Frustrada, Sandra cerró la puerta de su habitación. Desastre. Esa era la expresión. Desastre total. Se sentía impotente, inútil y sobre todo muy enfadada consigo misma. Por no haber superado las pruebas. Por haber decepcionado a tanta gente. Por haber permitido que todo aquello prosperara sin oponer resistencia.
Poco podría haber cambiado, lo sabía, pero se echaba en cara el no haber sido más dura, menos predispuesta a dejar que los demás alteraran de esa manera su vida… ¿para qué? No había superado las pruebas. No era ninguna reina, ni lo sería nunca. Se sorprendió al descubrir algo de decepción en su interior. Todo el lujo y las promesas la habían confundido, llegándola a hacer creer que ya era dueña y señora de toda aquella gente a la que en realidad odiaba.
No soy nada.
Con furia, arrojó un jarrón hacia una pared, contra la que se hizo astillas. La habitación ya no era tan grande como le había parecido cuando la instalaron. Hasta ella llegó una frase desde algún lugar inconcreto: El futuro es una entelequia brumosa. ¿Qué significaba? Era una idea inusual. ¿Cómo se atrevía su mente a pensar algo así? ¿Acaso estaba empezando a escuchar voces, como el resto de los locos que la rodeaban?
Se acercó a la ventana. Desde que había llegado, se había pasado la mayor parte del tiempo que le dejaban tener para sí misma mirando a través de aquellos grandes cristales, observando incrédula y fascinada la maravilla de la civilización. Delos DC era una ciudad gigantesca: millones de espinas de cemento y acero surgiendo de la tierra como un tumor tecnológico, kilométricas arterias de ardiente energía bajo la piel asfaltada, la transpiración del romántico neón en las fachadas. Sandra perdió su vista en el infinito desdibujado más allá de la martilleante lluvia gris. Un laberíntico mundo de perspectivas verticales que se extendía en todas direcciones hasta tocar el horizonte.
Se esforzó por encontrar personas en aquel inmenso cuadro de luz que era la urbe nocturna, pero casi no pudo ver a nadie, salvo las compañías de soldados que custodiaban el palacio, ocasionales transeúntes que circulaban por los diferentes estratos de aceras o los rostros difuminados que cruzaban encerrados en borrosas carcasas de metal. La enorme variedad de aeronaves la fascinaba. Flotaban impulsadas horizontalmente por fuerzas tan incuestionables como la gravedad, desafiando la lógica, al ganado pulso a la evolución de los pájaros. Era maravilloso, pero sólo era tecnología. Tecnología rellena de componentes humanos.
¿Cómo puedo estar delante de millones de personas y no poder ver a ninguna?, pensó, secándose las lágrimas de rabia que se mecían en sus párpados. Conectó la holoconsola de forma casi subconsciente. La memoria del buscador virtual despertó en la Red y la enlazó con los programas. Un ciclo de debates se abrió en una ventana, junto a pequeños enlaces flotantes que llevaban al buscador central de información, y a una sección de misceláneo —llena de todas las direcciones que habían asombrado a Sandra en su insaciable exploración de aquella cultura, incluyendo algunos extravagantes canales sobre sexo—. Los presentes en el programa debate discutían sobre lo apropiado de la invasión. Una de las mujeres, que lucía en sus afilados pómulos la firma sugerida de un escultor ARN de moda, era al parecer la abanderada de una postura apologista del pacifismo, «dejemos a la Quinta Rama en paz»:
—Que se ocupen de sus asuntos —decía en estéreo envolvente—. Apuesto a que ellos tienen los mismos problemas de escasez energética que nosotros, por lo que anexionarlos sólo conllevaría una carga administrativa extra. No creo que el Imperio esté preparado para acoger varios mundos más llenos de refugiados de guerra.
Su contrario, un obeso mecenas de piel tostada, abogaba que:
—… Son ellos o nosotros. Si no les controlamos ahora pueden volver en cualquier momento invadiendo nuestro espacio con una fuerza de expansión y asentamiento. Y entonces usted irá vestida a la moda de lo que ahora se lleve en vaya a saber qué estrella, no lo que dicte el señor ese que firma su chaqueta. (Epígrafe irónico subtitulado: ¿No es eso lo que estamos haciendo nosotros?).
Otra cadena mostraba los resultados de un censo entre la gente en edad de trabajar sobre las posibilidades de abrir la Red a nuevas formas de empleo:
—Bueno, no sé —decía un adolescente de aspecto simplón y sintaxis breve—. Habrá nuevas oportunidades, nuevas formas de ganarse la vida. Espero que los cursos de aprendizaje no sean muy caros… y que los extraterranos también usen refrigeradores, no sé… como los que usa todo el mundo, ¿no? Eh… Sí, sí, claro. Me dedico a reparar electrodomésticos, ¿por qué?
—Mientras no vengan a quitarnos nuestro puesto de trabajo no habrá problemas —opinaba otro, de ademanes agresivos—. Supongo que cuando los hayamos anexionado se dictará una política de priorización para miembros de los Mundos Interiores, en cuestiones arancelarias y en el reparto de los nuevos patrimonios. Que no tengamos problemas a la hora de, bueno, yo no lo llamaría exactamente expolio…
La publicidad alentaba a la población a reproducirse mediante campañas optimistas de planificación familiar y un aumento de simbolismo sexual en los anuncios (muchas mujeres voluptuosas acariciando y llevándose casualmente a la boca los más variopintos objetos cotidianos). Sandra sacudió la cabeza. ¿Se daría cuenta de verdad esa gente de lo que estaban haciendo con ellos?
De pronto se acordó de mamah. Fue un pensamiento que le vino a la cabeza sin motivo aparente. ¿Dónde estaría la vieja y entrañable matrona, siempre enfadada por cosas triviales, siempre dispuesta a trabajar por el bienestar de su pequeña princesa? ¿Con quién se pelearía ahora por las noches por un vaso de chiva antes de acostarse?
Los recuerdos amenazaban con hacer llegar las lágrimas de nuevo. Sandra las contuvo, decidida a no sufrir más. Ellos no habían quedado atrás, no para siempre. Algún día volvería, y en el peor de los casos llevaría consigo todo el poder necesario para cambiar las cosas o para nombrarlas perennes y verdaderas. Aunque fuera la Emperatriz de un trono compartido, al que en realidad no tenía absolutamente nada que aportar.
La risa explosionó desde su garganta en un brote histérico e incontenible. Nada que aportar. Como una piedra angular de barro, como… Las metáforas le fallaron.
—¿Desea que comience a preparar su baño? Hoy tenemos jabón de Manila, un fragante perfume de rosas y conchas del mar que enjuagará su piel con aroma de…
—¡No! —restalló Sandra, volcando su furia sobre la computadora de patrones de conducta de la habitación.
Calma. Contención. Así no vas a llegar a ninguna parte.
Unos tímidos nudillos golpearon en la puerta. Sandra se envaró, secándose las lágrimas con el reverso de la manga.
—Pase —concedió. La puerta se entreabrió y el familiar rostro oriental de Kori Naba, su sirviente personal, apareció en el umbral.
—¿Qué deseas? —inquirió, deseando que la joven se marchara y la dejara un rato a solas.
—Es que he tenido que desplazarme hacia la zona de cuidados clínicos del ala contigua para realizar unos quehaceres y creo… —dijo Kori con su acento característico, mezclando eles y erres en un sonido muy nasal—. Creo que he localizado a su abuelo, señora.
Sandra dio un respingo. Su abuelo. El corazón empezó a cabalgar con velocidad en su pecho.
—¿¡Dónde está!? ¿Puedo verle?
—El doctor Cousens me ha dicho que ahora está despierto.
La joven pudo a duras penas acabar la frase. Sandra salió corriendo de la habitación, olvidando sus filtros sobre la cómoda, y la obligó casi a rastras a guiarla al hospital. Algunos guardias que la vieron pasar levantaron una ceja, pero no hicieron nada. Dos ascensores y varias escaleras más tarde arribaron a un ala del edificio marcada con señales de silencio y paredes recubiertas de losa sanitaria.
La recibió una enfermera enfundada en un aséptico uniforme verde, sentada tras un mostrador. Sandra parpadeó, sin saber qué decir. La enfermera cruzó unas palabras con la sirvienta, y de mala gana indicó entre aspavientos una puerta del final del pasillo. Las dos adolescentes echaron a correr hasta llegar a una puerta cuyo sencillo letrero lucía un 72 en números negros y brillantes. Sin poder mitigar un ligero temblor en las manos, Sandra agarró el pomo. Éste giró por sí mismo, al tiempo que la puerta se abría. Otra mano lo sostenía en el extremo contrario, la de un hombre de unos cuarenta años vestido con una túnica blanca. El doctor la reconoció, pero no la dejó entrar hasta que los enseres de limpieza y las toallas estuvieron recogidos. Sandra se estremeció al ver unos pies pálidos y huesudos, que descansaban sobresaliendo de unas sábanas.
—Su abuelo es un hombre fuerte —sonrió el doctor—. Sin duda se repondrá en un corto plazo de tiempo.
—¿Puedo… puedo verle? —tartamudeó la joven, señalando la cama. El olor era penetrante, ácido. Se acordó de sus filtros nasales.
—Sí, pero no puede quedarse mucho tiempo. Son las normas. —El médico consultó su reloj de pulsera—. Tiene diez minutos.
Sandra asintió, apartándose un poco para que Cousens y las enfermeras salieran. Kori Naba cerró diligentemente la puerta tras ellos, dejándola sola con el hombre que yacía en la cama. Oía su respiración, jadeante y arrítmica. Un tenue silbido acompañaba cada exhalación, como si el aire fuera y viniese a través de tubos de plástico. Varios monitores mostraban cifras y curvas asintóticas sin significado.
Su abuelo era un anciano desnudo que parecía fundido a la cama por multitud de cables; un cadáver insepulto, arrugado y marchito. La herida del pulmón ya había cicatrizado, pero estaba recubierta por un parche acuoso bañado en una solución de nanomáquinas, que entraban en la piel por osmosis ayudando a plaquetarla y equilibrando su PH. De su nariz y recto surgían tubos de plástico translúcido por cuyo interior circulaban líquidos, así como de la válvula cardíaca que bombeaba una solución azul de su pecho con cada diástole.
Un parche lingüístico rodeaba su cuello, interpretando los movimientos de su nuez y cuerdas vocales. La hueca voz del sintetizador saludó a su nieta al entrar:
—¡Sandra! Has tardado, condenada niña…
La joven se llevó una mano a la boca para reprimir un sollozo.
—No te preocupes por tu abuelo, querida —cloqueó el altavoz—. A este viejo le quedan aún muchas travesuras y guarradas que probar con las mujeres antes de partir. Por favor, ven.
Sandra obedeció, sentándose en una banqueta junto a la cama.
—Estás guapísima —dijo el altavoz, sin reproducir la ternura—. Si mamah te viese ahora…
—¿Estás… estás…? —susurró Sandra, arrepintiéndose de la pregunta—. ¿Cómo estás?
—Bueno —silbó el aparato—. No podré correrme una juerga en el bar de Py en una temporada, pero tampoco es tan grave. Supongo que tendré un aspecto mucho más desagradable de lo que me siento en realidad.
—Mentiroso.
—¿Cómo estás tú? ¿Te tratan bien?
Sandra asintió.
—Mi princesa… Siempre dije que eras una reina. Aún antes de que esta gente tuviera que empeñarse en demostrarlo.
—Yo no soy nada —dijo ella, tratando de sobreponerse—. Nada en absoluto.
—Tonterías. Tú eres mi nieta. Y no hay ninguna igual en todo el maldito universo. Y que vengan… —el aparato tosió dos veces. Sin saber si debía interpretar esos sonidos o no, tradujo uno de ellos por algo parecido a «gato»—… que vengan a decirme lo contrario. Por cierto…
El viejo atrajo la cabeza con pesadez a una posición un poco más cómoda.
—¿Ya has visto al Emperador?
—No. Bueno, no exactamente. He conocido a uno de los Arcontes. La mujer.
—Beatriz —asintió el anciano, con irreverente familiaridad—. La pequeña mocosa. Supongo que ya se habrá convertido en una mujer hecha y derecha.
—Es una engreída —dijo Sandra, en tono un poco infantil. El viejo soltó unas arcadas de risa.
—Ah, pequeña. La realeza siempre es igual; distante y consabida como el vuelo de un pájaro. Tendrás que acostumbrarte.
—Pero es que yo no quiero acostumbrarme… Lo que quiero es que las cosas vuelvan a ser como antes.
—Cariño, eso es del todo imposible —dijo Silus, lentamente. Quería asegurarse de que ella lo entendiera—. Hay momentos en la vida en que nuestro destino toma un rumbo nuevo e impredecible, y por lo general las decisiones que eso conlleva son irrevocables. Como cuando dejamos la Tierra, ¿te acuerdas?
La pregunta era claramente retórica, pero su nieta asintió; entendía lo que quería decir.
—Todo lo que ha pasado es culpa mía.
—No. Es culpa de tus padres, por haber parido semejante maravilla —eso logró arrancar de la chica una sonrisa—. No hemos querido venir, pero ya que estamos aquí… vamos a aprovecharnos.
—Lo siento —sollozó ella—. Lo siento tanto…
Una mano sarmentosa se agitó en un ademán de rechazo.
—Escúchame bien, niña; yo no me arrepiento de nada que haya hecho en mi vida, ¿me oyes? De nada. Ni de haberme enamorado de tu madre, ni de haber respetado su decisión de casarse con tu padre, ni de haberte criado y limpiado los mocos los últimos dos lustros —tres tosidos—. Y mucho menos de estar aquí, contigo. Aunque tenga un maldito tubo de plástico metido en el culo.
Sandra se sonrojó. En su interior comprendía y aprobaba lo que su abuelo estaba tratando de decirle, aunque fuera algo tan crudo y frío, tan inhumano como la verdad.
—Todo árbol debe sufrir el invierno, cariño, si quiere crecer alto y sano y estar preparado para soportar el siguiente otoño…
—Te quiero —susurró ella.
—Lo sé, pequeña. Yo también.
Hubo una pausa en que un regulador de presión controló una dosis de nanosinérgicos inyectados en el cuerpo del enfermo. Por un momento su conciencia pareció alejarse.
—Anoche escuché tu voz —dijo Silus, perdiendo la vista en el techo—. Estabas aquí, conmigo.
—Claro que sí —consintió la niña, secándole un poco de sudor de la frente con una gasa higiénica que la enfermera había dejado en el aparador.
—No me sigas el juego como a los viejos, niña. Aún no estoy senil. Si te digo que te oí es que te oí, y punto. Estabas allí, justo allí…
Silus levantó pesadamente una mano, señalando hacia un lugar indeterminado frente a la cama. No había nada salvo la pared. Sandra le miró sin comprender.
—Deberías dormir, abuelo.
—Viniste y me hablaste, y me dijiste que volverías —continuó el anciano, ignorando a su nieta. Sus ojos lagrimeaban—. Para despedirte.
—Yo no me pienso despedir de ti. Nunca, ¿me oyes?
—Me dijiste… «volveré para verte, sólo a ti». Y desapareciste como un ángel. Como un maldito ángel. Envuelta en una auro… auru… ¿cómo infiernos se dice?
—Aureola.
—Eso —aprobó con voz meliflua—. Una aureola de luz, cantando… con voz celestial. Estabas preciosa, como ahora. Más que nunca…
El anciano se relajó. Con un espasmo de puro terror, Sandra se puso en pie, comprobando los instrumentos. Todo seguía normal: el viejo se había quedado dormido, arrastrado por la lenta pero inexorable acción de los sedantes.
La puerta se abrió de nuevo con un chasquido. Detrás apareció la enfermera, trayendo nuevas toallas y un bote de jabón epidérmico. Al ver al anciano dormido arrugó el entrecejo.
—Vaya, ahora será más difícil. Señorita, voy a lavar a su abuelo. Necesito que se vaya —ordenó sin admitir reservas. Sandra asintió, abandonando la habitación con docilidad.
Echó una última mirada atrás, hacia los pies huesudos y pálidos como el mármol, y se dejó acompañar por Kori Naba a sus habitaciones.
* * *
Los ecos de la decepcionante ronda de evaluación ya se habían apagado en el salón Aristóteles. De los altavoces ocultos tras las paredes brotaron unos arpegios sobremodulados, seguidos por un corte de sonido y un chasquido de estática. Unas voces lejanas reverberaron en el pasillo, seguidas de pasos presurosos y un apagado de luces.
El enjuto delegado de la Corporación Eisenstain, Fausto Kopelsky, recogía el material de examen con expresión cabizbaja. Al fondo de su austero maletín gris ceniza se agrupaban los informes, las barajas ordenadas, las baterías de tests clasificados… Los papeles con las mediocres respuestas de la chiquilla eran los últimos.
Algo no hacía más que rondar de manera poco tranquilizadora por su cabeza. Eligió uno de los tests negativos que la examinanda había fallado, extrayéndolo de la carpeta clasificada Alto Secreto. El encabezado rezaba:
Batería MMPID-35v. Ref. Morín-Miranda tipo 3: Razonamiento y extrapolación espacial sobre ejes isométricos en la escala Alexander. Capítulo segundo. Factorización mediante componentes principales (coeficiente sigma): Orden decreciente de importancia en función del porcentaje de varianza que explica ítems con saturaciones bajas. Error aleatorio cero.
—Error aleatorio cero —repitió para sí.
Los tests del ITAS eran complejos. Se basaban en crear una simulación informática del Metacampo, una maqueta conceptual algo simplista regida por una física de manipulación libre del entorno. Existían varios grados de dificultad: los más básicos comprobaban que el sujeto tenía un mínimo conocimiento para entender y poder manipular el entorno virtual que simularía posteriormente la mnémica. Los siguientes, emulando abiertamente procesos de trabajo de las macros, acercaban al examinado al universo de los flujos de datos; cómo identificarlos, analizarlos y ordenarlos. Los eruditos en la nueva ciencia del pensamiento, bajo los muchos nombres que adoptaban sus variantes, habían trabajado duramente para tratar de encontrar un modelo matemático que representase de alguna manera el Metacampo y sus características.
Y jamás se habían encontrado con un caso como el de Alejandra. ¿Cómo incluirla en los paradigmas sin admitir lo tambaleantes que eran sus cimientos?
Recapituló conceptos en su mente, buscando la respuesta.
Algo va mal, algo que ella vio.
En los tiempos de Fundación se había llegado a dos conclusiones importantes: La primera, que la unión fáctica huésped-anfitrión no podía ser desligada a efectos de análisis de flujo de causas y efectos. En una simulación informática de los procesos telepáticos (que, al fin y al cabo, no eran sino una forma más de retroalimentación entre dos focos generadores de decisiones cercanos, la mente humana y la extraña), cada instante de reconocimiento de un estado mental influía en el siguiente. Cada germen de una idea era semilla para la posterior y fruto de la precedente.
La lógica que armaba la noción de continuidad en el pensamiento humano había demostrado ser una extrapolación compleja de las reglas de lógica elemental de un programa binario: si A era igual a B, entonces la permanencia de B en la memoria en el segundo siguiente aseguraba la existencia de A, al menos a un nivel de coherencia matemática. Pero si C era la suma de ambos, y en un segundo instante temporal sólo existían C y B, la presencia de A era necesaria, aunque jamás hubiera estado presente antes, para que la fórmula que calculaba y hacía posible la realidad de C pudiese ser cierta. Como la ley universal que de pronto es necesaria e ineludible, imposible de obviar en una explicación coherente de la realidad, a partir del momento en que es descubierta por el investigador. A esto se le llamaba inferencia estructural.
La manipulación de factores temporales hacía imprescindible que esta jerarquía se extendiese hacia delante y atrás en el tiempo desde el momento en que el primer humano entró en el Metacampo, como ondas de sucesos en un mar de probabilidades. Este modus ponendo ponens de aparente diafanidad silogística surgía claro de las ecuaciones cuando, al tomar como premisa un condicional (el Id) y su antecedente (el anfitrión), se infería como conclusión el consecuente más directo (la estructura de mente avanzada).
Así, y siempre desde un punto de vista matemático, la aparición de los entes mnémicos conocidos como «Ids» en un determinado momento hacía necesario que hubiesen existido siempre, debido a que representaban la diferencia tangible entre lo que era la mente humana por sí misma, y aquello más avanzado en lo que se había convertido después de la comunión mnémica (y que funcionaba a partir de los cambios que esa estructura había desarrollado en el pasado).
La explicación racional de fenómenos como la Proyección podía compararse a las curvas de cronotorsión de la Línea Rápida, usando sofisticadas funciones de conversión materia/energía, en lugar de los simples muestreos de información empleados en las telecomunicaciones. Pero esto sólo era posible si la energía manipulada disponía de un espacio temporal amplio, casi infinito, para trazar sus curvas de retroalimentación holgadamente y rematar la función mc2. Y, para que esto sucediese, las estructuras de mente avanzada ya deberían de haber existido —y funcionado— tiempo atrás, mucho antes de la Primera Convolución. En las simulaciones predictivas de la relación Id/portador, uno de los dos era en cualquier momento dado el constructo que el otro necesitaba para continuar siendo probable, más que posible, en ése instante preciso de tiempo. Y ya que había que cotejar a dos niveles, el físico y el menos tangible de la realidad mnémica, cada uno de los sujetos definía al otro en su parcela de existencia. Las observaciones no podían separar los resultados propuestos por el portador de los cotejados por el ente telepático, como si, en realidad, éste nunca hubiera existido como tal hasta que encontró y se fundió con su anfitrión.
Esta era una hipótesis que le intrigaba particularmente: ¿Habrían podido existir los Ids antes de encontrarse con los seres humanos?
O, si se pulsaba hasta el extremo el vector de probabilidades espacio temporales, hasta su más frío sustrato lógico… ¿Habrían existido de verdad los seres humanos antes de que entrasen en escena los Ids?
La otra conclusión importante descubierta por los investigadores, en su mayor parte integrantes de las Logias, fue que en verdad existían alternativas coherentes y funcionales a esta norma, excepciones voraces a la regla que parecían poner en jaque la integridad de todos los postulados. Un pensador podía cabalgar a lomos de un cogito ergo sum metafísico hasta la locura, preguntándose con afectada solemnidad si la raza humana en realidad había estado allí antes que los Ids, hasta llegar a un imponderable que echaba por tierra toda la filosofía pancreática. Pero había un dato cartesiano que era real y tangible, imposible de negar: existían planos. Gente no portadora que jamás había podido «alinearse» con el Metacampo. Gente que, aunque no era totalmente ajena a éste —el caso de la pequeña Sandra sería el primero en toda la Historia metapsíquica en que se observaba una desconexión total—, no podían servir de anfitriones para los organismos enlace.
Por lo tanto, tendría que existir un nivel residual de funcionamiento en el Universo. Un metafísico margen de error donde pudieran seguir coexistiendo dos estructuras de la realidad alternativas y no complementarias: en una, el tiempo era un telón rígido como una progresión aritmética, constante e indeleble. En la otra, no existía un avance, una progresión definida hacia ninguna parte. En él, el tiempo, todo el tiempo del Universo, transcurría en un solo instante interactivo, retorcido sobre su eje como un espejo convexo lleno de espejismos de sí mismo, pero con un orden superior de dependencias algebraicas que aseguraba que pudiesen computarse unos segundos después de otros en un reloj. La mente humana era el ejemplo más claro de continuidad no inercial que ejemplificaba el andamiaje por el que se regía todo el sistema, expandiéndose momento a momento en varias dimensiones a golpe de lógica interna.
La cuestión era: ¿cómo podía un constructo, un cosmos instantáneo, expandirse en una dirección determinada si no había un punto de referencia externo sobre el que validase todos sus cálculos?
Los expertos habían extrapolado una posible solución práctica: éste cosmos, si existía, debía constituirse como un espacio no infinito, sino ondular. Con un desarrollo de expansión-compresión cíclico, como una rueda que gira y gira, siempre avanzando pero sin ir a ninguna parte, acabando en el mismo instante en que empezó. Algo lo suficientemente grande y recursivo como para dar cancha a toda la energía que provocaban sus iteraciones. Y todo con un «ruido de fondo» en sus procesos, una niebla de indeterminación matemática en cuyos entresijos pudiera esconderse ese otro cosmos no puntual que sirviera como grupo de control para los cálculos del primario, ambos superpuestos y utilizando como nexo de unión la materia (las teorías hablaban de duplicidad de fórmulas y cálculos, en ningún caso de masa física).
Era en este cosmos secundario donde, en teoría, permanecerían almacenados los «cálculos» de todos los planos. Aún quedaba por averiguar, sin embargo, dónde actuaba la mente humana. En cuál de los dos paradigmas de reglas propuestos.
Durante las últimas décadas se había hecho famosa una corriente de pensamiento singular, emparentada con el positivismo de Kepler y de amplia repercusión en los grupos de opinión de la Red. Partía del hecho de que la mente humana era una tormenta de sucesos con base bioquímica que tomados en conjunto daban coherencia a un sentido abstracto del yo. Diez trillones de neuronas que funcionasen al mismo tiempo no tendrían por qué desarrollar conciencia propia, pero existía una frontera teórica a partir de la cual se producía una reacción de pensamiento. Esta frontera no tenía que ver sólo con el volumen de conexiones nerviosas implicadas (el tamaño del cerebro de un mono era inferior al humano, pero una base de datos mil veces superior construida siguiendo un patrón biológico común en los vertebrados no poseía su cualidad de ente sintiente).
La clave residía en su estructura.
Había un algo enigmático en la disposición espacial de las reacciones eléctricas, y en el orden en que se producían, que permitía generar una reacción de inteligencia. Un «algo» que definía el desconcertante albedrío de la entelequia humana.
Fausto se rascó la frente, abriendo carpetas de recuerdos.
Se defendía ecuménicamente que los intercambios de información entre neurotransmisores eran la punta del iceberg de una onda de movimiento sísmico en las bibliotecas atómicas del sistema nervioso. Un grito de electricidad y cambios de valencia que se abría camino de sístole en diástole a golpe de proteínas, que cuando sacudía toda una red nerviosa creaba milagrosamente un eco en forma de recuerdo o pensamiento consciente. No una reacción aislada, sino todo un movimiento ondular que sacudía la integridad del sistema. Esto y la influencia de la teoría metaestática habían llevado a descubrir las claves para la inteligencia artificial: una IA no era una máquina con un sistema nervioso gigantesco, equivalente al de miles de cerebros dispuestos en cadenas sumatorias, sino más bien una máquina cuya memoria virtual trabajaba en el orden adecuado. Un orden tetradimensional que incluía la ortogonal tiempo en las operaciones.
Al ser humano le había llevado milenios crear un ordenador que fuese capaz de operar con métrica temporal, generando partículas negativas capaces de retroceder desde reacciones acontecidas en el factum inmediato (que, en física de computación de ese nivel, equivalía a apenas picosegundos de diferencia respecto al reloj interno del aparato, en resolución temporal alta), para conseguir lo que sus antepasados ya denominaban «inteligencia simulada»: un eco de sapiencia en un laberinto de placas superconductoras que enviaban reverberaciones hacia delante y atrás en la cuerda general de probabilidades, de manera que la máquina contestaba subconscientemente a muchas de sus propias preguntas antes de que fueran formuladas. Una inteligencia mecánica era, pues, posible gracias a un espacio ínfimo de subconsciencia virtual, una espesura de penumbras algebraicas donde según los teóricos se alojaban los hipotéticos sueños de estas criaturas.
La existencia de esta estructura, la Frontera Eisenstain de procesos sintientes, trasladaba el hecho de pensar —y su cabriola más compleja, la introspección—, a un campo determinista. Lo convertía en algo reproducible y, lo que era aún mejor, representable sobre una hoja de papel.
La teoría que a partir de estos hechos estaba convulsionando las sedes intelectuales de las Logias era bastante simple: la frontera Eisenstain, en la cual la Corporación basaba toda su ciencia, conformaba el elemento A del trigrama. Los Ids, el consecuente que hacía posible la fórmula de la inteligencia avanzada. Y la mente humana, el campo de batalla donde tan complicados fenómenos tenían lugar.
Los Ids.
¿Eran reales estos seres? ¿Tal vez alienígenas de biología simbiótica que necesitaban de anfitriones psíquicos para subsistir? ¿O meros sueños desquiciados producto del bagaje inconsciente de los seres vivos, que habían decidido rebelarse contra sus creadores como los perros de Circe?
Kopelsky, en el fondo, era de los que opinaban que los Ids no eran más que la sustancialización de una técnica freudiana de control de represiones, a la que la evolución en un entorno de agresiva selección natural, la tormenta de sucesos de la mente, había hecho madurar hasta alcanzar por sí misma la Frontera Eisenstain. Reacciones de inteligencia dentro de reacciones de inteligencia, usando como motor la evolución de conceptos. Creación de vida a partir de la materia inerte, de un conjunto de reacciones químico eléctricas que sólo tenían sentido si un observador las tomaba en conjunto y hacía de receptor para el eco, lo que vulgarmente se conocía como verificación de campo.
En este caso, el observador podría haber sido el propio Id, creado por la tormenta de sucesos al rebasar ésta accidentalmente la Frontera. Una especie de controlador interino que estuviese mirando cuando el accidente se produjese, para asegurar que hubiera una verificación que diese estabilidad a los resultados, y creado por el propio accidente.
Este ente insustancial, pues, habría nacido para ser la constante que necesitaba la fórmula de la inteligencia avanzada para completarse: La forma más agresivamente autodeterminada de selección natural presente en la Naturaleza.
De esta manera, el Id cumplía con todas las condiciones para que la teoría funcionase: no rompía el trigrama de continuidad, sino que ocupaba un honroso segundo puesto, haciendo de balanza en el cosmos puntual respecto del progresivo; no podía desligarse de la unidad mental que conformaba con su anfitrión, asegurando así la continuidad de sucesos que daba forma en el tiempo al pensamiento humano; y, lo más importante en la práctica, explicaba de una manera algo simplista el porqué la actividad cerebral hacía posible prodigios como la telequinesia, la proyección o la telepatía, al trabajar con una concepción del todo que incluía al plano físico dentro del trigrama principal, como elemento de unión necesario para que la mente avanzada cupiese dentro del espejo convexo.
Las teorías siempre funcionan sobre el papel.
Fausto sonrió ante sus dudas. ¿Qué pretendía encontrar? ¿Una prueba silogística que demostrase que la realidad entera era una excusa para explicar la existencia de la mente humana? ¿Un patrón antropocéntrico de distribución del Universo, donde las cosas eran cosas porque un ser capaz de darles nombre las miraba y las conocía por sus valores y funcionalidades potenciales? Los razonamientos se soslayaban mostrando ecuaciones cuyos números obligaban al cosmos a adaptarse para cobijarlas, no al contrario. ¿Y quién iba a negar su existencia? El hombre parecía haberse ganado a pulso una concepción ególatra del espacio que lo cobijaba, el dudoso privilegio de saberse único y con poder de decisión en un entorno incapaz de generar explicaciones alternativas.
Era un concepto audaz. Aterrador, tal vez. Si ese era el poder de la lógica, de la sumisión de lo existente a las reglas de su nivel de probabilidad… ¿qué otorgaba preferencia a una explicación sobre las demás, a una cosmología creada en un momento dado en el tiempo sobre la siguiente? ¿Era más real el Universo porque todos los observadores daban por sentado que existía, o porque nadie había encontrado una refutación convincente hasta la fecha?
¿Estaría encerrada una completa reestructuración de la realidad en la resolución arbitraria de una ecuación, que la simple casualidad aún no había hecho salir a la luz?
Acorralar a la experiencia, como Kant, buscando sus condiciones de eventualidad, o reducir el mundo a un estado de correlato noemático de la conciencia, eran campos de batalla perdidos. Ante la subjetivización del poder sintético de la matemática, lo concreto había degenerado en vina totalidad incapaz de existir por sí misma.
—¿Señor?
La voz del empleado le sacó de sus cábalas.
—¿Sí?
—Me preguntaba si va a tardar mucho. Vamos a cerrar el salón, pero podemos esperar si lo desea.
—No, no se preocupe —dijo Kopelsky, guardando los documentos en la maleta—. Pueden cerrar. Yo ya he terminado.
El ejecutivo cerró las trabas magnéticas del maletín y abandonó la sala. Caminó con impaciencia hasta el ascensor que lo llevaría directamente al segundo subterráneo, donde esperaba su EV particular.
* * *
Había algo mal. Algo que ella vio.
Existía un error bastante simple en uno de los tests de predicción matemática. Alguien con una mente preparada para el cálculo no tendría que haber caído en ningún caso en tan burda trampa. Su solución casi se regalaba al examinado, con vistas a llenar un cupo estadístico de aciertos por cuestiones de validez interna del test. Cualquier alumno prodigio lo habría acertado.
Ella no.
Fausto recordó el momento. Alejandra permaneció concentrada durante casi diez minutos, mordisqueando el lápiz, mirando fijamente aquella pregunta. Él se había dado cuenta del repentino parón y estuvo a punto de incitarla a que continuara, dada la escasa importancia del apartado. Pero había decidido esperar, optando por averiguar qué la retrasaba. Al poco rato, ella tachó una opción incorrecta, y siguió adelante. Con su caligrafía minúscula y acelerada, había apuntado una opción inexistente en el test: Ninguna de las anteriores. Luego había dibujado un cuadradito a la derecha de la frase y lo había marcado.
Kopelsky sonrió. ¿Era esto algún tipo de venganza, un arrebato de rebeldía con vistas a invalidar la prueba? Todo era posible.
El EV había salido ya del atasco y se aproximaba al hotel. Aterrizó con presteza en el hangar del ático. Kopelsky bajó del coche, despidiendo al chofer con un ademán, y se dirigió sin tardanza a sus aposentos. Estaba ansioso por comprobarlo.
Inka estaba cenando cuando entró. Le saludó sin levantarse desde su puesto al frente de una mesa rectangular que flotaba sobre el suelo. Tras ella, una pared había desaparecido convertida en una retícula de canales de televisión desprovistos de canal de audio. Unos cascos color crema sin cables vibraban en los oídos de la joven mientras su tenedor se movía con soltura y pulcritud por el menú.
—Has tardado —dijo Inka, sabiendo que su propia voz, que obviamente no escuchaba, no debía superar un cierto volumen. Él asintió mientras dejaba la gabardina sobre un perchero robot chapado en oro que acudió a su paso.
—Lo lamento —transmitió—. Pero hay algo que me preocupa.
—¿Qué es?
—Algo concerniente al test.
Fausto extrajo la terminal portátil. Los datos aguardaban tras el salvapantallas. Pidió, más por curiosidad que por verdadero interés, que el ordenador resolviera la ecuación del ítem treinta y tres. La máquina tardó un milisegundo en dar una respuesta.
Los párpados del ejecutivo se alzaron. Permaneció unos segundos en silencio, contemplando de hito en hito la pantalla de cristal. Su compañera, intuyendo que pasaba algo, se giró hacia él.
—¿Ocurre algo? —dijo con su voz, quitándose los cascos. Como cada vez que comía copiosamente, lo cual no era mucho para alguien que debía mantener una línea esbelta por contrato, el color de sus pupilas se había tornado por unos minutos más violáceo.
—No… bueno, sí que ocurre —dijo Fausto, repitiendo la operación. El ordenador volvió a dar el mismo resultado—. He descubierto un error en uno de los ítems algorítmicos.
Inka se permitió una leve muestra de asombro, alzando casi imperceptiblemente una ceja. Tomó un sorbo de vino blanco y esperó a que su pareja se explicara.
—Fíjate aquí, en el ítem número treinta y tres de la batería 6 ࢤ 12-A —no le mostró la pantalla, ya que ella lo visualizaría en su mente con claridad—. La respuesta estándar da como respuesta la tercera opción.
—Cierto.
—Pues bien. Observa.
En pantalla apareció un desarrollo matemático. Cuando se aproximaba a la resolución final, el programa daba un error de cálculo y paraba la operación. No se podían igualar las ecuaciones.
Inka dio con la respuesta casi un segundo antes que él, y lo celebró engullendo otro pedazo de filete: para el abanico muestral dado, la mayoría de los números escogidos como prueba eran estadísticamente los del centro de la muestra. De ellos, había tres, los más probables, que rompían la ecuación, ya que igualaban tan perfectamente las incógnitas en ambos lados que al despejar el ordenador siempre acababa con dos valores probabilísticamente idénticos. Dos cantidades ecuánimes que parecían diferentes en la forma, pero que conservaban el mismo valor aritmético neto a efectos de computación. Como a y A, siendo pronunciadas en voz alta.
Está dividiendo entre cero. El ordenador no lo había previsto estadísticamente, dictaminó Kopelsky. Inka volvió a concentrarse en los canales de televisión y en su comida, dando por asimilado el pintoresco suceso.
Fausto recordó lo que se le había pedido a la niña que buscara: una estructura oculta bajo otros organigramas presentados a simple vista. Ella había fallado porque había ido más allá. Se había distanciado de la prueba en sí, analizando la estructura general del examen en lugar de sus ítems. Tras sopesarla, decidió que ésta era incorrecta en sus planteamientos.
Está dividiendo su talento entre nuestra eficacia.
Pidió a la máquina que introdujera ese factor entropico en todas las respuestas. El cerebro fotónico navegó a la velocidad de la luz por entre su red neuronal de espejos y tuvo listo el informe en dos décimas de segundo. El porcentaje de aciertos en todas las pruebas subió casi un sesenta por ciento.
Era una espiral de lógica difusa que caía en tirabuzón hacia el sustrato mismo de los criterios de observación y evaluación, cuestionando su eficacia. Un pleonasmo de inflorescencias matemáticas, expresado con elegante descaro en la elección de sus respuestas.
Todo eso, en realidad, no demostraba nada que tuviera que ver con poderes paranormales. La chica era extraordinariamente predictiva, sí. Poseía un talento genuino y poderoso para la extrapolación matemática —y probablemente un fuerte sentido del cinismo ad hoc—, pero nada más. Sin embargo, qué lección les había dado en un simple test de evaluación de tercer nivel. Fausto se deshizo burlonamente de un sombrero imaginario. Aquella mocosa les había evaluado a ellos, no al test, hallando una media de errores y aciertos en las baterías y cuantificándolos. Y, tras sopesar los resultados, les había puesto un simple aprobado.
Error aleatorio cero.
* * *
El día posterior a la prueba, Sandra se encontró con una sorpresa. Moriani había planificado un viaje a algún lugar, pero por condiciones meteorológicas adversas en la zona el vuelo se demoraría. Consecuencia: tenía un par de horas libres.
Kori Naba le trajo un vestido nuevo por la mañana y lo colgó mientras ella se aseaba. Luego retiró la bandeja con los restos del desayuno y la dejó a solas.
Sandra revisó el armario cuando salió de la ducha: todo un cuarto interior que medía casi lo mismo que su antigua habitación de la granja. Con extremo cuidado, extrajo la nueva prenda de la bolsa de plástico y la examinó. Era un traje de fiesta azulado, mucho escote, falda larga hasta los tobillos, lentejuelas. Al lado de la bolsa había una caja con zapatos de tacón alto.
—Madre mía —musitó, comprobando la longitud de los tacones. ¿Acaso esperaban que creciera diez o quince centímetros para ponerse a la altura del resto de la población? Ella no se avergonzaba de ser bajita.
Tenía intención de aprovechar el repentino lapso de libertad para visitar el único lugar del palacio que la atraía sin remisión: la biblioteca. Se deshizo de la toalla que tenía enrollada sobre el torso y se vistió con su ropa de ejercicios, prescindiendo de la parte superior de la ropa interior. Luego se ató una toalla a la cintura y abandonó la habitación, guardándose la llave electrónica en el lazo del pelo. Se había autoimpuesto un régimen diario de ejercicios para compensar el exceso de calorías de la dieta autóctona. Tras la primera semana en Delos, había contemplado horrorizada el par de gramos que la insolente pesa se atrevía a sumar en los reconocimientos médicos. Toda la carne, la pasta, la fruta… Delos era un ecosistema que nadaba en la abundancia, no como su planeta natal, donde los inviernos eran duros y a veces había que llegar a extremos de racionar la comida. Su expresión había hecho reír tanto al médico que se había marchado muerta de vergüenza, alegando una urgencia fisiológica.
Pensativa, cruzó al galope junto a unos soldados que la observaron mientras se cuadraban con retraso e intentaban ocultar los cigarrillos. Acelerando el trote, dejó atrás el primer grupo de ascensores y bajó en zancadas de dos escalones una larguísima escalinata en espiral. Se estaba fijando en cómo algunos de los jóvenes que se iba encontrando en el camino bajaban la vista instantáneamente hasta su pecho, que se mecía libremente siguiendo la cadencia de la carrera. El no llevar sujetador parecía una práctica poco habitual entre las mujeres de Palacio, y saltaba a la vista entre los varones con mucha facilidad. Decidió desandar el camino a pie para evitar que el sudor le mojase la camisa, y procurarse una prenda íntima poco restrictiva para posteriores ejercicios.
Corriendo durante veinte minutos y consultando su posición en las terminales, arribó por fin a la biblioteca. Las majestuosas puertas dobles que la custodiaban la recibieron con la mirada de docenas de ojos tallados en metal noble. Un artesano llamado Lorenzo Ghiberti las había realizado para el Baptisterio de la catedral de Florencia en dos periodos distintos; durante las primeras dos décadas y media del siglo XV terráqueo una de las hojas, y durante dos más la gemela, según explicaba una placa adjunta donde se recogía una máxima del autor. Observando las leyes de la óptica.
Sandra consultó en su reloj el tiempo de la carrera: seis segundos mejor que ayer. Con una sonrisa, se destrabó el lazo del pelo y desanudó la toalla, sosteniendo la tarjeta de la suite con la boca. Aspirando con fuerza —ya no necesitaba los filtros, pero los conservaba para emergencias—, penetró en el recinto.
Un ominoso silencio aislaba el lugar del exterior. Ante ella se abría un edificio majestuoso y abovedado, alzado sobre una planta de cruz griega con naves cruzadas divididas en estantes colmados de libros. El techo relucía bajo la luz artificial de enormes filigranas que iluminaban los frescos de la cúpula: imitaciones de la Alegoría de la primavera de Botticelli, la Muerte de la Virgen de Caravaggio, las Meninas de Velázquez o Los pastores de Watteau conducían la vista del ilustrado a través de la evolución artística de la humanidad, hasta desembocar en el espacio vacío que rodeaba el ábside.
El cimborrio central estaba pintado con un fresco original, la Consagración del Paraíso, en el que cientos de minúsculas figuras mitológicas acudían a adorar al rey de los Sueños, encarnado en un lienzo en blanco. En la parte inferior del políptico se agrupaban nagas, basiliscos y aves del Paraíso. A su alrededor volaban palomas de destellante pureza, portando ramas de abedul en sus picos de oro y alabastro. Arriba el cielo, abajo la tierra, separados por un río de almas humanas a la manera de columna salomónica, que desde el cuerpo del Soñador y sus guardianes envueltos en ricas armaduras de acero damasquinado, enlazaba con las nubes de marfil extendidas por la frontera superior. Unos párrafos en latín de la Biblia Vulgata de San Jerónimo describían cómo el cronógrafo del génesis se sintió maravillado ante los prodigios que albergaba el jardín celestial.
Directamente debajo de la pintura, diversos empleados y consultores bibliográficos paseaban con tranquila familiaridad entre las mesas y las librerías, mandando a callar educadamente a grupos de niños sorprendentemente jóvenes, o solicitando títulos concretos a los libreros informatizados.
Sandra se estremeció al darse cuenta de que el volumen de información recogido en aquellos miles de libros no era sino una minúscula fracción del fondo total de la biblioteca. La inmensa mayoría de las obras, textos, manuales, ensayos, tratados, reliquias, compendios e incunables ofertados se encontraban en una pequeña sala contigua, que aprovechaba un espacio intersticial entre el transepto y las pilastras para almacenar miles de gigas de información en soporte digital, en pequeñas tarjetas moleculares de memoria de menos de un palmo de longitud.
Los volúmenes que primero llamaron su atención fueron los que estaban expuestos bajo el epígrafe Supraempáticas: algunas obras cumbres de la metaciencia como la Teleprescencia Cognoscitiva, de un tal W. Mattieu, o el Manifiesto Kernel, firmado por un grupo de investigación con muchos et alia al dorso. Pero no fueron los únicos; en perfecto estado de conservación y catalogadas por temas y autores, había expuestas obras de Víctor Hugo, Da Vinci, San Agustín, Homero, Tagore, Keats, Cervantes, Lutero, Twist, Kant, Freud, Stalin, Simmons, Platón, Borges, Watt… Todas traducidas a cientos de idiomas y dialectos y en miles de formatos físicos o digitales.
Cogió uno al azar mientras paseaba. El título rezaba en caracteres dorados:
Alicia en el País de las Maravillas.
Sandra sonrió. Ése no lo conocía. Guardándoselo, siguió con su errático deambular unos minutos más.
—Estaba segura de que vendrías aquí.
La voz la sobresaltó. La Madre Moriani estaba esperándola sentada en una pieza de contornos barrocos. Sandra se alegró de verla. De todos los miembros de las misteriosas Logias que había conocido, era con la que mejor y más segura se sentía. No sabría explicar por qué, pero intuía que tendría que ver con un aire de protección maternal, de seguridad, que emanaba de ella. Parecía como si Moriani viera en Sandra un reflejo de alguien que perdió.
—Me conocéis mejor que yo misma —correspondió la joven. La Madre le guardaba una silla.
—Supuse que tendrías curiosidad por conocer nuestra pequeña reserva de cultura.
¿¡Pequeña reserva!?, se asombró la niña, abriendo mucho los ojos.
—Esto es… impresionante. Jamás había imaginado que un lugar así pudiera existir… —Sandra hizo un gesto extensivo a todos los pasillos que confluían en el reservado. Sus ojos refulgían con sincera devoción—. Las pinturas están equivocadas. Esto es en verdad el paraíso.
Moriani asintió.
—Sí. Es una lástima que la Humanidad tardase tantos siglos en darse cuenta. Tantos años perdidos, sumidos en la ignorancia y la barbarie. —Escondió las afiladas manos en los pliegues de su túnica—. Cuéntame lo que te aflige, joven dama.
Sandra vaciló. Sabía a qué se refería.
—No sabría por dónde empezar —resumió con esfuerzo.
—¿Es cierto lo que cuentan sobre tus pesadillas?
—Es algo extraño de contar. Veo cosas en mis sueños; lugares y personas que no he conocido nunca, pero que, de alguna manera, sé que son reales. Veo a través de unos ojos que no son míos, que… —la frase osciló y murió.
—¿Los ojos de quién?
—No lo sé con seguridad… o tal vez sí. Los ojos son los míos, pero la mirada no. A veces tengo miedo de recordar cosas que han pasado, que me han pasado, en lugares que no conozco. Otras veces recuerdo con nostalgia a alguien, y deseo más que nada en el mundo volverlo a recuperar, pero no sé quién es. Decidme, madre Moriani, ¿me estoy volviendo loca?
Moriani caviló unos instantes, más para encontrar la forma que el contenido.
—No —expuso, sin más preámbulo. La niña se relajó imperceptiblemente—. No, a tu cordura no le ocurre nada. Lo que experimentas son efectos colaterales de tu despertar mnémico.
—¿Mi… despertar?
—Dime, Sandra; esas otras personas que dices que ven por tus ojos…
—Los Centinelas.
—¿Centinelas?
—Yo los llamo así —la joven se tocó la sien—. Están aquí dentro, ocultos tras un muro de follaje y ramas de árboles. En la espesura. Yo no les puedo ver, pero ellos usan mis sentidos como ventanas hacia el mundo.
—Ya veo. Entonces, esos… espías, esas presencias, ¿cómo de cerca las sientes de ti? ¿Cómo de familiares?
—Son vecinos y amigos de mis recuerdos. Viven en ellos, se alimentan de sus figuraciones, pero no se dan cuenta de que están aquí dentro. Es muy extraño. De todas formas, no nos sirve de nada si no lo podemos aprovechar.
—¿Qué? —de repente, Moriani pareció confundida. Sandra parpadeó, ausente.
—Pues… que no deja de ser curioso en el… esquema global, la forma que van tomando los hechos. Esta es la primera vez que tenemos una polivariante focal —dijo, con un aleteo de ensoñación en la mirada. Moriani calló, estupefacta. Recordaba perfectamente aquella misma conversación.
—Son cosas que oigo desde pequeña —explicó Sandra—. Por eso siempre me han gustado los libros. Tienen todas las respuestas.
Cuidadosamente, Moriani rebuscó en su memoria y reprodujo:
—Ah, sí, leí algo sobre el tema hace unos años. La opción de polivarianza con foco único.
—Sí. En lugar de surgir una entidad consciente de la suma de varios focos, es una única mente la que pone la semilla de la que surgen los demás elementos —continuó la niña—. Sería como tener una mente gestáltica que nace a partir de múltiples personalidades generadas por una sola persona, en lugar de las de varios individuos distintos.
—¿Estás insinuando que…?
—No. No aún, pero es una posibilidad interesante. Si tan sólo yo estuviera dentro del cuadro de casos probables… —Suspiró con la tristeza de un observador experimental desconsolado—. De todos modos, estaréis seguros cuando analicéis a los demás candidatos.
Moriani no podía creer lo que oía. Se había producido una trascripción casi literal de la conversación que ella misma había mantenido con Connor en el salón Aristóteles, en la primera ronda de análisis. La niña la estaba viviendo por primera vez (tal vez literalmente) pero desde su propio punto de vista, como si en realidad ella fuese…
No. No podía ser. Moriani sintió la sangre enrojeciendo sus mejillas por la excitación. Sandra se mordía una uña con la vista perdida en uno de los estantes llenos de libros, sus párpados entrecerrados mientras intentaba leer un título de un volumen demasiado alejado. No se había dado cuenta de lo que había pasado.
—¿Entiendes… en profundidad lo que acabas de decir? —preguntó la Madre. Sandra pareció volver a la realidad.
—¿Entender qué?
La sacerdotisa la miraba de hito en hito.
—Me encantaría saber tantas cosas… —dijo la joven soñadoramente—. Vivir suficiente para leer todos los libros que hay aquí. No, todos los del mundo entero. ¡De todos los mundos!
Moriani sonrió e hizo un gesto, archivando mil cosas en la mente para después. Un empleado de la biblioteca se apresuró a traer unas minúsculas tarjetas de memoria, depositándolas sobre la mesa. Ninguna tenía nombre, sólo un número de serie grabado en el frontal.
—Ahora puedes preguntar con toda libertad. ¿Qué es lo que deseas saber?
Sandra tomó aliento y respondió casi enseguida:
—¿Qué es el Metacampo, y cómo fue descubierto?
Moriani introdujo la primera tarjeta en la ranura de la mesa de proyección. El aire sobre ésta titiló y aparecieron unos mensajes de optimización de código flotando como fantasmas a escasos centímetros de la tabla.
—Existen varias teorías para explicar qué es o cómo actúa —comenzó, cruzando los brazos—. Todas parten de la base de que esa especie de espacio tántrico de proyección de pensamientos sigue unas leyes universales, leyes que son extrapolaciones directas de las que rigen el espacio físico. Hay acuerdo tácito en que existe un espacio de traslación, una forma de «éter», mensurable y continuo, y unas unidades energéticas que se trasladan a través de él a velocidades relativistas: Los pensamientos en sí mismos. —Moriani entornó los ojos—. Pero antes de seguir, quiero dejar bien claro que nadie sabe con seguridad lo que es el Metacampo. Nadie, ni siquiera el Emperador.
Sandra parpadeó. Flotando en la penumbra de la sala aparecieron imágenes en blanco y negro de hombres vestidos con trajes de época. Una fotografía bidimensional color sepia mostraba un salón Victoriano con diversos caballeros de aspecto aristocrático sentados en cómodos divanes y fumando en pipa. El flash de magnesio del fotógrafo se reflejaba en un escudo nobiliario que colgaba expuesto en la pared del fondo.
—Esta es la sociedad Ferdinand Foch para caballeros, inaugurada en el 1923 del calendario gregoriano de referencia de la Tierra. Foch, tras sus campañas como mariscal en Marneh, Arcouse y en la línea del Piare, se retiró a Nueva Inglaterra, donde fundó una sociedad de estudiosos e intelectuales dedicada a analizar lo que él llamaba las voces de los muertos. Al parecer —un grabado del militar tocado con su gorro de Generalísimo de los Aliados llenó el espacio tridimensional—, Foch defendió hasta su muerte que era capaz de oír los gemidos de los muertos en el fragor de la batalla, cómo caían sus almas hacia los infiernos, y cómo cantaban describiendo el futuro desde las atalayas de su nueva condición. Datos importantes aportados por estas «voces» permitieron a Foch salir victorioso de algunas contiendas que serían recordadas como ejemplos de la más impresionante intuición militar. Foch murió creyendo que eran los ángeles bíblicos los que hablaban con él y le ayudaban a ganar su victoria contra los prusianos.
»Una sucesora suya, su esposa y médico personal Claudia Coleridge, que no pudo ingresar en la sociedad por motivos sexistas y se tuvo que conformar con ser miembro honorario, era una conocida médium. Se había casado con Foch tras asistirle como psiquiatra en un hospital de campo en Saint Dennis. Allí Foch le contó con todo lujo de detalles sus conversaciones con el más allá y las visiones de los paisajes quiméricos que venían a su mente en el éxtasis de la batalla. Al parecer, la propia Claudia participó de estos adustos contactos en más de una ocasión, enviándole muestras de su trabajo a los coetáneos de Charcot y Breuer, a lo largo de la segunda mitad de la década de los veinte. Durante las décadas que siguieron a la muerte de su marido, Coleridge recopiló pacientemente todas las transcripciones de conversaciones mantenidas en las sesiones psicoanalíticas, única forma de terapia pujante, y las conversaciones en el salón de té de la asociación. Todos esos apuntes, publicados en 1932 por una editorial inglesa y traducidos al francés, son el primer testimonio histográfico que existe sobre contactos mnémicos probados y documentados.
—¿Tenían contacto con los Ids en aquel entonces? —preguntó Sandra, absorta en los retratos de los cejijuntos caballeros ingleses.
—No como lo describiríamos hoy en día. Creemos que lo que Foch vio y escuchó fueron ecos tangenciales de la frontera con el Metacampo, como las reverberaciones que los planos captan en la actualidad. Debió ser de los primeros en desarrollar evolutivamente una sensibilidad mnémica apreciable, que se manifestaba aleatoriamente. Probablemente eran la excitación y el trance que el general alcanzaba durante las batallas lo que disparaba la sensación. Es posible que Foch sólo oyera a los «muertos» en una sola ocasión e imaginara las demás, o que asumiera como propios los testimonios de soldados que estaban al borde de la muerte y hablaban de hipertúneles de luz. La Historia es imprecisa en muchos aspectos.
—Pero eso ocurrió hace casi cinco mil años —reflexionó Sandra—. No me imaginaba que el contacto con los Ids fuese tan antiguo.
—Y probablemente lo es mucho más. Gurús históricos de la talla de Jesús de Nazareth o Siddhartha Buda hablan en sus testimonios de contactos con presencias espirituales y visitas a planos paralelos de la existencia, de los que regresaban manifestándose a veces fuera de su tiempo y lugar. Tienes que entender, Alejandra, que la adaptación del ser humano al Metacampo no es sino un proceso evolutivo natural, y por ello se mide en siglos y eones, no en décadas. La Humanidad siempre ha creído en fantasmas, en espíritus de la otra vida que la asustaban y, en cierta forma, tranquilizaban al confirmar que había un cierto tipo de vida tras la muerte.
La joven recordó el símil de su propia experiencia con la ciudad. Tal vez los Ids hubieran estado desde siempre ahí, ocultos tras los muros y ventanas de una urbe ilusoria a la que el hombre miraba desde su atalaya del mundo físico pensando que era el único habitante que la poblaba.
—¿Y tienen algo que ver realmente con los muertos? —preguntó, interesada. Moriani buscó las palabras.
—Bueno, eso depende de la interpretación. Esto nos lleva al primer acercamiento: el de la Logia Teleuterana.
La Madre pulsó unas fibras de la mesa a contraveta y otra parte de la memoria holográfica se hizo visible. Un diagrama de círculos concéntricos llenos de caracteres kanji con un eje alfanumérico de rotación llenó el aire.
—La relación con el mundo de los espíritus, si es que éstos existen, siempre ha sido esquiva y misteriosa —explicó—. Desde sus comienzos, con las preocupaciones metafísicas de los primeros homínidos, ha tenido que ver con las pasiones, movimientos que los místicos usan como llaves somáticas para llegar hasta presencias distantes. Estas añoran la vida terrenal y sus placeres, la energía de los sentimientos humanos y su potencial místico. De ahí la tradición de ofrecerles en sacrificio vidas o simbologías materiales como catalizadores de energías dispersas que flotan en el plano etéreo.
»La cosmología teleuterana proviene de una interpretación cabalística del phenomena psíquico. Según los evangelios apócrifos de la Orden, el mundo físico es una ilusión, una prisión para los sentidos y la carne. Los seres inteligentes nacen esparcidos por la tierra y se reúnen en comunidades de pensamiento, utilitarismo o interés económico. Todos estos conglomerados, estas ciudades, son reflejos de una sola urbe universal de cuyo nombre desconocido son anagramas los de los primeros asentamientos humanos de la Historia. Es en las profundidades de esta urbe cabalística, en el trazado de sus calles y la asimetría de su arquitectura desquiciada, donde se ocultan los secretos matemáticos que rigen la Verdad Suprema.
—¿Verdad Suprema? —preguntó Sandra, algo perdida.
—Sí, un decálogo de principios vitales que tejen la urdimbre de la realidad, uniendo la sustancia real de la materia con un engrudo metafísico. Un karma espiritual que se fermenta con la acción dinámica de los pensamientos conscientes.
—Es decir, que la acción de pensar mantiene cohesionado el Universo —reflexionó Sandra. Moriani asintió:
—En cierta medida, pero también lo dilata en el tiempo. Ellos piensan que los espíritus de los difuntos se convierten tras abandonar el primer estado de la existencia, el mundo terrenal o gompa, en tensores energéticos de la realidad: el kyba o engrudo tántrico autoconsciente que cohesiona el Universo. Son pavimentos vivos de la ciudad oculta, un reflejo de la necesidad humana por dividir espacialmente la realidad según leyes físicas aun en un entorno de puro pensamiento. Eso explica todas las leyendas que hablan de lugares para describir el estado de diferente energía psíquica que, teóricamente, nos espera tras la muerte.
—¿Teóricamente?
Moriani señaló el holograma. Sus anillos mostraban correlaciones de ideas complejas resumidas en los meticulosos trazos de los ideogramas.
—Ten en cuenta que todo esto no son sino teorías demiúrgicas que los vivos construyen para explicar el por qué de todo: de la vida, del mundo físico, la existencia y el destino, etc. Pero nadie puede confirmarlas porque, al menos hasta ahora, no hemos sido capaces de hablar con los muertos. Los sacerdotes del Teleuteron que ingresan en la orden de los Vagabundos son una especie de grupo de contacto con mentes y lugares de la ciudad oculta, de donde extraen todas las ideas en una gnosis basada en paradigmas semejante a la de Platón… La idea principal es que la arquitectura volátil de la ciudad oculta está formada por una base de fórmulas y conceptos puros, algo así como si el mundo psíquico fuera una reminiscencia retroalimentada del físico…
—… Del que éste toma la esencia de las ideas perfectas a cambio —entendió Sandra, por fin—. Ambas realidades se definen la una a la otra en círculo. ¡Por eso interactúan!
—Es algo así —sonrió Moriani, contenta de la presteza mental de su pupila—. Sus matriarcas oniromantes son otra prueba de que la mente humana es un libro abierto a sucesos que provocan oscilaciones en la tela del tiempo, que pueden percibirse y estudiarse como ondas en la superficie de un lago.
—Como la prescencia inferencial de la que me habló el señor Kopelsky —aventuró la niña. Moriani asintió.
—Ese es un concepto de la metaciencia que la Corporación comparte con nosotras, las Hermanas Bizantynas. En el fondo vienen a servir para la misma cosa, pero sus fundamentos teóricos difieren.
—¿Cómo es posible?
Un carillón lejano marcó una cadencia de once notas. En la boca del pasillo, un empleado de la biblioteca comprobó a cierta distancia que no necesitaran nada, y luego volvió a desaparecer atendiendo a sus deberes rutinarios.
—Alejandra, el universo es una realidad formada por la interacción de fuerzas antagónicas —prosiguió Moriani, en tono salmódico—. Esta verdad es asumida como apriorística por todas las Logias. Ahora bien, cada una tiene su propia versión de la identidad de estas fuerzas primordiales. Los evangelios teleuteranos afirman que la realidad física es resultado de una interacción bipolar entre dos fuerzas, la mente y el significado, expresadas por niveles de alineación armónica. Como ambas son de distinto signo, el cosmos tiende, en su búsqueda de la estabilidad de menor energía, a dividirse en tantas alineaciones subarmónicas como sean necesarias para que se llegue a un estado de equilibrio. La primera división que tuvo lugar tras formarse el universo daría pie a los cinco elementos conocidos: agua, fuego, aire, tierra y vida. La segunda, a la segmentación de éstos en tipos y categorías escalonadas, y así sucesivamente. Todo es un juego tetradimensional de estabilidad entre fuerzas de signo contrario.
»Esta búsqueda de la estabilidad divide el mundo cabalístico en varios planos superpuestos, polarizados según los dos sexos, llamados yin y yang en algunas culturas, que también se interpretan como una alegoría de los dos mundos. Cuando ambos se acercan producen una tercera fuerza perpendicular que rige el azimut de la estructura. Esta tercera fuerza es lo que llamaríamos voluntad, la chispa de la vida que define a los seres sintientes. De hecho, los teleuteranos creen que este vector tiene una longitud que es constante para un determinado momento en la evolución, y que en la actualidad vale diez chakras. —Esta es una medida tanto de longitud como de duración, lo que nos da una idea del tiempo que en teoría le resta de vida a la especie humana.
—Y tendrá una correspondencia directa con algún concepto natural, ¿no?
—Evidentemente, todo es cotejable. Los pensamientos mismos de los seres humanos no tendrían entonces su origen en el cerebro, que es un mero vehículo de conexión con el cuerpo, sino en un punto ki situado diez centímetros por debajo del corazón. A ese lugar nosotras lo llamamos enclave Hellmann, pero no estamos seguras de su localización. Como verás, el diez es un número de gran importancia cabalística para los estudiosos de la Verdad Suprema.
»En esta ecuación tan compleja, cuando se juntan dos pares de distinto signo e igual alineación armónica, digamos una voluntad regidora y un significado manipulable, se crea una direccionalidad y una intensidad de flujo en esa parcela local de realidad.
—¿Como una suma de vectores? —preguntó Sandra.
—Eso es —convino la Madre, cambiando de postura para evitar que se le durmiese una pierna—. Si la verdad dogmática de la ciudad oculta es cierta, y por tanto necesaria, una adecuada alineación entre la mente que rige, es decir, el conjunto portador-Id, y la idea representada en la arquitectura volátil de la ciudad, pueden expresarse como una alteración en la sombra que esa idea tiene en el mundo físico.
Sandra asintió, comprendiendo. Cuando hablaban de la ciudad oculta, el mundo de los constructos originales que había entrevisto Platón, se referían a una dimensión pavimentada por las almas de los muertos que eran incapaces de olvidar las formas que vieron en vida. Una tétrica idea del cielo/infierno, unidos en un estado de mente aislada. Por eso los seres humanos habían adorado desde sus comienzos primitivos a animales, estrellas o rocas, formas representativas e inmutables de un orden constante en la Naturaleza. Las pinturas rupestres que, al contrario de lo que creían los antropólogos, no eran representaciones de animales reales, sino calcos directos de las formas puras que aparecían en los sueños de los primeros oniromantes.
Así pues, para crear la voluntad regidora se necesitaba un sustrato ligado al mundo terrenal, la mente del portador, y un representante que pudiera acudir directamente a la fuente del conocimiento, la «ciudad oculta» de ideas puras: el Id.
—Entiendo… —dijo la joven, con la mirada perdida en la flotante constelación de imágenes. Moriani cabeceó con aprobación.
—Este es sólo un punto de vista de los tres posibles. He empezado por él debido a que surgió el tema de la relación vida y muerte. Otro día te hablaré de las ecuaciones trigrámicas de la escuela Eisenstain, o de nuestra Panoplia Postulaica. —La Madre se puso en pie, alisándose los faldones y recogiendo las tarjetas de memoria—. Ahora debes prepararte. Partiremos en una hora.
—¿Dónde iremos? —preguntó Sandra, sin mucho interés. Después de la clase intensiva y la carrera en lo único que pensaba era en una ducha fría y una muda de ropa.
—A continuar con tu despertar —dijo Moriani enigmáticamente, y se marchó desapareciendo entre los acantilados de estantes llenos de libros.
Suponiendo que no tendría tiempo para leer Alicia en el País de las Maravillas, Sandra corrió hasta el estante del que lo había extraído prometiendo recuperarlo en cuanto tuviera ocasión. Pronto se dio cuenta de que se había perdido. Había tantas estanterías idénticas que no sería capaz de encontrar la original. Frustrada, decidió pedir ayuda a uno de los empleados.
Un ruido la asustó. Se había metido en un callejón oscuro formado por dos enormes paneles atestados de volúmenes de tapa roja. La luz era tan tenue que daba la impresión que había anochecido de repente.
Prosiguió desfilando un minuto por aquel intrincado laberinto de angostos pasajes. A su alrededor, largas filas de lomos dorados y estampados con caracteres turquesa proclamaban secretos clasificados de la B a la L. De Babbit a Lewis, Sinclair. Al girar la esquina de uno de los paneles, casi soltó un grito al chocar con alguien. Sandra reculó sobre sus pasos, dejando caer el tomo. Se trataba de un joven bastante más alto que ella, vestido con una simple camiseta de cuello abierto y unos pantalones negros. Iba descalzo, y una máscara ocultaba su rostro. En su diestra portaba una fusta color sangre de medio metro de longitud, decorada con hebras de seda. Unas pupilas esmeraldinas la estudiaban con curiosidad desde las aberturas de la máscara de porcelana. Parecía un demonio salido de los frescos que adornaban el techo de la sala.
—¿Quién… quién es usted? —balbuceó Sandra.
El joven no respondió, pero comenzó a arrastrar un gesto con el brazo de la fusta como moviéndolo a cámara lenta, haciendo un giro de muñeca que culminó en un brusco movimiento y con la fusta apoyada verticalmente sobre el suelo. Lentamente se quitó la máscara. Se trataba de un muchacho de unos diecisiete o dieciocho años, increíblemente hermoso y bien constituido, moreno y de semblante pétreo. La contempló durante unos segundos sin decir nada, y luego hizo sonar su dulce voz de chelo:
—Dama Alejandra. —Una pausa que le erizó el vello de la nuca—. Os saludo.
—¿Quién sois?
—Me llamo Gabriel. Formo parte del grupo de análisis.
Sandra le miró con desconfianza. Ni Moriani ni Kopelsky habían hablado de otro examinador, a menos que…
—Represento a la Logia Teleuterana —aclaró, esbozando una reverencia.
La joven comprendió. Así que aquí está la tercera facción.
—Sólo deseaba saludaros. Pronto nos veremos, y dispondremos de más tiempo para charlar —el joven volvió a colocarse la máscara y, realizando un fugaz bucle con la fusta, se alejó de ella. Sandra no intentó retenerle.
Serenándose, depositó el libro que había venido a devolver en un estante al azar y, con el extraño encuentro aún en la mente, se marchó sin mirar atrás, escalando los peldaños de salida de la biblioteca como si no estuvieran allí.
* * *
La alarma de comunicaciones parpadeaba intensamente. El coronel Lucien entró velozmente en la sala de reunión virtual del San Juan, y aisló el entorno apretando un botón. La estancia se desdibujó y desapareció. Por unos instantes, el coronel estuvo flotando sin caer en medio de un grupo de nubes dispersas, que cruzaban atravesándole a gran velocidad: una vista exterior de la propia nave. El incursor se alejaba a gran velocidad de la superficie del planeta y pronto, en menos de dos minutos, alcanzaría la ventana de traslación.
—Conecten —ordenó Lucien. La imagen de las nubes desapareció y con ella la sensación de movimiento. Estaba ahora en una estancia mal iluminada (No; eran sus ojos, todavía cegados por la luz del exterior), donde había otras tres personas.
—Bienvenido, coronel —dijo el Consejero Stellan.
—Las órdenes fueron de despegue inmediato, señor.
—Estamos al tanto de las circunstancias —acotó Stellan, marrullando un tono de impaciencia—. Coronel, quiero que vea algo.
En la imagen, el Consejero extrajo aparentemente de la nada un diminuto nodo ARN de memoria viva, que colocó en una consola. Sobre ésta apareció una imagen tridimensional flotando con la densidad cromática de un holograma. La simulación en alta resolución permitió a Lucien percibir los detalles: era un cuadro de bordes difuminados en el que danzaban algunas figuras desenfocadas Lucien creyó distinguir un puerto de atraque, unos técnicos de pista y un hombre de color vestido de manera eclesiástica, cuyos contornos se combaban al acercarse al extremo de la imagen. Los colores rojos y verdes desaparecían en una amalgama de violetas, y los movimientos bruscos dejaban estelas pixeladas en el aire.
—¿Sabe qué es esto, coronel?
Lucien asintió. Conocía la tecnología de microcámaras celulares. Lo que veía era una adaptación analógica de la memoria de una cámara oculta, situada tras la córnea de una persona de más o menos metro ochenta, con un leve problema de astigmatismo. La mayoría de las afecciones del ojo tendían a desaparecer en la visión del nanoespía —que se camuflaba ágilmente entre los bastoncillos cercanos al punto focal del ojo para captar con claridad la imagen reflejada por la retina—, salvo los que atañían directamente a una mala orientación del mecanismo ocular. La información de lo que la máquina presenciaba quedaba grabada en su sistema neuronal básico, en forma de variaciones electroquímicas impresas en un córtex neuronal, y luego se traducían a un código matemático que convertía cada impulso de neurotransmisor en un semicampo de imagen en baja resolución. De ahí la mala calidad de la cinta.
—Lo que ve, coronel —explicó el Consejero, cruzando los brazos—, es una fracción de una película tomada en secreto desde la pupila del almirante Francisco De Palma.
Guardó unos segundos de silencio mientras la información hacía mella en la mente del coronel. Stellan señaló la imagen bidimensional.
—Esta grabación se realizó sin el consentimiento del almirante, ni del Alto Mando de la flota. Coronel, quiero que se dé cuenta del grado de confidencialidad de lo que se le va a revelar a continuación.
Lucien asintió, perplejo, su mente aún perdida en extrañas combinaciones. Recordó que él ahora y desde aquella lejana reunión en el Palacio de Invierno, a todos los efectos, trabajaba para la Oficina de Administración, el servicio secreto, y estaba directamente bajo el mando del Consejero y su junta de dirección.
—El mismo día en que usted partió en busca de la aspirante, De Palma mantuvo una reunión a espaldas de la Administración con el hombre que ve aquí —Stellan congeló una imagen distorsionada del joven de piel oscura, en mitad de una mueca—. Hemos averiguado que su nombre es Evan Kingdrom, un ex soldado retirado del servicio por voluntad propia hace algunos años.
»Creemos que el almirante De Palma, apoyado por una serie de personas colocadas en puestos clave de la organización, está organizando un grupo alternativo de rastreo para encontrar los… el aspirante que queda. Desconocemos su motivación y el porqué se le ha ocultado esta información a la Oficina. Usted deberá encontrar al cazador, y eliminarle. Ponga rumbo a Damasco, el mundo virtual en la constelación del Dragón. Encuentre a este hombre y acabe con él antes de que esté en disposición de hallar al aspirante.
—Sí, señor —Lucien tragó saliva.
—Una cosa más…
—¿Sí?
—Puede haber… problemas —sugirió el Consejero. Por primera vez, sus acompañantes cambiaron ligeramente de posición, mostrando cierta intranquilidad—. No sabemos por qué De Palma eligió a este hombre. Tenemos nuestras dudas sobre su procedencia.
—¿Otro cazador?
—No, y esto es lo más importante: puede tratarse de un Guerrero Espíritu. El asunto es muy delicado.
El coronel iba a replicar, exteriorizar todo lo que en ese momento pasaba por su cabeza, cuando la transmisión comenzó a apagarse, y volvió progresivamente la imagen exterior de la nave. Habían rotado dándole la espalda al planeta y sólo quedaban estrellas y un vacío sobrecogedor.
—¿Y… qué debemos hacer si el almirante interviene directamente? —preguntó Lucien. Stellan afiló sus cetrinos ojos.
—Paciencia, coronel. Paciencia.