Los rumores sobre el estado convaleciente de algunos de los Arcontes Imperiales, y con ellos el del propio Emperador, se extendieron como la pólvora a principios de la temporada estival parisina. Algunos sórdidos detalles sobrepasaron los férreos muros del Palacio de Invierno, en los Campos Elíseos, y corrieron de boca en boca para pasar con inusitada rapidez de rumor a habladurías no confirmadas, luego a tema de conversación, y de ahí a creencia popular.
Flujos de haces cuánticos de Línea Rápida radiaron conversaciones privadas y teorías fantasiosas por todo el Brazo Espiral. Los media, vigilados atentamente por la Oficina de Relaciones Públicas de la Corte, trataron con insistencia que la gente dejara de creer en fantasmas informativos hasta que la noticia fuera oficial, pero la medida no hizo sino contribuir a avivar el fuego del clamor popular. Los consejeros imperiales sabían que bastaba con plantar la semilla de un miedo generalizado para que se extendiera como fuego en el bosque; un temor ardiente fluyendo incontrolado sobre la maleza.
Las primeras en alertarse fueron las cofradías de comerciantes, cuyos enormes containers necesitaban de la proyección mnémica para recorrer las gigantescas distancias entre sus puntos de origen y destino. No había motores lo suficientemente potentes como para propulsar a velocidades Riemann a naves-mundo de semejante masa, y sus anillos de sacerdotes teleuteranos permanecían inactivos sin la presencia psíquica del Emperador. Los ejecutivos de las compañías que controlaban los vuelos de aprovisionamiento se reunieron y hablaron; hablaron y urdieron planes y contrastaron ideas. Y cuando todo se redujo a las premisas básicas e inalterables de lo que había que hacerse con más urgencia, exigieron resultados.
Las oficinas de las dos Logias mixtas en Delos, la capital financiera, burocrática y militar del Imperio, tuvieron que hacer frente de la noche a la mañana a una marea incontenible de llamadas y mensajes llegados a través de la LR desde los repetidores de la nube de Oort y la Ultranet. El flujo informático era tan denso y en tantos códigos e idiomas homologados por el Imperio, que las inteligencias virtuales de los ordenadores de control tuvieron que trabajar a destajo procesando el maremágnum, distinguiendo llamadas importantes de simples preguntas asustadas, amenazas de muerte o vaticinios sobre la caída del Sistema a razón de cincuenta mil por segundo durante muchas horas.
El rumor pronto sobrepasó las murallas de la casa santuario de la Logia Bizantyna, en la segunda luna de Delos, Mitra, y llegó a los preocupados oídos de la Madre Regidora Elizabetha Moriani, líder de la Orden. No era un buen momento para las malas noticias; la Madre se encontraba en pésimo estado de salud, sufriendo de unas fiebres locales que ella prefería curar sin medicina, siguiendo una vieja costumbre familiar. Sin embargo, en cuanto el primer telegrama llegó a los ordenadores del monasterio, la Madre Moriani mandó llamar a su médico particular y le ordenó sanarla de inmediato.
Unas horas después, mientras varios centímetros cúbicos de nanosinérgicos acababan radicalmente con la infección, Moriani subía a una nave enlace de alta velocidad, y se proyectaba a través de las nieblas del Metacampo directamente a dos órbitas del mundo madre. No había tenido tiempo siquiera para concertar cita con la única Arconte que en ese momento se encontraba en Palacio, pero Moriani sabía de sobra que no la necesitaba.
* * *
El aparato que la trasladaba era un alfil de escudería terrestre, conducido por manos expertas por un licenciado de la escuela del aire de la Orden, la única rama de la organización que aceptaba varones en sus filas. Una rémora virtual semiinteligente le asistía en el vuelo. Curiosamente, era ese acompañamiento artificial lo que ponía un poco nerviosa a la Madre.
Cabeceando ligeramente por proa, la nave penetró en la atmósfera terrestre convertida en una lágrima de luz. Extendió suavemente sus alas de perfil variable y planeó durante doce minutos en los que sobrevolaba el Trópico de Cáncer, realizando la aproximación final al majestuoso monumento parisino que era el Palacio Merovingio, residencia oficial de la deoEmperatriz. Pese a que el Mediterráneo occidental estaba siendo inundado por una serie de tormentas con densas precipitaciones, los Campos Elíseos disfrutaban de un magnífico día.
La Madre dedicó unos segundos a respirar el tonificante aire de su mundo natal, libre de gases nocivos. No en vano, la tecnología de quimiomorfosis que hacía posible la terraformación de mundos hostiles en prácticos para la vida, también podía aplicarse allí. La atmósfera terrestre era como una Meca natural a la que había que emigrar al menos una vez en la vida. Cuando aquel oxígeno perfecto entró en sus pulmones, Elizabetha comprendió el porqué.
El palacio acusaba una febril actividad. Uno de los majestuosos edificios que componían el complejo estaba siendo restaurado. Cientos de aracnoformers de limpieza escalaban la arquitectura neogótica de sus torres como arañas de metal, afinando aristas, limpiando gárgolas y tapizando desperfectos. Varios grupos de albañiles, enfundados en exoesqueletos EV, sustituían con precisión la viga maestra que sostenía una de las campanas de la torre Bernini, mientras el enorme badajo de bronce flotaba mansamente en un campo sustentador a doscientos metros de altura. Parecía un elemento robado de la torre central que coronaba el ábside del majestuoso edificio, un campanario de níveos peristilos góticos esculpido enteramente en campos de suspensión semitransparentes. El EV se posó en una de las torres del ala norte. Su pasajera bajó a toda prisa para que el viento que corría a aquella altura no afectara a su recién vencida enfermedad. Recorrió los pasillos exquisitamente decorados con alfombras que llevaban el símbolo de los leones gemelos bordado en hilo de oro, se identificó una sola vez ante una puerta que apenas un centenar de personas en todo el Imperio habían llegado a cruzar, y tomó aire antes de sumergirse en la histeria colectiva.
* * *
La colina sobre la que se alzaba el punto geodésico no parecía mucho más alta que sus vecinas. Tan sólo cien metros la separaban del valle desde donde partía el camino, que por enésima vez recorría el viejo de la capucha gris.
El hombre parecía más débil de lo que en realidad era, quizás por su andar pesado, o su silueta encorvada que se obstinaba en avanzar metro a metro por el camino bajo el peso de los bártulos. Una pesada gabardina de explorador protegía su reuma del frío. Debajo de ésta se adivinaba un traje de vuelo parcheado y lleno de remiendos, con señales de haber visto reconvertida su función original en varias ocasiones.
El viejo Silus, mientras arrastraba su cansina terquedad colina arriba, se entretenía en contar los pasos que todos los días daba hasta la cumbre. Hoy quinientos. Mañana, tal vez cuatrocientos noventa. Era un récord con un solo competidor, lo que no lo hacía muy emocionante. Su nieta, Sandra, se lo había reprochado mil veces: a su edad, un hombre sensato no se daría esas palizas en vano. Pero Silus veía aquel recorrido diario a través de un prisma diferente.
Hizo un breve alto al llegar a su piedra favorita. Como siempre, dejó caer las posaderas sobre su arqueada superficie con un suspiro de alivio. La vara conductora no pesaba mucho, y era fácil portarla si se lograban mantener sus tres metros y cuarto de longitud en equilibrio sobre el hombro. Las urnas eran otra historia. Eran casi media docena, y su número llegaba a pesar más que su masa.
Sus articulaciones protestaron cuando les llegó el turno; Silus las recompensó con un pequeño masaje, mientras dejaba que su vista se perdiera en las luces que llegaban desde el valle. Reunión había crecido mucho en los últimos veinte años. Silus recordó cuando puso pie por primera vez en el planeta, con los primeros colonos que habían llegado en la nave espacial. Eran recuerdos tan lejanos e inconcisos que, de no ser por las ruinas del vetusto navío que aún se erguían en la orilla del lago, él mismo habría dudado de su veracidad. A su mente vinieron antiguos nombres y rostros desaparecidos. Una vieja anécdota relacionada con un asunto de faldas le hizo sonreir.
Habían construido con sus propias manos las primeras barracas del valle y enterrado las primeras semillas. Ahora, la luz ultravioleta de los campos de cultivo hidropónicos le impedía mirar fijamente las granjas.
Para no aletargarse demasiado, empezó un monótono reconocimiento del material. Las urnas estaban bien. Los cierres sellados y firmes; el vacío de su interior no se estropearía echando a perder una buena cosecha. El cable conductor… bueno, las venas limadas de su superficie se debían tan sólo al desgaste, no al maltrato de manos negligentes. Se aseguró que los cables tributarios de conexión a tierra estuvieran bien empapados de agua con sales, y siguió revisando. La vara estaba perfectamente, aunque uno de sus segmentos parecía ligeramente mal alineado.
Silus frunció el entrecejo al descubrir señales de roces en una de las puntas. El nombre de su nieta le vino instantáneamente a la cabeza. Podía imaginársela trepando como una cabra montesa por las escarpadas faldas de los acantilados, apoyándose descuidadamente en la vara (en su vara) para mantener el equilibrio.
Con una destreza nacida de la costumbre, sacó una pequeña botella de chiva del bolsillo de la gabardina y se escanció unos tragos revitalizadores.
Un trueno cercano le recordó que la tormenta pronto estaría sobre la colina. Rápidamente volvió a empacar el material y continuó subiendo, silbando una antigua tonada.
Un viejo limonero esperaba junto a la desembocadura del camino, ya en la cima, con sus raíces desarraigadas descansando junto al punto geodésico. Ignoró a Silus educadamente mientras éste vencía jadeando los últimos metros.
—No… no sé cómo demonios te las arreglas para llegar siempre primero, maldita planta —suspiró el viejo, descargando el material en la hierba. El árbol siguió sin responder. Era gracioso verle concentrado en un proceso tan básico como era su alimentación, como si estuviese escuchando una sinfonía natural que llegase hasta sus hojas a través del viento.
—Está bien —dijo Silus, optando por la introspección—. Vamos allá. Se está haciendo tarde.
La onda de un trueno sacudió los tallos de hierba. Silus se preparó. Colocó las varillas periféricas en círculo hasta abarcar un diámetro de unos veinticinco metros. Las urnas de contención iban en un anillo concéntrico interior, muy separadas del perímetro. Silus las encendió una a una, comprobando por el sonido que los condensadores alcanzaban el umbral de prevolcado.
Los manuales sugerían que había que hacer comprobaciones con manómetros y medidores de densidad, pero a través de los años los pastores habían acabado por desarrollar una escala propia de efectividad basada en el prosaico método del sonido: un murmullo era buena señal, un ronroneo (la máquina estaba «chata») significaba algo de resistencia en los conductores, y un traqueteo (la máquina «berreaba») eran problemas.
Otro rayo hendió el cielo con fiereza. El pastor se preparó, colocándose en el centro de los anillos. Colocó la clave voltaica de la vara en mínima impedancia, sosteniéndola en equilibrio para que ninguno de sus extremos tocase accidentalmente el suelo. Lanzó una mirada desafiante a los estratocúmulos que iban adquiriendo un color verdoso a dos mil metros sobre su cabeza, y alzó la vara, manteniéndola enhiesta ante la furia de la tempestad.
—Muy bien, condenada —ladró al viento—. Lánzame tu mejor golpe.
—No vas a conseguir que ella sea una niña para siempre, Silus —la voz del limonero, no más audible que un susurro de hojas danzando bajo la lluvia, logró sobresaltarle.
—¿Y tú qué sabrás? —contestó el viejo, sin dejar de mirar el sinuoso vientre de las nubes—. Lo más parecido que has tenido nunca a una hija es un arbusto que ni siquiera te saluda.
—Es cierto que nunca he sido humano, pero puedo asegurarte que he tenido más contacto con ellos que tú. Y he sido confidente de tu nieta muchas veces.
Silus le lanzó una mirada aviesa. El limonero lo ignoró, contrayendo con cuidado las ramas más delicadas para protegerlas del viento. Su volumen se tornó ligeramente esférico, al tiempo que el resplandor de una descarga perfilaba unos rasgos humanos en el tronco. El artista que lo había creado, Ray Fellony, había querido dar cuerpo a una fantasía a partir del busto de su fallecida esposa, Sofía, convirtiéndolo en un ente que fuera una síntesis de lo humano y lo natural. Su único fallo fue que Ventrell, el limonero, era varón y no hembra, pese tener el rostro de Sofía grabado a fuego en sus cromosomas vegetales.
—Venga ya —se burló el pastor—. Como si mi nieta no tuviera nadie más en quien confiar que en una planta.
—Tienes razón. A lo mejor no tiene.
—Ventrell, a veces hablas demasiado, incluso para ser un árbol.
Silus no quería hablar de su nieta con alguien tan parecido a una conciencia parlante como la vieja planta, pero tampoco había rechazado el tema de raíz, lo que dejaba claro que aquella era una conversación necesaria aunque largo tiempo postergada.
Sandra había perdido a sus padres en una revuelta contra las fuerzas del Emperador, muchos años atrás, cuando solo era una niña. Silus la había adoptado y la había hecho llamarle abuelo, un adjetivo que, por azares del destino, ella nunca pudo adjudicar a nadie. ¿Acaso no tenía derecho a influir en su futuro? Ella no recordaba a los padres de sus padres, pero sí a éstos últimos, y sabía cómo los había perdido. A pesar de eso, aún la sorprendía a menudo mirando hacia arriba, soñando con costas lejanas en otros planetas, con una expresión que Silus conocía demasiado bien.
—¿Y qué te ha contado? —preguntó intentando hacerse el desinteresado, mientras vigilaba el cielo.
—No pienso decírtelo.
—¡Maldita sea, Ventrell!
—Una vez leí un libro donde venía recogido un fragmento de sabiduría humana muy perspicaz: «No enseñes a un ratón ciego el camino a la trampa». No sé exactamente lo que significa, pero algo me dice que se te aplica a la perfección. —Su voz estaba modulada para encajar con la de un hombre de unos cincuenta años, con un matiz tranquilizador perfectamente estudiado que a Silus le sacaba de quicio.
—Yo veo más que cualquiera en este pueblo que tenga mi edad. Aún puedo leer de noche sin gafas… Y conozco mejor a mi nieta que tú.
—Ya. Y apuesto a que todavía crees que sigue siendo virgen. —El árbol se apartó un poco de él al lanzar esta puntilla, no fuera a golpearle con la vara.
—¿Qué quieres decir? ¡Por supuesto que lo es!
—Deberías vigilar lo que pasa en tu granero, Silus. A lo mejor te llevabas una sorpresa.
—Oye, maldito saco de termitas, yo…
—Cuidado —avisó el árbol. Un violento rayo descendió sobre las varillas del perímetro. Con velocidad cegadora, trazó una curva de luz incandescente a lo largo del anillo, rodeando la colina de arcos voltaicos. Silus enfocó la vara hacia el caudal de energía, pero su acción llegó un segundo tarde. Los acumuladores sobrepasaron el nivel de tolerancia y descargaron a tierra antes de que Silus pudiera reconducir la descarga a las vasijas.
—¿Ves lo que has hecho? —rezongó el pastor—. La he perdido por tu culpa.
—No. La estás perdiendo por la tuya. Sandra ya no es una niña, Silus. Tiene casi quince años, por mucho que te pese. Tiene edad para retozar en los maizales con los chicos. O para aprender algo de aeronáutica, si es lo que le gusta.
—Amigo mío, a Sandra no le conviene saber nada de naves estelares, ni de aviones, ni de nada que sea capaz de volar y no tenga plumas. Sabes perfectamente que sufre de vértigo.
—Tonterías —la voz del sintético se tornó más dura—. Si eso fuera verdad no se pasearía por los riscos saltando como una cabra. Es a ti a quien no le interesa que ella aprenda. Temes que abandone el nido, como hiciste tú cuando eras joven.
—Cuando era joven y estúpido, querrás decir. Mira, Ventrell, tú sabes tan bien como yo lo que hay allá arriba. Has estado allí.
—Sí, y he logrado volver ileso —replicó el árbol con suspicacia—. No está nada mal para un viejo limonero reptante.
—Ella no es un limonero.
—No, pero es igual de ácida. Por Dios, si hasta ha aprendido a apreciar la salsa de aguacate que perpetras cuando te las quieres dar de buen cocinero.
—¿Insinúas que mi salsa es mala?
—Insinúo que tal vez ella prefiera un aliño diferente.
—Ventrell, ¿sabes lo que…? —restalló Silus.
Otro rayo segó su réplica. El haz incandescente cabalgó el anillo de contención pugnando por escapar a la tierra, pero el pastor fue más rápido. Alzando la vara superconductora, acercó uno de los extremos al perímetro, dejando el otro orientado hacia la toma externa. Como un río salvaje que hubiera encontrado de nuevo su cauce, la energía atravesó la vara focalizándose en una vasija. Medio segundo después, el rayo malgastaba su furia encerrado en una urna de cristal.
—¡… y tú no eres quién para decírmelo! —concluyó Silus, cuando amainó el estruendo y su voz volvió a ser audible—. Mi nieta es la persona más querida de todo el pueblo. Todos la respetan como no me han respetado a mí nunca, así que no me hables de soledad o frustración. Esa niña llegará a ser alguien importante.
—Exacto. Será la persona más importante de este grupo de cabañas. Y haz el favor de no confundir respeto y cariño vecinal con lo que ella en realidad necesita.
—¿Y qué se supone que es eso?
El limonero sonrió.
—Es posible que me crearan sin lagrimales, pero aún así sé lo que es sufrir de soledad. Lo llevo escrito en los genes.
Un relámpago lejano perfiló la mirada que la mujer del tronco lanzó a Silus de soslayo. Ante el silencio del pastor, Ventrell se retiró de la cima de la colina, aguardando a que su viejo amigo terminara el trabajo. Se quedó observándolo en silencio, oyéndole refunfuñar. Era divertido, casi surrealista, ver a aquel achacoso y terco saco de huesos domar la naturaleza con su lanza tecnológica, atrayendo rayos del cielo para encerrarlos en vasijas, mientras murmuraba improperios contra todo y todos los que tenían la osadía de pasarle en ese momento por la cabeza.
—Ella aún es una niña —barruntaba el pastor—. No tiene ni idea de lo que hay ahí fuera. No sabe de lo que huimos cuando vinimos a parar aquí.
—Debes dejar que lo descubra por sí misma, Silus. Tú no estarás aquí eternamente, y ella terminará haciendo lo que desea.
—Como siempre —refunfuñó Silus, cansadamente.
—Como siempre. Y tú debes prepararla, hacer que se anticipe a la llegada de la civilización. Imagina la cantidad de cosas que pueden haber cambiado en cuarenta años. A lo mejor ya no hay Imperio. A lo mejor el Emperador ha muerto.
—Ya, y a lo mejor los árboles hablan.
—A lo mejor —sonrió Ventrell—. El universo acabará por alcanzarnos, amigo mío. Incluso aquí. Y ella no siente sino odio en su interior. Odio hacia gente que nunca ha visto, y ganas de visitar lugares que no existen. Como alguien que yo conocí.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Silus, en un susurro afectado. Dejando vagar la vista, aspiró la brisa perfumada de lirios que llenaba el ambiente. En el fondo, aquel viejo árbol tenía razón, y él lo sabía. Su nieta había sufrido mucho gracias al Emperador y su política expansionista, pero allí, en aquel lugar en el extremo del universo conocido, términos como «política» y «colonización» parecían carentes de sentido. Todo eso quedaba muy lejos, en otros lugares llenos de gente y de rencor.
Tal vez fuera cierto, y el Emperador ya hubiese muerto.
No, se dijo; cosas así no pasan nunca.
* * *
—¡Sandra! ¡Sandra! ¿Dónde has metido las escobas?
—En su sitio, mamah. En el armario.
La obesa matrona volvió a revisar el trastero.
—¿Terminaste de limpiar la cocina?
Despegando algunas bolas de pelo de las cerdas de la escoba, mamah entró en la habitación contigua al salón. Era el dormitorio de Silus.
Sandra estaba sentada en la cama, de espaldas a la puerta, limpiando con esmero el marco de una de las antiguas fotografías de su abuelo. Sus manos acariciaban pensativas los recovecos del marco, como palpando los recuerdos que encerraba la desvaída emulsión.
—Sí, mamah. Y te he dejado un poco de chiva enfriándose en el congelador —asintió, volviéndose.
—A y, mi niña es un encanto —sonrió la mujer, propinándole un sonoro beso. Ella aguantó el round de cariño con estoicismo—. ¿Has dejado la cena de tu abuelo en la despensa? Si la encuentra fría, va a pasarse rezongando toda la noche…
—Sí, mamah. Y también he fregado los platos.
—Muy bien —aprobó la matrona, mirando a través de la ventana—. Espero que el tozudo de Silus vuelva pronto, antes de que empiece a llover, o se volverá a resfriar. No sé por qué demonios tiene que salir en una noche como ésta. No lo sé.
Sandra sonrió. Estaba acostumbrada a las diatribas de la vieja mamah, tanto que a veces creía que aquella mujer sólo hablaba a base de quejas. Era una mujer muy buena y entregada, que se había pasado la vida cuidando de los suyos con desvelado mimo, pero nada parecía estar nunca a su gusto. Ella tampoco entendía a su abuelo. Sandra había aprendido a pastorear hacía muy poco tiempo, pero ya había desarrollado un sentido de la responsabilidad del que Silus carecía casi por completo.
Se soltó el moño para que su pelo, recién lavado, acabara de secarse. Una abundante melena rubia cayó en cascada sobre su espalda, provocándole un escalofrío al transmitirle la humedad a través de los poros.
Sus verdaderos padres se habían opuesto desde un principio a que ella aprendiera el pintoresco y casi desaparecido oficio de Silus. Pero pastorear tormentas era una actividad de irresistible belleza, y muy útil para la comunidad. Cuando terminaba de estudiar sus lecciones sobre matemáticas, electrónica y botánica —todo lo que una chica decente debía saber para sobrevivir en su entorno—, Sandra cogía a escondidas los enseres de su abuelo adoptivo y subía a las colinas a cazar rayos y encerrarlos en sus laberintos de cristal. Le encantaba observarlos allí dentro, peleando, bramando, luchando feroces antes de ser descargados en los acumuladores de la villa. Parecían genios encabritados, presos en lámparas tecnológicas de las que sólo escaparían para hacer realidad un deseo: calentar hogares fríos y proporcionar luz en las oscuras noches de invierno.
Con un ramalazo de nostalgia, dedicó un minuto de sus pensamientos a sus padres. Les echaba de menos, y mucho. Ella era muy pequeña para recordar todos los detalles de aquella época pretérita y sombría, pero una imagen se había grabado a fuego en su alma: un momento de la fatídica noche en que su madre le había besado en la frente por última vez. La noche en que los Hombres Extraños habían entrado en el pueblo. Sandra recordaba haber visto bajar grandes barcos del cielo (era muy pequeña para cuestionarse cómo sus sedosas velas podían hacerlos volar como los pájaros), y descargaron soldados con leones tatuados en el pecho.
Los intrusos saquearon toda la comida y las reservas de luz, y luego se encerraron por turnos en los dormitorios de las casas para hacer cosas con su madre y otras mujeres de la aldea.
Durante años, los dibujos que surgían de sus inexpertas manos contuvieron formas macabras, juegos de luces y sombras para esconder los miedos reflejados en aquellos trazos inseguros. Aún guardaba muchas de aquellas láminas, en las que se exhibían dragones y fantasmas, fuego y criaturas demoníacas que su mente iba definiendo a golpe de simpleza, de estereotipo, pero que transmitían con efusiva claridad el mensaje de soledad de una niña.
Observó el envés del cuadro, donde brillaban con el contraluz huellas de tempranos dibujos y raspaduras en el cartón como arcaicos fósiles de sueños. Estaban los soldados —siempre representados mediante seres con alas de murciélago, sin rostro y de piel blanca como el mármol—, y su feroz emblema, dos leones gemelos con las fauces llenas de dientes afilados. Vaharadas de escritura barroca surgían de sus bocas encerradas en lazos de grafito, sin más significado que el de representar una lengua incomprensible.
Sandra tembló al sentir llegar de nuevo la horrible presión de la incertidumbre, del vacío que se crea en el corazón de una niña que corre por pasillos preguntando a los soldados dónde está su padre, soldados que están sacando grandes bolsas de basura de la cocina. La niña se arrastra por los recovecos de su casa y encuentra a su madre al fondo de uno, en brazos de unos hombres que se la llevan a la habitación donde ellas suelen jugar siempre a escondidas, y es a escondidas como escucha los inexplicables gritos que surgen de detrás de la puerta, reverberando con una terrible resonancia infantil.
Era divertido en cierta forma. Cuando era niña y necesitaba encontrar una explicación racional para todo lo que sucedía en el mundo, no podía aceptar en manera alguna que el enorme cielo nocturno estuviese lleno de cosas horribles que en cualquier momento pudieran bajar a la tierra a hacerla sufrir. La bóveda que contenía las estrellas era demasiado hermosa y atrayente como para admitir que, tras aquellos distantes puntos de luz, pudieran esconderse unos horrores tan caprichosos, tan aleatorios. Siempre que los representaba en sus dibujos, el monarca de aquellas malvadas criaturas aparecía oculto en una caverna, un templo infernal bien enterrado bajo tierra, plasmado con la marcada estética de mausoleos y cuentos sobre el purgatorio que tanto prodigaba el cura de la aldea.
Así, si los temores estaban enterrados a prudente distancia bajo sus pies, si ella podía mantenerse siempre por encima y verlos venir, se sentía mucho más segura.
Un ruido la sacó de sus cábalas. Ocultó los dibujos con la mano y se apartó un cabello de la frente con rapidez, como volviendo a situarse en la realidad. Su abuelo estaba parado en el umbral de la puerta, mirándola con una sonrisa triste.
—Esa fue la noche en que tu padre y yo nos fuimos de pesca al lago —dijo, señalando la foto—. Tu madre no quiso venir porque tenía miedo a los insectos.
Silus entró en la habitación y se sentó al lado de su nieta, pasándole el brazo por encima del hombro. La chica olía a azafrán y a lavanda.
—¿Tenía miedo de las hormigas? —preguntó ella.
—¡Qué va! Eran las cucarachas lo que temía. Le daban tanto asco que, después del día en que tu padre la llevó de excursión y una se le metió por debajo de la falda, no volvió a acercarse a la orilla a menos de medio kilómetro. —Silus carcajeó al recordarlo. Sandra volvió a colocar el retrato en su sitio, prestándole toda su atención. Los momentos en que estaban juntos y nacía entre ellos la nostalgia eran pocos y había que atesorarlos.
—No me digas…
—Sí, no hubo manera de que volviera a ese lugar, y mira que lo intentamos. Tu madre era una gran mujer, pero también el animal más terco que jamás fue parido a este lado de la estrella Parménida.
Sandra rió musicalmente, y su abuelo puso cara de circunstancia.
—¡Oye, no te rías, que esto es serio! Recuerdo una vez en que tu padre y yo trazamos un plan para llevarla hasta el río y que se diera un remojón.
—¿Y funcionó?
—¿Bromeas? No sé cómo, pero debió enterarse del complot, y el día anterior, nos dijo que si nosotros o cualquiera la hacía pasar por aquello de nuevo, él —parodió el gesto con los ojos muy abiertos y los colmillos bien visibles bajo las encías—, él pagaría en sus carnes la osadía.
—¿En sus carnes?
—En sus doloridas carnes, tras dormir un mes entero en el sofá.
La joven volvió a reír, imaginando a su padre corriendo despavorido ante una expresión de rabia de su madre o una escoba en ristre.
—Él tenía interés por llevarla de paseo en barca, un viejo sueño romántico que acariciaba desde que abandonó su mundo natal —continuó Silus dulcemente—. Pero Ana era tan terca que el pobre se tuvo que conformar con salir a acampar en las colinas. ¿Te acuerdas de alguna de aquellas excursiones?
—Por supuesto que sí —mintió Sandra—. Cómo iba a olvidarlas.
Silus miró a través de la ventana, buscando un horizonte en el que perder la vista. En su lugar encontró una severa expresión de reproche de Ventrell. El árbol había ocupado su sitio favorito en el jardín, junto a un grupo de gardenias con las que acostumbraba a monologar, y le observaba con las ramas extendidas al viento. Finas venas conductivas de fibra óptica relucían en el haz de sus hojas captando la tenue luz ambiental.
El pastor maldijo en silencio, arrepintiéndose por enésima vez de haber conocido un ser tan sabio e íntegro como aquella planta sintética. Ventrell era la mejor de todas las personas que conocía, lo que no estaba nada mal para alguien de su condición, pero a veces resultaba un muro de rígida sapiencia moral contra el que se estrellaban todos sus intentos de fallar como un humano de tres al cuarto.
Cavilando en silencio, acarició el sedoso pelo de su nieta. Ella sonrió acogiendo con placer el suave masaje, cuyo gesto generalmente traía asociado un cuento o un caramelo.
—Oye, Sandra…
—¿Sí?
—Mira, he estado pensando en algo últimamente.
Un sonido como de hojarasca aplastada por pies desnudos le llegó desde el jardín. Era lo que Ventrell asociaba con una carcajada contenida. Silus reprimió un impulso de tirarle las vasijas por la ventana.
—Tú… —continuó, jugueteando con sus cabellos.
—Yo —Sandra sonreía ante la vacilación de su abuelo.
—Tú. Sí. Eh…
—¿Qué quieres decirme? Venga, tranquilo.
—¿Te gusta mi salsa de aguacate? —espetó el viejo, en tono firme.
—¿Cómo?
—Me refiero a si… Bueno, si alguna vez te la has comido por hacerme feliz.
—Pues, no sé… Tal vez alguna que otra vez. Pero pocas, muy pocas, en serio. ¿Por qué?
—Verás, a veces me pregunto… No muy a menudo, claro, pero sí de vez en cuando… Si a lo mejor esta forma de hacer las cosas, ya sabes, de preparar la salsa… Si en realidad es así como a ti te gusta.
Sandra se subió un poco la parte de atrás del pantalón del pijama, ahogando un tosido entre las palmas. Elevó el mentón reflexivamente.
—No está mal cómo la haces —aventuró, divertida—. Aunque a veces noto que le falta algo de picante.
—Picante. —Silus se rascó la axila con la vista sostenida en un pensamiento—. Ya. ¿Y nada más?
—Un poco de requesón no le vendría mal, triturado y espolvoreado a la manera como lo hace mamah. Haciendo como así…
—La joven pastora pinzó dos dedos como frotando alas de mariposa. Silus sacudió levemente la cabeza, captando un probable significado (no estaba muy seguro de que en realidad se estuviesen diciendo algo).
—Pero te gusta cómo la preparo, ¿no? Al menos se le nota el sabor a aguacate.
—Si lo logras distinguir por debajo del regusto a tequila, tal vez.
—¿Cómo? —se ofendió Silus, enrojeciendo de vergüenza.
—Es tu ingrediente secreto, ¿no? —dijo Sandra, imitando sin darse cuenta una pose de su abuelo—. Un chorrito mezclado con el aliño para diluir el regusto a alcohol.
—¿Mamah lo sabe? —preguntó el viejo, aterrado. Cuando se trataba de esas cosas, la entrañable pero intransigente matrona no bromeaba. Sandra estalló en una carcajada.
El pastor suspiró, sintiendo que empezaban a faltarle las palabras.
—Cariño… Mira, sé que a veces no he sido muy transigente contigo. Este planeta es tu hogar, pero es un hogar muy pequeño, y desde que te conozco he tenido una extraña sensación. Como si el destino te estuviese preparando para algo más que estar aquí envejeciendo con un puñado de ancianos locos.
—Pero a mí me gusta esto. No me importa estar en Reunión —repuso ella, buscando una explicación en los ojos del pastor.
—Me refiero a todos esos libros que estudias. Tú… bueno, eres una persona muy inteligente, eso nadie lo niega. Pero me he fijado en que prestas mucha atención, quizá más de la que tú misma crees, a estudiar lo que hay más allá. Lo que dejamos atrás al venir aquí.
Sandra asintió con la cabeza, apartándose un mechón dorado de la frente. Silus se fijó en que su cabello ya estaba abandonando el rubio intenso de su niñez para adoptar un sombreado cobrizo que contrastaba muy bien con el rosa oscuro de su piel.
—Ya he acabado el primer tomo de los de tapa azul —dijo ella, casualmente.
—Ah. ¿Y qué tal? ¿Has aprendido mucho?
—La verdad es que… No me he enterado de nada. Absolutamente en blanco —golpeó su frente con la mano como espantando pensamientos.
—Es que los libros azules son complicados. Hasta que no acabes con los verdes no estarás preparada para afir… afran…
—Afrontarlos.
—Eso —suspiró—. Niña, algo me dice que ni todos los viejos achacosos de este o cualquier otro pueblo del planeta lograremos que permanezcas con nosotros para siempre. Eso me asusta, рero en el fondo también me alegra. Porque significa que ya te estás haciendo lo suficientemente mayor como para decidir por ti misma.
Sandra se quedó mirándolo un momento. El perfil de su abuelo resplandecía con el baile de destellos que las vasijas condensadoras proyectaban contra la pared. Se sorprendió al verlas amontonadas en una esquina, junto al ropero de los pijamas, con la fuerza más temible de la Naturaleza luchando por liberarse en su interior. Eso le encantaba de su abuelo, la trivialización de detalles que cualquier otro (empezando por la pobre mamah) hubiera considerado prioritarios. Antes de formular su siguiente pregunta, dejó que pasaran unos segundos.
—Abuelo, quiero que me cuentes qué fue lo que les ocurrió a mis padres —exigió, sin atisbo de nerviosismo.
Silus dio un respingo.
Ya está, pensó tensándose: la pregunta que había temido desde hacía diez años.
Sandra esperó, totalmente tranquila. Sus profundos ojos azules eran capaces de mirar tan fijamente que podían perforar cualquier fachada, y uno siempre tenía la extraña sensación de que estaban mirando algo muy distinto a la controlada imagen exterior de la gente. Era un don que ella sabía aprovechar muy bien, y lo hacía sin palabras.
—Bueno, será mejor que retire las vasijas antes de que mamah me pegue con la escoba —carraspeó Silus, tratando de levantarse de la cama. Ella no le dejó. Apoyó la mano suavemente en su regazo y continuó mirándole, con aquella expresión relajada, sosegada e inteligente que había desarmado el corazón de, literalmente, todos los jóvenes de su edad que había desde su pueblo a Alfa del Centauro.
—Está bien —concedió el viejo, y pareció más cansado que nunca. Sandra se echó sobre sus rodillas, como hacía cuando era pequeña, y cruzó las manos sobre el vientre.
Por un momento, Silus se encomendó a los dioses que se escondían en las estrellas, y a los que sólo rezaban los marineros que los habían conocido al navegar entre ellas. Luego prosiguió con voz queda:
—Verás, Sandra. Como habrás supuesto, y si la memoria no me falla ya te he contado otras veces, el Universo es muy grande, mucho más que la distancia que hay de aquí a la granja más lejana, mucho más que la que hay entre aquí y cualquier estrella que seas capaz de ver con tus propios ojos cuando oscurece.
Sandra sonrió. Le encantaba el tono de cuento de hadas que usaba a veces su abuelo, sobre todo cuando quería contar cosas verdaderas como la vida misma. Por supuesto, lo que le contaba no era nada nuevo. Ella había memorizado todos los libros de astronomía y navegación estelar que Silus había rescatado de las bodegas del Navegante, pero no quería interrumpirle. Continuó en silencio, moviéndose un poco para encajar bien la espalda en sus rodillas y escuchar a gusto el resto de la historia.
—La cuna de la civilización es un mundo que orbita una estrella muy, muy lejana, llamada Sol.
—¿Como la nuestra?
—Exacto. Esta bola de gas que nos ilumina no se llamaba así originalmente. Hace mucho tiempo, en la Tierra, un astrónomo la descubrió a través de un telescopio muy potente, y le puso un nombre técnico.
—¿Un nombre técnico?
—Algo así como HYYp-34567-D. Es lo que sucede cuando ya no quedan nombres bonitos ni imaginación para inventarlos. Pero cuando llegamos aquí, resultó que echábamos tanto de menos nuestro sol y nuestro planeta, que la bautizamos de otra manera para que la distancia no nos pareciese tan enorme.
—Nunca me has hablado de la Tierra. La evitas cada vez que recuerdas el cielo —puntualizó Sandra, tratando de reconducir el tema a su terreno.
—Uhm… Hace mucho tiempo, antes incluso de que los hombres descubrieran la existencia de los Ids y el Metacampo, eh… ¿Sabes lo que son, no?
Sandra asintió, impaciente. Sí, sí, lo sabía.
—Pues antes de la llegada de esos alienígenas, los únicos seres inteligentes que los hombres han encontrado fuera de la Tierra hasta la fecha, las astronaves no podían viajar instantáneamente de un lugar a otro. Sucedió allá por el año n3. No existía el poder de mover cosas con la mente como hace el que los terrestres llaman Emperador —Silus se quitó la chaqueta, aún empapada de lluvia—. Los viajes eran increíblemente largos y lentos, tanto que a veces duraban generaciones enteras.
—¿Fue eso lo que os pasó a vosotros?
—Oye, niña, no soy tan viejo —protestó Silus—. ¿Qué estás insinuando?
—Nada, nada —rió ella—. Perdona. Prosigue.
—Bien. Pues resulta que hubo un periodo de casi cuatro siglos en que la Humanidad, es decir, todo el conjunto de la especie, salió del planeta madre para colonizar otros mundos, en lo que se llamó la Gran Dispersión. De eso hace ya varios miles de años. Esos pioneros llegaron increíblemente lejos, mucho más de lo que parecía posible con la tecnología de la época. Y se alejaron tanto unos de otros, que después de casi tres milenios de expansión y alteraciones genéticas casi ni se recordaban. De hecho, cuando los primeros exploradores de las diferentes ramas en que se había disgregado la Humanidad se encontraron de nuevo, se llegaron a tomar unos a otros por alienígenas.
La mirada del anciano se tornó melancólica, como quien recuerda algún error pasado que cambió toda su vida.
—Todo eso acabó con el descubrimiento del Metacampo, y de los misteriosos seres que lo poblaban. Ellos nos enseñaron a hacer muchas cosas con el poder de nuestras mentes, cosas que desconocíamos que fueran posibles. Muchos no lo han admitido nunca, pero esa mierda ha sido de lo peor que le ha sucedido a esta especie. Su descubrimiento permitió a los hombres volver a encontrarse de nuevo, aunque vivieran a miles de años luz de distancia. —Sandra conocía de sobra la unidad, así que Silus no se detuvo ahí—. Pero como sucede siempre, basta que le sea concedido un don a un hombre, para que tropiece con su primera piedra.
El viejo se levantó, asomándose a la ventana. Aún seguía lloviendo en la campiña. Cerró los postigos para que el frío no entrara y pudiera hacer enfermar a su nieta.
—Las ansias de colonización resurgieron en la civilización con más fuerza que nunca. Y se volvió a hablar de unificación, y del temor a lo desconocido, al hermano que, de repente, se convierte en vecino. Así fue como empezó a gestarse lo que hoy llamamos el Imperio, la unión de todas esas ramas de la Humanidad que, hasta hace poco, estaban tan lejanas unas de otras como el homo sapiens lo estaba del erectus.
—Comprendo —susurró Sandra, con la vista perdida en la foto del lago. De fondo, tras las figuras abrazadas de su abuelo y su padre, se distinguía el viejo fósil de la nave estelar, el Navegante—. Abuelo, ¿tú conociste al Emperador?
A Silus le sorprendió un poco la ingenuidad de la pregunta. Sandra había vivido toda su vida rodeada por un espacio cultural limitado, un lugar donde todo el mundo se conocía y se respetaba. Los demás asentamientos humanos de Esperanza, Aemonis al sur, Estefana al noroeste y Pax Meritae al norte, eran lo que ella entendía como lugares lejanos. El concepto de «ciudad» tal y como Silus lo había conocido no entraba dentro de los patrones de referencia de su nieta.
Tomándose su tiempo para organizar las ideas, le explicó lo que era una urbe, el concepto de «masa», y las teorías sobre conciencias globales y conducta gestáltica tan de boga en el pensamiento de su época. Sandra no lo entendió.
—Debe ser horrible —fue su apreciación—. ¿Entonces, nadie se conoce entre sí? ¿Cómo es posible, viviendo tan juntos y apretados?
—Bueno, sí que se conocen. Yo conocí a tu abuela. Y tu madre a tu padre. Esas cosas también suceden allí. E incluso tienes la oportunidad de estar con gente importante de veras, si estás en el lugar adecuado. Al Emperador en sí mismo no lo conocí, lógicamente, pero una vez, justo antes del comienzo del viaje, pude estar con uno de sus integrantes. La Arconte Beatriz De León —recordó—, tercera candidata a la Convolución por la Familia Romanov e hija adoptiva de la Logia Bizantyna.
No fue tanto la retahíla de cargos y honores como el tono solemne del viejo lo que embargó a Sandra. Asombrada por haber logrado sacar a la luz una parte del pasado de su abuelo que nadie (ni siquiera su difunta esposa) había logrado ver antes, le animó a proseguir:
—¿Conociste a la Arconte imperial? ¿Cómo?
—Oh, fue durante una fiesta celebrada en palacio antes de la partida. En realidad no hablé con ella. Sólo tuve la oportunidad de estrecharle la mano cuando desfilábamos ante el Ejecutivo en la ronda de bienvenida.
—¿Cómo era? —preguntó Sandra, intrigada.
—Pues… joven. Tenía la misma edad que tú ahora. Pero me transmitió una sensación muy fuerte. Una imagen de… realeza. No sé si me entiendes.
Silus se recostó en la cama. Estaba más tranquilo: Sandra parecía haber olvidado su pregunta original. Ahora jugueteaba con un hilo que sobresalía del costado de su pijama con expresión introspectiva.
—Ya debe haber muerto… —aventuró ella.
—No te creas. Esa gente acumula décadas de deuda temporal en sus viajes por el espacio relativista. Es tan probable que sea un fósil cuaternario como que siga tan fresca como una linda flor. Una como tú. —Sandra sonrió mientras su abuelo la besaba en la frente—. Bien, es hora de que los viejos nos vayamos a la cama. Hasta mañana.
—Hasta mañana —se despidió la joven, devolviéndole el beso. Silus escondió las vasijas bajo una lona para que mamah no las encontrara hasta la mañana siguiente.
Sandra le observó marcharse, con algo de admiración hacia los secretos que guardaba aquel hombre en su interior.
—¿Vas a ir mañana al cementerio? —preguntó el viejo consultando un calendario que colgaba de la pared, con fotos de la Tierra pero adaptado a los periodos anuales de Esperanza. Al día siguiente se cumplía el aniversario de la resistencia a la incursión terrestre en la que murieron los padres de Sandra.
—Claro que sí. ¿Quieres que les diga algo de tu parte?
—Uhm… no. No, yo mismo les haré una visita alguna tarde. Por cierto… —se detuvo—. Ventrell me estuvo comentando algo sobre…
—¿Sobre qué? —inquirió su nieta, adoptando una expresión absolutamente inocente y encantadora.
—De… eh… —titubeó Silus. La contempló allí sentada, mirándole, y por primera vez se fijó en las incipientes curvas que se insinuaban bajo las telas holgadas de su pijama de lana. Notó lo firmes y generosos que comenzaban a ser sus pechos de adolescente, y el intenso azul de su mirada. No era la mirada de una niña.
—Nada —suspiró—. Hasta mañana, cariño.
—Hasta mañana —respondió Sandra—. Pero la próxima vez me explicarás lo de los soldados —le advirtió, antes de que pudiera escaparse. Sonriendo, su abuelo desapareció de su vista y fue a discutir un rato con la matrona.
Sandra durmió intranquila aquella noche, preguntándose hasta qué punto la deoEmperatriz, la Arconte que dominaba los destinos de todas aquellas personas-unidades cuyo número costaba imaginar, no era sino una prisionera de su propia cabaña de cristal.
* * *
El teniente coronel Lucien Armagast estaba de pie ante uno de los grandes ventanales de cristales tintados que iluminaban el salón Vicenzo de Palacio. Sobre él se proyectaba la imagen invertida del Arcángel Gabriel, una figura justiciera que gritaba al cielo segmentada en cientos de polígonos coloreados.
Contemplaba absorto el magnífico paisaje que se podía disfrutar desde el altozano. Los jardines de Pravia, una de las obras maestras de bioarquitectura del mundo, desplegaban su magnificencia al sol de la mañana. No era un paisaje fácil de entender. El geningeniero que lo diseñó había programado un complejo laberinto matemático de líneas quebradas, elipsis y semicírculos en los genes de las plantas trepadoras para que al crecer, la simple mano del azar y la extrapolación numérica construyeran una obra de arte de difícil clasificación. Siguiendo el ejemplo de un forzado conjunto Brandel, el laberinto se había desarrollado a partir de un núcleo esférico para propagarse fractalmente en cuatro direcciones. Los podadores reales habían sufrido para delimitar sin brusquedades las fronteras de aquel inmenso jardín agresivamente matemático.
Lucien elevó la vista y contempló las lejanas bóvedas de cañón del techo, reforzadas con arcos fajonados que transmitían elegantemente toda la presión estructural a los contrafuertes exteriores. La mezcolanza de estilos partía de las formas clásicas del periodo preindustrial terrestre, pero alcanzaba su cénit en la magnífica combinación que se hacía de él y los movimientos propios de su época, como aquel espléndido (y carísimo) espejo de superficie líquida que cubría un espacio muerto en la pared sur. Por su superficie cristalina corrían ondas no concéntricas que dibujaban nereidas y ninfas acuáticas. Al acercarse, observó cómo se apartaban gentilmente de la zona sobre la que se reflejaba su imagen. El soldado se examinó cuidadosamente: el uniforme azabache de la Orden de Caballería Templaria y sus insignias de mando lucían un perfecto lustrado. Ni una sola arruga estropeaba el impoluto planchado de las hombreras y el pantalón.
Lucien era alto y bastante atractivo. Se había separado de su esposa en cuanto su hijo ingresó en la Academia Militar a favor de la Marina. Como él solía decir, una esposa que le exigiera tal cantidad de deberes y atenciones dejaba excluida cualquier otra de manera permanente. Eso no significaba que no tuviera sus aventuras, pero solía dejadas atrás una vez que su fragata abandonaba una costa conquistada, y el infinito vacío espacial se abría ante sus ojos. Ya contaba con una espléndida hoja de servicios y un historial de méritos militares que, de él haberlo permitido, le habrían facilitado un rango tres veces superior. En el fondo lo ansiaba, pero le costaba mucho abandonar la silla de capitán.
Ahora se preguntaba si su requerimiento en palacio contribuiría tal vez a hacer realidad ese deseo.
Un sonido de pisadas le hizo concentrarse. Unos sirvientes surgieron de nichos ocultos tras las columnatas y se dirigieron a las entradas para atender a los recién llegados. En total silencio, un enjambre de casacas almidonadas instaló una vajilla de té sobre una de las mesas estilo Teodoro VIII que ocupaban los puntos áureos del salón, y desapareció como por arte de magia. Lucien se acercó a una de estas mesas con aire distraído, mientras observaba de reojo quiénes eran los recién llegados.
Reconoció la voz del primero antes de que apareciese. El almirante Francisco José Ramírez de Palma era un hombre enorme, de más de cien kilos de peso y un perfil bulímico poco contenido que llevaba con envidiable orgullo. Su rostro oval bordeaba con mucha carne unos ojos pequeños, demasiado afilados para no resultar inquisitivos, y una boca de labios muy finos, casi de mujer. Nada había sido esculpido en quirófano; la turbadora presencia del máximo responsable de la flota imperial era un regalo de la Naturaleza. El almirante era de los que pensaban que la integridad de un hombre podía medirse por la generosidad de sus apetitos, y era de sobra conocido en la corte por sus muchas indulgencias.
Junto a él, la delicada figura del consejero mayor de asuntos estratégicos, el Caballero Stellan Sorensen, lograba transmitir la misma presión psicológica que su contertulio con casi sesenta kilos menos de peso. Aquel hombre de rasgos ladinos era, probablemente, la persona más peligrosa en los vastos dominios del Imperio, independientemente de en qué bando estuviera. Daba miedo llegar a entender que alguien tan aparentemente frágil y amanerado pudiera representar una amenaza para cualquiera que estuviese por debajo del Emperador.
El último miembro de la comitiva era una mujer. Intrigado, Lucien descubrió a la capitana de navío Elena Stevana de Whelan. Venía enfundada en su traje de servicio, no en las habituales galas que exigía la compañía. Eso significaba que iba a salir inmediatamente a una misión. Y dada la expresión sombría e introspectiva de la capitana, dedujo que tal encargo no debía de ser muy fácil de cumplir.
—Ah, ya está aquí nuestro invitado —dijo el consejero Stellan, dibujando una parodia de sonrisa en su faz aguileña—. Confío en que no le hayamos hecho esperar demasiado.
—En absoluto —respondió Lucien, haciendo una leve inclinación de cabeza que sólo la mujer devolvió.
—Teniente coronel, le presento a la capitana De Whelan. No sé si habrá oído hablar de ella.
—Nos conocimos en una ocasión —terció Elena, dejando que Lucien le besara la mano—. Hace tiempo, cuando estaba en la Academia.
—Sí, yo impartía clases de estrategia y pensamiento paralelo en el último curso. Fue mi más brillante alumna —explicó Lucien.
Se estaba fijando en cómo se había desarrollado aquella chiquilla. En efecto, fue su alumna, y la más aventajada del grado, pero le costó una sanción gubernativa cuando le acusó de acoso sexual tras una de sus clases de apoyo.
Y con razón, pensó, recordando cómo había intentado besarla mientras le tocaba el pecho, y cómo ella le había partido en la cabeza uno de sus trofeos al mejor profesor del año. Lucien no la había visto desde entonces. Elena seguía teniendo un cuerpo pequeño, casi de niña, y un aire de colegiala que aún le seducía, pero unos vistosos galones en sus hombreras la situaban totalmente fuera de su alcance. Probablemente Elena sería la capitana más joven de la flota y una de las pocas mujeres que habían logrado detentar ese cargo. No estaba mal, pensó, para una niña procedente de familia humilde y no terrestre.
—Azúcar de Caledonia —aprobó el consejero, tomando con dedos frágiles una taza de té de la mesa—. Esta vez se han esmerado. ¿Ha probado algo tan exquisito alguna vez, coronel?
—No, señor —dijo Lucien, resistiéndose a servirse una taza. El almirante y la capitana no se habían movido—. Pero he oído hablar de sus… propiedades.
—Sí, dicen que es un estimulante de inusitada eficacia. Pero mezclado con este café resulta un combinado de excelente sabor. ¿No le agradan las pequeñas paradojas, oficial?
—Bueno, será mejor que comencemos —urgió el almirante, con su voz de oso—. Coronel, si no me equivoco, su último destino ha sido el de capitán de un lanzamisiles táctico, en la frontera de Tita Gémini.
—El Alexander, señor —aclaró Lucien, carraspeando.
—¿Un buen navío?
—¿Perdón?
—¿Ha sido un destino satisfactorio? ¿Se ha sentido contento con su tripulación?
—Sí… Una dotación excelente. La mejor con la que he tenido el placer de trabajar.
—¿Y la nave? Supongo que un crucero de esas características equipado para un posible conflicto a gran escala, debe ser capaz de soportar fuertes castigos sin pestañear, ¿me equivoco?
—No, señor. El Alexander aún no ha sido llevado al extremo de su resistencia o de sus capacidades de combate, dado que no hemos entrado en combate real, pero creo poder afirmar que si se diera tal circunstancia daría todo lo que se espera de él.
—Pero de su historial se denota que usted ha combatido en diversas ocasiones.
—En efecto. En mis anteriores destinos capitaneé fragatas pesadas, y con una, el Lionel, participé en al menos seis enfrentamientos no simulados —Lucien puso énfasis en el al menos—. El puesto en el Alexander me fue concedido como gratificación después de uno de estos combates.
—La revuelta de Mia Tetis 3 —intervino el consejero—. Oí decir que su actuación fue tan brillante como… contundente.
Lucien sopesó la expresión calculadora de Stellan, preguntándose a dónde quería llegar. Por supuesto, recordaba con viveza aquella revuelta. Los ciudadanos de Mia Tetis se habían alzado en armas para evitar pagar los impuestos tributados a la Corona. Se aliaron con una flota pirata que llevaba varios años operando en el sector, suministrándoles armas y servicios para que atacaran cualquier nave imperial que penetrase en el sistema. Fueron acusados de apología del terrorismo y apoyo unilateral a una facción armada disidente, y amenazados con un bloqueo comercial a largo plazo.
Lucien fue el encargado de poner en orden la situación. La política imperial esquivaba cualquier tipo de negociación con terroristas, pero concedía al pueblo sublevado un margen de tiempo para que la diplomacia actuara y el conflicto se desarrollara pacíficamente. Con Mia Tetis la política cambió.
La fragata cañonera de Lucien llegó al sistema el vigésimo cuarto día del tercer mes de 981, según el calendario local, el dieciséis de mayo del 6624 d. C., del n3, según el almanaque de a bordo. Los diplomáticos indígenas esperaban con los brazos abiertos y amplias sonrisas en sus rostros, sus gestos amables cargados de cientos de triquiñuelas legales y argumentos moralistas a favor de su causa. Cuarenta horas después, Puerto Blanco, la capital estado más importante del planeta, era una ruina humeante. Lucien había esperado a que toda la población evacuara la zona, y luego había disparado sus baterías de rayos Hd contra el sustrato base que reposaba bajo la urbe. Los haces de partículas reaccionaron con yacimientos de hierro y níquel, y convirtieron la tierra en un radio de doscientos kilómetros en un lago de magma hirviente.
La rebelión cesó formalmente veinte horas después.
—Muy bien —el Almirante bajó la mirada, como meditando. Evidentemente, aquel no era un gesto de indecisión sobre lo que iba a decir, sino de cómo hacerlo. Concentró su atención en la capitana De Whelan—: Como ve, contará con una tripulación adiestrada, capitana. Confío en que el talento compense su falta de experiencia en lo subsiguiente.
—Gracias, señor.
El coronel vaciló. Su mirada se cruzó un instante con la de Elena. Evidentemente, se esperaba que él dijera algo.
—¿Disculpe? —fue lo que se le ocurrió—. No… no entiendo.
—Coronel Lucien, usted es uno de los mejores soldados con los que cuenta actualmente la Armada —comenzó Ramírez, mesándose sus escasos cabellos—. Y la capitana Elena nuestra joven promesa con más talento. Ambos se habían estado ganando desde hace tiempo un ascenso. Un cambio… con vistas al beneficio de todos.
El teniente coronel tembló. Le estaban quitando el Alexander para dárselo a aquella chiquilla. ¿Qué clase de locura anidaba en las dependencias palaciegas?
El consejero empujó sutilmente al grupo para que ocuparan un lugar específico en la esquina norte del salón. Una zona de sombra, pensó Lucien. Pero, ¿por qué aquí, en Palacio? ¿Qué hay que temer de estas paredes silenciosas?
—Va a ser relevado del mando de su nave —expuso el almirante, modulando la voz a mnemoglos. El Id del coronel captó una onda de estática mnemática que invadía la zona, haciendo que la conexión local con la metared desapareciera. El almirante continuó—: Su puesto al frente del Alexander será ocupado por la capitana. Su nuevo destino, con efecto inmediato, es la Oficina de Administración.
La Oficina. El servicio secreto. Lucien tragó saliva.
—Esto es todo para usted, capitana. Preséntese al general Von Brawn cuando ocupe su cargo. Buena suerte y buen viaje —dijo Ramírez, sin siquiera mirar a la aludida. Elena hizo una reverencia formal y se marchó en silencio, con más prisa por salir de allí que por empezar a cumplir con su encargo… fuera cual fuera éste.
—Oficial, no se alarme —terció Stellan, tocando el hombro de Lucien con una mano huesuda como una garra, en un raro gesto coloquial—. Le aseguro que su elección no ha sido nada precipitada. Usted era el único candidato posible, a decir verdad. Su experiencia en el mando y su capacidad para tomar decisiones rápidas e importantes son virtudes que por desgracia, pocos hombres poseen. Estén dentro o fuera de la Armada.
—¿Misión?
—Armagast, creo que estará al corriente de la delicada situación que actualmente se vive en la cámara de Gobierno —el almirante cruzó las manos a la espalda—. El Emperador se muere.
Lucien asintió. La delicada salud de al menos dos de los cuatro Arcontes que integraban el Emperador era tema de dominio público. Desde hacía meses, las proyecciones de naves estelares a grandes distancias se habían ido reduciendo a lo indispensable, signo inequívoco de lo extrema que era la situación. Lucien recordó que la edad de los Arcontes Vladimir Urievitch, de los Borgia, y Hans Gruendal, de los Tybani, debía rondar ya los ciento treinta y seis años, una edad avanzada incluso con los tratamientos de rejuvenecimiento más sofisticados. La más joven del grupo, la ex hermana bizantyna Beatriz de León, rondaba ya las cuatro décadas subjetivas, y había realizado la Convolución que la había convertido en Arconte a los doce años.
—Eso significa que ha llegado para nosotros la penosa hora de empezar a buscar su sustituto —continuó Ramírez, clavándole el furioso negro de sus ojos—. Los protocolos Drisden ya han concluido, y nuestro santo Patriarca ha dado a conocer los nombres de quienes serán los nuevos portadores de su sabiduría.
Lucien respiró hondo. Su corazón latía desbocado. Sabía lo que vendría a continuación, y era un honor que no le llenaba de jolgorio.
—Usted será quien encuentre a los nuevos Arcontes imperiales. La ceremonia de la Convolución ha de realizarse mientras el actual Emperador aún sigue vivo… e íntegro.
Ese último detalle era importante. El ente psíquico autoconsciente que nacía de la unión de las mentes de los cuatro Arcontes, el que sesenta mil millones de súbditos llamaban con fervor su Emperador, no podía estar completo si alguno de sus integrantes moría o era sustituido. La Convolución, el proceso por el cual los nuevos candidatos fundían sus psiques para dar cuerpo en el Metacampo al nuevo ente gestáltico, debía realizarse cuando el anterior monarca aún existía, o se corría el peligro de que la reencarnación psíquica fuera imposible.
—Esta vez no se realizará una búsqueda a gran escala ni alertaremos a la Flota, salvo en el caso del segundo nombre, cuya localización es responsabilidad de los servicios secretos. Es imprescindible que la localización del primero se lleve a cabo con la máxima discreción y confidencialidad. Una nave, un grupo de hombres y un solo capitán. Irán a por el primer sujeto, y lo traerán a palacio sin demora.
—¿Una sola nave?
—No deberá cruzar el Metacampo, coronel. Sus pasillos tienen ojos y oídos aguzados —terció Stellan—. Incluso los muros de palacio son inseguros. Corren malos tiempos para los intereses de la Corte.
El Id de Lucien se agitó como una culebra en algún punto al fondo de su consciencia, pero hasta que no salieran de la zona de sombra no podía comunicarse con su portador, así que decidió esperar.
—¿Por dónde debo empezar? —preguntó Lucien, intentando concentrarse.
—El primer sujeto es una joven, una muchacha de los mundos exteriores. Sólo conocemos su nombre de pila: Alejandra, de un planeta cercano a la Marca Exterior cuyas coordenadas le serán facilitadas. No sabemos nada más sobre ella. Deberá encontrarla y traerla en primer lugar, antes de proseguir la misión.
—¿No sería mejor que completara la búsqueda antes de…?
—Se hará como está dispuesto —atajó Ramírez, con cierta brusquedad—. Partirá inmediatamente. Un esquife de enlace le aguarda; una vez en camino recibirá el resto de las instrucciones.
—Claro, señor —se disculpó Lucien, maldiciendo interiormente.
—Hay algunas personas que conspiran contra los intereses del Emperador, y que estarían dispuestas a todo porque los candidatos no fueran encontrados. Confiamos en su buen hacer para que tal cosa no suceda.
—Entiendo.
Los intereses. No el Emperador mismo. Ya veo.
—Hemos preparado para usted un incursor clase Evangelista con sistema de salto autónomo Riemann. Su nueva tripulación y demás detalles le esperan a bordo.
—Buena suerte, coronel Lucien —concluyó Stellan, con una sonrisa—. Estamos en sus manos. Vaya y sea nuestro veloz mensajero.
—Sí, señor —dijo Lucien, controlando un disparo de adrenalina ante el anuncio de su nuevo cargo—. Inmediatamente.
El coronel hizo una genuflexión, esta vez correspondida, y se alejó con paso veloz pero marcial hacia una de las puertas del salón. Al pasar por delante del espejo de las nereidas, Lucien se permitió desviar la vista para contemplar al nuevo mensajero imperial. La imagen que le devolvió aquel estanque estaba cargada de gloria.
Stellan sacó un pañuelo de un bolsillo del pantalón y se limpió la nariz mientras Lucien abandonaba la sala. Un grupo de silenciosos sirvientes salió tras él, retirando los inutilizados cubiertos de té. Para el consejero, la distancia a la que ambas clases sociales se encontraban de él era literalmente la misma. Salió de la zona de sombra, seguido de Ramírez, quien había adoptado un gesto facial característico, un fruncimiento de la mandíbula torciendo hacia dentro los labios.
—¿Crees que lo logrará? —preguntó Stellan, buscando con la vista los ojos de su contertulio. No los encontró.
—No es él quien me preocupa, sino nuestra capitana.
—¿Temes que no esté a la altura?
—No es eso —dijo el almirante, aliviando un picor en su cabeza—. Es lo que ocurrirá si llega a cumplir su misión.
—¿Y entonces?
—Entonces improvisaremos.
Ramírez miró a través del ventanal y observó, como minutos antes hiciera Lucien, los recovecos fractales de los jardines de Pravia. Stellan, comprendiendo que ya no había más que decir, se retiró sin saludar. Mientras se iba, un pensamiento intranquilo pasó por su cabeza. A un hombre como él no le preocupaban detalles tales como el futuro de todo un pueblo, o la consecución de una misión de importancia vital para la estabilidad del Sistema.
Lo que pasó por su cabeza fue una duda mucho más mundana: por qué De Palma se había colocado tan sutilmente al borde de la zona de sombra en cuanto volvieron a quedarse solos.
* * *
—No ha ido tan mal —susurró una voz femenina directamente al área de Wernicke del encéfalo del almirante. Ramírez asintió, y esperó a que la burbuja de transparencia psíquica se abriera en el interior de la zona de sombra. Ésta se convirtió en un hemiciclo hueco cuyo meridiano estaba situado justo en la pared, una isla de privacidad para él y su contertulio.
—Sospecha algo. Es peligroso.
—Tal vez, pero no se arriesgará a ser el primero en mover. Los años de servicio y su talante precavido juegan en su contra —dijo la voz de mujer. Pese a la finura de sus tonos, era indudablemente la de alguien de cierta edad, alguien que supiera controlar tan bien la facultad telepática que incluso tuviera matices subjetivos y motivos de apoyo deliberadamente perfectos. Ramírez conocía muy bien aquella voz, y a su dueña, la Madre Elizabetha Moriani, regidora en jefe de la Logia Bizanty.
—No me fío de él.
—Stellan es un hombre muy peligroso, pero aún lo es más aquel que ha de venir —susurró Moriani, mientras el campo se expandía y contraía como un organismo vivo, respirando con las impresiones mnémicas de sus ocupantes—. Debemos temerlo todo de quien no sabemos nada.
Había un doble significado en las palabras de la Madre que no pasó desapercibido. La incertidumbre era el peor enemigo de un plan bien construido. Ramírez conocía la existencia de la operación Antártida desde el comienzo de su gestación, casi una década atrás, pero no se podía ejercer control alguno sobre una variable desconocida.
Los nuevos Arcontes.
Iban a ofrecer la divinidad y el futuro de toda su civilización a una quimera, a alguien que había sido designado por un simple sueño. Aunque el soñador fuera el mismo Emperador.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó.
—Nada —contestó la voz—. Esperar. Te avisaremos cuando hayamos puesto en marcha el plan. Creemos que la Arconte Beatriz nos ayudará. Ten confianza, amigo mío: el destino favorece a los cautos.
La presencia de la Madre Superiora se deslizó hacia la nada con un rumor de velos de seda. La burbuja de transmisión psíquica desapareció con ella, y la zona de sombra se apoderó de nuevo del lugar. El almirante permaneció unos instantes contemplando el exterior. Muy abajo, a veinte pisos de distancia, vio la silueta del coronel Lucien acercarse a la plataforma donde reposaba el esquife de enlace, y subir a él con paso solemne. La pequeña nave se tomó unos momentos para chequear el combustible y los motores, y desplegó sus iridiscentes alas de mariposa al sol estival. Como un majestuoso insecto de metal, se elevó hasta fundirse con las nubes. Ramírez elevó una plegaria para que acompañara a aquel soldado que partía a los cielos.
Que Dios nos ayude si estamos equivocados, pensó, y salió de la zona de sombra.