Mientras, Evan dormía. Y soñaba que dormía, puesto que en el mundo ficticio en el que aún notaba el regusto a champagne en el paladar, la noche no había acabado y el gallo permanecía silencioso.
Una alarma tintineó cerca de su oído, despertándole. Consultó su reloj. Quedaban unos minutos para que los automatismos horarios dispararan el sol. Su compañero de habitación, un playboy millonario de la Marca Exterior, permanecía dormido y roncando como un cerdo con asma.
Se levantó con un rápido movimiento y se puso las ropas. Sus articulaciones crujieron levemente cuando realizó unos sencillos ejercicios de estiramiento, y luego el sopor del sueño desapareció. Como había especificado en su contrato de conexión, la vestimenta nunca se arrugaba ni acaparaba olores indeseados, exudando constantemente un agradable perfume a colonia de varón. Evan se olió sus sobacos y constató que la norma también se hacía extensible a su persona.
Recogió su equipo y salió de la habitación. Los pasillos estaban desiertos, sin rastro de polvo en las paredes pero sí en el ambiente, por lo que los rayos de luz que penetraban por los ventanales adquirían textura y densidad como velos de color. El soldado subió a las almenas, abriendo los accesos con el simple gesto de posar la mano sobre las cerraduras. Su tarjeta de residente con preferencia le otorgaba una potestad casi divina sobre la mayoría de las puertas del entorno virtual.
Una vez en la torre más alta contempló con calma el paisaje del valle, buscando el domo de ceremonias del Instituto Anjou, donde tendría lugar el despertar del ninot. Lo encontró casi enseguida, camuflado tras un bosquecillo de olivos. Era un edificio cilíndrico rodeado de vallas de seguridad y expectantes bandadas de pájaros centinela. Ya había actividad en los alrededores: varios vehículos permanecían posados en la hierba con las puertas abiertas, y guardias uniformados hacían su ronda aburridos por delante de los accesos. Evan contó cinco, más dos probables centinelas invisibles, delatados ante su experta visión por el extraño giro en forma de curva de Lissajou, que dibujaba el viento en la hierba cuando se deformaba para esquivarlos.
Evan sopesó la situación. Si todo iba bien, tendría unos minutos para entrar, confirmar la identidad de la presa, localizar su posición en el conjunto principal de ordenadores, aislarlo y extraerlo físicamente, o enviarlo de un certero disparo LR a algún repetidor de Delos. Ya vería después qué hacer con él.
Extrajo el reloj de bolsillo de su pantalón. Era una esfera dorada tallada con dibujos de delfines. Lo abrió y giró la ruedecilla horaria dos veces en sentido regresivo. El icono de auxilio palpitó y cambió de color, la esfera de cristal se volvió azul y las manecillas desaparecieron. El reloj se transformó en cuanto el programa enlazó con el sistema generador de la matriz, y envolvió a Evan en una marea de símbolos alquímicos digitales con la forma de un banco de delfines.
En el mundo real, la pequeña computadora de bolsillo camuflada en el interior de su equipaje parpadeó al son de los impulsos de la señal portadora del planeta. En el espacio virtual, Evan-icono gesticuló velozmente en el aura de delfines y activó un rastreador y dos trampas de eco, que empezaron a copiar los impulsos de la señal portadora sobre sí mismos muchas veces por segundo. La respuesta del sistema no se hizo esperar: previendo un colapso en alguna función de renderizaje por culpa de una ecuación espontánea de solución imposible —se solía dar el caso cuando el programa debía improvisar un fragmento del paisaje no esperado, como cuando un turista colocaba dos espejos orientados en cadena y reflejaba su cara infinitamente en ellos—, un Albañil se materializó. Era un programa con forma de pirámide invertida, que de inmediato procedió a aislar la zona de la progresión temporal estándar del resto del mundo, y a digitalizar su contenido para examinar el problema.
Evan se colocó dentro de la zona atemporal y activó una rutina de camuflaje, mientras se dejaba arrastrar secuencialmente por el digitalizador hacia el corazón del sistema.
* * *
En el domo de ceremonias, Fedra saludaba a los representantes de la industria. Vestía un sencillo uniforme de trabajo, del estilo de los que usaban los programadores cuando trabajaban en algún pozo interactivo de compilación. Fedra notó que el nerviosismo crecía en su interior ante la cercana presencia de las armas de fuego de los soldados. Por supuesto, allí no podían dañar a nadie, pero un disparo certero significaría una desconexión inmediata y un periodo de aislamiento preventivo en su residencia del plano físico, hasta que las autoridades constataran el motivo del accidente.
La maestra de ceremonias, una delegada del Instituto llamada Alicia Nersas, hizo acto de presencia entre aplausos. Era una mujer mayor escoltada por dos hombres de traje y corbata. Se acercó hasta el centro de la estancia, y sonrió al localizar a Fedra en la primera línea de espectadores. Nersas se alegraba de que fuera Fedra y no el Ejército la descubridora del ninot, y por lo tanto la primera persona que tenía derecho a asomarse al campo de captación conceptual de éste cuando evolucionara hacia el estado IA.
Cuando la inteligencia «nacía» al rebasar la frontera Eisenstain generaba unas impresiones, un llanto de recién nacido con sus imperfectas y espontáneas opiniones sobre todo lo que la rodeaba, empaquetadas en la combustión repentina de unos cuantos terabytes de pura algarabía emocional. Fedra siempre había soñado con formar parte de las personas privilegiadas que habían podido asomarse a la ventana conceptual primaria de una IA; que habían podido ser testigos de un juicio inocente y absolutamente imparcial del mundo, emitido por un observador libre de lacras y prejuicios culturales.
Los oficiales esperaban impacientes a un lado, sin apartar la vista del cubo que se erguía en el centro de la sala. Allí se albergaba el biotopo designado para cobijar la inteligencia, un espacio de métrica fractal infinito que podía ser computado en un recinto de apenas un metro de arista. En su interior, en un estanque de éter del color de la nada, explosionaban breves constelaciones de estrellas fugaces cuando los rayos de cada cono de visión de los presentes chocaba con la singularidad matemática.
Un grupo de soldados a quienes Fedra no había visto antes entró en el recinto. Les conducía un hombre de rostro agradable y maduro, con el pelo salpicado de mechones níveos. Vestía una armadura ligera de asalto y no portaba más armamento que un icono con forma de vara de luz asido al cinturón. Una placa identificativa brillaba en su pecho: Armagast.
Sus hombres se distribuyeron por el recinto, sin mezclarse con las autoridades pero haciendo bien visible su presencia y controlando todos los accesos. Fedra se preocupó. ¿A qué venía tanto despliegue de seguridad, si no esperaban ningún problema?
¿O sí lo esperaban?
Tras pronunciar un pequeño discurso de bienvenida dirigido a los accionistas principales, la doctora Nersas dejó a los expertos ocuparse de su trabajo. Algunos miembros de la prensa entraron justo a tiempo para inmortalizar unos pocos apretones de manos, y luego dirigieron su atención al biotopo fractal. Dentro del cubo que albergaba la singularidad, nada parecía ocurrir.
* * *
Armagast comprobó por tercera vez los diagramas de estimación de error que llegaban hasta su retina desde el controlador de Gea. Él no esperaba una intrusión directa del intruso, ningún asalto con armamento pesado y una máscara en el rostro para tratar de secuestrar al candidato. Habían interceptado algunos programas tanteadores rondando las posiciones de memoria donde se alojaba el biotopo, sofisticados y suicidas. Lucien había decidido concentrar su atención en torno a ese punto. El grupo de vigilancia de la estación se dirigía en esos momentos hacia el lugar donde el cuerpo del tal Evan descansaba. Pero Lucien no se fiaba; también eso podía ser una trampa.
Dejaría que los soldados hicieran su trabajo y así podría estrechar el cerco.
—Táctico, informe —pidió. La voz le llegó nítida desde el nivel superior, en la sala de control.
—Gea no está computando ninguna anomalía en la zona —expuso Uriel, sus dedos nadando veloces sobre un teclado invisible—. Dentro del recinto y en los niveles asociados a la singularidad, todo parece ir bien.
En el monitor, Gea estaba mandando porcentajes sobre la estabilidad de los procesos de computación. Si el intruso estaba usando algún tipo de sofisticado conjunto de programas para camuflarse en la matriz y acercarse sin ser detectado, por fuerza debía incluir alguna modificación en una variable estándar, o en alguna subrutina de control de renderizaje. Ningún objeto podía aparecer sobre la superficie del planeta si antes no pasaba por la asignación de un número de código en el procesador central. Uriel controló todas las subrutinas, comprobando que ninguna se alejaba de la mínima de resultados teóricos en más de un dos por ciento.
—¿No podría estar repartiendo sus cálculos entre diversas rutinas simultaneas? —preguntó Lucien. Uriel negó con vehemencia.
—Si estuviera haciendo eso, tendría que utilizar al menos un bloque de memoria para agrupar y ordenar los datos resultantes. Eso sería aún más peligroso para él que mantenerse integrado en un solo proceso. No. Supongamos que es más listo.
Unas imágenes fugaces parpadearon tras los anteojos de frente opaco del oficial táctico. Uriel mandó unas instrucciones rápidas a los virus, distribuyéndolos por los sistemas más profundos del andamiaje de procesamiento de Gea. Durante breves microsegundos, todas las funciones de Damasco, los cómputos del paisaje, los seguimientos de posición de los invitados, sus conexiones Alma… Todo se ralentizó inapreciablemente.
El controlador de coherencia, un sistema autónomo, disparó una alerta preventiva. Uriel lo desvió y anuló con presteza. Había pocas probabilidades de que una diferencia tan pequeña entre la progresión temporal del planeta y la que seguía el reloj biológico de los cerebros conectados provocase en éstos desorientación y reacciones de rechazo. Si se producían, la situación se complicaría, ya que habría que mantener las líneas conectadas, y no todas las mentes toleraban el mismo nivel de desorientación. Los médicos debían estar preparados.
En ese momento, Fedra y la doctora Nersas intercambiaron una mirada de aprobación y dieron la señal para que comenzase el experimento. A una señal, la matriz interfirió por primera vez con el espacio interior de la singularidad. En el plástico éter de la nada apareció de repente un intruso, una anomalía, que rasgó cruelmente la perfecta armonía de los espacios fractales infinitos, tan cargado de significado como desprovisto de sentido.
Un simple punto negro.
Una voz simulada de mujer anunció el comienzo de la prueba, reverberando en el artesonado de la bóveda. Un murmullo de excitación recorrió en masa a los presentes.
* * *
—Repita, Uriel —pidió Armagast, tapándose en un acto reflejo el oído.
—Los rastreadores han detectado una anomalía en una función de polígonos exterior.
—¿Tiene algo que ver con la singularidad? —preguntó Innokennti, que permanecía junto al táctico en la sala de control. Una variable porcentual oscilaba al límite de lo tolerable.
—En absoluto. Está muy lejos para que afecte de ningún modo a esta parcela.
—Perfecto —sonrió el jefe de operaciones. Una voz procedente de su intercomunicador le susurró algo al oído—. Mis hombres están en el complejo residencial del bloque interior. Dentro de un minuto estaremos sobre su cuerpo físico.
—Un momento, por favor —pidió Lucien. Una idea descabellada planeaba en su cabeza—. ¿Dónde está ubicada esa anomalía, Uriel? ¿Tiene que ver con una conexión Alma exterior?
—En absoluto, coronel —continuó el táctico—: Es una distorsión en las mareas que surgen de la costa. Unas cuantas ondas asincrónicas.
Lucien permaneció callado unos segundos, muy concentrado.
¿Por qué el biotopo del ninot? ¿Sería éste el Segundo Candidato?
En la pantalla abierta en el centro de su visión, Innokennti se paseaba inquieto por la habitación de control, muy consciente del pulso de poder que mantenía Armagast con él delante de sus hombres. Uriel esperaba órdenes.
—Quiero un enlace con el grupo de incursión —dijo Innokennti. La computadora abrió un nuevo canal con las posiciones de los hombres en el nivel real y sus líneas de visión personales. En la pupila de Armagast apareció una transparencia superpuesta a la anterior con las percepciones del jefe de pelotón. Se vio andando apresuradamente a través de un angosto pasillo, con barras de seguridad en el suelo y el techo y luces en los laterales. Los soldados llegaron hasta un cambio de cubierta y el pasillo giró con ellos, alineándose con el subnivel inferior. Las puertas se abrieron para descubrir un túnel circular flanqueado por claraboyas. La tropa se propulsó aprovechando la casi total carencia de gravedad.
El capitán anunció que habían alcanzado el bloque interior. Los soldados se distribuyeron en un conjunto defensivo tridimensional, con los cuerpos encogidos para ofrecer un blanco más pequeño y las piernas dispuestas a extenderse para ganar impulso. Los tiradores se sujetaron a los arneses giroscópicos que sostenían los rifles EC, manteniendo la trayectoria de disparo estática aunque ellos derivaran por efecto de las corrientes de aire. Las bocachas planas, sin cañón, de las armas eran como un racimo de espejos cromados.
* * *
Fedra estaba nerviosa. Cuando llegaba un episodio importante de su vida, siempre tenía frío. Y le temblaban las piernas. Decidió que la falda larga que había lucido en la fiesta de la pasada noche hubiera sido un camuflaje perfecto, pero si había problemas y debía sumergirse en el pozo de compilación para ayudar a la inteligencia a estructurarse, el uniforme de programador sería de más ayuda.
Era un momento crítico. La cantidad de dinero que el Ejército y las compañías de software iban a invertir si el ninot derivaba a una nueva IA era gigantesca, una inyección de fondos más que suficiente para solventar la deuda exterior del Instituto y permitirles invertir holgadamente en investigación una década más.
Fedra inspiró y se concentró en la pantalla de estado. Era un espacio flotante que recortaba sus contornos junto al icohalo, exponiendo mediante símbolos sencillos una imagen aproximada de lo que acontecía en el interior de la singularidad. Hacía casi dos minutos que habían inducido el elemento perturbador, aquel simple punto de oscuridad que se mantenía incólume en medio de la arquetípica simetría de la singularidad.
En ese tiempo, el ninot lo habría descubierto (¿Qué habría sentido? ¿Curiosidad entomológica, simple sorpresa, temor reverencial?), y ponderado. ¡Quizás extraído ya las primeras conclusiones! Cuando el cronómetro cumplió otro minuto, la impersonal voz de mujer que surgía de los altavoces anunció la inserción de un segundo elemento de presión heteronómica en el cubo.
Tal vez fuera hora de empezar a hacerle preguntas.
* * *
—Así es como lo va a hacer —resolvió Lucien, con el rostro lleno de súbito entendimiento. Estudiaba el informe de la anomalía en el sistema de mareas.
—¿Qué ocurre, coronel? —la voz de Uriel parpadeó en los ecualizadores.
Lucien comenzó a retirarse hacia la salida del domo. Un ente invisible pasó a su lado con un leve zumbido.
—Va a utilizar el efecto de marea para salir —especuló, permaneciendo en la puerta del habitáculo. Dominaba perfectamente un amplio panorama tanto interior como exterior—. Una vez tenga al ninot, se camuflará con la marea, dejándose arrastrar hacia el límite del planeta. Caerá junto con el océano por el borde, y el propio sistema se deshará de él y de su pasajero cuando recicle la señal del agua al evaporarse. Entonces quedará libre de patrones de seguimiento para regresar al nivel real.
—Repita, coronel —susurró Innokennti en su oído. La sutil discrepancia temporal inducida por los rastreadores virus en la continuidad de la matriz comenzaba a generar una sombra de estática en las comunicaciones—. ¿Qué ha dicho del océano?
Algunos de los presentes se llevaron un pañuelo a la frente, secándose el sudor. El sentimiento de desorientación comenzaba a crear mareos y malestar en sus sistemas de equilibrio linfático. Lucien frunció el ceño: no podrían mantener mucho más el retardo temporal.
Consultó la señal localizadora del equipo de incursión. La tropa había llegado al cubículo donde reposaba el cuerpo del tal Evan. Esperaban impacientes una señal para irrumpir en su interior, los sensores de sus armaduras preparados para seguir el movimiento de blancos instantáneos con los arneses giroscópicos de las armas. Antes de que los hombres supieran cuáles eran las posibles dianas dentro de la habitación, las armas ya las estarían encañonando.
Lucien pidió precaución, pero la voz de Innokennti se impuso con rudeza en su banda y ordenó quitar los seguros a los rifles.
* * *
Entonces, Sandra despertó.
Miró a su alrededor algo desorientada. La imagen se enfocó con dificultad. Las cortinas ondulantes de la ventana. El aroma a flores exóticas. Delos.
Tenía el camisón manchado de sudor, como si hubiera estado dando muchas vueltas en la cama. No había soñado esa noche… pero había escuchado voces. Gente que la llamaba desde la espesura.
Se puso en pie sintiendo crujir sus articulaciones. Consultó el medidor de temperatura de la habitación. Estaba fijo en diecinueve grados y medio, tal y como ella había ordenado. Era la temperatura que solía conservar su casa, allá en su planeta, en los meses más cálidos y agradables del año.
Escuchó un ruido. Había algo, o alguien, escondido detrás de la puerta.
Se aproximó a la escribanía de madera que ocupaba una esquina de la suite. Del primer cajón extrajo una pequeña pistola de impulsos. Seguridad había dejado que la conservase bajo el más estricto secreto, y tras garantizar que ella sabía lo suficiente sobre armas como para que no se le disparase accidentalmente. Sandra la cargó y la sostuvo firmemente entre las manos, con la palma de la izquierda haciendo de apoyo para la culata.
Todo permanecía en silencio. ¿Y si se trataba del servicio nocturno de vigilancia? ¿O el de limpieza?
No. Tenía la acuciante sensación de que era una amenaza. Su vida estaba en serio peligro en ese momento. Una voz secreta se lo sugería sin palabras. Se preguntó si debía alertar a Seguridad. Con un solo grito, docenas de hombres armados y robots de defensa irrumpirían de inmediato en la sala.
Entonces, pudo verlo.
* * *
El reflejo de Fedra resbaló por la superficie de la singularidad. Miles de estrellas brillaban en el interior de la nada en la que flotaba el ninot, hiriendo su solemne homogeneidad como células de vida incandescente.
La IA estaba despertando.
La programadora se desligó del mundo a su alrededor, dejándolo muy atrás. De repente, sólo existieron ella y el cubo, solos en un universo de reflejos fugaces. Alzó una mano para acariciar la frontera de sucesos, el icohalo de sueños congelados, pero se contuvo. No, no tan aprisa: con la suavidad de un amante. Fuera de su línea de visión, dos soldados rebasaron el anillo de civiles, acercándose a ella con silenciosa profesionalidad.
Con otro paso más, Fedra estuvo junto a la pared del cubo. Su mente empezó a radiar los fonemas de comunicación mnémica básica. Primero constructos simples de amistad y acercamiento, luego todo un despliegue de parábolas sobre el discurso de la identidad. No hacia el entorno interactivo, ni al espacio reservado a la lógica del procesamiento que el ninot utilizaba como vocabulario básico, sino a él.
Susurró una y otra vez las palabras que eran baluartes básicos: una contraseña de arranque, una instrucción del código máquina fundamental. Ideas omnipresentes en el subconsciente de la criatura, conocidas por ella en tanto que la hacían funcionar por dentro.
Inspirando con dificultad, se asomó a la ventana primaria de la IA.
* * *
Evan sintió la alarma en su mente. No podía dejar de pensar en que la muerte estaba a punto de cernir su guadaña sobre él. Algo ocurría, pero… ¿qué?
Revisó su sistema de camuflaje. Gea no se había dado cuenta de que él estaba ahí. En el interior del domo, los soldados permanecían en sus puestos, atentos pero inmóviles, con todas las alarmas en condición preventiva.
Se preparó. Activó los últimos corolarios de camuflaje y se dispuso a actuar. Le molestaba esa ansiedad repentina sin sentido, el agobio de la tensión del momento. Iba a volver a la cama y a cambiarse el maldito camisón cuando…
¿Qué estaba diciendo?
Miró a su alrededor. Con un espasmo subliminal, su percepción del entorno cambió. Trató de serenarse. Todo seguía bien, los hombres de seguridad irrumpirían en la suite con un solo grito que…
¿En la suite?
… profiriera. Mientras no llamase la atención de los vigilantes de la matriz no habría ningún…
¿Por qué tengo una pistola en la mano?
… problema. Miró a su alrededor. Un abrumador sentimiento de deja vú le embargaba.
Entonces la vio. De pie, frente a la pared, reflejada en un espejo, mirando de forma apremiante hacia ella misma. Hacia él.
Era una muchacha a la que no había visto nunca, vestida con un camisón y unas zapatillas acolchadas. Era menuda y hermosa, de cabello rubio cobrizo. Y le miraba a él, desde el espejo, desde la espesura del sueño. Esperaba junto a la puerta de una habitación… No, de un cubículo de presión. Un cubículo con enormes letras doradas deformadas por la perspectiva.
Los dos se sostuvieron la mirada durante eternos segundos. Casi a espaldas de su conciencia, Evan se sintió empujado a reaccionar, reconoció los números impresos en aquella puerta, y la visión se extinguió. Un disparo de adrenalina inundó su corazón, despejando sus sentidos. El fantasma de la muchacha aún permanecía claro en su mente como una imagen sobreimpresa a fuego en la retina. ¿Por qué se le había aparecido en ese momento? ¿Por qué le resultaba tan familiar?
Con un último vistazo, comprobó el estado del ninot. Fedra Stragoss estaba de pie, inmóvil, asomada a la singularidad.
Es el momento, decidió, y desactivó los programas de camuflaje.
* * *
—¡Atentos! —ordenó Lucien por todos los canales. El vello de su nuca se erizó. Aún no podía ver al intruso, pero podía sentirle cerca.
—Vamos a entrar —anunció el comandante de escuadra desde el nivel real. Lucien se preparó, los ojos clavados en Fedra. Su cuerpo ligeramente obeso se hallaba inmóvil, presa del aura expandida de la singularidad, sumergida en una ordalía de nuevas impresiones que eran como la plata pura, sin aleación.
—¿Hay alguna señal?
—Detecto una anomalía —anunció Uriel. Lucien reaccionó.
—¿En el exterior? —Los vigilantes volvieron la cabeza hacia él.
Un segundo de silencio.
Dos. Tres.
—No, coronel —precisó el táctico—. Dentro del recinto de ceremonias.
Lucien destrabó la vara de luz de su cinturón. Ante su gesto, los soldados del domo se prepararon, sintonizando las armas en conos de desconexión. Todo lo que estuviese delante de ellas cuando se disparasen y en un ángulo sólido de varios metros de espesor, saldría inmediatamente del sistema y quedaría aislado en sofisticadas trampas de eco que congelarían su señal en zonas heladas de la matriz.
El coronel oyó algo en el exterior del recinto. Fue un rumor sordo y penetrante que reverberó al límite de la audición, para subir en intensidad hasta adquirir un volumen ensordecedor.
Le dio apenas tiempo de girarse sobre sí mismo antes de que la realidad se volviera loca, y sus ojos enfocaran nítidamente una estremecedora perspectiva del borde del mundo.
Y Fedra miró a la inmensidad.
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INTERFAZ SECUENCIAL
EN LÍNEA
Ya se habían hecho mil cosas, pero restaban mil más por hacer.
Había un Dios, por supuesto. Y unos súbditos y una religión. También una forma de comunicación, y cuando la imagen de Fedra fue asimilada, un lenguaje especialmente desarrollado para la ocasión se estrenó. El Patriarca de todos los reinos-expresión se asomó a la ventana de su palacio y, dirigiéndose a los cielos, a la aterradora sombra del cometa, clamó, con ese lenguaje que alternaba dos maneras de decir las verdades:
¿Quién es aquél que mira desde más allá de la bruma?
Y también:
¿Cuál es el número que se esconde entre el uno y el cero?
… expresados en proposiciones de doble contenido. Fedra abrió los labios y no produjo sonidos, pero sus movimientos fueron estudiados y discutidos durante cientos de generaciones y originaron docenas de mártires. Todos acabaron por interpretar una parábola cuya traducción a la música de las esferas fue:
—Mi nombre es F.
El ninot sufrió la devastación de una guerra. Países surgieron y países cayeron, cuando los nuevos eruditos interpretaron el pasado y concluyeron que el antiguo lenguaje dual estaba equivocado, y adoptaron la morfología del simplismo. Su pregunta fue:
00110101011100101001111001101010111010010011111001
Y también:
@ • *** ¬ 0 @ • **** ¬ 1 1 • 0 ¬ 1 1 • 1¬ 0
Pero el gran F., que por entonces ya no tenía sexo ni orientación, no respondió. Los eruditos replantearon la pregunta, usando sus fuerzas espirituales para dotar de significado las descargas. Tampoco hubo respuesta. Al final, el gran F. movió otra vez sus distantes labios y extendió una mano que cruzó galaxias enteras en una petitoria de empatía. El gesto fue escuchado e interpretado así:
—Padre, he vuelto. ¿Aún estás ahí?
Y algo cambió para siempre en la mente del ninot. Miles de cosas pudieron ser y no fueron. Cientos de especies pudieron madurar y no encontraron el camino. Lo que pudo haber sido nuevo, espontáneo y simple, retornó a algo difuso y condicionado. La personalidad que pudo emerger derivó sin elección hacia lo que ya había sido una vez. Sólo se legó una última inquietud:
¿Hacia dónde voy?
Y en consonancia:
¿Quién soy?
El gran F. no respondió, pero una lágrima cayó de sus ojos formando constelaciones de supernovas, deshaciéndose en una danza de peonzas de luz y castillos de agujeros negros, y la palma de su mano se abrió esperando un regalo. De algún modo, el ninot recordó: estuvo durante un segundo en una vieja habitación de hotel, con pintura manchando su corazón y derramándose en su sangre, y entregó una rosa como despedida a alguien que amaba. Fedra recibió la rosa, y el llanto manó de su alma como un cántico de bienvenida a lo que en otros tiempos significó toda su vida.
Su padre.
Pero las galaxias ya no volvieron a mutar nunca más en el vacío gris.
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Mientras tanto, en el domo de ceremonias, el mundo se había vuelto loco.
Todo se había transformado en una grandiosa fisura abierta a la nada; una catarata cuya altura podía haber albergado mares enteros, por la que se derramaba una vasta inmensidad de agua de kilómetros de espesor. Países de sal fragmentados en fugaces cordilleras de espuma, territorios consumidos por la fuerza que convertía la deriva continental en flujos de marea. Olas y reflujos tan enormes y lejanos que parecían vistos desde el espacio, quebrados en segundos de sublimadora sísmica. Sobre ellos cayó, tan lentamente como permitía la distancia, una tromba de agua del tamaño de un país pequeño; las ballenas y los seres más grandes del mar, cuyos tímidos coletazos no podían vencer la abrumadora fuerza de la caída, volaban hacia la nada convertidos en pájaros sin alas.
Lucien trató desesperadamente de refugiarse. A su alrededor los hombres y mujeres gritaban, sus bocas desencajadas en alaridos silenciados por el estruendo de la grieta. Muchas figuras desaparecieron, arrancadas del espacio virtual por los servomecanismos médicos que controlaban sus cuerpos en el mundo real. Los soldados comenzaron a disparar contra sí mismos, tratando que los conos de desconexión de sus rifles los llevaran lejos de aquella locura.
El coronel trató de escudarse en su racionalidad, buscando una explicación lógica para aquello. Vio a los anfitriones del Instituto correr de un lado a otro gritando órdenes a la matriz, aferrándose con demencia a la estela de los cuerpos que eran desconectados y se difuminaban como esporas de luz. Los vigilantes mecánicos, haciéndose visibles en el perímetro de la visión, cayeron hacia la zona visible del espectro en ríos de índigo.
Y más allá, impávida en medio del armagedón, había una flor.
Lucien se había aferrado a una columna clavando las uñas, cuando la vio. Y se dio cuenta de un detalle: el tifón de agua, los países de espuma, nada afectaba lo más mínimo al tibio ondular de los pétalos de aquella frágil planta, que seguían meciéndose tranquilamente al pairo de la brisa.
Con cuidado, muy lentamente, el coronel se despegó de su asidero. Un soldado pasó corriendo junto a él, gritándole con voz histérica que se aferrase a algo. Una mujer con un vestido de noche tatuado de lentejuelas lloraba en el suelo, tratando de buscar un fragmento afilado de cristal para cortarse el cuello y forzar la desconexión. Pero no había cristales rotos por ninguna parte. Ni jarrones astillados, ni sillas volcadas, salvo las que habían tirado los propios invitados.
El coronel fue a descolgar la vara de luz de su cinturón, pero descubrió que la había perdido. Maldiciendo, se acercó a un soldado que gritaba horrorizado tras un mostrador y le arrebató el arma. Luego avanzó con decisión hacia la pared de agua, esquivando los robots y las personas que le gritaban, y afianzó sus pies en la hierba. No existía la menor presión de aire. Ni una inundación. El caudal del océano parecía atravesar el suelo del prado sin desviarse, como si la computadora no cotejara su rozamiento.
Enarbolando el rifle como una lanza medieval, apuntó a la pared de agua y disparó.
El cono de desconexión surgió de la bocacha, abriendo una fisura en el acantilado. Al otro lado apareció una imagen nítida del prado, con su alfombra de hierba. La visión se mantuvo lo que duró la descarga, tres segundos, como una ventana a la tranquilidad del otro lado.
La mano de Lucien la atravesó limpiamente, sin rozamiento, sin dejar estelas nevadas.
—Menudo cabrón —murmuró—. Es una ilusión.
Volvió a atravesar la pared. El estruendo regresó. Lucien se mantuvo al límite del holograma y llamó por el comunicador.
—Le tengo, coronel —respondió Uriel—. ¿Qué está ocurriendo ahí? Tengo todas las lecturas descentradas.
—Uriel, necesito un diagnóstico. ¿De dónde viene esta señal? —pidió Lucien mientras rastreaba el domo con la vista. El cubo seguía en su lugar, con la silueta diluida de la becaria en su interior. Aún no había rastro del intruso.
—Es una portadora de imagen —comunicó Uriel—. Viene de otro punto de la matriz, el borde del mundo por el que resbala el océano. El sonido lo computa automáticamente el predictor de sucesos de Gea.
—¿Tiene la frecuencia de la anomalía que detectamos antes? —preguntó el coronel, lanzándose a correr hacia el cubo.
—Afirmativo. Es la misma portadora.
Maldiciendo, llegó hasta el límite de la singularidad. La becaria estaba absorta más allá de la niebla, aislada del exterior por un colchón etéreo. Parecía levitar, cabalgando los vientos de la distorsión. Lucien llamó a dos soldados, sacándolos de su estupor.
—¿Dónde estás, maldito? —explotó. La voz del domo pidió calma y se distorsionó. En ese momento, en un segundo de lucidez espontáneo, el coronel atisbo un parpadeo a pocos metros. Giró en redondo y contempló al hombre que se materializaba frente al cubo, a partir de la presencia computada de la voz descargándose desde sus espacios de memoria.
El coronel levantó el rifle sin desviar los ojos, mientras un civil trataba de agarrarle desesperado. El rifle encañonó automáticamente a Evan, ajustando el eje de disparo unos grados hacia su posición. Los dos hombres se sostuvieron un instante la mirada, sus movimientos sostenidos en un compás de espera. El rifle afinó la distancia y el arco, mientras Evan se dejaba caer hacia atrás, hacia el cubo.
Lucien presionó el gatillo.
El arco de interferencia se disparó con la máxima velocidad de procesamiento hacia Evan, inundando su volumen con perturbaciones y estática.
Pero al instante siguiente, Evan seguía allí, protegido por el campo de estabilidad del cubo.
El coronel abrió mucho los ojos, reaccionando con reflejos producto de años de entrenamiento, y se lanzó hacia el intruso, su rostro desencajado por la rabia.
No pudo llegar. Una riada de civiles con trajes manchados y corbatas desgarradas se abalanzó sobre él y sus soldados y los arrastraron lejos como una marea humana, hacia una barricada de Albañiles.
* * *
En el interior del cubo, en una dimensión dependiente, la mujer vestida con el mono azul se giró y vio entrar al hombre con la tranquilidad propia de los sueños. Era alto y fornido, vestido con un uniforme oscuro de una sola pieza. Al principio no le reconoció, pero luego emergió de su recuerdo vestido de etiqueta, de la gran fiesta del Instituto.
El observador.
Evan cogió la rosa que ella tenía en la mano y la deshizo, disparándola hacia el enlace LR que mantenía con el exterior a través de la conexión Alma. El ex-ninot se convirtió para ellos en un rayo de luz, disparado hacia el infinito huyendo de una estela de vivos colores.
Lejos de allí.
Evan miró a Fedra en silencio. En los ojos de ella había un destello de terror sazonado con algo de sincero agradecimiento. Evan comprendió entonces sus motivos, el porqué la hija de Delian Stragoss había recorrido un camino tan largo para ver de nuevo a su padre.
Rozando su campo de control de programas, se desconectó de la matriz, llevándose la señal de Fedra con él.
* * *
Los soldados irrumpieron en la habitación donde descansaba el cuerpo de Evan con una explosión sorda. Primero entraron los hologramas, señuelos proyectados desde veloces holovóders que flotaron hasta el centro del habitáculo y se abrieron en abanico. Luego penetraron los hombres; volaron hacia esquinas equidistantes con certera acrobacia y peinaron el recinto con sus haces de radar.
Los arietes escudaron con sus defensas a los tiradores, mientras éstos dejaban en libertad los automatismos de sus rifles para que eligieran blancos décimas de segundo más rápido que sus lentas percepciones humanas. Al final, todas las armas estaban apuntando al diván de estasis que reposaba en el centro de la habitación, frente a una mampara transparente que mostraba el exterior.
Estaba vacío.
—¿Dónde está? —preguntó el comandante de escuadra, cambiando a visión térmica. Evan se descolgó del techo convertido en una mancha fugaz en su visor.
Los movimientos fueron tan cortos y precisos que casi no hubo pelea. Un soldado ignoró una señal en su visor, mientras unos brazos aparecían momentáneamente frente a él y se aferraban alrededor de su arma. Los demás giraron sobre sus ejes de estabilidad, enfocando los automatismos de las miras en modo de seguimiento. Evan sacudió la cabeza del hombre con un ademán cegador haciendo que el cristal de su mascarilla se estrellase contra la pared opuesta.
El hombre se hizo eco de la fuerza de reacción cuando su rifle disparó, sin sonidos ni efectos apreciables. El arma creó un canal de aceleración de masas de una micra de diámetro en medio de la habitación y empujó a gran velocidad las partículas que flotaban en el ambiente, comprimiéndolas al extremo de su vector de tiro con una presión de varias toneladas por centímetro cuadrado.
Hubo una explosión. El comandante de escuadra sostuvo la orden de disparo un instante, mientras Evan se escudaba con el cuerpo del soldado y se apoyaba en él para usarlo como plataforma de impulso. Estirando las piernas con fuerza, salió de la habitación mientras su blanco, la mampara que los aislaba del vacío, se astillaba en mil pedazos. El cristal se combó hacia fuera y agrandó su fisura por la presión del aire saliente; los que pudieron buscaron asirse a algún elemento afianzado del mobiliario. El sargento gritó unas órdenes mientras algunos hombres se adelantaban a sus decisiones y abrían fuego.
Evan rebasó el umbral de la puerta arrastrando consigo al soldado que usaba de escudo, y se protegió tras su volumen cuando los vectores de presión de masas empezaron a horadar la pared. Los tiradores eran buenos, y en circunstancias normales habrían podido sortear la barrera que significaba el rehén y hacer blanco en zonas increíblemente pequeñas de su cuerpo. Pero en gravedad cero, con una fisura abierta al exterior por la que escapaba todo el aire, rotando sobre sí mismos y luchando contra el empuje inercial de sus armaduras, las posibilidades se reducían.
Evan dio un tirón del soldado hacia sí, buscando un disparo que impactara contra su peto blindado. Los dos fueron empujados hacia atrás con tal violencia que gimió al dar sus huesos contra la pared del pasillo. El soldado estaba vivo, pero sin aire en los pulmones. La computadora del traje se había vuelto loca, incapaz de distinguir los blancos aliados del enemigo, y movía desesperadamente el rifle de un lado a otro sobre sus servos. Evan agarró con fuerza el arma y la enfocó hacia el cuadro de mandos de la puerta.
El aire de la habitación ya se había vaciado, y ahora la atravesaba en tromba el volumen de gas del pasillo. Sintiendo cómo su peso y el del infante eran arrancados paulatinamente de la pared y proyectados hacia el agujero, disparó su pie contra el tablero y cerró las compuertas de golpe, sellando el dispositivo con una ráfaga que atravesó la terminal dejando una nube de chispas.
La presión del aire dejó de empujarle hacia el dintel. Evan recogió el rifle, arrancándolo de un tirón. Cogió la mascarilla de oxígeno autónoma del traje de su rehén y se la colocó en el rostro. Encontró un punto de apoyo en la pared y se catapultó en solitario hacia la salida del extremo del pasillo. No tuvo que cruzar muchas cubiertas antes de decidir hacer una pausa.
—Muy bien —resopló, apoyado contra una terminal en un nexo de rotación de la estructura—. Concéntrate. ¿Qué haces ahora?
El dolor escaló sus miembros quemando los centros nerviosos de su cerebro, ardiendo en deseos de recordarle que, a pesar de que su mente llevaba activa en el nivel virtual desde que había llegado, sus músculos habían permanecido dormidos, sumergidos en una solución proteínica que evitaba que la piel se resecase. Ahora se percataba de estar desnudo, embadurnado de un fluido gris cobalto apestoso, con las marcas de los electrodos arrancados dejando diminutos rastros sangrantes en su pecho y bajo vientre.
Revisó el rifle EC: la batería estaba casi al máximo, lo que se traducía en otros veinte disparos antes de quedarse indefenso. La bocacha de cristal plano del cañón evaporaba aún el vaho residual de la última ráfaga.
Respiró hondo, centrando su mente. Ante él se abría una cruz de oscuros túneles reticulares, iluminados intermitentemente por fotovores de cristal sensible a las débiles presiones de aire que ocasionaba el movimiento. No podría moverse por los accesos sin activar mecanismos automáticos como la luz o los indicadores de ruta. Maldiciendo, activó la terminal del pasillo. A lo sumo, le restarían otros quince segundos antes de que los soldados lograsen salir de la trampa de vacío y comenzaran a rastrearle por los túneles. Habrían dado la alarma, lo que significaba que quien quiera que fuese el que le había tendido la trampa (¿Pero cómo demonios pudieron averiguarlo tan pronto?), cerraría todos los anexos, congelaría los sensores que abrían las esclusas de aire y dejaría sin suministro eléctrico la zona.
Se concentró. Unos koas zen supraconscientes pusieron un poco de orden en su desbarajuste hormonal. Lo primordial se impuso sobre lo preocupante en su cerebro. El quién y el porqué tendrían que esperar. Ahora lo importante era sobrevivir.
La terminal le saludó cordialmente y le mostró todas las salidas. Evan fue a coger su pequeño ordenador para saltarse los códigos de seguridad, y maldijo con furia. Lo había olvidado en la sala de estasis.
Habrá sido expulsado al espacio con el resto de los objetos durante la descompresión explosiva, caviló. Se atuvo a aquello de que disponía: no podía usar los pasillos comunes, ni abrir las compuertas de uso restringido sin su computadora… Pero si lograba hacerse con un traje de vacío, podría avanzar por el casco exterior hasta alguna de las plataformas holográficas, y tal vez alcanzar un puerto con alguna nave dispuesta a…
De repente, el nombre de Fedra le vino a la mente. Recordó lo que había sucedido en el biotopo del ninot. No podía irse sin ella; aún quedaban algunas preguntas a las que debía contestar.
Dejando encendida la terminal, buscó en ella una ruta alternativa, pidió al ordenador que fuera mostrando toda la información disponible y, de un salto, se catapultó en dirección contraria.
* * *
Lucien entró en la sala de control secándose aún los contactos de inducción de estasis. El jefe de operaciones Innokennti le dedicó una mirada de furia. El coronel le ignoró y se situó junto a la consola de Uriel Armagast. El táctico revisaba todos los accesos de salida.
—¿Hay algo?
—Nada, señor —informó Uriel—. Tengo algunas esclusas abiertas y unas terminales de información trabajando en rutas de salida, pero puede que sea una trampa.
—Seguro que lo es —convino Lucien, arrojando la toalla manchada de gel proteínico—. ¡Joder!
—Coronel, esto le va a costar su carrera militar —vaticinó Innokennti, proyectando su sombra sobre él como un ave carroñera—. Pienso especificar en el consejo de guerra todas y cada una de sus decisiones, y hasta qué grado de responsabilidad…
—Silencio —ordenó el aludido, y había algo en su tranquila voz que acalló todos los murmullos de la sala. Luego se inclinó sobre Uriel, colocando una mano en su hombro—. Vamos, chico. Esmérate. Dame una pista —se volvió hacia el personal de la sala—. ¡Necesito una conexión!
—Va a tener que responder por esto, coronel —susurraba Innokennti, maliciosamente divertido—. Espero que se responsabilice voluntariamente por este fracaso, o tendré que acusarle ante el Tribunal Supremo por desacato y negligencia.
—No se preocupe, amigo mío —dijo Lucien, con sarcasmo—. Cada uno asumirá las consecuencias de sus actos en la medida justa.
—¿Qué quiere decir con…? —comenzó Innokennti. Uriel les interrumpió:
—¡Aquí hay algo!
Lucien se colocó sus anteojos virtuales y observó.
—Hay una fuga de presión secundaria, en el nivel 33-Gamma-7-C. El ordenador de intendencia informa que falta un traje de vacío del almacén anexo.
—¿Una fuga de aire? —El coronel navegó unos segundos por un laberinto de fría lógica—. ¿Dónde reposa el cuerpo de la señora Stragoss?
Uriel consultó el archivo.
—Es… en el mismo nivel, señor.
—Quiero una escuadra armada y provista de trajes de presión esperándome en el anexo treinta y tres —exigió Lucien mientras abandonaba la sala de control. Al pasar junto a Innokennti, le espetó—: En la medida justa, no lo olvide.
* * *
La becaria ya había despertado. Al abrir los ojos buscó nerviosamente a su alrededor, esperando encontrar al fantasma de pie, a su lado. Pero no había nadie, sólo una bandeja con un bizcocho mordisqueado.
Con pesadez, emergió de las profundidades de su diván, se secó con una toalla y se enfundó en su mono de trabajo, una réplica exacta del que llevaba en el nivel Alma.
¿Qué demonios había hecho aquel hombre con el ninot? Recordó su nombre: Evan. Dijo que era un observador de la Marina, pero que no trabajaba para el grupo principal.
Claro que no, por Dios.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron. Abrió para despedir al enfermero, y encontró su propio rostro reflejado en la curva de un casco. El hombre entró sin que ella pudiera impedirlo, enfundado en un traje EVA acolchado, comprobando el pasillo.
Le hizo un gesto para que se tranquilizara. Fedra no podía apartar la vista del rifle que empuñaba con una mano. En la zurda llevaba otro traje de presión.
—Póngase esto —ordenó, arrojándoselo.
—¿Pero… qué es esto? ¿Quién es usted? —balbuceó la becaria. El hombre reactivó las funciones de animación suspendida del diván y lanzó a su interior el bizcocho de la bandeja. Fedra se alejó hasta ocupar una esquina del habitáculo y rozó con el dedo un campo de alerta, pero la alarma no sonó.
—Apresúrese. Nos están buscando.
—¿Quién nos busca? —gritó Fedra, exasperada, pero no se atrevió a desobedecerle. Un minuto después cerraba los enganches del traje a su espalda. Al mismo tiempo que el casco encajaba con un tímido click, Evan apuntó con el arma a la superficie vitrificada de la pared que daba al vacío del espacio.
—Por Dios bendito… —comenzó a decir Fedra. Lo siguiente fue un estallido sordo y un huracán que surgió de la nada.
* * *
Evan la condujo a través de los alveolos de metal que sostenían el edificio. Los trajes llevaban incorporado un pequeño suspensor gravítico que utilizaba la enorme masa de los andamios para generar una fuerza de reacción, lo que les permitía avanzar.
Sortearon juntos una telaraña de titanio quebrado que rotaba suavemente, expresando los gemidos regurgitados por los armónicos en leves vibraciones que cosquilleaban como la caricia de un niño. El efecto de marea de presión diferencial hacía que el andamiaje tolerase diferentes velocidades angulares en distintos puntos de su estructura. Un disipador inercial, una enorme grúa contrapesada cuyo brazo se curvaba como la garra de una bestia gigantesca, cambió de posición para contrarrestar calladamente una onda anormal de velocidad proveniente de una rejilla superior.
Evan guió a su protegida (secuestrada, pensó que sería el término más adecuado) a través del brazo, usándolo como impulsor. Pronto dejaron atrás el andamiaje central y flotaron con elegancia en medio de la nada. Fedra, aterrorizada, se aferró a su torso con tal ímpetu que Evan temió por su equilibrio. Rezó para que no tuviera vértigo o que un repentino mareo la condujese a las náuseas, ya que los trajes no disponían de sistema de drenaje. Los dos se convirtieron en una mota de polvo que volaba a mucha distancia de ningún sitio.
Detrás quedaba la telaraña del conjunto central con sus dos torres gemelas. La enorme antena principal de conexión LR apareció detrás de una red de vigas de titanio, orientada con absoluta precisión a la lejana Hayama-Lindemberg. Una pequeña constelación de corpúsculos refulgió un instante contra las nieblas perennes del anillo del planeta cercano.
Evan trató de fijar la vista en aquellos lejanos objetos flotantes.
—Son las cosas de mi habitación —dijo—. Mis trajes. Mi computadora. En ella guardaba los programas de intrusión.
—¿A… a dónde diablos vamos? —preguntó la becaria, temblando.
—Hacia allí —señaló el soldado. Hacia ellos se acercaba velozmente una plataforma plana sobre la que se desarrollaba una fiesta de hologramas. Detrás, camuflada por varios hangares y los centelleos de propulsión de pequeñas cápsulas obrero, había una pista de aterrizaje, y una nave posada, la pinaza que el Instituto Anjou había fletado para uso del grupo pentaísta.
—¿Qué ha pasado con mi ninot? —explotó Fedra, sin poder aguantarlo más. No se percató del uso del posesivo.
—Lo he lanzado lejos, a un repetidor de la nube de Oort. De allí lo pescarán probablemente en la red de antenas del Suq, el zoco de los cambistas.
—¿Y, por Dios santo, por qué?
—Eso debería preguntártelo yo a ti —contraatacó Evan. Girando sobre sí mismo, frenó la caída con el repulsor del traje y aterrizó graciosamente sobre la plataforma, recogiendo a Fedra en sus brazos. Llevándola en volandas, corrió por el centro de la etérea celebración, atravesando a los invitados e ignorando sus perfectas composiciones de asombro.
—¿A mí? —La desesperación de la becaria rozaba el paroxismo.
—Vi lo que estabas haciendo cuando entraste en el biotopo fractal —explicó él, atravesando a un sultán de turbante acabado en una cola serpenteante, que reaccionó a su paso encabritándose como una serpiente. De un inocente codazo lanzó lejos el holovóder que lo proyectaba—. ¿Cuál fue el disparador mnémico? ¿Una palabra? ¿Un gesto? ¿Algo familiar para tu padre? Soy un verdadero imbécil por no haberme dado cuenta desde el principio.
—¿Qué es aquello? —Fedra señaló hacia una pista de despegue cercana, situada en otro bloque. El hombre clavó su vista en el estilizado contorno del San Juan, que reposaba al límite de la zona de rotación. Los anclajes de pista se estaban retirando de su tren de aterrizaje.
—Es un incursor Evangelista —gruñó—. Si despega no tendremos ninguna posibilidad. ¡Vamos!
Empujándola hacia el vacío, saltaron de la plataforma y cayeron horizontalmente durante dos minutos hasta que sus pies se posaron en la pista. Fedra miraba alternativamente a su control de impulso y al rifle de Evan, pero no se atrevió a hacer ninguna maniobra arriesgada.
Yo soy una programadora, maldita sea, no una aventurera. No me pagan para esto.
Ante la impersonal mirada de los mozos de pista, cruzaron las marcaciones holográficas del perímetro y arribaron a la bahía de carga. Los operarios automáticos estaban estibando unas cajas en la bodega del aparato.
Evan subió a Fedra con una mano encima de uno de los robots, y, con una última mirada a la estación Damasco, lo siguió mientras embarcaba.
* * *
Iraida Móntez ocupaba el asiento del capitán en el puente del San Juan. Esperaba impaciente un informe del coronel Armagast que se obstinaba en no llegar.
A su lado, el alférez de Infantería Eduardo Santana mataba el tiempo comprobando el listado del material que habían subido a bordo. Ambos prestaron atención cuando la alarma de pista comenzó a sonar. La primera oficial ocupó el foso táctico y entró en el puente virtual. De repente apareció clonada en una simulación de la torre de control de tráfico de Damasco, frente a dos atareados controladores reticulados en malla verde.
—¿Por qué suena la alerta en el muelle? —inquirió Móntez. El simulacro abrió una ventana de datos y la enlazó con una cámara de seguridad. Una nave despegaba de una pista cercana.
—El Queen Ireland, una pequeña pinaza de transporte, está despegando sin autorización. No tiene previsto un vuelo hasta dentro de una hora.
—¿Ha intentado ponerse en contacto con ellos?
—Sí, señor… señora —corrigió el nervioso joven—, pero no responden. No lo entiendo.
Móntez minimizó la ventana de contacto con la torre, dejándola activa, y ordenó zafarrancho. El incursor tardó menos tiempo en volver a la vida que sus tripulantes en ocupar sus asientos. Santana se le acercó, extrañado.
—¿Hay algún problema?
—Esa pinaza. ¿Tenemos conexión con el coronel? —preguntó. Una imagen de Lucien tomó consistencia de inmediato a su izquierda, a la altura de los ojos. El encuadre sugería movimiento.
—Informe.
—Tenemos un problema en la pista, coronel. Alguien está haciendo despegar una pinaza sin autorización.
La resolución del holograma era baja y funcional, pero aún así la mujer pudo percibir el despertar de una sonrisa en el rostro de su superior.
* * *
Evan observó al incursor calentar motores y despegar mientras él aún cotejaba las rutas almacenadas en la memoria de vuelo. Asustada, Fedra se movía inquieta en el asiento del copiloto. Pese a que el tamaño de la pinaza bastaba para albergar en su panza una treintena de pasajeros, la cabina de mando parecía la de un pequeño saltador biplaza.
La radio seguía cerrada, con docenas de avisos de la torre y de otros buques salientes en espera. Encima de ellos y a estribor, un carguero anillo de seis locomotoras se separaba de su catapulta de aceleración y avanzaba en una trayectoria peligrosamente cercana. Delante, las válvulas que daban salida al pasillo de libre circulación permanecían cerradas.
Los nudillos de Evan se tornaron blanquecinos bajo la presión con que aferraba los mandos.
—Por ahí no podemos salir —decidió, tanteando la consola con la zurda y activando las funciones de cartografía. Comenzó a dibujarse un plano flotante de los obstáculos que rodeaban a la nave, a medida que el radar de resonancia óptica los iba encontrando en su camino. Era un laberinto de vigas, soportes y andamios cruzados, una telaraña para naves estelares de un kilómetro de grosor.
En la pantalla, el incursor maniobraba con intención de colocarse a su popa.
—Escucha —imploró la joven—. Esto es una locura. No vas a poder acceder al pasillo de salida.
—Cállate. Yo soy tu única oportunidad para volver a ver al ninot… o a lo que demonios sea ahora. Pero necesito tu colaboración. Sé muy bien que tú también estabas planeando sacarlo —los ojos del hombre se entornaron—. Decide ya.
Fedra apartó la vista, aplacando su fogosidad bajo la contundencia de su mirada. Evan giró unos grados el rumbo, dirigiendo la proa al sistema de andamiaje. La programadora se tensó en el asiento, pero refrenó la lengua ante la expresión de intensa concentración del piloto.
—No podemos escapar de ellos —reflexionó Evan—. Su nave es demasiado rápida y ágil. Y no podemos solicitar una proyección mnémica. —Se humedeció los labios, contrariado.
—Pero tenemos una ventaja —resolvió tras una pausa. La nave de guerra se había situado en su misma trayectoria, moviéndose con una elegancia innatural, como un cazador ejecutando una complicada pieza de baile con su presa—. Eso es un incursor, no somos rival para él en ningún aspecto. Pero esta pinaza tiene menos eslora. Con un poco de suerte, podremos alcanzar una zona de aceleración atravesando esa malla de ahí. —Señaló la pared de vigas de titanio que se les venía encima. Fedra reaccionó, clavando las uñas en el asiento.
—¡Pero no vamos en la dirección del pasillo!
—No me refería al pasillo —acotó el piloto, transfiriendo potencia a los impulsores.
* * *
—Persígales, Móntez —ordenó la mueca pixelada del coronel Armagast—. Pase lo que pase, no les deje escapar. Los quiero vivos.
Iraida asintió. Alzando levemente una mano, corrigió la trayectoria del incursor y aumentó la aceleración. La pequeña nave enemiga parecía navegar sin control, escorando peligrosamente hacia una pared de soportes y andamios.
Tras la malla se abría un fiordo despejado entre dos prolongaciones de la estación, los edificios residenciales para visitantes físicos. De él surgía un angosto túnel excavado en la pura perspectiva isométrica del andamiaje, por el que la nave podría acelerar hasta entrar en un Hipervínculo menor. Aunque le costase admitirlo, existía una posibilidad, increíblemente remota, de que el plan de su oponente tuviera éxito.
Si ella no hacía nada para evitarlo.
—Artillero, prepare los cañones Hd.
Los hombres del puente se volvieron hacia ella, en espera de una confirmación. Móntez continuó, implacable:
—Fijen los haces en los enclaves inerciales. Quiero que toda la maldita construcción caiga sobre él como una red.
Un segundo después, el ordenador esperaba su orden para disparar.
* * *
—Lo estamos consiguiendo —aventuró Evan, y un destello de satisfacción nació en la comisura de sus labios.
La pinaza surcaba lentamente el angosto espacio intersticial, bordeando por un escaso margen las redes de alambre y los compensadores de fuerza de marea. El sensor de proximidad acotaba menos de cincuenta metros, gimiendo nervioso ante cada arista sobresaliente.
La rotación de la estructura hacía más difícil la tarea, aumentando las probabilidades de colisionar, hasta que Evan descubrió que si simplemente se dejaba llevar por entre los huecos, tarde o temprano la propia estructura giraría lo suficiente como para dejarlos fuera.
—Prepárate —advirtió, encarando el estrecho valle que se abrió de repente entre dos delgadas arterias de metal—. Vamos a… ¿qué ocurre?
Sintió el crujir de las articulaciones del enorme monstruo. El valle se cerró, aplastado bajo el peso de la masa de titanio al combarse hacia dentro por efecto de su propia rotación.
Fedra elevó la vista, observando con terror cómo finos haces de rayos se hacían parcialmente visibles al cortar los radios que sostenían las enormes vigas. Éstas no se partían, sino que perdían toda consistencia y se derretían como la cera a su contacto.
—Hadrones —exclamó Evan, muy pálido—. Están deshaciendo los puntos de tensión.
—Estamos perdidos —sollozó Fedra. Su compañero dejó de respirar por unos instantes, y se giró hacia ella. Un destello lejano e indeterminado iluminaba sus pupilas:
—Aún no. Confía en mí.
Sus dedos danzaron en la consola, introduciendo órdenes complejas. La antena de transmisiones pivotó sobre su eje, abandonando el enlace con la torre y apuntando a un lugar impreciso en el vacío. Un látigo de metal se despegó de un racimo de cuerdas cercano y fusteó el casco de la pinaza con un golpe seco, seguido de una terrible vibración. Fedra gritó.
Evan aumentó la velocidad, embistiendo contra la pared de vigas y soportes. La proa del navío se deformó como un escudo de papel, llevándose consigo un pedazo de la telaraña reblandecido por los haces Hd.
Siguiendo la trayectoria de uno de estos, lograron salir de la madeja con un estampido y un marcado cabeceo hacia babor.
Libre de nuevo, la pinaza comenzó a ganar velocidad. Fedra volvió a gritar, esta vez de alivio, pero calló ante la enconada expresión de Evan.
—Muy bien —dijo éste, colocándose los anteojos virtuales del piloto—. Ahora agárrate fuerte.
La división de la computadora que controlaba la antena mostró un contacto nuevo. Ésta parecía apuntar hacia el vacío, justo en la zona a través de la cual los dos habían flotado en caída libre minutos antes. Fedra sacudió la cabeza, sin entender. Entonces, el sol destelló de nuevo en unos objetos abandonados, lanzados libremente al espacio.
Los recordó. Los había visto durante el paseo espacial; su captor los había identificado como los objetos que habían salido despedidos de su habitación.
La nave realizó un giro muy brusco. La becaria temió por la integridad del casco. Sin embargo, por la expresión de su acompañante, todo parecía ir bien. Tenía los anteojos colocados como un parche de metal, cubriéndole un solo ojo. Con el otro, desatado en furibundos espasmos REM, vigilaba el espacio real. Sus manos de vez en cuando ejecutaban maniobras complejas en los controles, haciendo derivar la nave, como esquivando obstáculos que no estaban ahí… ¿o sí estaban? Fedra dudó, cazando un atisbo de su plan.
—Computadora, abre un enlace de comunicaciones con el incursor. Comprime la señal que entra por el canal principal y descárgala a mi orden —instruyó Evan, humedeciendo sus labios resecos—. Ahora vamos a comprobar si se puede o no negociar con Dios.
* * *
—Tratan de abrir un enlace de comunicaciones —anunció el táctico. Móntez alzó un brazo rozando el holograma de batalla. Todos los cañones de partículas fijaron su blanco en la pequeña pinaza, que se obstinaba en ejecutar incomprensibles maniobras de esquiva, inútiles contra sus predictores de puntería.
Tal vez había sobreestimado a su oponente. Tal vez sí estaba loco. Comunicó a Lucien la noticia, y éste asintió.
—Quiero hablar con él —ordenó—. Enlaza y amplifica mi señal.
Al momento, Lucien estuvo flotando en un limbo virtual opaco, sin referencias, con la imagen de Evan delante. De éste sólo aparecía la mitad sesgada del rostro.
Ambos hombres se estudiaron con detenimiento, más pausadamente que en su encuentro anterior, disfrutando marcialmente en un delicado equilibrio de poderes. Lucien fue el primero en romper el silencio:
—Es un honor conocerle.
—No le entiendo —dijo el aludido.
—Pocos hombres tendrían la osadía de aceptar una misión tan ardua como ésta, y menos aún poseerían el talento para salir con vida, triunfantes.
Evan asintió, agradeciendo el cumplido.
—Eso aún está por ver.
Lucien sonrió. Sus dedos descansaban a un palmo de su cintura, congelados en una instrucción secreta. Un movimiento de esos dedos y la nave de Evan y absolutamente todo lo que la rodeaba se convertirían en residuos nucleares.
—¿Puedo hacerle una última petición? —inquirió el Guerrero Espíritu.
Lucien accedió reluctante.
—Adelante.
—Si escapo, cierre los ojos y cuente hasta cien antes de perseguirme.
El coronel soltó una sincera carcajada.
—De acuerdo —convino, y alzó los dedos con determinación.
* * *
—¡Suéltalo! —gritó Evan. El ordenador hizo de repetidor de la señal que entraba por la antena y bombardeó con sus datos al receptor del incursor.
Este no demostró verse afectado al principio, cuando, de repente, algo invisible pareció golpearle por un costado con violencia, desviando sus haces de rayos hacia la nada.
—¿Qué pasa?: —preguntó Fedra, el corazón a punto de saltar de su pecho. Evan aceleró al máximo y disparó la cuenta regresiva hacia el Hipervínculo.
—Física elemental —explicó—. Dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.
La becaria iba a protestar, cuando la solución atravesó su mente como un relámpago de gloria: el pequeño objeto que había escapado de la habitación de Evan, su computadora. Varada en el espacio pero aún operativa, suministrando al ordenador de vuelo, y por reflejo al de sus perseguidores, de las fintas y efectismos digitales necesarios para confundir al generador de la matriz virtual.
Realmente, Evan había estado ayudando a la pinaza a esquivar obstáculos procedentes de la singular orografía de Damasco que, pese a no estar allí, eran muy reales para la computadora de vuelo.
Evan se deshizo de los anteojos, mostrando la imagen en pantalla. Para la mente de la nave, acababan de sortear por escasas decenas de metros una montaña, la misma que había sorprendido a Evan a su llegada al planeta. Por desgracia, el ordenador del incursor había recibido los datos que comunicaban la presencia de la ingente masa de granito digital un segundo tarde. En un acto reflejo de la nave, sus impulsores de maniobra se encendieron a máxima potencia, tratando de evitar la colisión.
* * *
El efecto fue como si de verdad hubieran colisionado contra una montaña. Los compensadores inerciales no pudieron actuar a tiempo, y una onda de choque cruzó violentamente toda la estructura.
La imagen de Lucien desapareció con un chasquido del foso táctico, al tiempo que la primera oficial Móntez era lanzada por el aire y se estrellaba contra la consola del artillero. Los sillones ocupados hasta hacía un momento por los sorprendidos tripulantes giraban frenéticamente sobre sus ejes, mientras los hombres rodaban por el suelo o chocaban dolorosamente contra los paneles.
Móntez logró ponerse en pie. Un reguero de sangre muy roja manaba de su frente, goteando sobre su traje y manchando sus ojos. Ladró algunas órdenes al ordenador mientras comprobaba el estado de sus hombres. Algunos no se movían, o yacían recogidos en posición fetal retorciéndose de dolor. Maldiciendo, llamó a gritos a la computadora, que seguía sin responder. El aparato escoraba peligrosamente, a escasos segundos de impactar contra la malla de sostén de Damasco.
—¡Quiero un informe de daños! —gritó, comenzando a somatizar la helada e inexplicable sugerencia de la derrota—. ¡Que alguien compruebe el estado de los hombres en los camarotes!
La compuerta de acceso al puente se abrió. El alférez Eduardo Santana, veterano oficial de Infantería con experiencia en decenas de batallas al lado de Lucien y sus oficiales, se desplomó más que entró, golpeando la mampara con la cabeza. Boqueaba como un pez asfixiado, su boca abriéndose púrpura y cerrándose rosada como una herida suplicante. Una esquirla de metal barnizada de sangre surgía de un profundo corte en su pecho.
Aunque su mente se negaba a rendirse, su cuerpo ya sabía que había muerto.
* * *
Evan logró exhalar todo el espeso aire acumulado en sus pulmones con sonora satisfacción. En la tranquilidad del Hipervínculo, en la paz que confería el entumecimiento de sus sentidos, cada segundo era testigo del anterior: estaban vivos.
Fedra vomitó a un lado, manchando parte de su asiento. Una vez dejaron de escuchar los tambores que tocaban en sus corazones, se miraron el uno al otro.
—¿Y ahora? —preguntó ella, con cierta asepsia en la voz.
Evan tomó aire ruidosamente.
—El vínculo no es una proyección. El viaje hasta el Suq durará catorce horas estándar.
—¿Tiempo real o de la nave?
—De la nave. Serán unas tres semanas en la progresión normal.
—¿Y qué haremos cuando lleguemos allí?
El piloto tardó en contestar. Unos números brillaron como el fuego tras los anteojos.
—Recuperaremos a tu padre —decidió, e introdujo las coordenadas de salida en la memoria de la nave.