Capítulo 7

Francisco De Palma permanecía inmóvil como un centinela vestido de blanco en la plataforma de observación de la fragata cañonera Perseo. A través de la gruesa cristalera, el reflejo de las constelaciones llegaba tardío y licuado, haciendo que los lejanos puntos de luz resbalasen por la superficie de cristal como gotas de agua meciéndose al pairo de los vientos solares. Eran como imágenes fantasmales sobreexponiéndose a cámara lenta sobre una pupila de silicio.

Francisco sonreía. Al antiguo explorador que aún había en su interior le gustaba disfrutar del espectáculo del empuje supralumínico hasta que los ciclos de aceleración acababan, y la nave penetraba plácidamente en el Hipervínculo. Era como nacer a una realidad distinta. Un lugar sin mácula donde los hombres entraban y salían apresuradamente procurando no hacer demasiado ruido, como un visitante en una mansión gigantesca y dormida. Entraban y volvían a salir, pero tomando un sendero diferente, y así sus ojos eran iluminados de repente por luz milenaria en el momento en que nacía de una estrella, y aún no era el pasado sino el presente, y el navegante podía contemplar mundos girando alrededor de soles extraños.

Viajar por el espacio.

—¿Almirante? —susurró una voz de mujer cerca de su oído.

—¿Sí?

—La llamada que solicitó está preparada. Puede hablar desde su camarote si lo desea.

—Muchas gracias. —No sin cierto pesar, se despidió del majestuoso paisaje que se divisaba desde la ventanilla y salió de la sala.

Los pasillos del Perseo normalmente estaban saturados de cientos de personas que iban y venían, saliendo y entrando de puertas y ascensores con oscuros propósitos cuyo denominador común parecía ser la urgencia. En cuanto dobló la primera esquina, sus obligaciones se presentaron en forma de un adusto oficial superior del departamento de ingeniería, que corría hacia el elevador portando un cuaderno digital de apuntes. Al encontrarse, el veterano oficial saludó a su superior con un ademán que era al mismo tiempo una invitación para que éste pasara primero.

—Me he enterado de que hoy es el cumpleaños de su hija, señor —dijo el ingeniero, con su habitual rigidez—. Le felicito. Y permítame transmitirle también los saludos a su pequeña, aunque creo que ya no se acordará de mí.

—Gracias, Myron —sonrió De Palma. Conocía a aquel hombre desde prácticamente toda la vida, y nunca había logrado entender por qué se afanaba en mostrarse tan distante como sus rangos aún cuando estaban en privado—. Y no te preocupes, que Renée te recuerda muy bien. Ella te llama tío My.

—Oh. Tío My. Me gusta. ¿Y su esposa?

—Como siempre. Engordando y ganando tranquilidad y sabiduría con los años. Al tener que cuidar y organizar la casa ella sola, está adquiriendo unas envidiables habilidades para el mando y la estrategia. Imagínate, cuidar de siete niñas, todas con el talante de su padre.

—Una hazaña. Pero me pregunto si la planificación familiar no tendrá previsto en el presupuesto espacio para otra más…

—No, no —rechazó De Palma con un aterrado aspaviento—. Siete es un buen número, bonito y simétrico. Lo decidió ella, así como quitar el ridículo chaleco de manga quebrada del uniforme, ya sabes…

—El que va encima de la camisa cruzada, lo sé. Yo lo odio. El modisto de la oficialidad de la Marina debe ser un espía infiltrado para socavar nuestra moral.

—Sí, la verdad es que esa cosa horrible mina la moral de la tropa. Imagínatelos a todos firmes en la sala de conferencias mirando hacia arriba y viendo un par de patéticos viejos mal vestidos hablándoles de la patria —se burló el almirante—. Dantesco. Creo que a veces debería confiar en la intuición de mi esposa y dejar que ella gobierne este tinglado. Tiene talento, créeme.

—¿Cómo para dirigir este desastre que llamamos flota?

—Ya ves. El otro día me aconsejó invadir Amnutra.

Ambos rieron distendidamente al tiempo que las puertas del ascensor se abrían, descubriendo un nuevo pasillo con un grupo de jóvenes oficiales que se cuadraron aterrados al ver quién ocupaba el transporte. De Palma se despidió de su amigo con un apretón.

—Bueno. Deberíamos vernos más a menudo. Cuando tengas tiempo, vente a la cantina de la cubierta B y ordenaré al maître que nos invite a algo.

—Prometo que lo haré, señor. Buena suerte con lo de su hija y dígale de mi parte que en el espacio, el fuego de las velas de cumpleaños forman pompas de jabón.

—Lo haré, descuida —se despidió De Palma, apartándose para que los jóvenes ocuparan con presteza el ascensor.

Dos minutos después cruzó la puerta de su camarote, el más espacioso y confortable de la nave, y pidió acceso al canal de conexión con Delos desde la terminal de su escritorio. Hablar desde el Hipervínculo era un proceso caro y engorroso. A Francisco le recordaba todos aquellos capitanes de submarinos de las grandes guerras terrestres, ocultos bajo acantilados de agua salada y luchando por enviar señales de radio al aire para que alguien les informara de qué ocurría fuera. La Línea Rápida casi había logrado suprimir esa opresiva sensación de soledad y distancia, pero en el caso de una nave de guerra que surcaba el espacio camuflada en una superdimensión numeraria, las teorías comunes no funcionaban.

—Línea establecida y constante. Pueden ustedes hablar —avisó la terminal. En la pantalla se iluminó una imagen inesperada: un enorme oso de peluche llenaba el cuadro. En la esquina inferior comenzó a caer una cuenta regresiva. Inmediatamente el peluche se retiró, dejando ver la graciosa manita de Renée mientras llamaba emocionada a su madre.

—¡Mira, mamá! ¡Mamá, ya está funcionando! —gritaba, excitada. Francisco sonrió, saludándola con un agitar veloz de sus dedos. Su mujer debía haber cambiado el color de las paredes y el tapizado de las sillas, ya que le sonaban poco familiares. El gran angular de la cámara permitía ver un fregadero, una nevera y el viejo estante de mimbre, lleno a rebosar de ceniceros, gatos de porcelana y escudillas de adorno.

Su mujer apareció llevando en brazos a la hija de diez años, de ojos negros como el espacio y brillantes como novas. En ella se conjugaban la complexión robusta de su padre y el semblante aristocrático y decidido de su madre, con aquella risa segura de tener mucho tiempo por delante. Ariadna sí que había cambiado de aspecto en aquellos breves meses. Lucía el pelo más corto y teñido a mechas, con un rizo largo y asimétrico acomodado a un lado del orondo rostro con sugerente gracia. Mandándole un beso volado, al almirante se le enterneció la voz:

—Hola, cariño. ¿Me has echado de menos?

—¡Papá, hoy es mi cumpleaños! —gritó entusiasmada la pequeña.

—Lo sé, pequeñina, lo sé. Y te he comprado un regalo.

—¿Dónde? —el oso sufrió los nervios de Renée, viéndose apretujado hasta que los ojillos de plástico sobresalieron de las órbitas.

—Debes de ser la única niña de la galaxia que no pregunta «cuál» —dijo Ariadna, mesándole los rizos.

—Te he comprado un monstruo. Un ser de otro mundo, feo y grande…

—Con antenas —exigió la niña. Francisco accedió, poniendo cara de ogro:

—Con antenas y largos tentáculos atrapa niñas.

Renée rió ante la mueca, y corrió a guardar a su oso cuando su limitada paciencia infantil decidió que ya estaba todo dicho. Ariadna sonrió, posando un beso con la punta de sus dedos en el cristal de la cámara, que recortó su huella dactilar. Su Id sopló una brizna de ternura en cada dirección de aquel monitor que los separaba.

—Te echo de menos —dijo con voz afectada, aunque la alegría se le notaba en los ojos.

—Y yo a ti, tesoro.

—¿Dónde estáis ahora? Oh, lo siento.

—No te preocupes, esto es un canal codificado —precisó Francisco—. Estamos acercándonos al perímetro defensivo, a un par de minutos del final del cono, así que en cuanto salgamos del Hipervínculo tendremos ya a Delos en pantalla.

—¿Lo verás a simple vista?

—Por supuesto.

—Entonces no estás tan lejos.

A él le encantaban los pensamientos simples pero llenos de misterio con que su mujer le sorprendía a veces. Tenía toda la razón del mundo; si podían verse a simple vista, es que no estaban tan lejos.

—Estaba preocupada. La LR ha dicho que ha habido más avistamientos de naves extrañas, cerca del Núcleo. Creo que en los mundos exteriores están alerta ante lo que pueda pasar.

—No tienes por qué preocuparte, cariño —la tranquilizó el almirante—. No son más que rumores. Ahora mismo nos disponemos a hacer una inspección del Lyrae, por si acaso. ¿Cómo siguen las cosas por ahí?

—Bueno, un poco como de costumbre. La niña ha empezado otra vez a ir al colegio.

—¿En segundo curso?

—No, en tercero. Se nota que hace tiempo que te fuiste —bromeó su mujer.

—Sí, desde antes de partir. Creo que mi cabeza ya estaba en la nave antes que yo empezara a hacer las maletas. Oye, lamento…

—No, no tienes por qué disculparte. Tú tienes tu trabajo, y eso importa para muchísimas personas. Y para mí también.

—¿En serio?

—En serio —sonrió—. Sólo espero que no se desate ninguna guerra que pueda fastidiar tu jubilación.

—Espero que no —el almirante bajó la vista hasta los números de la esquina de la pantalla, que ya empezaban a parpadear. Su mujer mimetizó el movimiento, dirigiendo la vista hacia el lado opuesto de su terminal.

—Se va a cortar la conexión. Y me quedan muchas cosas que contarte.

—¿Sólo muchas?

—Más que demasiadas. ¿Me has comprado algo también a mí?

—Por supuesto. Ariadna…

—No lo digas.

—Está bien —sonrió el Almirante, sin excesiva fuerza de voluntad.

Ariadna sonrió, levantando un dedo amenazadoramente.

—Francisco, no se te ocurra decirlo.

—Hasta muy pronto —concluyó el almirante, un segundo antes de que la conexión se interrumpiese para que la respuesta de su mujer no tuviera tiempo de remontar la línea.

Pensar en su familia siempre había sido como un seguro de vida para su conciencia, como el ancla que todo marino acaricia en la noche de tormenta para recordarse a sí mismo que siempre hay posibilidad de escape. Se había casado por tercera vez hacía once años, uno antes de que naciera Renée, y desde luego eso había sido la convivencia con su esposa: un triunfo. La prueba de que hasta los militares podían aspirar a algo más que el reconocimiento de la patria y un sueldo seguro de por vida. Muchas veces se había preguntado qué haría si las perdiera. Ya era muy mayor para enamorarse otra vez, y no podría soportar otro fracaso.

Ser viejo es volver a llegar a las mismas conclusiones sobre la vida que tenías cuando eras joven, sólo que con argumentos para defenderlas, pensó. Se recordaba de niño, fermentando travesuras en el patio de atrás de la casa de sus padres, jugando con sus hermanos a ser astronautas. Navegando en gigantescas astronaves de cartón, más veloces que el rayo y con una potencia destructora sin igual en el Universo conocido. Que él recordara, los alienígenas siempre tenían antenas.

La alarma de seguridad comenzó a sonar de repente. No era un aviso general, era una llamada para la oficialidad. Apagando rápidamente la consola procedió a salir de su camarote, abrochándose los gemelos. Cuando alcanzó el pasillo principal de la cubierta, una leve sacudida en la misma estructura de la realidad distorsionó por un momento los sonidos, ahuecándolos como si se encontrara bajo las aguas de un río: la nave había abandonado el Hipervínculo. Un oficial apareció corriendo a su lado. Era un técnico en comunicaciones de radiación.

—¿Qué ocurre, teniente?

—¡Señor! —el joven saludó con algo de congoja—. Estamos recibiendo señales de origen desconocido. La computadora las está cotejando.

—¿Se sabe ya algo?

—Aún es pronto, señor. Yo, eh… todavía no lo sé —titubeó el hombre, ruborizándose un poco.

—No se preocupe, teniente —le tranquilizó Francisco, apretando el pasa ¿Lo ves, Ariadna, querida?

El puente físico del Perseo era un recinto pequeño, aséptico, con varias docenas de personas apretadas en una orografía que recordaba la de un submarino. Todos llevaban gafas CSG sobre los ojos, y sus manos ignoraban las consolas que tenían delante para realizar complicadas maniobras y gestos en el vacío. Un alférez lo saludó al entrar, guiándole hasta uno de los dos fosos tácticos que se levantaban en el centro de la sala. El otro estaba ocupado por la capitana del navío, una terrestre llamada Vaira, a la que De Palma apenas veía a través de las cascadas de hologramas y proyecciones tridimensionales que la rodeaban como una nube semiesférica de datos. En cuanto De Palma asentó los pies en la base del foso, la realidad del entorno pareció explotar en una nube pixelada de información. De repente estuvo en medio del Puente Virtual Único desde el que se comandaban todas las naves de la flotilla.

Era una habitación enorme, atestada de personas en movimiento simulado y hologramas flotantes. Sobre el mismo espacio se superponían, aparte del nivel físico, dos virtuales, uno para las personas y los programas de apoyo, el otro para un diagrama táctico invisible al que se accedía variando el ángulo de visión estimado para cada par de ojos humanos. El techo y el suelo estaban bien definidos, así como la gravedad y las posiciones relativas de los tripulantes, pero las paredes habían desaparecido. En su lugar estaba la nada, el vacío del espacio con todas sus estrellas y el lejano y compacto disco del sol de Delos, Lucifer.

Mucho más cerca brillaba la parpadeante esfera del cañón RR Lyrae, girando sobre su eje de revolución a razón de doscientas ochenta veces por minuto. La matriz energética que se alimentaba de la pulsante estrella de neutrones brillaba en forma de delgadas cintas superconductoras de metal líquido, distribuidas perpendicularmente al plano de rotación del racimo de polos magnéticos del astro. La Madeja, que alcanzaba el millón y medio de kilómetros de anchura en el punto menos achatado de su curso elipsoide (la potencia de los campos no permitía que las órbitas a menos de cuatrocientos kilómetros de la estrella fueran círculos perfectos), giraba a gran velocidad en caída libre para contrarrestar el tirón de treinta millones de g.

Pequeños aceleradores Riemann mantenían las cintas a una velocidad comparada próxima a c, a la vez que iban corrigiendo automáticamente su trayectoria para que el ángulo de corte con las líneas del campo electromagnético no variara. Tan sólo esta fricción con los potentísimos campos del pulsar conducía un flujo constante y muy potente de electricidad hacia los acumuladores de compresión gaussiana que esperaban en un punto de equilibrio de la órbita, absorbiendo energía y utilizando parte de ella para mantenerse en un Hipervínculo fractal permanente, apenas media vibración por debajo del espacio normal einsteiniano.

Las retículas de las otras dos naves de guerra que acompañaban al Perseo, de menor eslora, colgaban al extremo de vectores definidos por números de distancia y arcos de ángulo. A estribor —en el extremo del disco que hacía las veces de techo brillaban marcas de gradación angular—, a dieciséis grados nor-noreste y doce metros de distancia, las consolas y los uniformes de los tripulantes cambiaban de color. Del azul oscuro y blanco de los uniformes del Perseo, a los grises y ocres de los integrantes de los otros puentes: era el centro de mando de la Genghis.

Ramírez saludó a Vaira, que permanecía de pie a su izquierda. La capitana tenía los brazos ligeramente abiertos, los dedos sumergidos en varios planos holográficos.

—Bienvenido, señor —saludó la capitana.

—Informe —pidió el almirante. Delante de él se hicieron visibles varias pantallas repletas de números. Una cordillera de picos y profundos valles de longitudes de onda en vivos tonos de azul.

—Empezamos a recibir la señal hace cuatro minutos. Llega perpendicular a la eclíptica, treinta y cinco grados sobre el eje central, con origen a unos doce minutos luz. Coteja con las emisiones de los avistamientos registrados en Beta Scuti y Sigma Cerea Tres.

—¿Doce minutos? —preguntó De Palma, asombrado. Están cerca, muy cerca.

—En efecto. Por la manera en que nos llegan, creo que se trata de un mensaje deliberadamente lanzado hacia este sector. La dispersión es casi nula. Los sistemas están diseñando un algoritmo de interpretación que pueda intuir su lenguaje, pero parece que hay algunas dificultades. Con su permiso, me gustaría probar una variante del protocolo.

—Hágalo.

Francisco meditó sobre la señal. Su foco se volvía muy excéntrico al pasar cerca de la estrella de neutrones, envolviéndola y dejándose acariciar por las nubes de iones que cabalgaban su rabiosa ecosfera. Pero había demasiada precisión en la amplitud de arco para que el tropiezo con la estrella fuese algo casual. No, más bien parecía como si…

—… el objetivo fuera la propia estrella —susurró.

Los programas de correlación tuvieron lista una versión sonora de la señal en pocos segundos. No era un flujo caótico de impulsos binarios, ni una algarabía descontrolada de picos emisión-respuesta característicos de un sistema de exploración láser. La curva de sonoridad parecía el extravagante canto de un grupo de ballenas siderales. La trascripción omitía el sesenta por ciento de la complejidad de su perfil espectrográfico, pero aún así el almirante pidió un muestreo.

Todos callaron. De los altavoces surgió un cántico digital profundo y sobrecogedor, texturado de sonidos de baja frecuencia y armónicos quebrados. El Id del almirante se retorció inquieto en algún lugar al fondo de su mente, bailando al son de la extraña música como si produjera en él un efecto embriagador o de profunda conmoción. De Palma nunca había oído nada igual. Sus ojos se cruzaron con los de Vaira y con los de los capitanes de las otras naves, cada uno en pie en su propio foso táctico.

—¿Dónde han obtenido las muestras de comparación?

—De entre las registradas en el último avistamiento. —Vaira consultó los datos de la Genghis—. Se catalogó hace seis semanas. A escasos minutos luz del sistema de Damasco.

—Manténgame informado —pidió el Almirante, al tiempo que abandonaba la realidad consensuada del espacio digital y volvía al puente físico del Perseo—. Y quiero un canal directo con Von Brawn. Necesito saber exactamente dónde está ahora el grupo de la Operación Antártida.

De Palma abandonó el puente dejando a los atareados oficiales tratando de descifrar la señal y recuperándose de la respuesta de sus respectivos Ids. La huella de un fenómeno inusual aún se leía sutilmente en los rostros de todos los que eran portadores. Se preguntó cuántos de ellos seguirían todavía oyendo los ecos de la sobrecogedora canción.

De camino a su camarote, un nombre volvió una y otra vez a sus pensamientos.

Damasco.

* * *

—Damasco —anunció el piloto de la pinaza. Evan entró en la cabina de control para disfrutar del panorama en aproximación del famoso mundo turquesa… y no lo vio.

La nave sobrevolaba la baliza exterior de aproximación a puerto. Delante, y evolucionando suavemente sobre una luna yerma y gris, apareció el Núcleo, una masa de metal y plástico del tamaño de una ciudad, punteada con luces de posición y fugaces destellos de soldadura. Un entramado de vigas reforzadas relucía sobre un esqueleto de titanacero, con nodos de control de inercia para compensar la tracción deformadora del efecto de marea.

Una enorme fábrica en órbita, eso parecía a simple vista el más feérico y veleidoso paraíso intelectual y proselitista del Imperio.

—Tomemos asiento en la terraza —sugirió Sen Yapur, uno de los becarios pentaístas que mejor había congeniado con él durante la travesía. Evan le siguió, saltando y resbalando sobre las espiraladas mareas de efecto coriolis que bañaban el contorno circular de la pinaza, hasta situarse en una terraza bordeada por un pasamanos de enlucido mudéjar.

Casi todo el pasaje, una veintena de becarios, investigadores, presbíteros y teólogos pentaístas ya se encontraban allí. De repente la burbuja de observación se hizo transparente, salvo una sección de la balconada y una línea pintada en el suelo que indicaba qué era «abajo», y estuvieron flotando en el espacio.

—¿A dónde nos dirigimos exactamente? —preguntó Evan. Sen Yapur se encogió de hombros.

—Supongo que a la región propiedad de la Iglesia Pentaísta. Creo que han pagado toda una península con forma de cruz dioclesiana al sur de la capital.

—¿De veras? ¿Cuánto dinero cuesta eso?

El seminarista se encogió de hombros. La pinaza atravesó veloz el espacio perimetral de la estación y comenzó a sobrevolar una intrincada red de curvas que aguantaba el peso de todo un mundo. Pequeños saltadores monoplazas revoloteaban en todas direcciones; suponían el método más común de viajar por el interior del abigarrado espacio geométrico del Núcleo, dado que vehículos de mayor envergadura se verían irremediablemente atrapados en la tela de soportes cinéticos como escualos en una inmensa red de pesca.

La pinaza comenzó la deceleración final y dio un inesperado bandazo a estribor. El puerto de anclaje ya era visible a proa.

—Acabamos de sortear un obstáculo —observó Yapur.

—¿No podríamos verlo? —pidió Evan. Los demás pasajeros estuvieron de acuerdo y uno intercambió unas palabras con el asistente de vuelo. Ya era hora de ver el planeta que supuestamente orbitaban. La burbuja cambió de configuración, conectando con la señal portadora de Damasco, y el paisaje se transformó de repente.

Ya no flotaban en el espacio. Sobrevolaban a gran velocidad un enorme lago bordeado de montañas nevadas, una de las cuales la nave había esquivado segundos antes. A sus pies vieron pasar fugazmente un pueblecito pesquero, asentado al filo de un litoral capaz de destripar cualquier bajel en un arrecife —si Evan no se había equivocado, creía haber visto cuatro drakkars normandos fondeados en el muelle.

Varios pesqueros se deslizaban a media vela entre los largos espigones que se adentraban en las aguas de la rada, con anillos de gaviotas revoloteando por encima de los mástiles oliendo la captura. Los racimos de constelaciones de la bóveda celeste escondían formas de mujeres exóticas, símbolos religiosos y publicidad subliminal de las marcas patrocinadoras de esa región del cielo.

Evan no pudo reprimir un escalofrío al volver a ver aquel lugar. Con un esfuerzo, alejó ese pensamiento. Su sufrimiento debía quedar para él, y nadie más debía percatarse de que mucho tiempo atrás, en algún lugar de aquel paraíso artificial y chauvinista, él había muerto ya una vez.

—¿Es alucinante, verdad? —sonrió Sen Yapur, pletórico. Evan hizo una mueca y desvió la mirada.

El lago pronto quedó atrás y la pista de aterrizaje se hizo visible. Los pasajeros se prepararon, cogiendo sus equipajes de mano y dejando los pesados para los mozos de pista. Yapur se acercó a Evan con su tarjeta de visitante en la mano. En ella brillaba un pictograma 3D del escudo del monasterio-hotel donde se hospedarían, el Vie de Louis, un reducto feudalizado de la Europa medieval digitalizado piedra a piedra y reconstruido sobre una montaña.

—Esta noche hay una fiesta —anunció Yapur—. Van a acudir los responsables de investigación del Instituto Anjou. ¿Te animas?

—Por supuesto que iré. Al fin y al cabo, estoy aquí por ellos.

—Me parece que al obispo Boutruche no le hace mucha ilusión tenerte cerca —señaló a un erudito de aspecto severo—. Él es el invitado de honor del Instituto para la charla de presentación de la avispada joven que ha descubierto el ninot.

—¿Él? No me parece una buena elección.

—Y ella tampoco —apuntó Yapur, enigmático.

—¿Qué quieres decir?

—Resulta que es una clónica de tercera generación. Una zorrita de encargo biofacturada en algún tanker francés o australiano —graznó—. De lo que no hay duda es que procede de la Tierra.

El fornido soldado esbozó un gesto de perplejidad. Esa mujer de la que hablaban, la que había descubierto el ninot, era su contacto.

—¿Fedra, un clónico? ¿Y estudiaba en la Universidad?

—Alguien bastante influyente la metió dentro. Mucho dinero y algo de talento para la investigación en el cerebro de esa muchacha.

—Ya veo. Por cierto, ¿qué hay de verdad en eso de que quieren canonizar al ninot?

Yapur cabeceó.

—Dicen que es la conciencia extrapolada de un hombre que el Vaticano había considerado apto para la canonización, pero nadie está seguro. En confianza, creo que eso mismo es lo que ha venido a averiguar monseñor Boutruche.

—No se le ve demasiado apurado por la papeleta que le ha tocado.

—La cosa todavía llevará su tiempo. Según se rumorea, hay un problema burocrático con el tema del patrimonio del descubrimiento del ninot.

—¿No lo han registrado todavía?

—No, es que ella se está cambiando el nombre a una iteración subsiguiente, por lo que he oído. Un asunto de divorcio y separación de bienes —apuntó Yapur. Evan comprendió. Era de dominio público que la iteración común de apellidos tras la unión matrimonial podía llegar a considerarse parte del patrimonio retribuíble a una de las partes, en el proceso de separación de bienes. Evidentemente, aquí la joven había perdido—. Boutruche puede estar tranquilo al menos por ese lado.

No dejaba de resultar irónico que las ambiciones de las organizaciones eclesiásticas chocasen a menudo tan abiertamente con las filosofías que defendían sus escolásticos. El ninot, un fantasma digital que alguien tal vez había visto comportarse con un asomo de humanidad, de ese algo que hace que las personas distingan si los demás están vivos, podía resultar ser el calco artificial de alguien que jamás en su vida había sentido el más mínimo respeto hacia las instituciones, sacras o impías. Si una de las posibles iteraciones de su personalidad binaria resultaba cotejar con la del fallecido pintor Delian Stragoss, Monseñor Boutruche se iba a encontrar de pronto defendiendo la reputación de un espíritu burlón y malhablado, con un talento que rayaba en la genialidad para hacer muchas cosas más aparte de pintar, incluyendo poner en ridículo todo aquello que no cotejara con su peculiar forma de entender el mundo. En una hipotética lucha de intelectos, sonrió al imaginar al pétreo hombre de fe enarbolando en su diestra la vara de la rectitud, asestando sablazos de moralidad y fintas de sofismos religiosos contra la experta defensa amoral del pintor, curtida en mil batallas dialécticas tras la barra de un bar.

Diez minutos después habían descendido de la nave y se dirigían al hotel en un bote de velas piezoeléctricas, que convertían su deformación por el empuje del viento en electricidad. Un grupo de atunes delfín dotados de los últimos algoritmos de comportamiento animal escoltaban la quilla del navío, asomando su espinazo con rimbombante alborozo a cada impacto de las olas contra la madera.

El Grupo Fuji, que poseía el treinta por ciento de las acciones sobre el espacio virtual de Damasco, se cuidaba mucho de reservar un espacio que sirviera de puente para realizar la transición. Muchos turistas incluían una cláusula en su contrato de permanencia en la que se especificaba que el paso a la realidad totalmente virtual debía ser un suceso consciente y remarcado, para darse cuenta del momento en que dejaban el cuerpo atrás. A muchos les asustaba lo que podía pasar con sus cuerpos físicos una vez que su mente estuviera más allá, navegando en la compleja realidad consensuada de la Línea Rápida y sus paraísos digitales.

El uso de remotos en Damasco estaba prohibido más allá de una determinada frontera, aunque no la conexión directa de una línea de soporte Alma desde el procesador del remoto hasta el gestor central, una IA administrativa llamada Gea. De todas formas, Evan consideraba estúpido venir hasta aquí físicamente en el cuerpo de un remoto para luego «aparcarlo» y enchufarse a la red local. Era preferible realizar un salto LR directo desde el lugar de procedencia y confiar en que las líneas no sufrieran ningún bajón en el camino. De ahí que la mayoría de las agencias de viajes organizados fueran filiales de las compañías de telecomunicaciones.

Una campanilla sonó rítmicamente como aviso a los pasajeros.

—Bueno, aquí nos separamos.

—¿No vas a subir al monasterio? —preguntó Yapur, cargándose los bártulos al hombro.

—Estoy alojado en una zona diferente. —Evan le enseñó su pase sellado por el Instituto que le acomodaba en calidad de VIP en las suites de las torres del monasterio. El becario resopló, sorprendido—. Nos veremos esta noche, en la fiesta. ¿Cómo has dicho que se llama ahora Fedra Winterstone?

—Creo que ha vuelto a adoptar la segunda iteración de su apellido, la que tenía de soltera antes de ingresar en la escuela pentaísta. Stronghold, o algo así.

Ambos saltaron a tierra, y el bote desapareció como tragado por las aguas.

* * *

En algún momento entre el ocaso y la noche, el cielo se cubrió de bandadas migratorias de auroras boreales. Seguían a un líder espumoso del color del cénit que batía sus alas, desgranándolas en copos de iones impulsados por vendavales de campos magnéticos.

Los individuos que le seguían se disponían en dos filas superpuestas en forma de V, utilizando los iones para asegurar su orientación y, en función a su valencia, saber si el líder variaba de altitud. Todos huían de un ballenero gaussiano colmado de turistas, más de uno de los cuáles había desembolsado una suculenta propina para ser de los primeros en disparar el arpón de jaulas de Faraday contra las etéreas piezas.

Contemplando el espectáculo con cierto desprecio, Evan bajó al anfiteatro romano donde tendría lugar el refectorio. Eran las nueve —meridiano cero con número imaginario delante—, y observó con aprobación que ya se habían personado la mayor parte de los invitados. El tiempo era caro en Damasco.

El organismo anfitrión, el Instituto Anjou, se había cuidado de invitar a la presentación del ninot a todas las personalidades de gran peso específico relacionadas con el mundillo de la tecnología de sistemas de inteligencia artificial, incluyendo diseñadores y genartistas ARN, dueños de fábricas de software, programadores de algoritmos cuánticos y psicólogos IA. En lugar de cerrarse en coros de amistades, buscaban mezclarse con los invitados de la otra fiesta, los que celebraban el fin de siglo local.

Los maestros de cocina presentaban el menú de la noche a los invitados entre música y aplausos, paseando las exquisiteces en desfile triunfal. Algunos comensales llegaban flotando sobre nubes de algodón de contornos suavizados con programas antialias, bromeando y entrechocando copas al ritmo de la suave música ambiental. Una mujer sonrió al pasar junto a Evan, luciendo una máscara interactiva que mimetizaba las sonrisas de diez celebridades, vestida con la exótica ambigüedad de la Mona Lisa. Un complicado algoritmo de predicción de movimientos (muy caro, casi dos millones de blasones en el mercado de la Red) hacía danzar un sexto dedo en su mano derecha al compás de los cinco naturales.

Evan le devolvió la sonrisa y pasó de largo, calibrando el recinto con precisión militar. Localizó enseguida a los becarios pentaístas, reunidos en torno a acalorados debates sobre inteligencia artificial con los invitados procedentes de las factorías digitales. Era el propio monseñor Boutruche quien alzaba su copa en peligrosos ademanes mientras peroraba con un hombre de generosa circunferencia, con frac de canela y una modelo de formas exuberantes asida con aburrida profesionalidad a su brazo. Evan derivó hacia el círculo pentaísta con aire casual, llegando a tiempo de escuchar cómo el Obispo apostillaba:

—… y, por supuesto, debemos tener claro que la llegada de los Ids al espacio cis-sapiente fue una completa usurpación de la libertad de potestad ideológica humana, desvergonzada y humillante como ninguna otra invasión lo ha sido con anterioridad en la Historia.

El hombre que soportaba estoicamente el argumento soltó una falsa carcajada, burlándose de las ideas del religioso. Acercándose, Evan rozó el Metacampo, sintiendo la sibilina presencia de un Id escondido en la mente del elegante hombre de negocios y pulsándolo para escuchar sus palabras. Su cuerpo real estaba muy cerca del suyo, probablemente alojado en la misma zona del Núcleo. Averiguó que el hombre se llamaba Korean, que era un ejecutivo de una importante empresa de arquitectura de software avanzado… y aquello que se veía al fondo podía ser algo parecido a un desmesurado complejo de Elektra.

Probablemente homosexual, concluyó. La maniquí también forma parte de su traje.

—Así que para usted la incorporación del Metacampo no fue sino una maniobra militar bien ejecutada para subyugar a la raza humana —resumió el ejecutivo. Unas parcas risas inclinaron la balanza del interés en su favor, mientras la modelo sonreía tratando de ocultar un bostezo—. Eso es ciencia-ficción, monseñor. Las invasiones extraterrenas no existen. Somos nosotros quienes invadimos, muchas veces creando el espacio a medida que avanzamos, si el que la Naturaleza nos ha puesto por delante no nos satisface. —Hizo un gesto doblemente extensivo al paisaje y a los invitados de las corporaciones informáticas, a quienes indudablemente él también pertenecía.

Boutruche bufó, airado.

—Me pregunto qué más hace falta —dijo—, aparte del hecho de que ahora el ser humano es casi por definición un ser psíquicamente bipolar, para convencerle de que hemos sufrido una violación de nuestra individualidad.

—¿Y eso es del todo negativo? —contraatacó el ejecutivo—. Si mi cuerpo real no estuviera adormecido en una cuna de conexión de seis mil blasones la hora, podría mantener esta conversación con usted en dos canales simultáneos, y aún me sobraría algo de capacidad mnémica para ir a saludar a esta preciosidad, donde quiera que esté… —Korean estrujó contra sí a la modelo, que le premió con un beso en la mejilla.

—¿La analogía del virus le satisface más, tal vez? Debería estar acostumbrado a las semejanzas que la ciencia informática se empeña en establecer tomando como referencia el mundo físico, real.

—¿Los Ids son virus informáticos? —preguntó una mujer, extrañada por la comparación. Korean se apresuró a puntualizar:

—No como los conocemos habitualmente, querida, pero admito que es una analogía plausible. Aunque yo no lo calificaría exactamente como «virus» —añadió cáusticamente—. Un virus es un organismo patógeno que toma de su huésped por la fuerza lo que necesita para subsistir, a pesar de que de esa manera está dañando la fuente de su sustento. En nuestro caso, el Id es…

—¿Un simbionte?

—Es posible. Ellos nos conectan con ese enorme espacio virtual que es el Metacampo, y a cambio les otorgamos… —vacilante—. Tal vez sólo un estado físico. Como ángeles que soñaran con retornar a la tierra y necesitaran de un vehículo, un nexo viviente, que les alejara de Dios.

—Esa es una cuestión interesante, si me permite decirlo —apuntó Evan, eligiendo ese momento para incorporarse a la conversación. Boutruche le analizó de un vistazo.

—Ah, nuestro maestro de análisis. ¿Ya ha comenzado a realizar observaciones, señor Kingdrom? —se giró hacia sus contertulios—. Damas, caballeros, permítanme presentarles al señor Evan Kingdrom, observador de la Marina. Su presencia nos honra con algo de sentido práctico militar.

Korean le dedicó un aspaviento:

—¿Pertenece al Ejército?

—Pertenecí en un tiempo —asintió Evan—, pero ahora estoy retirado. Incidentalmente, me dirigía a realizar un estudio sobre los modelos de simulación Id-portador en la Universidad de París cuando fui reclutado por la Marina. Comprobaré la naturaleza exacta del ninot cuando salga de su pecera.

—Debe de ser un trabajo interesante —repuso Boutruche, tomando aliento para todo lo que tenía preparado a continuación—. Los militares se gastan mucho dinero en seguir la pista de todas las nuevas conciencias IA nacientes para averiguar si pueden sacar algún provecho de ellas… Una búsqueda de pupilos a los que poder acostumbrar desde pequeños al juego de la guerra…

—Tiene usted toda la razón —consintió Evan, cortando de raíz la enconada crítica del religioso. Boutruche, que no lo esperaba, ahogó toda la fraseología subsiguiente con decepción.

—¿Pero por qué no está usted integrado en el grupo oficial de análisis del Ejército, señor Kingdrom? —Boutruche señaló hacia el batallón de observadores que trataban de pasar desapercibidos tras rostros pétreos cerca de los responsables del ninot.

—Porque no trabajo a su mismo nivel. Yo sólo soy un filósofo metido a analista. Me interesan cuestiones menos prácticas.

—Ya veo —Boutruche sostuvo en alto la inflexión de la última palabra. La acusación que había hecho llegar, sotto voce, de falsa pretenciosidad en su trabajo sonó ofensiva a los oídos del presunto observador, pero éste no se inmutó.

—Antes de que usted llegara estábamos tratando de colocar a nuestros invitados en su sitio —apuntó el ejecutivo, tocándose la sien—. ¿Usted qué opina, señor Kingdrom? ¿Son los Ids una amenaza para nosotros, para la raza humana en general?

Evan meditó unos segundos.

—No —decidió—. Creo más bien que, en cierta manera, nosotros somos la amenaza para ellos.

—No me diga —exclamó Korean—. ¿Y eso cómo se explica, exactamente?

—Bueno, déjeme proponerle un interesante problema sociológico… o tal vez puede que sea psicológico, no lo sé. Imagine que usted es uno de esos entes de energía. Vive en algún lugar del Universo sin saber de nada más, y de repente «escucha» un grito de auxilio procedente de otra fuente pensante muy poderosa.

—¿Un grito? —preguntó el Obispo.

—Sí. Lo enfocaré desde su perspectiva: ¿Desde cuándo lleva la Humanidad profiriendo rezos, peticiones de auxilio espirituales, clamando a los cielos por sus problemas terrenales?

—¿Trata de decirme que los Ids pueden realmente leer en nuestros corazones? —bufó el Obispo.

—No. Pero sí pueden hacerlo en nuestras mentes. Su corazón no tiene absolutamente nada que ver con sus creencias religiosas, monseñor. Es sólo un órgano que impulsa la savia de la vida por sus venas, una motobomba compuesta de carne y músculos. Es en su cerebro donde se arraiga toda su mentalidad devota y sus ansias de contactar con un ser supremo que se empeña en permanecer en el anonimato. Que gracias a su lejanía necesita de enormes esfuerzos… llamémoslos espirituales, para que la gente se sienta escuchada. Imagine ahora miles de millones de seres humanos concentrándose durante centenares de generaciones en elevar una plegaria, una súplica sin destinatario concreto, enfocando toda su fuerza empática en encontrar una prueba de su fe… Alguien, por fuerza, tenía que responder.

—De manera que se pone de parte de la teoría sobre la invasión que defiende monseñor Boutruche —aventuró Korean.

—Sí, pero yo la enfocaría al revés. Creo sinceramente que fuimos nosotros quienes invadimos a los Ids, en cierta manera. A base de miles de años de rezos y pujanza metafísica. Era un anzuelo demasiado apetitoso como para ser obviado. Y ahora son ellos los que dependen de esta bondad para su subsistencia, por lo cual… —las palabras se desvanecieron con un alzamiento de hombros.

El ejecutivo sacudió la cabeza. La modelo volvió a bostezar, inflando el escote. El joven de los cuernos de alce no sabía cómo rescatar su mirada del profundo valle de aquellos senos sonrosados.

—Supongo que es desconcertante no saber lo que puede estar ocurriendo en realidad dentro de nuestra propia cabeza —reflexionó Evan—: Cuántos sueños, cuántas conciencias poderosas estarán interactuando para conformar el cuadro de la personalidad y capacidades de nuestra identidad. Como decía un maestro que intentó inculcarme hace muchos años las virtudes de la filosofía, hay dentro de cada cual un muro de silencio, un campo de flores de aroma embriagador que impide que podamos utilizar nuestro mayor don para mirar hacia dentro y decir con claridad; «mira, ése soy yo».

—¿A qué don se refiere en concreto? —preguntó un intrigado becario. Evan lo medito muy seriamente, y finalmente resolvió:

—Al amor —alzando el mentón—: El puro y simple amor. ¿Qué otra cosa puede haber dentro de nosotros que verdaderamente valga la pena?

Todos dejaron vagar la vista en alas de un instante de idealismo romántico. Boutruche sonrió, alabando la elección de un concepto tan acorde con su jerarquía de principios.

—Y pensar que esta simulación holográfica puede realizar las mismas proezas que todas las fuerzas mnémicas del mundo —dijo Korean, tratando de devolver protagonismo a un tema en el que realmente tenía algo que decir.

—Tiene razón. Creo que la máxima virtud de este circo es que pueda servir para hacer soñar un poco a la gente. Todos hemos querido ser conquistadores de algo alguna vez, aunque sea de un espacio simulado —convino Evan, con cierta nostalgia. Korean volvió a dejar emerger su buen humor:

—Creo que podríamos arreglarla «Sea descubridor del Nuevo Mundo por la tarifa mínima; tan sólo díganos qué tipo de paisajes le gustaría visitar».

—No trate de negociar con Dios desde una posición de fuerza —gruñó Boutruche.

—Vamos, vamos, monseñor —se defendió el ejecutivo—. El señor Kingdrom tiene razón; el ser humano es un animal agresivo, con un impulso irreprimible de expansión ardiendo en su interior ¿Para qué enfocarlo en empresas arduas y eminentemente destructivas, como colonizar nuevos planetas, si con nuestra tecnología podemos obtener algo muy parecido y a un coste muy inferior?

»Dentro de veinte años no hará falta siquiera que nos molestemos en construir naves interestelares. Nos bastará con ampliar la memoria de nuestra bases de datos y mejorar las curvas de recepción taquiónica de la LR, para que haya más gente conectada en tiempo real sin interferencias —remató—. Piénselo. Con lo que vale un solo destructor clase Atlantis nosotros podemos dotar de orografía a unos treinta millones de kilómetros cuadrados de terreno, con climatología y fauna acorde y monoevolutiva. —Su diestra se sacudió con un amago de novelista excéntrico—. Digamos, una civilización postindustrial envuelta en una cultura exótica. Algo clásico, comercial, con palacios de perfiles arábigos recortándose sobre cielos cuajados de planetas anillados…

—… Y supongo que, también llegado el caso, podríamos hasta introducir a nuestros Ids particulares en buffers de ROM residente y darles forma. —La femenina voz se abrió paso en la conversación, desviando miradas hacia una figura algo obesa que esgrimía una elegante sonrisa de labios carnosos. Pertenecía a una mujer de unos cuarenta años, de pelo negro recogido en moño sobre la cabeza y un desparpajo en los ademanes adecuado a alguien acostumbrado a la atención. Fedra Winterstone (no, recordó Evan; Winterstone no. Ahora se llamaba de forma diferente), no cotejaba con el estereotipo de una persona encerrada en un cubículo de programación. Lucía un amplio escote en lágrima invertida que coronaba un vestido de una sola pieza, el cual más que disimular se pavoneaba de las formas cilíndricas de su esbelta anatomía.

—No sé —continuó, dirigiéndose a Boutruche—, formas acordes con los gustos de cada cual. Si usted lo desease, su Id podría parecerse a Cristo. Y, menos rescribirse tras un borrado total, sería capaz de hacer los mismos milagros que en la Biblia. Mejor aún, diría yo, ya que hasta podría incluir luces y música y volverlos multimedia.

—Por fin está aquí nuestra estrella de la noche… —sonrió Korean, abriendo el círculo.

—¿He llegado muy tarde para el sofismo final?

—No, cariño —dijo el ejecutivo, deslizando un tinte afeminado en su risa—. Como siempre, llegas a tiempo para sacar conclusiones.

—Es encantadora, nuestra pequeña artista encubierta, nuestra señora de los números… ¿O me equivoco con el apelativo? —saludó el obispo con cierta malicia. Fedra no se inmutó.

—Señora, señora. Aún sigo manteniendo mi estatus de casada… aunque no por mucho tiempo, espero. No veo la hora de solucionar todos los baches legales y poder registrar mi patrón de análisis.

Korean colocó el índice y el anular a ambos lados del caballete de la nariz, conteniendo un estornudo, y con una reverencia se desligó del grupo de conversación, opinando que ya estaba todo dicho. Una sombra de decepción, y tal vez de rencor mal disimulado, aleteó por el rostro de Boutruche.

—Tal y como yo vaticiné; existen muchos tipos de… simbiontes —sobre la palabra cabalgaba una sutil imitación del acento nasal de Korean—, siempre a la caza de mentes desprevenidas.

—Vamos, vamos, monseñor… —se defendió el ejecutivo, dejándose arrastrar por el paso veloz y aliviado de la maniquí—. ¿Acaso Dios deja desamparados a sus hijos en manos del caprichoso devenir del interés humano? ¿Por qué habríamos de hacerlo nosotros entonces? —Y agregó, burlesco—: Debería repasar sus argumentos antes de arriesgarse a caer en delito de lesa traición.

—¿Cómo dice? —El Obispo estaba perplejo.

—¿No se da cuenta? —continuó Korean, casi a voz en grito para hacerse entender en la distancia—. Nuestro Emperador, esa singular entidad sin cuerpo físico ni mácula oriunda de la carne… ¿qué hay más parecido que él a uno de esos Ids que usted tanto repudia?

Su voz se sofocó bajo las risas de un grupo de damiselas que pasaron montando unos pegasos.

—O sea, que al final, y después de todo, sí que se puede negociar con Dios desde una posición de fuerza —resumió Evan, apuntando directamente al orgullo canonizador de Boutruche.

El Obispo clavó su atención en él, con el odio centelleando en la vehemencia de su mirada. Al final, Boutruche encontró una tensa vía de escape cuando se requirió su presencia en otro corro de personalidades.

En ese momento, los automatismos de fase horaria lanzaron la luna en un arco veloz hasta el cénit. La gente, entre gritos y aplausos y besos adelantados, se congregó cerca de la costa para recibir el año nuevo.

Aflojando un poco el lazo constrictor de la cinta almidonada de su cuello, Evan se colocó junto a Fedra, contemplando desde una balconada el espectáculo. La luna había concluido su rápido viaje hasta situarse en el centro de la bóveda celeste y se estaba abriendo como una gigantesca flor de marfil, rotando en una silenciosa danza triunfal al tiempo que sus cráteres se llenaban de reflejos. De su interior surgió una marea celestial de corpúsculos de color, ángeles vibrantes danzando al son de la música de los astros al desplazarse por el firmamento.

—Es increíble lo que la mente del ser humano puede llegar a conseguir cuando se propone construir algo hermoso —reflexionó Evan. Fedra le examinó con la vista, aunque no se alejó ni le sugirió que estaría mejor sola.

El hombre señaló hacia las aguas de la rada.

—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué las mareas se alejan de la costa en lugar de correr paralelas a ella? Eso dificulta el amarre de las embarcaciones.

—Es un efecto colateral del drenaje del agua —dijo Fedra, distante.

—¿Qué…? Ah, claro. El mundo es plano. El océano cae por el borde.

La becaria se giró hacia él.

—Gracias por defenderme antes. No sabía si podría haber sostenido el pulso contra Boutruche a un nivel digno.

—No hay de qué. Ya estaba harto de oírle soltar sandeces peregrinas. Me asombra que usted le plantara cara tan valientemente.

—¿Por qué? —se extrañó ella—. En realidad, los gerifaltes del clero son sólo una manada de buitres beatos que olisquean la carroña desde tanta distancia como los demás. No representan ni una tercera parte de los grupos implicados en el experimento, y desde luego no poseen control sobre la mayoría de los fondos, así que… —dejó que el sentido común acabara la frase. Su contertulio demostró su adhesión a las conclusiones elevando sutilmente la copa.

—Por el librepensamiento.

—Usted es el observador, ¿no? —recordó ella, sujetándose disimuladamente la falda para que no se elevara en alas de la brisa—. ¿Puedo hacerle una pregunta personal sobre lo que dijo antes?

—Adelante.

—¿Realmente piensa que no somos más que la suma de las reacciones que suceden en nuestra cabeza?

Evan bajó la vista, mostrando a la vez su perfecta dentadura.

—No. No lo creo así. Pienso que existen emociones que se escapan a conceptos tan elementales como lo que es o no posible a ambos lados de una igualdad matemática.

—¿Como el amor que mencionó antes?

El hombre asintió.

—Como el amor, sí.

—¿Cree usted en el espíritu insustancial, entonces?

—Uhm, no. Definitivamente no, pero sí en una proeza de la Naturaleza que la evolución nos ha regalado tras millones de años de bucear en la fórmula de la vida.

—Entonces, según usted, las IAs no pueden amar, si no son más que torbellinos de unos y ceros suspendidos en una niebla de imprecisión matemática. La célebre Frontera Eisenstain de mentiras inconscientes —ironizó Fedra, mesándose con suavidad su cabello de excelente manufactura europea.

—¿Es que se considera usted una IA?

—No, por supuesto —rió ella, como si la sola mención de esa idea fuera ridícula—. Aunque le aseguro que me gustaría tener sus mismas estructuras bullendo en mi cabeza. Pero no. Me conformo con proceder de una grabación Alma directa y un cierto toque de delicadeza profesional en la transcripción.

—Es un origen tan bueno como otro cualquiera.

—Si basta para regalarte un alma calcada como una fotografía vieja y un asomo de conciencia cuando naces, desde luego que sí…

Evan no pudo reprimir una carcajada. La mujer se volvió hacia él.

—¿Qué es lo que le hace tanta gracia?

—Pues, que precisamente de eso se estaba quejando el obispo Boutruche hace un momento…

Fedra le observó, intrigada. Aquel hombre le transmitió de repente algo más de lo que aparecía a simple vista. No parecía un militar ni un religioso. Su risa sonaba demasiado sincera.

—Dígame —preguntó con curiosidad—. ¿Por qué está aquí?

—Busco a alguien —dijo Evan, apoyándose en la barandilla con un gesto casual—. ¿Y usted?

—Yo no.

—¿No?

Fedra negó con la cabeza.

—Yo espero a alguien.

En el cielo, los ejércitos celestiales formaron palabras y figuras. Extendieron sus alas, alzaron sus espadas y astillaron con diestros sablazos las estrellas, que cayeron en una tormentosa lluvia de copos de luz y notas musicales. Pese a que la distancia a la que debían estar se suponía inmensa, en pocos minutos llegaron a tocar la tierra, cayendo sobre los comensales mientras aparecían enormes números en el cielo La luna ya se había abierto y era un ave de cien colas de plata con sus plumas expandidas en abanico. Sobre ella danzaban los querubines, volando raudos para que sus estelas formaran veloces dígitos en una cuenta regresiva hacia el nuevo siglo.

Evan alzó una mano y en su palma recogió un fragmento de estrella. Era un latido pulsante y cálido, un arco irisado de pequeñas constelaciones de sal y mareas gravitatorias en perfecta sincronía. Se la ofreció a Fedra:

—Hay gente que pasa toda su vida soñando con poder tocar una estrella —comentó, derramando su trocito de cielo sobre las manos de ella con la delicadeza de quien maneja un pedazo de cristal frágil como un sueño.

—Hay gente que no lo necesita —respondió Fedra, sus pupilas llenas de aquella constelación microscópica—. Hay quienes son estrellas en sí mismos.

Con la llegada del último número de la cuenta atrás, que explotó mientras los ángeles se alejaban en todas direcciones como naves huyendo de estelas de fusión, el cielo pareció estallar en un armagedón de fuegos artificiales. Comenzaron llegando los más tenues, flores de fuego y rocío que surgieron directamente de la combustión de las nubes. Les siguieron aspas de molinos, dientes de león y bancos de peces relampagueantes. Mareas de escarcha surgieron del horizonte, colisionando con montañas de ilusiones pirotécnicas y arrecifes de sonidos retardados.

Evan localizó una pareja de enamorados que prolongaban un beso mientras corrían esos primeros segundos, y apartó la vista.

—He de irme —anunció—. Pero espero verla de nuevo cuando veamos al ninot. ¿Tiene idea de cuándo será?

—No se puede precisar con total exactitud cuándo una inteligencia va a sobrepasar la Frontera Eisenstain, pero creo que el… alumbramiento no tardará en llegar.

—Hasta pronto entonces, señora Winterstone.

Ella pareció dudar un segundo, y Evan notó que había hecho algo mal.

—¿He dicho algo que no debiera? —inquirió con cautela. Fedra retrocedió unos pasos iniciando una cortés retirada.

—No, pero creía que estaría mejor informado, eso es todo.

Luego se marchó.

El soldado no se atrevió a seguirla por miedo a importunarla, pero a punto estuvo de ir a buscar de mala gana a Boutruche para pedirle explicaciones. Una visita fugaz y casi dolorosa al Metacampo, al espectro de sapiencia compartida de todos los excitados Ids presentes (Contacto-fuga-disparidad-planteamiento-Bienvenido a la Ciudad Pascalina) y, tangencialmente, a las catedrales de ecos románticos y vergonzosos de las ponencias inconscientes de sus anfitriones (Claro-que-no-lo-hice-Yo-jamás-he-deseado-a-mi-madre), disipó sus dudas.

Sen Yapur se había equivocado. Fedra había derivado a una iteración anterior al apellido de su familia, no a una posterior Por eso Boutruche se había referido a ella como «nuestra pequeña artista encubierta».

Su apellido no era Winterstone, sino Stragoss. Fedra Stragoss.

Un ángel pasó sobre él rompiendo la barrera del sonido como un cohete de túnicas doradas.

* * *

La baliza de control de la estación detectó y coordinó automáticamente la maniobra de aproximación del San Juan. Damasco apareció claro contra la nube de polvo del cercano anillo planetario, navegando como un arrecife hecho de esqueletos de planetas.

Respirando marcialidad, la primera oficial Móntez cruzó apresuradamente el pasillo que unía el vestuario con la armería y saludó a sus hombres. Junto al distribuidor de munición esperaba el oficial táctico, Uriel Armagast. Estaba acabando de montar un selector de blancos en la montura de su automática de doble tambor veloz. La saludó llevándose la mano a la sien cuando sintió el aroma a polímeros de su armadura.

—Primero.

—¿Ha visto al capitán, Uriel? Debería estar ya en el puente —replicó ella, ciñéndose un guante. A continuación se dirigió a la distribuidora—: Cargador EC para rifle de raíl. Dos baterías de pulsión de alto spin. Munición inteligente y trazadoras.

La máquina computó la orden, expeliendo la petición con un ruido de engranajes veloces.

—¿Al capitán? No. Lleva encerrado en su camarote desde que partimos —contestó el oficial táctico, apartándose—. Algo hay en esta misión que no me gusta en absoluto. ¿Sabe si estamos detrás del otro candidato?

—Es posible.

Armagast iba a proseguir cuando un silbido discreto surgió de los altavoces. Él y Móntez se apresuraron a recoger sus cosas y se personaron en el reducido espacio del puente. Allí ya esperaban los demás oficiales: la xenobióloga Ashakawa, el teniente y psicólogo Gus Sterling, y el alférez Santana. El capitán, ataviado con una coraza flexible, esperaba de pie, sus dedos desprendiendo distraídamente una pelusa del reposacabezas del diván principal. Comenzó a hablar con voz átona.

—Hoy vamos a matar a alguien —anunció, y los demás callaron. Los miró a todos a los ojos, aunque no hizo hincapié en ninguno. Ni siquiera en Móntez, que pulsó con su mirada un segundo de aguante la de Armagast—. Nuestro objetivo es sencillo. La seguridad del segundo candidato del grupo convolutivo puede verse amenazada por la presencia de un… elemento inesperado.

Armagast recobró la horizontalidad, separándose del diván, y explicó los detalles de la manera más impersonal que pudo.

—Hay otro cazador. Lo envía alguien que se encuentra muy cerca de la cúpula de poder central y que… Creemos que se trata de un traidor. Debemos encontrar a ese cazador y eliminado, antes de que haga peligrar la integridad de nuestro objetivo fundamental.

La primera oficial procedió con calma.

—Perdón, señor. ¿De quién se trata exactamente?

—Un Guerrero Espíritu. Tienen preparados los detalles en sus consolas. No quiero dudas ni cuestionamientos —puntualizó Lucien, severo—. Haremos lo que tenga que hacerse. Desconocemos la naturaleza de este segundo candidato, así que esperaremos y dejaremos a los del grupo de vigilancia que hagan su trabajo localizándolo. Nos limitaremos a controlar la raíz de la señal portadora del planeta, y si ese hombre asoma la nariz, se la amputaremos, ¿entendido? —los oficiales asintieron—. Pues a trabajar.

Todos se dispersaron. Móntez, aprovechando un segundo de distracción de los hombres, se acercó al capitán cuando éste se disponía a abandonar el puente.

—¿Qué ocurre, Primero? —dijo éste, sin mirarla.

—La empatía es un arma de doble filo cuando se trata de un capitán que mantiene un estrecho contacto con su tropa —expresó con firmeza. Lucien sonrió.

—¿Y acaso sientes que estoy usando mal el control de mis emociones?

—Sí, en tanto que nos afectan a todos.

—Estoy haciendo frente a una gran decepción, nada más.

—¿Una decepción?

—Es De Palma. Es un… Bueno. Ya hablaremos después.

De fondo, la computadora anunció el fin de la maniobra de anclaje, al tiempo que la estructura de la nave se inclinaba suavemente hacia popa.

En escasa media hora el dispositivo de vigilancia estuvo dispuesto. Por orden administrativa se cerraron todos los accesos físicos a la estructura de soporte planetario, incluyendo plataformas de aterrizaje, nodos de acoplamiento de pinazas y vórtices de fuga para impulsores gravitacionales. Los soldados del equipo de seguridad se dispusieron en patrullas que peinaban cada pocos minutos los principales accesos al recinto central de Sueño, donde descansaban todos los cuerpos de los visitantes no enlazados vía LR, y se confirmaron los permisos y pasaportes. Los soñadores que podían ser despertados por sus asistentes sin mediación de una petición Alma directa volvieron a la realidad, con fogosas demostraciones de mal humor, prontamente silenciadas ante las murallas administrativas levantadas por los servicios de seguridad.

Lucien pidió una línea de máxima prioridad con la IA administrativa, Gea, y la puso a trabajar muestreando todos y cada uno de los enlaces Alma directos con el exterior (unos ochenta y cinco mil), más los enlaces primarios de los visitantes personados en las residencias. Veloces rastreadores digitales de configuración vírica fueron liberados en la memoria del ordenador maestro, copiándose a sí mismos cada vez que encontraban una intersección en el organigrama estructural de computación y alojando una señal de alarma silenciosa en cada nodo de memoria.

El coronel se personó inmediatamente en el centro de mando de la estación, haciendo valer sus credenciales. El jefe de operaciones, un hombre de rasgos anodinos apellidado Innokennti, sostenía una expresión que habría hecho temblar a Atila a las puertas de Roma.

—Espero que tenga una buena razón para hacer esto —amenazó, en voz baja y ceceante.

Lucien le enseñó mecánicamente sus papeles y se colocó en un vigilante segundo plano. Su misión no era estorbar las operaciones del equipo principal, sino permanecer a la espera por si había problemas. Sostuvo la mirada del jefe de operaciones con aplomo y se limitó a comprobar los informes que Gea enviaba por el canal codificado cada pocos minutos. En el visor táctico de su muñeca aparecieron listas de nombres, ordenados por estimación de probabilidad, donde figuraban todas las personas de color que se encontraban en ese momento en Damasco y todas aquellas que lucían alteraciones ARN recientes. Era muy probable que el aspecto externo y la identidad de su presa hubiesen cambiado radicalmente en las últimas horas. Tal vez ni siquiera el sexo coincidiera.

La voz de Uriel, su oficial táctico, le acompañaba en el intercomunicador:

—Los rastreadores de virus han encontrado algunos enlaces Alma alterados. Podrían esconder un dispositivo de desconexión pirata. Material sofisticado. Enseguida le envío los datos.

Innokennti observó con la rabia enrojeciendo sus mejillas mientras el coronel se concentraba en las pequeñas fotografías que se sucedían veloces con los rostros de los implicados. Lucien examinó con cuidado al segundo de ellos. Los sistemas de desconexión ilegales, conocidos en el mercado negro informático como perros falderos, eran comunes entre los ricos paranoicos que no se fiaban de que ignotos mecanismos controlasen sus cerebros.

—¿Han encontrado algo entre los residentes? —preguntó, sin mirar a Innokennti a la cara.

—Hasta ahora nada. Pero si está aquí no tiene forma de escapar. Lo atraparemos. Pero no se haga ilusiones; Damasco es muy grande. Podemos tardar una eternidad en registrar todos los rincones del Núcleo si es que se ha escondido fuera de los nichos.

Lucien dio unos golpecitos en su pequeña consola.

—Aparece, maldito…

Poco a poco, una ambigua sonrisa buscó lentamente un camino en su rostro. A un lado de la foto que tenía desplegada se abrió un anexo que indicaba la zona residencial y el número de habitación que ocupaba el cuerpo del sujeto, junto a un epígrafe que lo etiquetaba como residente.

Procedía de un mundo del Cúmulo Central y tenía registrados unos antecedentes militares no excesivamente brillantes. Su historial era inocuo y vulgar: un becario pentaísta con pasaporte VIP, alojado en un caro hotel de la península colindante al canal de drenaje de la falla oceánica seis. Su ficha constataba que el objetivo de su visita era el de observador por cuenta de la Marina, con acceso de prioridad a la ceremonia de recepción y control del ninot.

Apretando un botón, Lucien amplió la imagen del sospechoso, leyendo su nombre en voz alta:

—Evan Kingdrom, del Principado de Astalus. —Sonrió, dando golpecitos con el índice sobre la aséptica mirada del hombre de la foto—. Te tengo.