Capítulo 2

Cuando la nave enlace del coronel Armagast despegó, Evan Kingdrom esperaba con ansiedad la llegada de una explicación. Ya se había cansado de recorrer por enésima vez la pequeña sala de espera en donde aguardaba desde hacía horas, y se había obligado a sentarse en uno de los cómodos sillones que la flanqueaban.

Hacía muchos años que no había estado en Palacio. Desde que había sido teniente de la Guardia Legionaria, el cuerpo de voluntarios más duro del Ejército de tierra; cuando la vida aún tenía el sabor de los buenos tiempos, antes de la muerte de Laura.

Recorrió la estancia con la mirada. Para un observador no acostumbrado, la fastuosidad decorativa sería suficiente para impedir que uno se fijara en los pequeños detalles, en las grietas de humedad que había en la pintura de las esquinas, en el desgaste de los muebles de caoba.

La puerta de la sala se abrió con un chasquido. El soldado se puso inmediatamente en pie, como si al final le hubiera llegado el turno de protestar y vérselas con alguien. Un sirviente cruzó la sala, ignorándole, y desapareció por la puerta contigua. Cuando Evan se acercó al hombre para preguntar, éste cerró la puerta sin brusquedad, pero sin siquiera mirarle. El soldado sintió crecer la furia.

Al minuto apareció de nuevo, esta vez sosteniendo el pomo de la puerta para evitar que los servos llevaran la hoja de madera de nuevo a su lugar.

—La Arconte Imperial Beatriz De León le recibirá ahora —expuso, con voz átona.

Evan casi se desmayó del susto. En silencio cruzó la puerta de madera tallada. No sabía a qué nuevo estadio de sofisticación y esplendor decorativo pasaría esta vez, pero decidió que ya nada le sorprendería.

La austeridad del nuevo recinto le pilló por sorpresa.

El despacho era un lugar amplio y despejado, con los escasos muebles distribuidos de manera que se acentuara la simplicidad. Las paredes eran de un suave azul marino aterciopelado, y el suelo estaba recubierto por una alfombra porosa que sus pies agradecieron. Una mesa, un archivador usado y varias sillas ergonómicas constituían todo el mobiliario. Una terminal holográfica y el parpadeo de un control táctil bajo el cristal pulido de la mesa eran los únicos elementos tecnológicos apreciables.

La pared opuesta era un ventanal polarizado construido en una sola pieza. La regulación espectral estaba en automático, por lo que el material se ajustaba por sí mismo a la intensidad de luz incidente. Una nube ocultó el sol mientras Evan estaba mirando, y el ventanal se aclaró un poco para que la densidad de la luz dominante en la habitación no variara.

La Arconte Imperial, pensó, con el cerebro embotado de sensaciones. Estoy en el maldito despacho de una de las integrantes del maldito Emperador.

Había dos personas trabajando en silencio cuando él entró. Por sus ropas, dedujo que eran dos secretarias. Vestían trajes de hombre adaptados a sus formas femeninas. La mayor en edad, una mujer de unos cuarenta años elegantes, pelirroja y altiva, le miró fugazmente al entrar y luego prosiguió con su trabajo. Terminaron de sacar unos papeles del viejo archivador (una reliquia no automatizada, de apertura manual), y la más joven se los llevó a otra sala.

Evan se fijó en un cuadro que dominaba la pared norte, una imagen de la Arconte. La firma del artista era casi más impresionante que el retrato en sí: lo había realizado el tenebrista Delian Stragoss, casi dos décadas objetivas atrás, antes de suicidarse convirtiendo químicamente su sangre en pintura para uno de sus cuadros. Por la fecha de la placa adjunta, la obra pertenecía al periodo inmediatamente anterior a la muerte del artista. Evan nunca había sido un entendido en pintura, pero logró sintonizar con la enorme fuerza de aquella imagen congelada. Presentaba a simple vista un esquema clásico, engañosamente superficial. La Arconte lucía sin estentoreidad una belleza serena y mayestática. En el momento del retrato contaría con unos treinta años estándar. Una abundante melena negra caía sobre su espalda abriéndose en un abanico de reflejos azabaches. Curiosamente, el retrato la recogía de espaldas, parcialmente virada hacia el observador para que su hermoso perfil griego quedase remarcado en la única zona iluminada del lienzo.

—Hermoso, ¿no es cierto?

Con un respingo, Evan se giró hacia su interlocutora. Era la mujer encorbatada, que abandonó su puesto tras la mesa para admirar el fresco. Olía a perfume agotado tras una dura jornada de trabajo.

—Sí —convino Evan—. Me gusta la corriente tenebrista. Este es de Stragoss, ¿no?

—Ajá —asintió ella, apartando una pelusa que había caído en el marco. Había un algo tremendamente familiar en su pose que Evan no lograba identificar—. ¿Le gusta la pintura?

—Bueno, a veces veo alguna exposición o busco referencias en la Red… Poco más. Pero reconozco el autor, y el estilo al que pertenece.

—Enmarcar a este gran pintor en una corriente artística es de las pocas cosas capaces de hacer que se revuelva en su tumba, se lo aseguro.

—¿Hace mucho que lo tienen?

—Desde que lo pintó.

—Debió ser caro —derivó Evan, sintiéndose estúpido.

—Lo más importante de Delian —prosiguió ella, descartando el asunto del dinero con un ademán—, era su forma de entender la oscuridad. Él odiaba la luz. Solía decir que la única claridad que dejaba pasar al interior de sus pinturas era la imprescindible para que éstas resultaran visibles. Pero si uno se fija… —señaló una región semioculta por la negrura, que a ojos inexpertos podía parecer totalmente homogénea—. No toda la oscuridad es igual. Existen paisajes ocultos en ella. Delian pintaba sustrayendo luz, no agregándola. Matizaba el contorno invisible, el reflejo oculto… Era un hombre muy extraño.

—Ya… Bueno. Está bastante bien para haber sido pintado de memoria.

—¿De memoria? —preguntó la secretaria, extrañada.

—Sí —explicó Evan—. Sé que no es necesario tener al modelo delante, y menos cuando se trata de una mujer tan importante como ella —apuntó con un dedo a la Arconte, como si ésta pudiera replicarle desde el interior del lienzo—. Basta una unidad de almacenaje sensorial situada en el quiasma óptico para que el artista recuerde todos los detalles con sólo un vistazo del modelo.

—Oh, no —contravino la mujer, soltando una musical carcajada—. Delian era de los de la vieja escuela, se lo aseguro. Él copió del original durante semanas.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Evan, intrigado.

—Porque después tuve dolores de espalda durante casi un mes.

Si en ese momento se hubiese acabado la civilización, o un enorme desastre bíblico hubiera sacudido el planeta, Evan no habría reaccionado. Se quedó mirando a su interlocutora, sin aliento. No podía ser, aunque… el mismo mentón anguloso, las mismas sombras bajo los ojos que le daban una expresión siempre triste, los labios finos y perfilados, tan perfectos… Sólo había cambiado el color y el corte del pelo (ahora lo llevaba corto, casi como el de un hombre) y un par de años traducidos en unas canas de más. Evan volvió a mirar rápidamente a la mujer del cuadro, y de nuevo a aquella chica con traje de oficina y de gestos tan mundanos, que ahora se mesaba el pelo con una mano mientras la otra hacía una jarra en la cintura. La deoEmperatriz rió con simpatía ante su cara de perplejidad, y Evan se ruborizó hasta confundirse con la pared.

—Us… usted… —balbuceó.

—Soy una maleducada. Permítame presentarme: soy Beatriz De León. Encantada.

Ella le tendió la mano, y Evan la estrechó todavía en estado de shock. Su tacto era firme y amable, el de una mujer afable pero acostumbrada al mando. Prolongó el apretón un segundo más de lo esperado.

—Han pasado unos cuantos años —comentó, señalando al cuadro—. Реro aparte de mi hermosa melena no echo en falta nada más.

—Pues… eh… sigue usted igual de joven —tartamudeó Evan.

—Es muy amable. Pero dejemos la pintura. El tiempo apremia y quedan muchas cosas por hacer.

Evan la siguió hasta la mesa y ambos tomaron asiento. Era increíble lo cercana que podía resultar aquella mujer sin perder nunca de vista la estructura del mando. Acomodándose, la Arconte presionó levemente una esquina de cristal de su mesa, y un teclado digital apareció taladrando el vacío sobre el barniz. La holoconsola se iluminó, mostrando el sello imperial, dos leones gemelos enfrentados, sus cuerpos unidos por una serpiente escarlata que simbolizaba el tronco común de la especie.

Tras la cristalera, las nubes se apartaron para dejar pasar el sol y el ventanal se oscureció levemente. Unas tenues sombras crecieron sobre el rostro de la Arconte. Evan se dio cuenta de la genialidad del desaparecido pintor al descubrir lo bien que le sentaba la oscuridad a aquella impresionante mujer.

—Seguramente nadie le habrá explicado nada todavía —comenzó ella—. ¿Ha hablado con el coronel Connor?

Evan asintió, recordando al hombre que le había sacado de las praderas de Dévoros.

—Me dijo que la Guardia requería mis servicios inmediatamente para un asunto de la mayor importancia, pero no mencionó de qué se trataba.

—Sí. El nuestro es un problema secular, pero no por previsible menos peligroso.

—Ah, ya estáis aquí. Espero no llegar tarde. —Todos se volvieron hacia la puerta anexa al escritorio, por donde entró el coronel Lyndon Connor, con su habitual traje negro sin insignias y su pelo y barba canos pulcramente cortados.

Evan conocía la leyenda que había trascendido a nivel popular sobre aquel hombre, aunque muy pocos lo conocían en persona. En la Academia Naval se le estudiaba en quinto año, en la asignatura de estrategia y desarrollo táctico. El coronel se había ganado a pulso un bien merecido lugar en los libros gracias a sus brillantes maniobras en guerras libradas cuando él era aún un lactante. Al ver de nuevo al joven, Connor le saludó dándole la mano, no sin antes hacer una leve genuflexión ante su reina.

—Empezaba a introducir al ex soldado Kingdrom en nuestro… problema —explicó Beatriz. Connor asintió levemente.

—Señor Kingdrom, usted es civil en la actualidad, si no me equivoco —dijo el coronel, sentándose.

—Sí, señor.

—Y por lo tanto habrá pasado un tiempo alejado de los asuntos internos del Ejército.

—Así es… pero he intentado ponerme un poco al día en el viaje. No me he sorprendido en exceso.

—Es cierto, pocas cosas se resisten tanto al cambio como la vida cortesana —sonrió Connor—. Para eso tenemos las trivialidades diarias. ¿Fuma usted?

—Eh… No, gracias —se disculpó Evan, mientras su contertulio extraía un cigarrillo gris de un bolsillo de su pantalón y lo encendía. El olor a madera quemada de la nicotina se extendió como un fantasma siguiendo el oblicuo perfil del humo.

—He olvidado traer su pequeña computadora —se disculpó Connor, palpando el bolsillo donde guardaba el tabaco—. Lo lamento. Quería devolvérsela yo mismo, pero me he entretenido con otros detalles. ¿Sabe?, hay algo que me intriga sobre ese singular aparato. Al analizarlo encontramos varios programas ilegales muy difíciles de conseguir. ¿Son los que le ayudaron a entrar en Dévoros?

Evan asintió. Era consciente de la presencia callada de la deoEmperatriz.

—Esa tecnología es increíble —meditó el coronel—. Me pregunto si algún día llegaremos a estar realmente a salvo de nuestras virtudes creativas. ¿Le interesa la informática, Evan?

—En realidad no —contestó el soldado, recordando el altísimo precio que había tenido que pagar para obtener aquellas insustanciales ganzúas digitales—. Bueno, sólo en la medida en que puede ayudarme a conseguir ciertos propósitos.

—Estuvo casado, ¿no es cierto? Con una mujer de lo llamada Laura Santángel. Ella murió, al parecer asesinada…

—Ese… es un tema que me es incómodo tratar.

—… Al parecer asesinada por su huésped Id, el único caso que se conoce de homicidio virtual perpetrado por una de estas criaturas. —Connor exhaló una vaharada—. Según mis informes, eso ocurrió hace casi tres años, y desde entonces usted ha dedicado su vida a encontrar a ese ente, ese… «Ka». De hecho, creo que yo mismo le interrumpí en tan delicada operación.

El soldado se ruborizó.

—Usted violó una frontera de máxima prioridad al ir a Dévoros —expuso Connor—. ¿Por qué?

—Mi objetivo decidió que tal lugar sería un buen escondite para eludir el rastreo —explicó Evan, decidiendo que era inútil negar lo evidente—. Tuve que afrontar muchas dificultades para poder seguirle, penetrando en territorio de máxima seguridad aún a riesgo de que me encontraran.

—Esa proeza no debió resultarle demasiado difícil. No para alguien con un currículum tan impresionante como el suyo. —Connor ojeó sus papeles—. Academia Legionaria, promoción secreta con honores y destino inmediato a una unidad de incursión directa; medalla al valor y la lealtad, periodo de entrenamiento de cuatro años en Mundo Stygma… Planeta santuario de los Guerreros Espíritu, ¿no? Un cuerpo de élite expertos en la combinación de tácticas marciales y disciplinas mnémicas. Tengo entendido que los seguidores de su dogma poseen un código de honor parecido al de los antiguos samuráis, con máximas y epigramas inquebrantables.

—La consagración es un instrumento de poder —recitó Evan.

—Y ese código también exige la autoinmolación por semejante acto, en el hipotético caso en que llegara a producirse. Jamás un Guerrero Espíritu traicionó el sagrado juramento.

—Jamás.

—Si es así, ¿cómo pudo suceder que abandonara la Orden, señor Kingdrom? —Los ojos del coronel se afilaron—. ¿Cómo dejó atrás a los suyos, a sus deberes y normativas, con tanta facilidad? ¿Cómo pudo abandonar el camino para lanzarse a la condena y la repulsión por parte de aquello y aquellos a los que había amado y entregado su vida? —Una vaharada—. ¿O nos estamos equivocando al estimar su grado de compromiso con lo que en el fondo considera su deber más prioritario?

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Evan, nervioso.

—Usted es un derivante, señor Kingdrom. Un humano con poderes psíquicos naturales, producto de una adaptación evolutiva de la especie a su nueva condición de pensamiento bipolar. No necesita de un Id, a diferencia de la inmensa mayoría de la gente, para conectar con el Metacampo.

—Mucha gente lo es —se defendió Evan—. Que yo sepa, las Logias están formadas exclusivamente por derivantes, ¿no?

—Calma, Evan —terció la Arconte—. No se le está juzgando.

—Precisamente es su condición de… llamémoslo así, «autónomo», lo que nos interesa —Connor sostuvo la ceniza de su cigarrillo sobre el cenicero, sin desprenderla—. Su capacidad para disfrutar de la relación simbiótica con el plano psíquico sin dar nada a cambio, convirtiendo esa relación en parasitaria. A lo largo de estos tres años, ha desarrollado un sistema de rastreo mnémico altamente especializado que ha empleado en perseguir al asesino de su esposa. Ahora nos puede ser útil a todos.

—Evan, le necesitamos para que cumpla con un encargo. Probablemente el más importante que haya desempeñado nunca.

—No entiendo.

—Lo hará —dijo enigmáticamente Beatriz, poniéndose en pie. Caminó hasta una de las puertas, abriéndola. El amplio dintel enmarcó a la Madre Moriani, que entró sola. Intercambió unas palabras en susurros con la Arconte, y examinó a los presentes, sobre todo a Evan. Luego ocupó irreverentemente el sillón que hace unos instantes fuera de la Arconte, y extrajo un diminuto frasco de cristal de bohemia del pliegue de una de sus mangas. Evan contempló el pequeño recipiente como quien mira a una cobra enfurecida. Tenía forma de huso ensanchado, una lágrima poliédrica de siete esquinas.

Al depositarlo sobre la mesa, el frasquito quedó en reposo sobre su vértice inferior, sin caer ni oscilar, como si ese fuera su estado de equilibrio universal.

—Evan Kingdrom —comenzó la Madre, con voz de contralto—. Esto es el gak. ¿Sabes lo que es?

Negó con la cabeza, mintiendo.

—El gak es una sustancia fermentada a partir del ácido nucleico de las células mutantes de los imps, unos animales que habitan el planeta Dévoros. ¿Qué sabe usted de los imps, señor Kingdrom?

—Que son la única raza de seres vivos no naturales, que no fueron creados por el ser humano.

—¿Sabe usted quiénes los crearon?

—No… Puede que alguna de las otras ramas de la Humanidad que emigraron en la Gran Dispersión, o…

—No se sabe quién lo hizo —acotó Moriani—. No fueron los hombres de la Tierra, ni ninguna de las cuatro ramificaciones conocidas de la especie que habitan el Brazo Espiral. El secreto de su génesis está tan enterrado en el pasado del planeta que hasta ahora no hemos descubierto ni un indicio. El propio Dévoros no poseyó un hábitat natural primigenio en sus comienzos.

Evan asintió, perplejo. Eso no lo sabía.

—Por supuesto que no lo sabía —dijo Moriani—. Nadie lo sabe. El genoma de esas criaturas, los imps, se ve constantemente alterado por el influjo de unas enzimas llamadas genopronas, que hacen que las células muten espontáneamente a cada división mitótica, alcanzando nuevos niveles de complejidad en su ARN. Es el mayor acelerador evolutivo que se conoce.

Evan contempló el frasquito. El líquido que había en su interior parecía fluir en mareas sutiles y prefijadas.

—El gak es la sustancia más prohibida del Universo conocido, señor Kingdrom. Todos sus ingredientes derivan de la fermentación de la genoprona. Es el elixir que permite a los elegidos por el Emperador realizar la Convolución. —Hizo una pausa de rabiosa eficacia—. Usted deberá tomarla.

Evan se puso en pie. Todos esperaron su reacción con calma.

No sabía qué decir, ni qué hacer. No sabía si salir corriendo o gritar pidiendo auxilio. Pero, ¿quién iba a socorrerle allí? ¿Cómo oponerse a los deseos de personas como aquéllas? Aterrorizado, miró el frasco esperando una explicación.

—Tómelo. Ahora —ordenó Moriani, y Evan se descubrió a sí mismo obedeciendo.

Los tres le miraron. Evan recogió el frasco de encima de la mesa. Lo colocó sobre la palma extendida, y vio cómo adoptaba la verticalidad de manera automática.

—El elixir es un potente alucinógeno, señor Kingdrom —expuso Moriani, con calma—. Le hará ver cosas, algunas reales y otras no. Usted deberá decidir cuáles creer.

Evan destapó la pócima. El líquido carecía totalmente de olor. Temblando un poco, vertió el contenido en su lengua, esperando inconscientemente sentir un sabor amargo. No paladeó nada. Sólo una débil sensación de frío le confirmó que el líquido había bajado por su garganta.

Tras unos segundos, nada sucedió. La ausencia total de sabor se hacía extensible a los líquidos bucales básicos, como la saliva. Parecía como si su sentido del gusto hubiera desaparecido.

Este es el verdadero sabor de la sustancia, pensó.

—¿Qué me pasará ahora?

—Confíe en sus instintos, Evan —dijo la Madre.

—No veo a qué se…

Calló de inmediato. Sí que había sucedido algo. La Arconte había desaparecido. El lugar que ocupara hacía tan sólo unos instantes tras la Madre Bizantyna estaba vacío. También el color de la luz dominante había variado. El sol todavía estaba alto en el cielo, pero la tonalidad era de media tarde, haciendo los azules más intensos y los blancos más verdosos. No, no era eso. Es que su pupila había corregido algunos errores de adaptación al espectro.

Comenzó a saborear la impresionante vivacidad con que captaba el entorno. Colores firmes, sonidos densos, impresiones texturadas invadiendo sus sentidos. De repente, la persona que ocupaba la silla era la Arconte Beatriz. La Madre Regidora se había volatilizado. No era un cambio apreciable. Un instante estaba allí, y al otro no, pero el cerebro no recordaba haber notado el cambio.

Es el gak. ¿Qué me está haciendo?

—¿Qué sabe usted sobre el poder, Evan?

—No la entiendo —susurró con voz pastosa, como quien habla en sueños.

—El poder. La potestad de imponer tu voluntad sobre la de cualquier ser viviente con o sin la ayuda de otro —dijo Beatriz—. Es una cosa extraña, irreal. Sin sentido, cuando se piensa directamente en ella.

Las paredes de la sala empezaron a cambiar sutilmente de perspectiva, como alargándose sin variar la longitud de sus aristas. Pese a todo, Evan no tenía los sentidos embotados. Al contrario, le daba la sensación de estar más despierto de lo que había estado nunca.

—El poder es un engaño a gran escala —continuó la Arconte—. Nos lo otorgan los demás para que podamos hacer cosas en contra de su voluntad, sabiendo que aún así nos respaldarán. No existe en la orden que se da, sino en la persona que la cumple. —Señaló la insignia de los leones proyectada por la holoconsola—. Dígame, ¿qué ve usted aquí?

—El escudo —susurró el cazador, notando cómo las voces jugaban con ecos en el interior de sus oídos—. Símbolo de la voluntad suprema. El poder del Emperador…

—No es nada. —La Arconte se levantó y señaló el paisaje que había detrás del ventanal. Una legión de sirvientes, soldados, jardineros, restauradores, obreros, embajadores, estudiantes y curiosos eran englobados en el inmenso espacio que delimitaba el marco.

»Ellos son el poder, Evan —explicó—. El símbolo en sí no es nada, sólo su reflejo en una pupila asustada le otorga consistencia. Nosotros somos el epítome resumido de su miedo, la encarnación de su respeto. El poder no se mide en dinero, ni en balas, ni en naves o terreno conquistado. Son personas, señor Kingdrom. El poder es una unidad demográfica.

—¿Por qué me cuenta esto? ¿Qué es lo que quieren que haga?

—No, Evan. La pregunta exacta es, ¿qué es lo que usted quiere a cambio?

Beatriz se giró, solemnemente.

—Deberá poner su vida en juego para llevar a cabo la tarea que le vamos a encomendar. No es un simple trabajo que requiera atención absoluta. Es algo más. A partir de ahora vivirá sólo para concluirlo, para traernos a nuestros sustitutos, antes de que el resto del Imperio los encuentre.

»Ya ha sido designado un cazador oficial para que localice a los nuevos Arcontes. El mejor que han podido encontrar en el vasto terreno de los dominios humanos. Usted deberá ser más rápido que él. Trabajará sólo para las personas que hay en esta habitación y para nadie más. A partir de ahora, vivirá única y exclusivamente para cumplir este encargo. Tarde lo que tarde, haga lo que haga, este es el nuevo sentido de su existencia. A cambio, podrá pedir lo que sea.

Lo que sea.

—¿Qué quiere usted, Evan? ¿Qué es lo que más anhela en esta vida?

Un nombre vino a su mente. Un nombre perdido, grabado a fuego en su alma.

—Ni… ni siquiera el poder del Imperio podría darme eso… Es algo que ya no pertenece a esta vida.

Lo que…

Laura.

* * *

La capitana Elena De Whelan abandonó por última vez la Tierra en un velero de cristal.

Apoyada contra el respaldo de su diván de aceleración, una vez la pequeña nave enlace hubo escapado de la gravedad terrestre, se distrajo contemplando la azulada curva de un horizonte que difuminaba sus contornos a medida que la distancia iba restando definición a los detalles.

Los Urales aparecían claros aquel día. La línea carmesí del amanecer los había sobrepasado hacía muy poco, partiendo en mil destellos sus cortantes laderas. Un frente nuboso de mediana magnitud avanzaba por el costado nororiental de Asia hacia el sur, hacia la frontera con Mongolia. Vaharadas de color estratificadas en tonos pastel se deslizaban por el perfil achatado del polo, como mareas de fuego ardiendo en las nubes. Eran auroras boreales, más extensas y brillantes que de costumbre. Su hipnótico resbalar por la superficie del mundo la hizo cerrar los ojos por un instante.

Elena pensó en los mongoles y en sus caballos. Desde esa altura, sus praderas sin límite eran pedazos de mármol fracturado relleno de vetas carmesíes en forma de ríos y montañas. Parecía mentira, pero incluso desde allí daban la sensación de espacios amplios y deshabitados.

Pese a que adoraba aquellos momentos (a ellos había dedicado su vida), no había podido evitar que esta partida le dejara un regusto amargo. La misión que le había sido encomendada era muy importante, todo un honor para alguien sin demasiada experiencia, pero también duraría mucho, años o décadas de deuda temporal acumulada, y había algunas cosas, algunas personas, que no podrían esperar tanto tiempo. Al abrigo de la sublime visión de su mundo adoptivo, pensó por última vez en su novio, Per, y la última noche que habían pasado juntos. Aquella relación ejemplificaba a la perfección lo que había sido su vida en los últimos siete años. Curiosamente, de todo lo que se dijeron, de todos los grandes momentos y todas las promesas, lo que Elena recordaba con más viveza era un detalle aparentemente menor. Había sucedido hacía apenas seis horas. Acababan de terminar de hacer el amor y estaban sentados desnudos sobre la cama del pequeño piso que él tenía en la capital, París. Ella estaba frente a él, cortándole el pelo. Per nunca había sido un hombre muy guapo. Ni siquiera parecía escandinavo. Su poblada melena negra y el abundante vello oscuro que cubría su pecho le daban un aspecto más sureño, más animal. Elena le había conocido en un concierto, un año antes de esa última celebración. Él tocaba la batería electrónica, ella observaba desde la quinta fila. Lo que pasó a continuación era inevitable, ya que Per tenía una vida y unas ideas totalmente opuestas a las que siempre había llevado Elena: locura y temperamento impulsivo frente a moderada prudencia y planificación del futuro. Y había funcionado muy bien.

Pero tras aquella última noche juntos, ella le había dicho:

—No me esperes.

Y él había contestado:

—No lo haré.

Y no hicieron falta más palabras.

—Seis minutos para el anclaje, señora —anunció el piloto. La capitana se despejó y centró la vista en su destino. El Alexander estaba anclado en el cono de sombra de la Tierra; todo lo que podía verse de él era un enorme panal de ventanas iluminadas de distintos colores, con predominio de azules y blancos. Era como una metrópoli construida en medio de la nada.

—Aquí lanzadera orbital T-023 en maniobra de aproximación. Denme el vector —pidió el piloto. Una voz femenina contestó en la banda de noventa megahercios:

—Lanzadera T-023, le tengo en mi pantalla. Transmito los datos para la aproximación final. Adelante.

Mientras la pantalla digital CSG del piloto se llenaba de datos y ángulos, una extensa región de espacio totalmente negro ocultó las estrellas. No era el Alexander, aunque también aumentaba de tamaño debido a que el arco balístico de aproximación de la lanzadera pasaba muy cerca. Elena se acercó al piloto para poder ver con claridad a través de la escotilla delantera.

La enorme masa circular de la antena Hayama-Lindemberg inspiraba respeto. Sus sesenta kilómetros de diámetro orbitaban en perpetuo silencio alrededor del Ecuador y eran visibles desde la Tierra como una segunda Luna. No había señal de actividad en su opaca superficie, pero Elena sabía que eso era una ilusión, un espejismo para ojos que no sabían operar en las frecuencias adecuadas. Aquel era el centro de la comunicación entre los mundos del Imperio. En el tiempo que ella necesitaba para tener un solo pensamiento, por aquella superficie circulaban doscientos millones de terabytes de información digital, procedentes o salientes al espacio. Elena se maravilló. El milagro de la comunicación instantánea más allá del espacio y el tiempo se había vuelto tan trivial que muy pocos eran capaces de mirar monstruos como aquel con un mínimo del respeto que merecían.

El desarrollo en el siglo anterior de la comunicación instantánea por emisiones de partículas más rápidas que la luz, llamada coloquialmente Línea Rápida, había revolucionado y potenciado fuera de cualquier mesura las relaciones entre las diversas ramas de la Humanidad, sitas a años luz de distancia. La LR, un sistema de bombardeo de información codificada a través de haces pulsátiles de taquiones, hacía posible que dos personas o máquinas que estuvieran alejadas cien años luz una de la otra hablaran sin retardo temporal de la señal.

Elena nunca había entendido muy bien cómo funcionaba, pero sabía lo suficiente de electrodinámica cuántica como para captar las nociones básicas: un mensaje era enviado hacia un repetidor en un haz de partículas degenerativas. Recorría con un impulso inicial de un noventa por ciento de la velocidad de la luz y en aceleración constante la distancia que lo separaba de su objetivo, trazando una curva que lo mantenía viajando durante siglos o milenios. En el punto álgido de esa curva, las partículas degenerativas ya habían perdido suficiente masa como para rebasar con creces el umbral de c, y empezaban a caer hacia atrás en el tiempo. Si la trayectoria del disparo y el porcentaje degenerativo de los taquiones eran los adecuados, podía conseguirse que la señal hiciera coincidir la fecha de su emisión con la de su llegada. Elena sonrió. Le gustaba pensar que durante los próximos cinco o seis mil años, la gente estaría recorriendo un espacio surcado por los fantasmas de conversaciones mantenidas mucho tiempo atrás, entre personas que llevarían siglos en la tumba.

—Ajustando velocidad de giro y trayectoria a la rotación del Alexander —comunicó el piloto. No podía ver sus ojos, pero se los imaginaba vibrando rápidamente bajo los anteojos virtuales de frente opaco, controlando todos los indicadores de velocidad y rumbo.

La proa del Alexander apareció iluminada por el sol de la mañana. La nave se estaba moviendo para colocarse en la ventana de lanzamiento, rotando suavemente sobre su eje para imprimir una débil gravedad en las zonas donde ahora era necesaria, las bahías y almacenes situados en la periferia. Otros cruceros de batalla se acercaban ya para formar el primer grupo de salida. Elena distinguió al Intrépido, al Ejecutor y al Nairana, éste último flanqueado por una nube de cazas de asalto planetario. El general Von Brawn, comandante en jefe de la misión, viajaba en aquella majestuosa estación de batalla móvil, orgullo del regimiento dorado de la Flota.

Él era ahora el máximo responsable de la operación, la más brillante y agresiva demostración de fuerza militar colonial en la breve historia del Imperio.

Alrededor de los cruceros de gran tonelaje flotaban perezosas y en perfecta sincronía otras naves menores: varias pinazas aceleradoras de transporte de tropas, con sus escudos de deflección geométrica orientados en fase espejo, cañoneras danzantes y bombarderos orbitales de simetría extensible, sus lanceros plegados en configuración de rueda. Del poniente nacarado que incendiaba el perfil del disco planetario venían transportes de masas pesadas, con su panza vibrando en un ultravínculo recursivo para que la valiosa carga de hadrones no perdiera su pureza electrónica en contacto con el espacio einsteiniano; naves-cuerda de enlace LR que arrastraban sus largas colas de nanopolímeros de conducción por varios cientos de kilómetros, como invisibles flagelos de células nerviosas de titanio; bombas vivas en explosión congelada evolucionando lentamente en el interior de vibrantes campos de estasis, y sofisticados incursores tripulados sin masa física, veloces asesinos esculpidos enteramente en campos de fuerza de chispeantes contornos, generados desde su blindado corazón mecánico.

También esperaba ya junto a la ventana de proyección un Látigo de Fuerza Skronn, una de las pocas naves empáticas construidas en los avanzados astilleros de Mundo Stygma, patria de los Guerreros Espíritu. Elena jamás había visto ninguna antes, y le comunicó la sensación de estar contemplando un luchador independiente y difuso, un proyectil gigantesco fotografiado un segundo antes de atravesar el corazón del enemigo.

Pero lo que más llamó la atención de la joven fue el estilizado casco de una nave anclada en la bahía dorsal del Alexander: era un crucero ligero de asalto, probablemente un incursor de la clase Evangelista. Sus formas eran comparativamente reconocibles, pero saltaba a la vista que aquel aparato había sufrido recientes y serias modificaciones. Troneras lanzamisiles de alta velocidad, nucleares tácticos bajo el casco, nodos de baterías de haces ultradensos, pantallas anticinéticas, varias capas de blindaje reactivo y una selva de bulbos para instrumentos de análisis multiespectral alteraban su aerodinámico diseño, haciéndolo marcadamente más agresivo. Aun así, los veinticinco metros de longitud del incursor poseían una de las líneas aerodinámicas más atractivas del arsenal de la Flota.

Desde el interior de las ventanas de polímero de permeabilidad variable a la luz, únicas zonas transparentes del casco, se apreciaban formas oscuras desplazándose con atareada celeridad de un lugar a otro. Grandes grúas multípodas de gravedad cero desestibaban la carga de la nave madre, trasladándola a los depósitos del incursor. Elena se fijó en los dos motores gemelos Riemann que surgían por popa y en las alas de configuración variable para trayectos de alta velocidad en atmósfera. Era una máquina pensada para matar y correr.

La lanzadera se acercó lo suficiente como para que pudiera leerse el nombre, tallado en un costado: San Juan.

—Entrando en bahía tres. Aproximación final concluida. —La lanzadera transparente ancló justo al lado del San Juan, ante las curiosas miradas de los controladores de vuelo y el personal de pista. Elena los ignoró y abandonó el velero enlace en cuanto la presión del anillo de paso se hubo restablecido.

Los pasillos del Alexander parecían los de un antiguo buque de guerra de finales del siglo veinte. Eran estrechos, metálicos y llenos de escotillas a nivel del suelo y techo, con escalerillas que ahora cruzaban longitudinalmente las paredes, pero que serían verticales cuando se encontraran bajo aceleración.

Saludó al oficial de sentina, cuyo silbato la recibió con la nota característica de bienvenida. Era un esquelético joven caucasiano, con acento francés y un poco amanerado, de unos diecinueve años.

—Bienvenida a bordo, mi capitán —saludó el hombre—. Soy el alférez Bouchez.

—Gracias, alférez —correspondió Elena—. ¿De quién es el crucero de asalto que hay anclado en la bahía cinco?

El suboficial dudó un momento.

—Es la nave del coronel Armagast, señora. Lleva anclada ahí desde ayer, repostando combustible.

Elena le miró con expresión neutra. Coronel.

—¿Dónde está ahora el ten… el coronel?

—En la bahía, me parece, supervisando el material. Pero creo que… ¡señor!

La capitana ya no le escuchaba. Echó a andar por los pasillos con su paso rápido habitual, saltando de un pozo de gravedad a otro a medida que iba cruzando cubiertas. Conocía el trazado interior del Alexander porque había servido en otro lanzamisiles y todos eran muy parecidos. La mayoría de los hombres que se cuadraron a su paso no sobrepasaban los veintidós años. Iba a parecer una colegiala al frente de un grupo de boy-scouts. ¿Esta era la famosa y experimentada tripulación que había merecido tantas alabanzas por parte del ex teniente coronel Lucien?

La bahía cinco estaba situada en el plano dorsal del navío, por detrás de las turbinas de corrección de maniobra. Era un muelle abierto al espacio, protegido por campos de contención de segunda magnitud que mantenían el aire y el calor a salvo del exterior. La actividad era febril. Los robots de trabajo formaban una fila cargando bártulos y microdespensas hidropónicas para la comida. Una enorme grúa de aspecto cruciforme se deslizaba por el techo, cargando una lanzadera de descenso con pintura de camuflaje para mundos con climatología convectiva, que llevaba acoplado un segundo cañón de treinta milímetros en la proa. Las cadenas que la sostenían procuraban mantener su enorme masa al límite de la región de presión de gravedad, y permanecían ligeramente inclinadas por efecto de la rotación. Más allá, otras dos lanzaderas eran colocadas en sus cunas de inclinación, que las mantendrían en posición vertical hasta que el crucero entrara en aceleración y pudieran descansar sin brusquedad sobre lo que en ese momento era la pared oeste del hangar, pintada con señales de pista.

—¡Elena! Me preguntaba cuándo llegarías.

La voz resonó desde detrás de un waldo de carga. Al apartarse, la capitana descubrió a Lucien vestido con el uniforme reglamentario, con los nuevos galones bien visibles en las hombreras. Estaba revisando la lista de material junto a un teniente del Alexander.

—Coronel —saludó ella, sin molestarse en ocultar su disgusto.

—Envíeme tres unidades más de rifles Gauss y una armadura Alfa. Que la carguen inmediatamente —ordenó Lucien, despachando al teniente. Elena esperó pacientemente a que él continuara—. Bienvenida a bordo, capitana.

—¿No debería ser yo quien dijera eso, señor?

—Bueno, me tomé la libertad de empezar a preparar el San Juan sin avisarte, es cierto, pero contaba con el permiso del Almirantazgo. Si quieres puedo hacerte llegar las órdenes.

—No hace falta. —¿Hacérmelas llegar? ¿Cuándo ya te hayas ido, amigo?—. ¿Tiene todo lo que necesita?

—Sí, aunque me gustaría que me hicieras un pequeño favor. Presenta mis respetos al general Brawn. Ya habré partido para cuando él llegue.

—El Nairana está en aproximación final.

—Lo sé —dijo Lucien, sonriendo. La urgencia de su misión le otorgaba ese tipo de exenciones—. Debe ser un gran orgullo para una chica como tú haber recibido el mando de esta nave, ¿no?

—Es muy gratificante.

—Te voy a ser sincero, Elena. Eh… ¿Puedo llamarte así, no?

—Como guste, señor.

—Bien, pues. El reparto de destinos ha sido caprichoso esta vez, y no me sorprendería que obedeciera a motivos más políticos que personales. Me sorprende bastante todo lo que está pasando, si te digo la verdad.

El tono de semidisculpa que empleaba Lucien sugería que se refería a sí mismo y a su destitución aparentemente desmotivada como capitán del Alexander, pero Elena se quedó con la segunda lectura. Una chica como tú.

—Quizá su experiencia sea más importante en otro lugar, señor. Debería alegrarse de que le hayan encomendado el mando de uno de los nuevos juguetes de la flota —Elena señaló el incursor con un ademán desapasionado—. De todas formas, le prometo cuidar de su nave y su tripulación hasta que regrese.

—Me lo imagino.

Con un crujido seco, las mangueras de combustible se desprendieron del casco del San Juan, haciendo ruido al límite de la burbuja de aire.

—Hora de partir. Te deseo suerte, Elena, sea cual sea tu misión, allá en…

—En nuestro lugar de destino, sí. Le deseo lo mismo, señor —sonrió la oficial.

—Está bien —se despidió Lucien. Pero antes de irse se volvió por última vez, diciendo:

—Espero que el pasado no influya en nuestra relación actual, capitana.

—Por supuesto que no, coronel.

Lucien esperaba algo más de ella, pero se tuvo que marchar con eso. Elena estaba asombrada. ¿Era posible que aquel hombre no hubiera cambiado nada en todos aquellos años? Era un buen líder en el campo de batalla, capaz de arrastrar a los hombres a las hazañas más atrevidas y los actos de guerra más violentos, pero había que ver con qué facilidad perdía la cabeza ante un par de tetas y una sonrisa bonita.

Aunque sea una tan graciosa como la mía, pensó la capitana, retirándose.

Al abandonar el hangar, pasó junto a una caja de metro y medio de altura por dos de largo, en cuya placa de control rezaba:

Fre: 23CC / unid. cob.

#Alfa#

—6069C087IIJ2

ref DxV3405

Elena acarició con respeto aquella simple caja de plástico, pensando en la monstruosidad tecnológica que albergaba en su interior: Una armadura de clase Alfa, lo último en sistemas defensivos unitarios del arsenal de la flota, diseñados para crear ejércitos de un solo hombre. Elena dudaba que se hubieran fabricado más de mil unidades en todo el Imperio.

Una vez más, se preguntó qué clase de encargo sería tan importante como para que hubieran liberado a un perro del talante de Armagast sin correas que lo sujetaran.