Capítulo 5

La escalinata de la nave enlace se extendió con un siseo de goznes engrasados, al tiempo que la radiante luz del nuevo sol invadía la antesala de desembarco con fiereza estival. Sorprendentemente, no hubo vítores ni gritos indignados de protesta llenando el ambiente, solo un lejano andante melódico de bienvenida procedente de una orquesta uniformada con los colores de la bandera.

La compuerta descubrió progresivamente la encorbatada figura de un funcionario escoltado por dos robots multípodos armados con cañones rotatorios y proyectores de escudos inerciales, y varios difusos representantes holográficos de diferentes gobiernos planetarios.

Con los sentidos embotados, Sandra descendió el escaso metro y medio de rampa hasta tocar por primera vez la tierra de lo que en adelante sería su nuevo hogar. Delos, un planeta que ella había imaginado muy diferente durante los días de viaje desde Esperanza. Las personas que allí aguardaban le regalaron amplias sonrisas, y el que encabezaba el grupo, el hombre de la corbata ridícula y el traje almidonado, le ofreció un ramo de rosas recién cortadas. Sandra aceptó el ramo sin decir nada, su interés demasiado descentrado como para pensar en nada que no fuera…

Su abuelo. Ignorando al jefe de protocolo, la chica se giró hacia la panza de la nave para ver cómo descendían unos soldados arrastrando la camilla en que reposaba el cuerpo de Silus en animación suspendida. Ante el estupor de los miembros del comité, Sandra saltó de la rampa y se colocó al lado de la camilla. El cuerpo del anciano apenas era visible a través del cristal combado que cerraba la tapa del féretro de estasis. Sólo su pecho blanquecino y el rostro congelado en un rictus de sufrimiento estaban al descubierto. De la herida de su pulmón no había ni rastro, cauterizada con material quirúrgico y vendada con cintas de metal que actuaban como matrices generadoras de nanosinérgicos. Los ojos de su abuelo estaban cerrados y su cabeza se movía al ritmo de los cambios de aceleración horizontal, pero Sandra podía ver con agradecida satisfacción cómo su débil aliento aún empañaba la superficie plastificada de la mascarilla de aire.

La comitiva dejó atrás al desconcertado grupo de recepción y avanzó con rapidez y agresividad a través del sendero de baldosas hexagonales, pasando con eficiente brusquedad militar a través de grupos de jardineros y podadores.

—¡Deprisa! —urgió Sandra, aferrada con fuerza a la camilla como si eso pudiera insuflar algo de esperanza al marchito cuerpo que descansaba dentro—. ¡Tenemos que ir más rápido!

El político les alcanzó jadeando, secándose la frente con un pañuelo. A su lado avanzaban con paso fluido los dos robots de seguridad, sus armas apuntando en ángulo cerrado hacia el sendero.

—¡Señora! —jadeaba—. Esto es del todo irregular. Los soldados pueden encargarse de eso. Usted no debería…

La joven no le escuchaba. Tenía la vista puesta en el camino, comprobando que una esperanzadora puerta lo remataba con sus postigos abiertos de par en par, y atenta también a algunos fugaces detalles de lo que había a su alrededor, de la inmediatez de aquel paisaje alienígena que aún estaba tratando de penetrar por sus sentidos.

Con el rostro pegado a una escotilla transparente, en la fría prisión de su camarote, había imaginado otros parajes muy distintos, mientras contemplaba los hipnóticos destellos estroboscópicos de los hiperconos de luz cuántica. Lo que percibieron sus pupilas cuando se acostumbraron a la cegadora luminiscencia de aquel sol extranjero fue espacio abierto, desocupado: una extensión de terreno cruzado por paseos que serpenteaban a través de selvas de flores aromáticas. El sendero cruzaba un tramo del enorme patio hasta desembocar en la casa de piedra más grande que la joven hubiera imaginado jamás. Era verdaderamente un palacio de cuento, de esos que aparecían en las ilustraciones de los libros que sus padres le leían de pequeña, con docenas de torres de tejados resplandecientes, afiladas saeteras y minaretes coronados por agujas de fastuosa elegancia. Cientos de estandartes blasonados con leones dorados y brillantes escudos que representaban a los mundos del protectorado imperial flameaban al cálido aire de la mañana. En el cuadro faltaban los caballeros, pero Sandra no se sorprendería si en lugar de cruzados vestidos con cotas de malla se encontrase con una legión de templarios cibernéticos, dispuestos a caer rendidos a sus pies.

Ahora yo soy una reina en potencia. No es una pesadilla, es real; real como todo lo que me rodea.

Antes de llegar al fin del camino, Sandra pudo ver casi de refilón cómo una figura envuelta en un traje de gasas la observaba con atención desde uno de los ventanales. Antes de que pudiera fijarse en ella, un par de soldados le dieron el alto. En sus rostros se leía la tensión que imponía el cumplimiento del deber, pero una mirada cargada de odio y amenazas implícitas por parte de la joven les hizo apartarse. Esa fue la primera gran lección que Sandra aprendió de Delos y la Corte Imperial: que su figura ya era en cierto modo temida y respetada. La segunda lección la aguardaba unos metros más allá, cuando los soldados la apartaron con diligente firmeza de la camilla y la obligaron a esperar en un desolado pasillo de paredes de mármol mientras se llevaban a su abuelo a un lugar desconocido. Las vistosas plumas coloreadas de sus yelmos cimbreaban con gallardía, y en sus ojos no había compasión, sólo deber. Sandra entendió.

Había puertas que ella, pese a todo el poder y la importancia que pudiera llegar a obtener, no podría cruzar jamás.

—¡Señora! Espere un momento, por favor —suplicó el edecán, alcanzándola. Junto a él flotaban las figuras translúcidas de los embajadores holográficos, presa de un silencio fantasmal.

—Sea bienvenida en este glorioso día a las puertas de la Casa Santuario —continuó—. Mi nombre es Alan. Soy su asistente personal y observador de la etiqueta y el protocolo. Mi misión será orientar su vida mientras resida con nosotros. Si desea cualquier cosa, yo…

—Sí, deseo una cosa —respondió Sandra inmediatamente, para sorpresa de su contertulio—. Me gustaría saber a qué casa de curación han llevado a mi abuelo.

—¿Qué…?

—Mi abuelo. El hombre que se estaba muriendo en la camilla de hace un momento. Encuéntrelo y luego hablaremos —ordenó la joven, desafiante. Se giró para contemplar la panza del aparato del que había desembarcado. La ya familiar silueta del coronel Armagast se adivinaba entre la tropa que descargaba material y los droides de pista. Estaba charlando con uno de sus subalternos directos (una mujer de una raza que ella nunca había visto antes, llamada Ramko), y se reía de algo gracioso con la pose modulada por el distanciamiento propio del mando. Sandra le odió en ese momento más que nunca, más de lo que jamás podría odiarle en los días venideros, y lo apuntó como cabeza de una larga lista de personas a las que desde ese momento consideraría enemigas.

—Discúlpeme…

La joven se giró hacia el oficial de protocolo con brusquedad. La expresión de malestar aristocrático en la cara del edecán se desvaneció.

—Este… Comprendo que la situación debe ser de una gran presión para usted, pero estoy seguro de que todo saldrá bien. Como decía, mi nombre es Alan, y procuraré satisfacer sus necesidades y guiarla a través de la estructura social cortesana con la mayor diligencia.

—Alan —repitió ella.

—A su servicio. Su abuelo será llevado con la mayor urgencia al hospital de Palacio, donde será atendido por el mismo equipo médico que se ocupa del resto de la corte —dijo con satisfacción, esperando ver asomar un gesto de tranquilidad en el rostro de la chiquilla. No sucedió—. Estos caballeros son dignatarios venidos en representación de las embajadas de los protectorados intermedios, y se han adelantado para presentarle sus respetos en nombre de los cónsules y jefes de Estado que acudirán a la cena.

Sandra sintió que perdía el sentido durante unos breves instantes. Todo empezó a volverse borroso, mientras su famélico estómago le recordaba que apenas había probado bocado en los días de viaje desde Esperanza. Se apoyó en la pared del corredor mientras se concentraba en respirar. Ante el gesto de horror que cruzó la cara del funcionario, un grupo de invisibles sirvientes surgió de nichos ocultos y se mantuvieron alerta. El edecán les detuvo, inclinándose sobre Sandra. La niña tenía casi tan mal aspecto como el anciano que había llegado en la camilla. Oscuras bolsas rompían el suave trazo de sus párpados. Llevaba ropa de vuelo conseguida a bordo de la nave, aunque su holgada talla hacía que las mangas, que llevaba recogidas a la altura del antebrazo, formaran grandes pliegues cubiertos de sudor.

Al minuto, la posible sucesora de la corona entraba presurosa a un lavabo acompañada de las sirvientas, mientras el delegado de protocolo guardaba un incómodo silencio. Con una reverencia dio un último adiós a los entes etéreos, que se desvanecieron susurrando entre ellos palabras inaudibles.

La puerta del servicio se entreabrió al cabo de unos momentos dejando ver parte del busto de una sirvienta, que le susurró:

—Ha vomitado un poco de líquido; vamos a necesitar algo de comida en el acto. Y compresas.

Y volvió a cerrar la puerta.

* * *

La Madre Moriani llegó al principesco salón Carlos III casi al mismo tiempo que su deoEmperatriz. Repuesta ya de la traumática experiencia del alfil, caminaba con holgura arrastrando sus largos vuelos de susurrante seda de Mitra por la habitación.

Cruzó taconeando los treinta metros de alfombra carmesí que la separaban del ábside central, una pagoda elevada sobre seis estatuas de oro pulido. Dos sillones egregios separados por un espacio equivalente al de la diferencia de edad de los primeros reyes descansaban en el centro simétrico del recinto. Detrás del ábside se elevaba en casi toda la inmensa altura de la pared un escudo tallado en mármol y piedra noble que representaba el blasón imperial, los leones y la serpiente.

La comitiva que acompañaba a la Arconte había llegado también. No era un grupo formal, más bien una escolta de sirvientes ensimismados en los detalles que iba descubriendo el aparatoso traje de su señora a medida que evolucionaba por la habitación; aparte, cuatro secretarios vestidos como ejecutivos y portando maletines de monitorización LA e inalámbricos mnemoglos —el grupo de contacto que siempre acompañaba a la Arconte a todas partes, ofreciendo y requiriendo datos continuos sobre asuntos de Estado de máxima prioridad—, varios agentes secretos de la Oficina, el edecán Stawton, y otros dos estirados jóvenes a quienes Moriani no conocía. Estos lucían los exquisitos modales aislacionistas y vestían el traje formal (chaqueta y corbata de colores claros, pantalones de pinza y pelo cortado sobre los temporales), propios de la Corporación Eisenstain.

Moriani los observó de soslayo. Probablemente son sus representantes designados para el grupo de análisis, pensó. El varón era un joven europeo de color, fino y estirado, con un tono de piel tan diluido que casi parecía caucasiano. La mujer que lo acompañaba no medía más de metro cincuenta, y poseía rasgos nórdicos evidentes en su pulcro cabello plateado y el rubicundo vello sedoso que cubría su piel. Unas pupilas sutilmente tintadas con un tono azulado diferente del biológico estándar la identificaban como Recitadora del Códice, una rama de la escuela Eisenstain especializada en estrategias de memoria computacional.

La Arconte Beatriz saludó a Moriani con una leve inclinación de cabeza cuando ambas mujeres se encontraron a los pies del trono bicéfalo. Llevaba el pelo recogido en un moño sujeto por una perla diamantina, un capricho millonario de minúsculo tamaño en cuya composición cristalográfica se había esculpido la estereografía de una paloma sobrevolando un lago. Lucía un vestido isabelino de cuello alto y chorrera de encajes trenzados, un conjunto que le daba un aspecto regio, como si acabara de escaparse de un cuadro lleno de atávicas figuras de otros tiempos de tenaz orgullo abolengo. Sus pestañas estaban remarcadas con un rímel de oscuridad estigia, que acentuaba el falso esmeralda de sus pupilas con una aureola de misterio ancestral, muy de esfinges e imperios caídos. Por su expresión de disimulado divertimento, perecía estar tomándose un descanso de su poco opulenta manera de vestir, volviendo a refugiarse en el juego del modismo como hacía cuando era pequeña. Una reina de verdad jugando traviesa a ser princesa de diseño.

—Madre Moriani —saludó la Arconte.

—Excelencia —respondió la bizantyna, haciendo una reverencia y besando la mano tendida.

—Por fin habéis venido. Temía por vuestra salud.

—Me honráis. Todo quedó en un mal pasajero, afortunadamente… para mí.

La Arconte se permitió una mirada piadosa.

—Lo lamento de veras. Sé lo mucho que Viola significaba para vos.

—Sois muy amable —agradeció Moriani, esperando mientras la Arconte escalaba con gracia los peldaños y ocupaba solemnemente el sillón izquierdo del trono. El joven estirado de la Corporación, de igual rango en la comisión de análisis que Moriani, se situó en silencio a su lado, presentándose en voz muy baja él mismo y a su compañera.

La Madre se preguntó por qué motivo aún no habría llegado el representante de la tercera facción.

Un niño vestido con una guerrera roja llena de broches de oro y zapatos de charol se acercó hasta el edecán y le susurró algo. Este asintió, dando permiso para que una puerta lateral se abriera (no la principal, que con sus jambas de diecisiete metros necesitaba dos motores gemelos rotativos para moverse), y dejara pasar la comitiva que acompañaba a la niña.

Moriani y la Arconte permanecieron calladas, expectantes. Mucho habían oído en los últimos días sobre la persona que estaban a punto de conocer. Los informes del capitán de la nave que la había encontrado eran explícitos a muchos niveles, incluyendo el detallamiento de los sucesos inmediatamente anteriores al abandono del planeta Esperanza. Un oficial de a bordo había disparado certera pero negligentemente contra un ciudadano de la aldea de la chiquilla —que resultó ser además un pariente cercano—, provocándole muerte clínica casi instantánea. Los servicios médicos de a bordo le habían mantenido en una cámara de estasis procurando retrasar el comienzo del rigor mortis hasta su ingreso en una clínica interina del Palacio, donde los expertos en nanocirugía y bionética trataban de reparar con tecnología lo que la Naturaleza ya había dado por perdido.

Nada de eso se le había dicho a la chiquilla.

Los informes sobre su temperamento y nivel intelectual eran contradictorios. Armagast se había encontrado con una diablesa de porte y modales exquisitos y un profundo odio azul grabado en sus pupilas. Stawton y las mujeres que habían cuidado de ella desde que puso el pie en Delos describieron una niña desvalida, de salud precaria e inestable debido a un prolongado y extenuante esfuerzo físico y mental, y totalmente dócil en lo que se le pedía que hiciera o dejara de hacer. Sólo habían pasado tres días desde que se encontraba en palacio, y aún no había abierto la boca salvo para pedir comida o formular alguna petición menor, como que se le proporcionara ropa cómoda o que se le indicara cuál iba a ser su aseo personal. Su aseo personal. Moriani ya empezaba a entrever cuál era el posible punto de vista de la niña. De alguna forma, había tomado parte del regalo que se le daba sin llegar a aceptarlo del todo, y lo utilizaba en su provecho. Como una cobra aprovechándose de la indulgencia y caridad de su enemigo mientras sana sus heridas.

Al parecer, y si los informes no mentían, poseía una segmentada pero extensa educación. Sabía leer y escribir, poseía conocimientos más que rudimentarios de matemática, geología, física y astronomía, y se le notaba una clara robustez, de alguien acostumbrado al ejercicio físico. Poseía, para su relativamente corta edad, una madurez y un conocimiento intrínseco del mundo muy desarrollado.

Y lo más importante con diferencia: había dado una respuesta totalmente plana en los sondeos mnémicos previos. De hecho, en lo que se refería a habilidades supraempáticas, la niña era un completo cadáver. Total y absolutamente plana.

Su nombre brilla en los preliminares de la Convolución, había constatado Urievitch.

Moriani frunció el ceño.

La comitiva entró en la sala. Al principio la Madre no pudo verla. Varias mujeres vestidas con quimonos geishas, las sirvientas de primera clase, surgieron de la pequeña puerta formando un racimo. Se acercaron hasta abordar la alfombra principal y se abrieron en abanico, dejando pasar a la niña.

Los presentes contuvieron imperceptiblemente el aliento.

La joven iba vestida con un traje sencillo de dos piezas, sin más refuerzos que unos pendientes del mismo color que su cabello, unos zapatos de tacón con los que no parecía llevarse muy bien, y una falda corta que vestía con elegancia su cintura. Medía escasamente metro sesenta y cinco de estatura —por encima de lo corriente para los estándares femeninos de su planeta—, pero los tacones la hacían parecer más alta. Su largo pelo cobrizo caía en cascada sobre un lado, dejando que algunos flecos menores ocultaran el sano tono rosado de su frente y sus mejillas. De nariz recta y breve, usaba dos filtros azulados en sus fosas nasales que tamizaban con un casi inaudible silbido el aire de Delos, una mezcla sutilmente diferente a la de su mundo de origen que ya le había provocado mareos y un desmayo en el momento de su llegada. Moriani había sido informada de que el condicionamiento enzimatico de los procesos metabólicos de respiración celular de su cuerpo, iniciado en el viaje a bordo del San Juan, pronto acabaría, pero en previsión de más desmayos se había decidido que los portara unas jornadas más.

Cuando llegó a la altura del ábside, se adelantó un paso demasiado corto, como temiendo abandonar la compañía de las sirvientas, y practicó una entrenada reverencia. Parecía más concentrada en equilibrarse sobre los altos tacones en un entorno de gravedad diferente que por encontrar su lugar en el esquema social de la recepción. Concluida la genuflexión, la joven volvió a retirarse, como queriendo ocupar su lugar en la fila. Asustadas, las sirvientas retrocedieron otro paso automáticamente.

Elizabetha y la Arconte cruzaron una mirada.

Sandra miraba a su alrededor con preocupación, como estudiando el terreno. Su mano izquierda se había quedado congelada en el punto final de la pose, no sabiendo a dónde ir desde allí. Estudió de reojo a las calladas geishas que esperaban en semicírculo detrás de ella, pero estaban muy inclinadas, casi rozando el suelo, los brazos apretados contra el vientre y escondidos dentro del quimono. Una pose que, sin duda, no se esperaba de ella.

Iba a tartamudear algo, cuando la Arconte intervino.

—Bienvenida a Delos, Alejandra —comenzó, con una suave derivación francófona en la entonación—. Ante todo quiero que sepas que lamento profundamente el accidente ocurrido con tu abuelo.

Sandra se paralizó. Había esperado todo de aquel primer contacto con la cúpula del poder, excepto que alguien —y menos ella— se hubiese tomado la más mínima molestia en informarse sobre sus problemas. Cabeceó, los ojos clavados en las hebras carmesíes de la alfombra, empezando tímidamente otra reverencia. La Arconte la detuvo con otra frase.

—Sé que esto es muy distinto del ambiente saludable y natural al que estás acostumbrada, pero espero que podamos hallar la manera de que te encuentres cómoda.

—Gracias… su majestad.

Beatriz sonrió. La voz de Alejandra sonaba juvenil y aterrorizada, pero segura de sus palabras. Y no había usado modismos propios de su país o comunidad desde que había llegado. Era un detalle sutil pero importante, el que la chiquilla se esforzara por usar y mantener una pronunciación canónica del lenguaje universal del Imperio.

—Alejandra, estas personas están aquí para instruirte y estudiarte, para averiguar si realmente eres quien nosotros esperamos que seas —dijo la Arconte, señalando a los representantes de las Logias—. La Madre Elizabetha Moriani, suprema Regidora de la Logia Bizanty, y Fausto Kopelsky, inspector en jefe para esta comisión por parte de la Escuela Eisenstain. Estarás al cargo de ellos a partir de ahora. Todos esperamos que, si nos hemos equivocado y todo esto no resulta sino un lamentable error, lo confirmemos con la mayor brevedad y podamos llevarte de vuelta a tu mundo sin dilación. Y en el caso contrario… —la Arconte se inclinó hacia ella, alterando un poco la severidad de su pose—… Entonces espero que puedas aceptarnos de corazón como tu nueva familia. Ahora dime, ¿cuáles han sido tus primeras impresiones sobre la capital?

Sandra meditó la respuesta. Aquella mujer trataba de tender un puente hasta ella por medio de la afabilidad, pero desde luego sopesaría todas sus ideas y opiniones fría y despiadadamente, evaluando cada detalle según un baremo desconocido. La joven decidió no bajar la guardia.

—Posiblemente… desconcierta. —Le costó encontrar una frase que encadenara con eso—: Tal vez algo de miedo. Todo es… No sé. Demasiado grande. Demasiado nuevo.

—¿Es cierto lo que dicen sobre el odio que sientes hacia nosotros, Nos, el Imperio? —La monarca pronunciaba con tanto cuidado que casi se podía escuchar la puntuación—. Hay una desgraciada paradoja en los hechos que nos ha reservado el destino. Hechos que, para serte sincera, no sabemos cómo enfocar.

—Er… Bueno. —Maldita sea. No estaba preparada para preguntas tan directas. ¿Dónde estaba el sofismo romántico de la realeza?—. Mi Señora, os mentiría si os dijese que es falso… Pero también sé que las condiciones en que la vida se me ha presentado no me han dejado opción para mucho más. Entiendo lo que son los sesgos de opinión, si es a eso a lo que os referís.

—Y entiendes también su futilidad, bajo ciertas circunstancias.

—Entiendo… la gran ayuda que prestan a la hora de asimilar el mundo. La facilidad que dan para entender la vida… y a las personas que ésta pone en tu camino.

La Arconte sonrió. En sus ojos se leía ya la huella de una primera opinión.

—Confieso que esta primera reunión me tenía preocupada. —Sandra no supo qué pensar de eso—. Me preguntaba cómo serías. Si te habrían descrito bien.

El infame Lucien. ¿Qué palabras habría pronunciado respecto a ella? ¿Cómo la habría visto desde su postura mercenaria e incorruptible? ¿Qué clase de opinión podría forjarse de ella el asesino de su abuelo?

—Espero no haberos decepcionado —dijo tímidamente.

—No, no —rió la Arconte—. Por fortuna, sois todo lo que se había dicho de vos. Sin embargo, todavía hay mucho que tenemos que aprender unos de otros.

Soy lo que esperaban. Madre, tengo miedo.

—El regalo que se te ofrece es tan inmenso y complejo que tal vez no llegues a entenderlo nunca, pero quiero que sepas que es algo tan necesario para la supervivencia de la estructura de las cosas como el esqueleto lo es para sostener los músculos que guían un cuerpo humano. Tu sabiduría y tu sentido común te ayudarán a entenderlo. Nosotros sólo vamos a guiarte y asesorarte durante los primeros pasos del camino.

»Alejandra —la Arconte entrelazó los dedos sobre su regazo—, pese a que esto es sólo una primera toma de contacto y no es mi intención alarmarte, quiero que seas consciente de algunas cosas que son reales, que están ahí y afectan a todos los movimientos que nos vemos obligados a llevar a cabo. Supongo que una mujer preocupada por la ciencia y el conocimiento como tú habrá oído hablar de hechos, de acontecimientos históricos, que a primera vista y ante un observador no instruido pueden parecer equivocaciones, productos de severos errores de juicio. La política expansionista que imperaba a comienzos del gobierno de Nos, el actual Emperador, necesaria para la época pero restrictiva si se utilizase hoy en día, está llena de ese tipo de acciones ambiguas. Comprender los motivos desde dentro, desde el punto de vista de la mente que los concibe y no de la persona que los sufre, es uno de los primeros y más importantes pasos a dar para llegar a gobernar. Esas características intrínsecas son algunos ideales relacionados con conceptos abstractos como la obligación, el honor, la lealtad… que no por pasados de moda o ignorados en muchos lugares del vasto reino de lo humano dejan de existir. Esos conceptos fundamentan las bases de la estructura de poder humana. —La Arconte inspiró, seleccionando las palabras—: Los hombres y mujeres que conforman la especie son individuos con conciencia racial. Son partes individuales de una gran estructura dotados de un sentido del todo, con capacidad para preocuparse por sus coetáneos, por sus hijos, por individuos de su raza que aún no han nacido, que ellos jamás llegarán a conocer.

Beatriz se levantó, girándose hacia el majestuoso emblema de leones gemelos que cubría la pared a su espalda.

—Esto es lo que simboliza el estandarte del Emperador. No es el símbolo impuesto de una ideología partidista, sino el reflejo de unos principios de orden universal que rigen el comportamiento humano allí donde el Hombre se realice, no importa si es en el corazón del Imperio o en el más lejano de los puestos fronterizos. Fuerza, lealtad, honor, dedicación… Sacrificio —leyó, traduciendo del griego clásico la consigna que fulguraba esculpida bajo los leones. La solemne trascendencia de las palabras resonó en la sala con la robustez del mármol en que estaban inscritas.

—Sacrificio —repitió—. Por el resto de la Humanidad, por la identidad y conservación de la especie. No por mantener incólume un sistema arbitrario privándolo de la posibilidad de avanzar, de prosperar, incluso de derrocar a sus líderes e implantar otros con diferentes credos o motivos, sino por hacer que ese sistema se mantenga en pie el tiempo suficiente como para que llegue el que lo ha de sustituir para que se avance el paso. Es lo que significa tener conciencia global.

Sandra contempló fijamente el estandarte, apreciando gracias a su gran tamaño detalles que antes había pasado por alto. Los Leones de Aquiles, erguidos sobre sus patas traseras en una pose sugerentemente antropomórfica, tenían garras sólo en la pata inferior, un poco contraída, siendo la superior, la desarmada, la que mandaba. Sus testas rubicundas aparecían cubiertas por coronas hechas de cadenas de aminoácidos con sus enlaces helicoidales cruzados. Los rostros de los feroces animales estaban enfrentados, pero no combatían. Ambos eran como recias columnas orgullosas de portar los estandartes en los que se homenajeaba a la vida y al desarrollo de las virtudes humanas. Se enfrentaban, sí, pero no luchando, sino escoltando a la serpiente que se contorsionaba perpendicularmente a la fuerza de sus zarpas. El cuerpo del ofidio estaba fragmentado en cuatro —ahora cinco, entendió ella por fin— segmentos desunidos, cada uno de igual longitud que los demás pero decorado con diferentes entramados de escamas, mantenidos como uno solo gracias a las banderolas que portaban los nombres de las cinco virtudes humanas. El tronco común de la raza, en principio disgregado, nacía y se reforzaba con la entereza de los ideales.

—Estas enseñanzas encierran graves riesgos —dijo Beatriz, las sedas de su vestido perdidas en un bosque de pliegues y reflejos—. Las decisiones claves para determinar la supervivencia, no ya de una parte o una facción, sino de todo el conjunto de la especie, son siempre ambiguas. La entereza de un gobernante, ya lo descubrirás por ti misma, no consiste en ser muy inteligente para llegar a la conclusión de que tiene que plantearse ciertas decisiones difíciles, sino en ser íntegro y consecuente con su ideología a la hora de tomarlas.

»Es muy cruel pertenecer a la especie humana, Alejandra. Muchos de entre los pensadores que dedicaron su vida a la filosofía y se plantearon estas cuestiones desearon después no haber sido capaz de llegar a ellas, porque conocerlas significa compromiso, dolor y sufrimiento, e ignorarlas simplicidad, ignorancia y, en muchos casos, hasta felicidad. Vivir feliz sumido en una fantasía en que los problemas son tan lejanos que siempre son resueltos por otros, en que los peligros mortales que nos son extraños son tan fortuitos que nunca llegan a alcanzarnos —la Arconte bajó la vista—. En que el universo es demasiado grande y las noticias suceden siempre en lugares tan lejanos que nunca llegarán a inmiscuirse en nuestras vidas.

»Todo aquel que piensa con seriedad en el poder, en el poder de verdad, acaba cuestionándose sus motivos, y odiando su impoluta perfección. Todo el que decide tener un hijo y lo ama de veras sabe que puede que algún día tenga que dar la vida por él, y que la decisión crucial deberá ser tomada de forma inmediata, sin tiempo para pensar en ella, confiando en que sin duda es la correcta. El desgraciado estado en el que se encuentra tu abuelo es una consecuencia trágica de una de esas decisiones. ¡No, no vuelvas a antiguas conclusiones! —advirtió, girándose hacia la joven.

Sandra sostuvo su mirada, sintiendo regresar el odio de nuevo. Pero algo inclasificable lo contenía.

—No mires con los ojos condicionados por el pasado —continuó implacable la deoEmperatriz, acercándose a ella. Algo de la fiereza de los leones gemelos brillaba con intensidad al fondo de sus ojos—. El día en que tú seas Emperatriz… te darás cuenta de que no es diferente de ser quien eres ahora. Sólo difiere en el grado de entereza y en la capacidad para serenarte y ver las cosas no sólo desde tu propia y personal perspectiva, sino también de la de tu enemigo, y preguntarte por qué él piensa así en lugar de pensar como tú… Por qué él está dispuesto a morir por una religión que no es la tuya, por ejemplo, pese a que tú crees con la misma convicción que tu dios es el correcto y verdadero, y sabes que sólo uno de los dos puede tener razón.

La Arconte llegó hasta el pie del ábside, a menos de un metro de la joven. Sandra creyó que el corazón iba a salírsele del pecho.

—… Entonces, y sólo entonces —concluyó, matizando cada palabra—, sabrás con certeza que en cualquier situación, ante cualquier problema, tendrás las mayores posibilidades de tomar la decisión correcta.

Un pesado silencio cayó tras las palabras de la deoEmperatriz. Sandra no sabía qué pensar. Había planeado decir un montón de cosas, de exigir explicaciones por lo de su abuelo, por lo de sus padres y su comunidad, pero después de esto… Aquella mujer sabía muy bien de su pasado, de lo que había ocurrido en Esperanza en los días de la revuelta. Sandra no podía arrojarle a la cara esas verdades esperando, tal y como había imaginado, que la reina de reinas se sonrojara y admitiera en público lo falaz de sus argumentos. Había dejado claro directamente y sin rodeos que ellos estaban al tanto de sus sentimientos, de sus preocupaciones. Y que no les importaban en absoluto. Había destruido de un tajo inmisericorde todo lo que la había mantenido envuelta en un falso halo de entereza hasta entonces, mostrándole que frente a los elevados principios que regían los actos de sus secuestradores, su opinión personal carecía totalmente de valor.

Qué ilusa había sido, qué inocente e impetuosa, al subestimar con tanta facilidad a una de las cuatro personas a las que casi todo el resto de la Humanidad rendía pleitesía.

—¿Lo entiendes, Alejandra? —preguntó la deoEmperatriz. Sandra despegó la lengua del paladar, respondiendo:

—Creo… Estoy casi segura de que sí.

—Muy bien —dijo Beatriz, sonriendo satisfecha—. Esa es la respuesta más inteligente que me han dado nunca.

La Arconte se retiró sin mediar palabra, arrastrando consigo su estela de ayudantes. Sólo quedaron allí el edecán Stawton, la sacerdotisa y el ejecutivo, que permanecían con las pupilas clavadas en las de ella, silenciando oscuras meditaciones.

—Creo que esto es todo —dijo el edecán, rompiendo el hechizo, y con un par de palmadas ordenó a las geishas que se retirasen. Sandra iba a seguirlas, pero la mujer de la túnica la detuvo.

—Tú no. Debemos empezar cuanto antes.

* * *

La comisión había dispuesto, sobre la base de una sugerencia de Moriani aprobada con sorprendente ecuanimidad por las otras dos facciones, que la batería de pruebas no se realizaría en ninguna de las aulas de metodología y control del Instituto de análisis y experimentación psíquica, abreviado ITAS, el organismo oficial mancomunado que las Logias administraban en colaboración con una delegación de vigilancia del Gobierno. Por el contrario, se realizarían en el propio palacio bajo control directo de los representantes de las Logias, ciertos organismos privados no gubernamentales y del propio Emperador, a través de sus Arcontes.

El salón elegido a tal efecto fue el Aristóteles, una referencia que disgustó un poco a Vladimir Urievitch por motivos que no quiso hacer públicos. Estaba situado en el ala oeste del edificio, con vistas a la ciudad circundante y al Museo de las Artes. Normalmente se usaba como refectorio en pausas de conferencias importantes o exposiciones que tenían lugar en el contiguo Paraninfo de las Letras. Los sirvientes habían retirado las mesas y sillas meramente decorativas —enfundándolas en vainas de plástico en espera de que el experimento terminara y los periodistas invadieran el lugar ávidos de canapés—, habían instalado unas funcionales sillas plegables de respaldo recto, una mesa ancha de fibroplástico y un equipo de cámaras y sonido. El jerez esparcía su sugerente aroma desde las botellas sin etiquetas que estaban descorchando.

Sandra fue escoltada hasta el lugar a diez minutos de empezar la sesión. Moriani y Fausto Kopelsky, su homónimo de la Corporación, habían insistido ante el foro de contacto en que probablemente no verían nada; que harían falta muchas sesiones y muchas baterías de tests de diversos tipos, desde la psicología común al análisis inductivo de personalidad Id o los sondeos de triada mnemométrica para llegar a las primeras conclusiones. Pese a todo, los representantes de las partes interesadas seguían en sus trece, y estarían en palacio cuando se convocara a la niña y a los examinadores.

Así, a las ocho menos diez de la tarde, cuando Sandra atravesó las puertas del salón, una docena de ojos electrónicos de movimiento automático comenzaron a seguirla como ciclópeas rapaces carroñeras. Una suave música tintineaba al límite de la audición, relajando el ambiente. Jazz.

Había mucha gente abarrotando el lugar. Sandra contó una veintena de psicólogos, psiquiatras y doctores de diversa índole, algún que otro rostro conocido de la política local a quien identificó por los programas de la Red que había seguido en los últimos días, cónsules, dignatarios y otros grupos dispersos sin finalidad aparente.

También estaban los fantasmas holográficos que habían acudido a recibirla el día en que había desembarcado en Delos, sus contornos azulados y verdes ocupando un sitio vacío en los círculos de gente real. Todos se distribuían en corpúsculos agrupados por temas de conversación o graduación social. Sandra buscó con la vista a la mujer vestida como una eclesiástica (Moriani, si no recordaba mal), o a la Arconte en persona. No vio a ninguna de los dos. Al entrar, los presentes se concentraron en ella y comenzaron a aplaudir. La joven se sonrojó, notando cómo disparaba los comentarios en voz baja y las miradas reprobatorias de la mayoría de las mujeres. Algunos hombres se mesaron los gruesos bigotes y comentaron cosas entre ellos moviendo la cabeza a veces de arriba a abajo, a veces hacia un lado.

Su guía, una joven sirviente de rasgos orientales llamada Kori Naba, la condujo hasta el grupo central de personas y se presentó ante el edecán, desapareciendo como por ensalmo a un gesto de éste. La joven aspirante tragó saliva. Los aplausos fueron muriendo con sequedad. Le costó casi diez segundos darse cuenta de que la Arconte Beatriz estaba delante de ella, vestida con un sencillo traje formal de oficina, el pelo corto de un color sutilmente más ocre y una copa de champaña en la mano. A su lado aparecieron de repente el coronel Connor, Moriani, y el joven representante de la Corporación, ataviados con unos sencillos uniformes de faena distintivos de sus respectivas Logias.

—Dama Valeska —saludó el joven, haciendo una reverencia. Era la primera vez que alguien la llamaba por su apellido sin iteraciones, algo poco usual en aquella cultura—. Estamos preparados para empezar. Si lo desea, puede ocupar ya su asiento.

Sandra se sentó frente a la mesa de análisis, llevándose una mano a la cara para colocar disimuladamente los filtros de aire en su sitio. Los condenados hacían segregar la mucosa y tendían a salirse de las fosas nasales.

Sobre la mesa, los examinadores habían dispuesto dos simples barajas de superficie roja colocadas boca abajo en abanico. No había más máquinas ni más misterio que un par de dossieres apilados en una esquina. El primero en sentarse delante de ella fue Kopelsky. Tocó una de las cartas viradas de la mesa, del montón de la izquierda, y realizó una simple pregunta:

—Por favor, tenga la amabilidad de decirme de qué carta se trata.

Sandra contuvo la respiración, asustada. ¿Ya había empezado la prueba? ¿Así, sin preparativos ni oraciones ni ofrendas a los poderes que iban a invocar? Los invitados la miraban, atentos y callados. De repente temió decepcionarles, defraudarles con un engaño. ¿Qué esperaban que hiciera, magia?

Ante su desconcierto, el examinador explicó:

—Existe una disciplina llamada mnemónica predictiva, que consiste en visualizar objetos o formas ocultas a partir de una conexión indirecta con lo que nosotros llamamos el árbol de probabilidad universal. Se trata de una disciplina que tarda años en madurar para poder ser usada conscientemente, pero que en la mayoría de los sujetos se manifiesta al principio de forma espontánea. ¿Siente usted algo, alguna sensación, una imagen que le llame la atención por causas que no puede explicar?

Sandra esperó unos segundos, meditando, y optó por la prudencia:

—No, ninguna en absoluto.

La respuesta arrancó comentarios entre los presentes. La chica miró a su alrededor, algo nerviosa. Había demasiados ojos clavados en ella, y se sentía ridícula forzando la pose.

Parece más preocupada por la imagen que pueda dar que por el experimento en sí, transmitió Moriani a su compañero de evaluación. Kopelsky asintió mentalmente, enviando sus primeras dudas en forma de constructos de paciencia:

—La falta de concentración sería un problema, si de verdad estuviésemos buscando algo.

Otras pruebas comenzaron a sucederse. La niña, más tranquila al cabo de la primera media hora, cruzó las piernas cuidando que la falda no escalase por ellas más de lo necesario, y comenzó a rellenar tests de respuesta múltiple. Connor se decidió a acercarse a Moriani, con una copa de jerez en la mano, saludándola con un beso casual. Los presentes comenzaban a disgregarse, entendiendo que la prueba sería un proceso largo y confuso para los no instruidos. Moriani se alejó un poco de la mesa de canapés, privatizando la conversación.

—Me enteré tarde de lo del atentado. Fue algo calculado —comentó Connor, en voz baja.

—Digamos que es decisión de las musas de la fortuna el que siga viva. O tal vez de las del cinismo cruel —Moriani evocó los últimos momentos de Viola—. No comprendo cómo a la gente de Seguridad se les pasó.

—Una bomba viva. Debió haber disparado las alarmas nada más acabar con la capacidad de reacción del piloto. El alfil también debía estar manipulado.

—Pero, ¿por qué no destruir toda la nave? ¿Por qué mostrar la trampa tan abiertamente? No parece que la verdadera razón del atentado fuese acabar con mi vida —observó, cavilosa—. Si te digo la verdad, estoy harta de tantos pulsos de poder y tentativas estériles. Los segregacionistas se deben estar partiendo de risa imaginando las implicaciones.

—Lo averiguaremos. ¿Cómo va ella? —Connor señaló con una inclinación de la copa hacia la joven aspirante, que seguía concentrada en cumplimentar una prueba de rapidez mental.

—Es un misterio —sentenció la Madre con aire contrito—. No tiene absolutamente ninguna conexión con el Metacampo.

—¿Es plana?

—No. —Moriani se apartó de la mesa de canapés, que ya empezaba a ser asaltada por algunos invitados aburridos—. Hasta los planos poseen unas reminiscencias mnémicas en la actividad sináptica del subcórtex, producto de la fricción que sus pensamientos conscientes provocan en la frontera del Metacampo al no poder ser asimilados.

—Una especie de reverberación de rebote.

—Más bien una fuerza gemela de sentido contrario, producto de un reflejo de rechazo hacia el Metacampo —corrigió la Madre, juiciosamente—. Al ser repelidos provocan la aparición de ruidos armónicos a veces visuales, a veces táctiles… abstractos y sin concreción iconica de ningún tipo. Sin embargo… —Calló unos segundos. La niña chupaba el lápiz con el que rellenaba el formulario, la mirada perdida intentando comprender uno de los apartados—. Ella no posee esta reverberación. Es como si su mente operase en una frecuencia aparte, fuera del espectro en el que se mueve el resto de la especie. No tiene explicación.

—Eso ya demuestra que es única…

—Pero no nos sirve de nada si no lo podemos aprovechar. De todas formas, no deja de ser curioso en el esquema global la forma que van tomando los hechos. Esta es la primera vez que tenemos una polivariante focal.

—¿Una polivariante?

—Es una posibilidad que hasta ahora sólo conocíamos porque se intuye en las ecuaciones trigrámicas de la Versión Eisenstain. Al principio, cuando estábamos rescribiendo las fórmulas de su trigrama principal apoyándolas en nuestros postulados, vimos que si las depurábamos lo suficiente aparecían posibilidades sorprendentes. Los resultados inferían la existencia de un montón de formas alternativas de Convolución… una de las cuales es la derivación que lleva mi nombre.

—Ah, sí —recordó Connor—. Leí algo sobre el tema hace unos años. La opción de polivarianza con foco único, ¿no?

—Exacto. En lugar de surgir una entidad consciente de la suma de varios focos, es una única mente la que pone la semilla de la que surgen los demás elementos. Sería como tener una mente gestáltica que nace a partir de múltiples personalidades generadas por una sola persona, en lugar de varios individuos distintos.

—¿Estás insinuando que…?

Moriani sacudió la cabeza.

—No. No aún, pero es una posibilidad interesante. Si tan sólo la chica estuviera dentro del cuadro de casos probables… —Escanció el vino con parquedad—. Estaremos seguros cuando analicemos a los demás candidatos.

—Prescencia inferencial —explicaba el examinador a propósito de un test basado en secuencias de figuras geométricas—: La capacidad de prever las sendas probabilísticas que desde el pasado o el futuro desembocan en las consecuencias del presente. Medir los hilos que operan nuestra realidad contextual, su origen y longitud, creando un lazo de paradojas con un centro entropico que podemos evaluar y predecir mediante matemática común.

Sandra se rascó la punta de la nariz, los ojos muy abiertos y atentos. Su maravillosa candidez era una comodidad en lo imposible.

—¿Se está demostrando algo con esto? —se interesó Connor.

—¿Con la prueba de hoy? —Moriani se alzó de hombros—. Absolutamente nada. El verdadero estudio se hará en privado, sin todo este conjunto de alimañas cerca.

—Y tienes previsto que empiece…

—Ya ha empezado, desde que la niña puso el pie en el planeta. Tecnología de evaluación diseñada exclusivamente para ella.

Kopelsky descubrió una carta. La niña mostró un dibujo automático. No se parecían en nada.

—¿Has tenido oportunidad de ver a tu hija? Me comentaron que había entrado a formar parte del grupo de contacto de Urievitch.

—La saludé cuando me entrevisté con él, justo antes del atentado. Me alegro mucho de que haya conseguido llegar hasta allí.

—Nunca dudé de ello —asintió Connor—. Desde que la conozco ha venido demostrando que si en algo se parece a su madre, es en la terquedad.

Moriani premió su afecto con una sonrisa.

Mientras, el representante de la Corporación, Fausto Kopelsky, se había puesto en pie para estirar las piernas en tanto la aspirante continuaba con los formularios. Alisándose con un movimiento la parte de atrás de la chaqueta, fijó su vista en uno de los ventanales que contemplaban el contorno art-nouveau del Museo. Allí estaba el reflejo de Moriani, intercambiando con Connor algunas impresiones entre sorbos de jerez. Otros invitados se movían a su alrededor y comenzaban a pedir permiso para abandonar la sala con la excusa de fumar o ir al lavabo y poder acceder al pasillo. El joven se preguntó si las personas a las que en realidad iba dirigida la demostración, ocultas tras los ojos de las cámaras, ya se habrían convencido de lo evidente: la niña carecía por completo de comunión mnémica o contacto con el Metacampo. Lo más probable es que la prueba preconvolutiva fuera un rotundo fracaso, y eso representaba un problema con mayúsculas. Todas las maniobras comerciales puestas en marcha sobre masas de datos probabilísticos y líneas de macroeconomía tenían como referencia fundamental el que la Convolución se llevase a cabo dentro de un paréntesis temporal breve, no menos de dos años estándar (los de Delos ya, no los de la Tierra) ni más de diez. Los créditos imperiales durarían ese tiempo, pero no aguantarían más de una década de predicción comercial e inflación en Bolsa.

El sistema empezaba a auto adaptarse a la pérdida de sus pilares básicos, en un desesperado intento por sobrevivir. El Emperador terminaría por diluirse y morir, probabilidad ya presente en todos los sondeos de mercado de los consorcios mercantiles. Encontrar a los nuevos aspirantes sin una referencia previa podría llevar décadas, tal vez siglos. El Imperio no sobreviviría. Vendría una época de caos y aislacionismo reaccionario sólo evitable —y aprovechable— por aquellos que tuvieran acceso a la tecnología más reciente en materia de transportes: la impulsión Riemann y el Hipervínculo, la anticinética, los velámenes de curvatura relativista y derivados.

Kopelsky se rascó la nuca, meditando a la manera de su curia. Postular, estructurar, teorizar y rebatir; y si el organigrama derivaba en una respuesta recurrente, repetir los pasos hasta lograr salir del bucle conceptual. Ante el primer resultado, una decepción: acababa de recibir un diagnóstico de pura paranoia de los automatismos de evaluación de su mente.

¿Y si otra facción se nos adelanta?

Pensando en la necesidad de ir estableciendo alianzas con las demás partes en previsión de un colapso venidero, se dejó llevar por las letanías de concentración hasta una cala de preparada tranquilidad en la vasta preplanificación inducida de su pensamiento. Futuro. Supervivencia como novedoso factor clave en los intereses de una civilización basada en el cambio y en la adaptación a entornos hostiles. En este caso, el tiempo era el premio a ganar.

De pronto, se dio cuenta de que la niña le estaba mirando. Había un pensamiento velado en sus ojos, la fugaz comprensión de algo que despertaba sus sospechas.

—¿Ocurre algo? —preguntó el examinador, componiendo una expresión de estar por encima de todas las dudas, de estar ahí para resolverlas.

—No… Nada —dijo ella, pensativa—. No era nada importante.

Kopelsky se extrañó. Había algo raro en su mirada.

Una mano de mujer se apoyó con delicadeza en su hombro. Era Inka, su acompañante y Recitadora del Códice.

—La Arconte va a abandonar la sala —dijo sedosamente en danés.

—Muy bien. Aprovecharemos para hacer una pausa.

Aún sentada, Sandra se estiró con disimulo, volviendo a colocarse los filtros de la nariz en su sitio. Kopelsky la miró, con un rictus de disgusto en su cara. ¿Por qué tenía tantas dudas? ¿Cuál era la causa de que no lograran descifrar las claves que ocultaban las capacidades de comunión mnémica, las mismas que reunían sin saberlo todos los aspirantes?

Era complicado de entender. Aquella chica guapa y espabilada llevaba un tesoro y no lo sabía. Algo o alguien la había tocado al nacer con una varita mágica y había dicho: Serás tú. Sin motivos aparentes. Sin máculas observables que aportaran pistas sobre el porqué de su elección. No existían linajes psíquicos fiables o rastreables en el tiempo. Un hijo de padres planos podía perfectamente ser un elegido para realizar la Convolución, o podía estar condenado a perpetuar a través de su descendencia el grupo de factores que lo hacían estéril al contacto con el Metacampo.

¿Qué demonios habría visto la chiquilla?

Una voz rozó su conciencia como arrastrando campanillas Era Inka:

—Ha llegado Stellan Sorensen.

Kopelsky se acercó a la ventana a mirar. En efecto, el transporte del Consejero acababa en estos momentos de tomar tierra en una plataforma. La parte frontal de su contorno segmentado ya se había posado, y de los enormes tubos de descenso desembarcaban los primeros pasajeros mientras el resto de la nave aún se retorcía expulsando chorros de vapor para acabar de aterrizar. Distinguió el encorvado y nervioso andar de Sorensen, que se dirigía con prisas hacia uno de los vehículos de pista. Junto a él caminaba una figura que le llamó la atención, la de un joven elegante y despreocupado que seguía al Consejero sin compartir su premura.

El delegado de la Corporación sonrió. El representante teleuterano del Grupo de Análisis. La tercera facción hacía acto de presencia con una de sus magníficas y tétricas entradas.

—Está bien —dijo en voz alta, acallando las conversaciones—. Prosigamos.