitar que el paso del tiempo hiciera mella en su potencial genético. Sus pensamientos permanecerían esculpidos en placas de oro en la Gran Biblioteca, pero nada podía hacerse ya para traer de vuelta al hombre.

Los ecos del temor hacia el aislacionismo se volvieron poderosos, con capacidad de presión sobre todas las decisiones. Atravesaron los salones de las Logias, arrancaron susurros y conjeturas en pasillos llenos del sedoso rumor de las sotanas y el narcotizante aroma de los incensarios, cambiaron de polaridad millones de bits en las bibliotecas de las cofradías secretas y en las esferas de datos que flotaban entre los mundos. Y, como un acto condicionado, como el que hacía salivar a los animales ante el sonido repentino de una campanilla, en boca de todos los entendidos se generó espontáneamente la misma pregunta:

—¿Y ahora, qué?

* * *

—¡Me importa un bledo!

Inka, la Recitadora del Códice, cruzó las manos y adoptó una pose de sutil resignación, observando cómo la joven aspirante al trono destruía otro jarrón valorado en millones de blasones de entre los que decoraban su suite.

—Ese era de la dinastía Ming —observó.

Sandra se encaró con ella, dedicándole una mueca de absoluto desprecio.

—Pues recompón los pedazos.

—Existe una ley de la termodinámica que impide que la entropía pueda deshacerse sin un gasto energético —expresó Inka, en tono puntilloso—. Esa pieza ya nunca será igual que cuando formaba un todo esculpido por las manos del artista.

—No me hables de cambios irreversibles —dijo la muchacha, mirando con calculado odio a otra pieza de porcelana—. Ni te atrevas a hacerlo. Yo sé todo lo que hay que saber sobre cambios irreversibles.

Otro estampido sordo y un claqueteo de piezas bailando sobre las baldosas dieron buena cuenta de una bandeja de arte chino post-terráqueo. Inka notó que la niña lucía en torno al cuello la única prenda que había logrado conservar de su planeta, un semitransparente tul de seda azul celeste, con tonos algo desvaídos en las puntas. Utilizando carmín, había añadido a la escala cromática las dos pinceladas de rojo que completaban la bandera de su tierra.

—Deberíais comportaros más comedidamente —sugirió—. Una reina no utilizaría nunca esa clase de… lenguaje tan soez.

—Yo no soy una reina. Sólo una jodida campesina. ¿Quieres ver cómo son mis modales de cabra?

—Dama Alejandra, lamento profundamente la muerte de vuestro abuelo, pero ahora tenemos que ocuparnos de asuntos más importantes.

Sandra se giró hacia ella, acercándose varios pasos. Por un instante, Inka pensó que iba a golpearla.

—¿Asuntos más importantes? —Parecía un tigre a punto de saltar sobre su presa. El rímel de sus ojos se había licuado en pequeños afluentes alrededor de las lágrimas que bajaban por sus mejillas—. Escúchame bien, esclava sin corazón: no me importa en absoluto que se os joda todo el Imperio, que os quedéis sin Emperadores o Arcontes o lo que sea. Acaba de morir la persona más importante que había en este mundo, y vosotros no os dais ni cuenta de lo que pasa.

Luego se alejó, desapareciendo tras los biombos de su guardarropa. Inka suspiró.

—Dama Alejandra…

Su voz sorteó los paneles hueca y despreciativa.

—A la mierda.

—Dama Alejandra, no podéis dar la espalda a toda vuestra gente. Y menos ahora que se acerca el momento de la transfiguración de tantas cosas, de los cambios que habíamos venido anticipando.

Sandra asomó la cabeza tras los paneles al cabo de unos segundos. Ya no tenía pintura en la cara, sólo agua y jabón.

—¿Qué quieres decir?

—Habéis dado positivo en los tests primarios —anunció Inka. La aspirante hizo lo que pudo por no inmutarse, pero la Recitadora captó a la perfección docenas de pequeñas señales que delataron una involuntaria excitación—. Los analistas aún no se explican la naturaleza de vuestra… facultad, pero han considerado unánimemente que sois válida para realizar la Convolución.

Sandra permaneció unos instantes callada, sin mover un músculo. Luego afiló la mirada, buscando un comentario sarcastico que corolara y destruyera la trascendental revelación, pero se abrió la puerta y entró la Madre Moriani.

Sandra salió de detrás del biombo y se lanzó llorando a sus brazos. Elizabetha cruzó un guiño de complicidad con Inka y ésta se despidió en silencio, abandonando la estancia. La niña sollozaba con el rostro enterrado en la túnica teñida con el verde ocre de los últimos rayos del sol.

La Madre tomó asiento, aplacando la efusividad de la joven con una palmada en su espalda. Era consciente del detalle de la bandera.

—¿Cómo estás? —preguntó con dulzura. Sandra se limpió la nariz con el dorso de la manga.

—Mal —dijo, y su expresión hizo reír a la Madre—. ¿Es gracioso?

Moriani la miró con algo de distanciamiento, adoptando el mayestático:

—A veces os mostráis tan adulta que olvido la edad que realmente tenéis.

—Acabo de cumplir los quince.

—Catorce.

—¿Perdón?

—Habéis cumplido los quince según el calendario de vuestro planeta natal, pero no debéis olvidar que ahora estamos en Delos, y su año es un poco más largo. Todavía os faltan tres semanas para cumplir aquí los quince… hablando en términos absolutos, claro.

Sandra hipó.

—Vaya. Pues voy a tener que devolver los regalos.

Elizabetha arrugó la frente.

—¿En Reunión todavía se mantiene la costumbre de regalar obsequios cuando alguien alcanza su aniversario?

—Claro —afirmó Sandra, extrañada—. ¿Aquí no?

Moriani sonrió. La joven pilló la broma y se sintió un poco estúpida, aunque agradecida por la momentánea relajación en la tensión que había soportado desde que le comunicaron la muerte de Silus. El Servicio de Seguridad y los vigilantes del Hospital aún no se explicaban cómo podían haber fallado las máquinas, no habían sido capaces de darle una excusa que otorgara un mínimo de coherencia a la traición de toda aquella fantástica tecnología.

—No lo lleváis muy bien, ¿no es cierto?

—Mi abuelo acaba de morir. ¿Qué se puede decir a eso?

—A veces no se puede decir nada, Alejandra. Muchos se escudan en la creencia de que Dios decide llevarse a las personas cuando éstas han cumplido lo que venían a hacer a este mundo. A veces esa es la única explicación posible que puede rescatar a las personas simples de la desesperación.

—¿Pero qué había hecho él que mereciera la pena acabar con su vida? ¿Qué motivos tuvo Dios para decidir por él con tanta impunidad? —restalló la joven, volviendo a incendiar levemente su ánimo—. ¿Quién se cree que…?

Calló, consciente de la incongruencia de lo que estaba diciendo. Moriani retomó la frase:

—¿… que es para hacerlo? —sonrió—. Esa es una cuestión demasiado compleja para intentar explicarla si no es desde el prisma de la fe. Y bien saben nuestras cronistas y recitadoras de los códices sagrados que lo hemos intentado…

—¿Vos tampoco tenéis dios? —preguntó Sandra. La Madre sacudió la cabeza.

—Yo creo en la realización personal de cada cual, Alejandra. En la misión que cada uno nos imponemos como meta fundamental a medida que avanzamos en la carrera de la vida. Creo sinceramente, y esto es una verdad irrefutable, que la magia que nos permite llamarnos seres humanos estriba en nuestra capacidad de alcanzar nuestras aspiraciones vitales por encima de todo lo demás: de las trabas del mundo, de los conflictos, de nuestras dudas e inseguridades… De todo lo que nos hace vulnerables.

—¿Y vos creéis que mi abuelo ya había alcanzado esas aspiraciones? ¿Qué ya había dicho todo lo que tenía que decir?

—Yo creo que vuestro abuelo, si era tal y como vos me lo habéis descrito, llegó a alcanzar la sabiduría necesaria en vida para formularse estas mismas cuestiones. Tal vez la suficiente para contestarlas.

Sandra bajó la vista. Decidió no volver a contener nunca más sus emociones. Las dejó fluir en silencio, introspectivamente. Moriani se levantó y, pisando sin fuerza para no molestar, fue hacia la puerta. Sandra la detuvo un segundo antes de que abandonara la sala:

—¿Vos me ayudaréis a alcanzar mis aspiraciones, antes de que alguien decida por mí?

La Madre clavó en ella el avellana de sus pupilas.

—Os aseguro que haré todo, absolutamente todo lo que esté en mi mano —prometió—, para que cumpláis con vuestras aspiraciones vitales, Alejandra. Tenéis mi palabra.

* * *

Es tiempo de funerales.

El coronel Lucien Armagast se desabrochó un botón de la guerrera azul en un contenido arrebato de rebeldía. Llovía intensamente, y las gotas traían del cielo un penetrante hedor a azafrán sucio, podrido de metales y residuos. Era el olor del cielo aquella tarde, sobre el cementerio.

La compañía de fusileros desató un trueno sincrónico y giraron a la vez sobre sus botas nacaradas. La bandera que cubría el ataúd desapareció bajo varias paletadas de arena, ocultando para siempre lo que había sido el alférez Eduardo Santana.

—¿Qué quieres decir?

Lucien levantó la vista hacia la teniente Iraida Móntez. Por primera vez la veía luciendo falda y zapatos de tacón. La pálida luz del sol atravesaba en granizadas el plástico translúcido de su paraguas, moteando sus mejillas con las sombras de la lluvia. Ahora era una mujer, no un oficial de la Marina.

—¿Perdón?

—Has pensado «es tiempo de funerales», alto y claro. Te he escuchado a pesar de la distracción —aclaró ella, haciendo extensiva la protección del paraguas a su superior.

—Discúlpame, es que estaba pensando en mi mujer.

—Ah…

—Se fue a vivir a la Tierra hace un año. Me vino a la cabeza lo de los funerales porque hace muy poco que enterré nuestra alianza en el jardín —el coronel bajó la vista hacia el agujero que albergaba a su amigo—. Pero la lluvia se lo llevó mientras yo estaba fuera.

—Lo siento…

—No es nada.

Lucien sacó de su bolsillo y lanzó a la tumba una vieja insignia, que cayó con un plop bastante poco solemne sobre la gravilla.

—Esa fue mi primera medalla. Me ascendieron a cabo durante una misión de intendencia en unas maniobras. Alguien de infantería se había dejado un hornillo encendido dentro de su mochila y se estaba prendiendo fuego cuando Eduardo y yo lo encontramos. Lo sacamos de allí como pudimos. ¡El muy cabrón debía pesar más de cien kilos!

Móntez se dio cuenta de que Lucien tenía la gorra sujeta en posición de descanso, en el antebrazo. La lluvia había caído con empeño sobre su rostro y lo volvía reluciente como el cristal. Probablemente quiere ocultar las lágrimas, pensó.

—¿Desde hacía tanto tiempo se conocían?

—Bueno, nos separamos en la escuela superior. Intenté convencerle para que me siguiera a la Academia Naval de pilotos, pero él prefirió la infantería. Creo que no se veía con fuerzas para llegar hasta el final de la carrera de capitán de navío.

—Aquí no hay nadie que le llore —observó Iraida. Los fusileros se habían marchado y sólo quedaban ellos dos junto a la fosa, más el robot que vertía barro lo más solemnemente posible a su interior. Sólo un grupo de hirsutos cipreses presenciaban el triste espectáculo bamboleando sus copas—. ¿No tenía familia? ¿Una mujer?

—Creo que no. Bueno, estuvo liado con una prostituta galesa una temporada. Él decía que le gustaba mucho, y que era capaz de tolerar su oficio hasta que pudiera mantenerla.

—¿Y qué ocurrió?

El coronel inspiró con resignación.

—Que no pudo.

Repentinamente dejó de llover. El sol asomó su desvaído contorno tras unas nubes del color del acero. Móntez comenzó a retirarse hacia donde la esperaba su EV. Lucien demoró medio minuto la misma acción, cuando una figura llamó su atención. Reconoció a su hijo en el andar antes de distinguir sus facciones. Extrañado pero alegre de verlo, salvó la distancia que les separaba con rápidos pasos.

—¡Cario! ¿Qué estás haciendo aquí?

El joven levantó la vista. Era un muchacho cabizbajo y blanquecino, sin la fuerza en las facciones de su padre. Vestía un correcto uniforme militar de academia, dos galones y una gargantilla de ejemplaridad.

—¿Cómo has sabido dónde encontrarme, bandido? —preguntó el coronel, abrazándole. Su hijo palmeó su espalda con efusividad, y con voz entrecortada aclaró:

—Mamá me dijo que estaría aquí para el sepelio, señor. Vine en cuanto pude en un charter.

—¿Hablaste con ella hace poco?

—Una conferencia. La pagué yo.

Lucien se tensó imperceptiblemente. Su hijo perseveraba en rehuir su mirada.

—¿Cómo está? No tendrá ningún problema…

—No. Está perfectamente, no se preocupe. Yo… lo lamenté mucho cuando me enteré de lo ocurrido —hizo un gesto en dirección a la tumba.

—Una desgracia. Una desgracia —repitió Lucien, tratando de serenarse—. Pero háblame de ti. Creí que estabas en San Marcos. ¿Has pedido permiso por unos días? Te estás preparando para los exámenes de promoción, ¿no?

El joven bajó la cabeza. No sabía dónde poner las manos.

—No exactamente.

—Pero… tendrás que estudiar fuerte si quieres aprobar y pasar el año que viene a la escuela superior —dudó Lucien. Trató de parecer más amable endulcificando un poco la voz; ya había tenido suficientes pesares por un día—. La inteligencia te viene de familia, pero no puedes ser tan confiado —bromeó.

—Voy a dejar la Academia, señor —logró decir Cario de corrido. Su recién adquirido Id procuró cerrarse a las encontradas emanaciones que la noticia catalizó en el de su padre.

Nada ocurrió entre ellos durante unos instantes. Lucien se acercó a él, impactado, pero Cario mantuvo la distancia.

—Pe… pero… ¿por qué? —balbuceó el coronel—. ¿Dejar la Academia, tras todos estos años? ¿Abandonar tu expediente, con la cantidad de méritos que has acumulado? ¡Si tienes uno de los mejores expedientes de tu promoción!

—No, señor —aclaró su hijo—. Yo no tengo un expediente de altura. Sólo algunas medallas por hacer más servicios y turnos que los otros. Pero mis notas son todas mediocres. Escapo como puedo, pero no impresiono a nadie —se mordió los nudillos—. Creí que lo sabía.

Lucien trató de reaccionar, pero no pudo. Vio a Móntez, que le esperaba junto al EV. De repente fue consciente del peso de todas las malas noticias que había recibido aquellos últimos días, y sus altaneros hombros siempre erguidos cedieron una pulgada.

—Trato de entenderte, hijo, pero…

—Señor, yo no estoy hecho para la profesión. No puedo con todas las materias, ni con los exámenes más fuertes ni con la disciplina. Voy adelantando algo poco a poco, pero tengo que copiar para recordar todas las fórmulas —los ojos de Cario se perdieron en el charco que invertía sus siluetas a sus pies—. Me avergüenzo de mí mismo.

—Eso es una solemne tontería. Una gilipollez. Eres hijo mío, y perfectamente capaz de lograr cuanto se te antoje. Para algo te hemos dado un apellido y una educación, una oportunidad de llegar a lo más alto. ¿Sabes cuántos reclutas darían lo que fuese, lo que fuese —enfatizó Lucien—, para estar ahora en tu lugar? ¿Cuántos, en cuántos mundos del Imperio?

—Pero es que yo no quiero llegar hasta ese lugar —cortó el muchacho, los ojos humedecidos por la emoción—. Lo más alto… Nada de eso. Yo sólo quiero vivir una vida normal, sin disciplina militar, señor.

Lucien cerró la boca, contemplando de hito en hito a su hijo, a la carne de su carne, tirar por la borda lo que había estado planeado con tanto rigor y precisión desde que nació.

—Hace poco he conocido a una chica de Delos —masculló Cario, con temblorosa decisión—. Se llama Andrea. Su padre tiene una tienda de artículos deportivos en la capital. Ropa de marcas famosas, ocio y demás. Pero se va a jubilar dentro de poco, y ha pensado en dejarnos la administración a nosotros. Al menos, hasta que logremos encontrar algo que nos convenga más —sonrió, tocando su condecoración al soldado más aplicado—. Creo que mi forma de ser le inspira confianza.

Lucien relajó los puños.

—Entonces es verdad. Vas a irte. A regentar una tienda de ropa.

—Sí, señor… padre. Me voy a hacer mi vida. Si es que nada me lo impide.

—Esto no está bien. No es lo que debe hacerse. ¿Es que no te das cuenta que estás arrojando por la borda tu futuro?

El joven sacudió la cabeza.

—Nunca quise deciros esto, porque os tenía mucho miedo —dijo, vacilante—. Pero creo… creo sinceramente que vuestro problema, señor, es que jamás habéis hecho nada en vuestra vida que no estuviera dictado por las reglas —sonrió—. Me pregunto si yo también estaba incluido en algún epígrafe cuando os casasteis.

El sonoro bofetón de Lucien tiró a su hijo al suelo con violencia, e hizo que Móntez saliera del EV.

Dándose cuenta de lo que acababa de hacer, el coronel se abalanzó a ayudarle, pero Cario le rechazó suave peto tenazmente. Un hilo de sangre caía de sus labios y manchaba el pulcro uniforme. Los dos se sostuvieron la mirada con inquietud, y se separaron. Por primera vez, Lucien reconoció un atisbo del tesón y la constancia que había querido transmitir a su hijo en aquellos ojos abatidos y distantes.

—Adiós, señor —susurró Cario—. Si vais alguna vez por la Capital, y necesitáis ropa deportiva, pasaos por la tienda. Hacemos descuento a la familia —se volvió, pero antes de echar a andar, reflexionó—: Yo no entiendo de guerras ni de glorias militares, pero sé que cuando llueve y hace frío, todo el mundo quiere comprar un paraguas, o unas botas impermeables. Y no me importa que eso sea lo único para lo que haya venido yo a este mundo, si con eso hago felices a los demás. Esto es lo que debe hacerse.

Cario se volvió una última vez bajo la intemperie, y se alejó con las manos en los bolsillos. Pisó con fuerza en medio del charco al retirarse, diluyendo la imagen de Lucien con un chapoteo.

* * *

En primera instancia, el arquitrabe exterior de la capilla funeraria del Arconte Hans Gruendal guardaba serias similitudes con aquellos que decoraban las antiguas tumbas de los faraones egipcios. Los toros Apis que escoltaban con sus gritos de piedra los jeroglíficos elevaban sus orgullosas cornamentas hacia el cielo, como queriendo intimidar a las estrellas para así asegurar el descanso eterno del monarca.

La pirámide flotaba a escasa distancia de los monumentos simbólicos de antiguas dinastías, rotando suavemente para que la entrada de la cámara principal nunca diera la espalda a las estrellas que guardaban el signo de su destino. Cuando los peces de Acuario completaran su viaje a través del cielo y escondieran su silueta tras el horizonte, el hipogeo se elevaría en una suerte de último viaje hacia la nada.

—Desde esas cumbres de piedra, más de cuarenta siglos nos contemplan.

La Arconte Beatriz De León cerró los pliegues de su capa, resguardándose del frío. El cielo estaba nublado, pero ella sabía con toda seguridad dónde estaba su propio pedazo del firmamento.

—¿Acaso creías que íbamos a durar tanto? —preguntó su gemelo convolutivo, el deoEmperador Vladimir Urievitch II, contemplando la procesión de fieles y el resplandor de las ofrendas de cera. Desde la altura a la que se encontraba su palco flotante, lucía como un río de parpadeantes luminarias que fluyera desde el final del mundo.

—¿Acaso lo creíste alguna vez? —repitió.

—Supongo que no. Ayer hablé con la Tierra. El estado de Jürgen no es mejor del que se podía esperar de Hans hace apenas unas semanas.

—Ajá —asintió el monarca, escondiendo los labios bajo la poblada barba. Hacía tanto tiempo que el primer Arconte de su grupo había caído en el coma de la deshilvanación que ya apenas recordaba su nombre. Bajo sus pies, los devotos de su religión, los que aún creían en la inmortalidad del ente que veían como la encarnación incomprensible de sus esperanzas, depositaban las velas en flores de loto y las empujaban suavemente hacia el centro del lago, para que la marea las hiciese danzar en lentas coreografías de luz.

Estamos desapareciendo.

—Creo que él tampoco va a aguantar mucho, Vlad. Dentro de muy poco sólo quedaremos nosotros.

—No podemos sostenerlo siendo sólo dos… ¿Han llegado ya todos los aspirantes a Palacio? —preguntó Vladimir.

—No. Sólo tenemos a la niña. Falta el artista.

—Sólo una…

—Apenas nos queda tiempo para organizar el traslado total de poderes —meditó Beatriz—. Los organismos civiles ya están prácticamente preparados para asumir el control si no logramos realizar la ceremonia convolutiva a tiempo, pero faltan por atar muchos cabos. Engranajes legales. La Carta de las Nuevas Libertades para las monarquías feudales y las repúblicas espera sobre mi mesa para que la firme y pueda entrar en vigor a principios del próximo año. Esperemos que no haya levantamientos populares masivos durante la transición.

—Los habrá —vaticinó Vladimir, con resignada seguridad—. En cuanto los suministros de energía y material para los mundos que dependen del abastecimiento exterior empiecen a escasear, y las semillas y hortalizas pierdan su frescura en los largos viajes en tanques fríos. Todavía queda un enorme porcentaje de los campos de cultivo aprovechables en los eriales de los mundos en terraformación, que no aguantarían una cosecha programada. —Suspiró—. Ojalá hubiésemos trabajado más deprisa.

—Ya no hay remedio. Las balanzas de compensación pueden estirarse hasta un límite, pero no mucho más allá. Tendremos que confiar en la atomización de las economías. Pese a que el comercio será más lento, las comunicaciones siguen siendo instantáneas. Eso implica la mancomunidad de la información, del saber hacer heredado por las nuevas generaciones… El Imperio permanecerá ideológicamente unido… por un tiempo.

El Arconte sacudió la cabeza.

—Unido no. Identificado, tal vez —pensó en la fuerza de esa palabra—. Pero no unido. Las colonias autosuficientes reclamarán instantáneamente sus independencias legislativas. Habrá guerras. Y sangre.

—No lo creo —contravino ella—. Mantener una guerra en el espacio es una empresa demasiado cara. Tan sólo los planetas más ricos podrían costear más de una docena de batalla navales, y aún así tendrían que confiar más en los elementos de presión indirecta que en la fuerza de la infantería. Aislacionismo burocrático, reclamo de rutas comerciales ante el poder jurisdiccional central, si es que lo hay…

—Confías demasiado en la racionalidad humana.

Beatriz sonrió, bajando la vista. Una ráfaga gélida impulsó el loto hacia el centro del lago. Algunas velas se extinguieron con un suspiro de ceniza gris.

—Es posible. Pero ya lo ves: la era del centripetismo burocrático toca a su fin. Aún nos queda la impulsión Riemann, de todas formas. Y el Hipervínculo. Es posible que la estructura aguante lo suficiente…

—¿Lo suficiente para qué? ¿Para que alguien descubra cómo proyectar materia instantánea aprovechando la tecnología cuántica? Aún estamos a décadas de eso.

La deoEmperatriz giró unos grados su sortija anular. Era una cadena de aminoácidos tallada en jade y plata.

—Lo sé.

Unas nubes ocultaron parcialmente el racimo de perseidas de Acuario. Los fieles elevaron en masa una súplica a los cielos, en un melancólico gemido de soledad. Beatriz dejó vagar su atención a lo largo de la interminable serpiente de escamas de luz, cuya cola reptaba hasta el horizonte y se hacía partícipe en la distancia de la hegemonía de la emergente Sirio.

—Tal vez el caos sea la consecuencia lógica de la dispersión de la especie —susurró—. La culminación del ciclo precesional de la evolución humana.

Ambos compartieron un pensamiento, pese a que ninguno lo vio nacer:

Algo va a suceder. Algo que acabará con todos nosotros.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Vladimir, contrito, de repente un minuto más viejo. La Arconte aspiró con fuerza el aire de la mañana y se volvió hacia él:

—No nos queda otra alternativa. Que comiencen los preparativos para la Convolución.