Capítulo 19
(y más allá del infinito)

GÁIMBELI

La experta en estrategias Gáimbeli Smakys abrió la boca para ladrar más órdenes cuando su amigo y compañero, el soldado Jan Delvian, estiró el brazo y lo hundió en el cuerpo de la Manifestación, tratando de alcanzar el núcleo vivo. El monstruo se convulsionó y comenzó a implosionar, reduciendo drásticamente su volumen.

Gáimbeli vio a través de la pantalla que el soldado respiraba con alivio: esa compresión era la señal habitual cuando morían aquellas cosas. A continuación, si todo iba según lo previsto, la Manifestación desaparecería, demostrando una vez más que el contacto directo con un ser humano era anatema para lo que fuese que guardaran aquellos seres en su misterioso núcleo.

No sucedió.

En lugar de encogerse hasta desaparecer, el objeto comenzó a hincharse de nuevo.

Asustado, Jan convocó energía dentro de un campo dúctil en su mano en forma de cuchillo. Se dispuso a golpear la esfera con intención de rasgarla hasta poder despegarse de ella.

—¡El artefacto está comprimiendo grandes cantidades de energía tras el límite de Heinzholt! —exclamó el ayudante virtual de Gáimbeli, mirando los iconos de datos que fluían a su alrededor, volando como pájaros nerviosos.

—¡Cuidado, Jan! —advirtió Gáimbeli, aterrada—. ¡Está entrando en fase expl…!

La estática cegó la señal. El soldado dudó, retrasando el ataque un brevísimo instante.

—¿Qué…?

El objeto alienígena explotó.

La realidad pareció astillarse a su alrededor. El tiempo mismo fluyó más lentamente. Las neuronas de su sistema nervioso se encendieron calcinadas por una formidable onda de energía. Las naves dispararon sus misiles. Jan sintió que se iba, que se perdía… su conciencia se fracturó en fotografías inconexas. Momentos de su niñez, besos robados, incógnitas súbitamente despejadas…

Las naves continuaron disparando alocadamente. El universo se expandió un poco más.

Jan Delvian cerró los ojos, y dejó de existir.

Gáimbeli golpeó la consola virtual con los puños, volviendo locos los instrumentos. Las órdenes se apelotonaban en su garganta, sin saber cuál de ellas surgiría primero. Una gota de sudor frío resbaló lentamente por su mejilla, en dirección al húmedo cuello de su camisa.

Las pantallas se habían quedado en blanco.

Por el Emperador, no había rastro de Jan por ninguna parte.

«No puede haber muerto —suplicó en silencio—. No, por favor, por favor…»

—Quiero un informe de situación —rugió—. ¡Ya!

Mil antenas encararon sus platos y agujas receptoras hacia el lugar que hasta hacía unos segundos había ocupado la Manifestación. De ella, sólo quedaba una nube de polvillo residual que se curvaba en tonalidades suaves. El monstruo había explotado, sí, pero también Jan.

—Los sensores detectan algo —dijo el ayudante.

Gáimbeli cerró los ojos. Y volvió a abrirlos, como si de esa forma pudiera modificar la realidad, pedirle al tiempo que modificase los últimos minutos. Pero no lo consiguió.

—¿El qué? —preguntó.

Normalmente, los ayudantes eran iconos desprovistos de expresión, pero Gáimbeli no sabía cómo, también se las arreglaban para comunicar emociones con una mínima variación en su pose o en su brillo. El ayudante buceó entre los datos que enviaban en un denso flujo las naves de la flota, y se las arregló para torcer el gesto.

—Algo ha sucedido justo en el microsegundo de la explosión —informó—. Se ha abierto una fisura en el continuo espacio-tiempo.

—¿Cómo? —Gáimbeli parpadeó—. ¡Muéstramelo!

La información ya flotaba delante de sus ojos, en la cortina de datos del pozo holográfico. En efecto, las cascadas de neutrinos, taquiones, mesones y otras partículas se superponían a las ondas de radiación par-de-quark que manaban de la brecha. El monstruo, al morir, había herido el propio sustrato de la realidad, dejando una marca, una especie de punto quemado que se extendía en multiples dimensiones, y que se tragaba todas las ondas con las que trataban de explorarlo. Pero también devolvía otras. En concreto, una señal que no provenía de la flota.

—Decodificadme eso ahora mismo —ordenó Gáimbeli.

Los cruceros de la flota permanecían atentos, manteniendo sus posiciones relativas en el espacio que rodeaba el planeta. Todos los capitanes parecían estar conteniendo la respiración, aguardando a que prosiguiera la batalla, en ése o en otro nivel de realidad.

—Definitivamente, es una especie de fisura —dijo el ayudante. Daba la impresión de que ni siquiera él creía lo que estaba viendo—. Pero… esto no es posible.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Estamos leyendo un incremento de masa. —El icono la miró a los ojos—. La fisura se está abriendo, y algo está pasando a su través.

—¿Es una singularidad?

El ayudante miró los gráficos de las lecturas. Sí, por supuesto que era una singularidad. Y no parecía consumirse a sí misma, canibalizando sus energías igual que los agujeros de gusano, sino que se hacía más y más estable conforme transcurrían los segundos. E iba ganando masa y tiempo, o una mezcolanza de ambos, usándolos como engrudo para reforzar sus propias paredes. La grieta era un arquitecto que se iba reparando y diseñando a sí mismo.

Los cruceros de combate se prepararon para todo, apuntando sus poderosas armas a aquel canal que se ensanchaba poco a poco.

Algo se aproximaba desde el otro lado, y era grande.

LINA

Lina había pasado mucho tiempo en el espacio, casi se podría decir que la mayor parte de su vida. Flotar en el Halo era una experiencia única, una comunión con el siguiente paso evolutivo al que aspiraba todo aquel que se lanzaba al vacío cabalgando tecnologías incomprensibles, pero algo en su interior comenzaba a reclamar la fisicidad de un planeta. De la tierra, del aire, de la luz no totalizada por los instrumentos, experimentada como una caricia cálida y no como un mero flujo de partículas lleno de información sobre el pasado y el futuro. Echaba de menos un estado menos complejo de su mente, aquel con el que había nacido cuando sólo era una niña y su cerebro no se había añadido como un disco duro externo a la mente global de la nave. ¿Era la sencillez de la materia un premio al que aspirar, un descanso para una mente acostumbrada a ser más que humana? ¿Estaba buscando la diosa celeste, la vagabunda cósmica, involucionar por unos minutos a una forma más simiesca para reposar de su estado divino?

La capitana se había preguntado en numerosas ocasiones si valdría la pena retroceder a una fase anterior de su vida, más relajada, antes de saber que el precio de la sabiduría y de la inmortalidad que buscaba se encontraba más allá de lo que podría pagar. Podía jugar como una niña con hojas partidas y conchas de mar, lanzando al océano de las estrellas sus pedazos, pero las ondas de esos chapoteos seguirían estando siempre demasiado lejos como para que mojasen sus pies. Era el misterio congelado de los cuerpos celestes. El enigma de las Antiguas Edades, que la llamaba con un canto de sirena que podía escuchar, y muy nítido, dentro de la calidez uterina del Halo.

Ahora acababa de descubrir en qué consistía ese enigma.

Puede que la mente humana no estuviese hecha para el espacio. Al fin y al cabo, ellos procedían de simios primitivos que habían nacido en la superficie de un planeta, con cielos azules, horizontes a los que mirar y árboles de donde colgarse. Y tierra bajo los pies. Eso era importante. Puede que pasar tanto tiempo desarraigada de eso, perdida en inmensidades que su pobre cerebro aerobio no estaba preparado para asimilar, la hubiese terminado de desquiciar del todo.

Si no, ¿cómo se explicaba lo que estaba viendo? ¿Cómo era posible que la Eurídice, su queridísimo bajel, su casa, su amiga, estuviera flotando delante del morro del carguero, mirándolos directamente a los ojos con su proa afilada y brillante?

Se había vuelto loca. Era la única explicación. O eso, o los malditos hackers que la habían secuestrado se las habían arreglado para piratear el Halo y no morir en el intento. Eso quería decir que eran buenos, los condenados, tal vez los mejores piratas informáticos de toda la jodida Variedad. Y le habían tocado a ella,

—¿Eur,… Eurídice? —murmuró, los ojos fuera de sus órbitas.

No debía ser una alucinación, porque Heith y Valeris también estaban allí, y también la veían. Y el delator punto en el radar palpitaba vivamente bajo los estratos de salsa. Detrás de la Eurídice, la mancha de polvo en que se había convertido Vai Surugy se expandía lentamente, testigo mudo de que la fe en la unión transcultural que sus habitantes habían forjado por todo el planeta, en la mezcolanza de estilos y tradiciones que lo habían convertido en la joya de la corona exterior de la Espingarda, había sido un esfuerzo vano.

—¿Capitana Kolbrand? —dijo una voz a través del comunicador.

Lina agarró los cascos y se los puso. Temblaba tanto que casi se le cayeron.

—¡Sí! ¡Soy yo! —exclamó—. ¿Quién habla?

El haz de voz llegaba directo desde la Eurídice. Lina reconoció su majestuoso y brioso perfil de ancho de banda. Adoraba todo lo que tuviera que ver con su antiguo corcel, absolutamente todo.

La voz volvió a resonar en el altavoz. Parecía la de un hombre joven y tranquilo, al que la hecatombe cósmica no había logrado alterar el pulso. También llegaba una imagen, pero por ahora sólo era una tormenta tridimensional de ruido.

—Lamento no haber acudido antes a ayudarla, pero tuvimos ciertas dificultades para hacernos con su balandro. De haber llegado unos minutos antes, habríamos bajado a tierra para recogerlos.

Lina arrugó su naricilla.

—¿Cómo que «hacernos con el balandro»? ¿Quién es usted, y qué hace a bordo de mi nave? —preguntó con más sequedad de la que pretendía.

La voz no se alteró.

—Se lo explicaré todo en cuanto nos veamos en persona. Por favor, no se inquiete. Estamos de su parte. —Hubo una pausa, como si el extraño estuviese hablando con el Halo o con otro tripulante—. Con su permiso, vamos a aproximar ambas naves para enlazarlas con el umbilical. Así usted podrá venir físicamente a la Eurídice.

Lina no puso objeciones a eso, más que nada porque le parecía un gran plan. Maniobró el carguero y extendió el tubo de enlace, que se enganchó con un gemido a la esclusa del balandro. Ésta aún estaba dañada por las cargas de sus captores, que la habían reventado para poder entrar, de forma que lo único que mantenía a salvo la presurización interior era la doble puerta del habitáculo de los trajes EVA.

Lina corrió al almacén del carguero y encontró lo que necesitaba, un grueso traje de vacío que olía a alcohol y a pis. No tuvo el menor reparo en enfundárselo. Cualquier cosa con tal de regresar a su querida nave.

—¿Qué hacemos nosotros? —preguntó Heith, mientras comprobaba la carga de su pistola—. Creo que será mejor que te acompañe.

—Vale, tú vienes conmigo —accedió Lina, y miró a la doctora—. Pero usted será mejor que se quede aquí. Si no hay peligro la avisaré para que se traslade al balandro. Vaya haciendo los cálculos para un ingreso directo en el agujero blanco, antes de que se colapse.

—De acuerdo —convino Valeris, y ocupó el asiento del navegante. Comenzó a teclear rápidamente en el interfaz con la cognoscitiva.

Lina y Heith, enfundados ambos en trajes de vacío, abrieron la compuerta y se impulsaron en gravedad cero por el umbilical, hasta llegar a la otra nave. La doble puerta de la Eurídice se abrió, aprovechando el aire que llenaba el tubo para evitar la descompresión explosiva, y Lina Kolbrand estuvo de regreso en su hogar.

Lo primero que vio fueron los cadáveres de los agentes de seguridad.

Alguien los había amontonado en un espacio que Lina solía utilizar para almacenar víveres. Los habían liquidado con pulcritud, casi sin violencia, con disparos precisos y puñaladas en puntos vitales de su anatomía, para no hacerlos sufrir demasiado. Tanta y tan letal eficacia puso aún más nerviosa a la capitana: ¿qué clase de gente se había adueñado de su preciosa nave, y cómo iba a protegerse de ellos si aquello era una trampa?

La estaban esperando en el pasillo de acceso al puente. Lina y Heith se habían deshecho de los cascos, y sostenían las pistolas de plasma en las manos, pero apuntaban hacia el suelo. No querían forzar la pelea si había una salida diplomática.

Los tres individuos que los miraban con algo parecido al alivio en sus rostros no podían ser más dispares. Uno ni siquiera era humano, sino un marsupial de una especie con la que Lina había hecho tratos una vez, en un mundo con inmensos árboles llenos de ciudades-nido colgantes. Su compañero era alto y muy musculoso, casi un coloso, y tenía el aspecto de un superviviente de las zonas periféricas a la civilización, de esos que no convenía soliviantar si querías conservar la cabeza sobre los hombros. Un puñal con el mango manchado de sangre, probablemente el mismo que había cercenado las gargantas de los secuestradores, yacía tranquilo en la funda, en su cinturón.

El tercer individuo también era humano, pero diferente del coloso. Delgado hasta el límite de la enfermedad, pero aun así fibroso, tenía las partes de su cuerpo expuestas a la vista (que eran casi todas) cubiertas por un inmenso e intrincado tatuaje. Sólo llevaba un taparrabos y una especie de morral, ceñido a la espalda y con instrumentos tatuados de circuitos en su interior, y sostenía un bastón más alto que su cabeza en la mano izquierda. Parecía un chamán extraviado de su tribu. Y pese al aspecto anacrónico y primitivo que ofrecía, fue él quien se adelantó y, con una voz suave y hermosa, dijo:

—Bienvenidos a la Eurídice, sobre todo usted, capitana. Nos ha costado hacernos con ella, como le dije por radio, pero aquí la tiene: toda suya.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Lina, sin dejar de sostener el arma—. ¿Cómo han llegado hasta aquí, y cómo demonios…?

—Las preguntas es mejor contestarlas una a una —interrumpió el chamán—. Me llamo Ibok, y soy un Mystes.

La capitana enarcó una ceja.

—¿Un qué?

—He venido para devolverle a usted su nave, pues es la única que puede ayudar a la inmensa flota de naves que se está reuniendo en este sistema a escapar hacia el suprauniverso. —Levantó las manos, pidiendo calma, en el momento en que Lina y su novio abrían a la vez la boca para bombardearlos a preguntas—. Lo sé, lo sé, es complicado. Pero ya habrá tiempo para que hablemos largo y tendido. Ahora tiempo es lo que más nos falta.

—El agujero blanco se está colapsando —intervino el coloso, y aquellas palabras sonaron tan impropias de él, con aquel tono de voz grave y desafiante, de matón callejero, que Lina sintió ganas de reír. Por supuesto, se contuvo—. Tenemos que atravesarlo ya, o nos quedaremos aquí para siempre. Encerrados en la Variedad.

Lina los miró a los tres, uno por uno; sus ojos fueron del coloso al marsupial pasando por el chiflado de la tribu, buscando una trampa. Un doble sentido en su discurso. Pero tuvo que rendirse: no entendía nada de lo que estaba pasando. Así pues, ¿cómo podía saber si la estaban engañando o no?

—¿Me devuelven mi nave? —preguntó, como si decirlo en voz alta fuese una especie de firma con sangre.

—Sí —dijo el chamán, y se apartó para dejarla entrar en el puente de mando.

—¿Así, sin más? ¿Sin condiciones?

—Pruebe y verá.

Recelosa, Lina avanzó unos pasos. Sorteó la barrera formada por los tres hombres y respiró el aire de la cabina. Oh, sí, ese olor familiar. Un espacio abierto, no, una suma de espacios, intercalados pero a la vez solapados, con distintos propósitos pero formando parte de una sola cosa, cada uno con su función, cada cual con su propia conjuración técnica. Había un área adaptada al piloto y otra para los pasajeros, concesiones a las anatomías no aptas para sobrevivir en el vacío. Las paredes sabían que ellos estaban allí. El suelo y el techo sabían que estaban allí. La matemática del Halo reaccionaba a la presencia de sus cerebros y los añadía como discos duros externos a la mente global. Hacía cosquillas.

La nave era un artefacto, pero también un ser vivo y frágil, recio y permeable, como un músico que tocase contra sí mismo y después contra el yo así creado, como un pentagrama capturado fugazmente en la sensación de flotar en la nada. El cortejo de una mente colmena a la ciencia poética y abstracta sin otra aleación más que la extrañeza.

Todo eso, y mucho más, era una nave estelar auténtica. Y no el estercolero flotante con el que habían despegado del planeta.

«Pero a ese estercolero le debes la vida, cariño —se dijo Lina—. Recuérdalo».

—Hola, hermosa —susurró, entrando en el Halo. Y la nave entera pareció despertar con su presencia. Luces que antes estaban apagadas brillaron con intensidad. El noventa y nueve por ciento de los sistemas que necesitaban de la IA para operar volvieron a la vida, y las nanomáquinas comenzaron a sellar la brecha en la esclusa. Lina asintió con la cabeza—. Sí, yo también te quiero, y te he echado mucho de menos.

El hombre tatuado no se equivocaba. En su mente expandida, sumada al Halo, Lina pudo ver cómo la campana de radar se hacía eco de miles de pequeñas naves que iban formando una fila, justo detrás de ella y del carguero donde estaban Geishel y Valeris. No era un comportamiento normal para un enjambre de pilotos asustados que acababan de librarse por los pelos de una nova.

—¿Qué está pasando aquí?

El chamán se cambió el báculo de mano y se apoyó en él mientras contemplaba el radar con una sonrisa.

—Todas sus cognoscitivas han recibido unas coordenadas enviadas desde esta nave —explicó—. Igual que la Eurídice, otras naves-guía en muchos sistemas lejanos están reuniendo en estos momentos su propia flotilla de supervivientes, para atravesar a la vez los pocos agujeros blancos que quedan. Podría haberse hecho mejor, de habernos organizado con más tiempo, pero como solía decir mi padre, habrá que conformarse y trabajar con lo que tenemos.

—¿Otras naves? —preguntó Lina, confusa.

—Sí, pero ninguna es como ésta. Ni siquiera la de los urtianos, que saldrá por la brecha que practicó Jan al venir. La Eurídice irá delante de ellos, porque sigue impregnada con la radiación del huevo del Ángel, y es lo suficientemente rápida como para hacer de cuña. De luz en la oscuridad.

El Halo tuvo la amabilidad de desplegar un holograma con la visión posterior de la nave, un gran angular atestado de vehículos grandes y pequeños, nuevos y viejos, militares y civiles, laicos y religiosos, atestados y casi desprovistos de tripulación, que se iban poniendo en columna de a dos en el mismo vector de avance que la Eurídice. Lina tuvo la desasosegante impresión de que todo aquel que había podido subirse a una nave, cualquiera que fuese, estuviera acondicionada para llevar pasajeros o no, lo había hecho en las horas previas al desastre, cuando ya no había forma de ocultar que todo iba a acabar en una hecatombe. La inmensa columna de refugiados era como un lienzo desvaído de fugitivos procedentes de una guerra, pobres y hambrientos. No poseían nada más que lo que llevaban puesto, o lo poco que habían podido cargar en sus maletas cuando huyeron. Ya no tenían un hogar, y apenas les quedaba aire suficiente o combustible para buscar otro.

Pero por penosa que fuera su situación, aún peor había sido la suerte de los que se habían quedado abajo, en los planetas. Dependiendo de las creencias que tuviera cada uno, ellos ya estarían en posesión de todas las respuestas, o se habrían extinguido en la noche eterna, solos y desamparados, sin el menor atisbo de comprensión sobre lo que les había ocurrido, o sobre quién tenía la culpa.

Lina rotó sobre su eje dentro del Halo, y miró muy seriamente al tal Ibok.

—Lo siento, pero no entiendo ni la mitad de lo que dice. Yo no puedo guiar a nadie, porque no tengo ni idea de cuál es el camino.

—No hace falta que lo entienda ahora, Lina Kolbrand. —El chamán hizo un gesto hacia la estrella muerta, como invitándola a conquistarla—. Guíenos, por favor. Todos los agujeros blancos confluirán en un solo lugar, al otro lado. Las naves que salgan de la Variedad acabarán ingresando en el suprauniverso por el mismo sitio. —Su sonrisa se volvió cáustica—. Creo que se va a formar un buen atasco ahí delante.

GÁIMBELI

La proa del Arconte, crucero insignia de la flota, apareció iluminada por el sol de la mañana. La titánica nave se estaba moviendo para situarse justo frente a la zona de cuarentena que había decretado Gáimbeli, allá donde la brecha iba a empezar a abrirse en pocos instantes. Justo donde había muerto Jan Delvian.

El Arconte rotaba suavemente sobre su eje para imprimir una débil gravedad en las zonas donde ahora era necesaria, las bahías y almacenes situados en la periferia. Otros cruceros de batalla se acercaban para formar el grupo de contención. Alrededor de las naves de gran tonelaje flotaban perezosas y en perfecta sincronía otras menores: varias pinazas de transporte de tropas, con sus escudos de deflección geométrica orientados en fase espejo, cañoneras danzantes y bombarderos orbitales de simetría extensible, sus lanceros plegados en configuración de rueda. Del poniente nacarado que incendiaba el perfil del planeta venían transportes de masas pesadas, con la panza vibrando en un ultravínculo recursivo para que la valiosa carga de hadrones no perdiera su pureza; naves-cuerda de enlace LR que arrastraban sus largas colas varios cientos de kilómetros, como invisibles flagelos de células nerviosas de titanio; bombas vivas en explosión congelada, y sofisticados incursores tripulados sin masa física, veloces asesinos esculpidos enteramente en campos de fuerza.

Gáimbeli dudaba seriamente de que, a pesar de todo ese poderío tecnológico, tuvieran alguna oportunidad de vencer si se enfrentaban a más Manifestaciones. Si lo que estaba a punto de surgir de aquella grieta era lo que ella temía, más les valdría retirarse y pensar en un plan mejor… mucho mejor que el que le había costado la vida a su amigo.

Contuvo una lágrima. No debía mostrar debilidad, ahora no, cuando los ojos de la flota estaban puestos en ella.

Subió hasta el puente de mando del Arconte. La almirante Helena De Whelan la esperaba en el entorno virtual de puente único, rodeada por imágenes del resto de los capitanes. Todo lo que estaba fuera de la burbuja de hiperrealidad de su foso táctico había sido reducido a una visualización táctica en malla.

—Bienvenida —dijo sin más—. ¿Ha habido noticias?

Gáimbeli movió la cabeza negativamente.

—Las sondas que enviamos a la brecha se han evaporado —explicó de mala gana. Odiaba carecer de información—. No recibimos ninguna señal de sus balizas, ni siquiera a través del enlace por taquiones. Sea lo que sea lo que haya al otro lado, las ha absorbido sin más.

—Entonces será mejor que nos preparemos para lo peor —masculló la almirante. A veces adoptaba esa expresión de resolución suicida que sus subordinados tanto temían, y que decían que había hecho famosa a una ilustre antepasada suya. Ahora tenía esa expresión. Y sus subordinados estaban temblando—. Prepárense para un ataque total. No podemos dejar que lo que surja de esa fisura corra libre por nuestra realidad.

Gáimbeli asintió, parcialmente de acuerdo. Sabía que en ese momento, un batallón de soldados enfundados en armaduras de desfase temporal esperaba su momento, flotando como ángeles de la guerra junto al casco del crucero. Ninguno tenía la experiencia ni el talento de Jan para enfrentarse a ese enemigo en concreto, pero Jan no estaba. Y ya no volvería. Gáimbeli se grabó esa frase en la mente como un epitafio.

—Ya empieza —dijo la almirante.

Una enorme pantalla virtual se iluminó para mostrar una imagen en tiempo real del espacio profundo, en el centro de la cual se abría un pequeño corte en la radiación de fondo. Ese corte creció y se llenó de luz y de muchos otros tipos de energía.

Gáimbeli contuvo la respiración. Y no fue la única. Los artilleros de la flota prepararon las IAs de seguimiento de combate, las cunas de ojivas nucleares cargaron nuevos proyectiles, y los guerreros flotantes convocaron espadas de fuego en sus manos.

Todos miraron fijamente la grieta.

Algo comenzaba ya a aparecer en el otro lado.

LINA

La capitana sacó una mano por fuera del Halo. Sólo era una pequeña porción de su cuerpo, pero suficiente para sentir el contacto con Heith. La tomó y se la sostuvo en alto, dejándole claro que estaba allí, a su lado, y que no la abandonaría por nada del mundo. Los tres extraños que habían invadido su nave se mantenían detrás, a la expectativa. El marsupial y el guerrero musculoso estaban a su manera tan alterados como ellos, sólo que no lo manifestaban tan abiertamente. Ibok era el único que seguía guardando la compostura, con su pose de chamán arcaico e inspirado por poderes ocultos, aunque Lina no estaba segura de si era porque realmente conocía el futuro, como sus actos parecían corroborar, o si simplemente estaba tan loco como para que no le importase.

Lina hizo una recopilación en su mente de los acontecimientos que habían desembocado en aquella situación tan extravagante. Tan irreal. No lo consiguió. Hasta hacía unas horas, los hechos de los últimos días aparecían tan claros en su memoria, tan nítidos, que parecía que acabasen de suceder. Pero ahora, días enteros habían desaparecido, se habían convertido en mitos. La memoria se hizo añicos ante el recuerdo de la manita de Vastee desapareciendo entre la multitud, y ya sólo quedaba el presente. Todo lo demás era un aséptico limbo blanco.

Ante la proa de la Eurídice, a sólo siete mil kilómetros, flotaba lo que había quedado de la estrella, un agujero que engañaba a la luz con un cebo de gravedad para atraerla y quedársela para sí, avariciosamente. Eso sí que era hiperreal, y adquirió para sus sentidos una nitidez perfecta. En el centro de ese agujero, centelleaba un canal, un pasillo cuyas paredes no estaban hechas de ninguna forma conocida de energía o radiación (una gigantesca rosa de los vientos de materia exótica centrada en la propia grieta), y que conducía a otro universo.

Lina se pasó la lengua por los labios. El casco de su preciosa nave había comenzado a brillar, respondiendo a las señales misteriosas de ese pasillo. Se había transformado a todos los efectos en un Ángel, con las alas de luz pura brillando sobre los mástiles de impulso, y seguro que así era como la percibían las demás naves que la seguían como ovejas al pastor. Lina tenía miedo, claro; estaba aterrorizada, más que nunca antes en su vida. Pero había una parte de ella que atesoraba el orgullo de haber estado una vez al otro lado de todos los horizontes, y era esa parte la que guiaba con mano firme el timón.

—Bien, vamos a ver qué hay tras el telón de la noche —murmuró. Cada gesto, cada pensamiento, cada emoción que cruzaba por su alma se manifestó como un objeto o un acontecimiento definido.

En cuanto se sumergió en el túnel, el espacio se curvó en torno a la Eurídice, y fluyó como una canica en rotación vista desde su centro. No parecía que fueran ellos los que se estuvieran moviendo, sino el cosmos el que caía en hermosas espirales.

Ibok sonreía con esa expresión de iluminado que Lina había visto en los gurús de algunas sectas apocalípticas.

—Es como él dijo que sería —dijo, sin ser consciente de que lo estaba expresando en voz alta.

—¿A quién te refieres?

—¿Eh?, oh. Me refería a mi padre, el primer Mystes. Fue él quien resolvió en realidad este enigma, no yo, a partir de un Cubo Xfinge.

—¿Te envió tu padre para guiarnos, para que transmitieses estas coordenadas a todas las naves que quedaban en la Variedad? —se asombró Lina.

Ibok meditó la respuesta. La pregunta de la capitana se le antojó rara, como si careciera de un contexto capaz de explicarla.

Se apoyó en la consola que rodeaba al Halo y miró el cosmos con expresión soñadora.

—En cierto modo, sí. Solo que él nunca supo cómo íbamos a hacerlo. La solución estaba en manos de todos, pero había que saber verla.

—Vuelves a hablar enigmáticamente —constató Lina.

Ibok rió.

—Sí, es un defecto de mi educación. Me criaron para ser lo que ves. Si digo las cosas más claramente, estaría ofendiendo a mis educadores.

—No tiene gracia —masculló Lina, aunque era mentira. Sí, en cierto modo sí la tenía.

Los instrumentos detectaron una caída a cero en los picos de energía del túnel. Se estaba cerrando.

—Estamos a punto de abandonar el agujero blanco —comprendió Ibok—. Bien, capitana, prepárese para ser la primera sofonte en ver la luz de otros soles.

Lina asintió y aumentó la potencia de los impulsores.

GÁIMBELI

—¡Se está abriendo! —avisó el ayudante virtual.

En la imagen, la grieta se descompuso en otras más pequeñas, desgarrones en el continuo espacio-tiempo, y dejó salir algo. Más bien lo escupió, si es que ese término era aplicable. Pero no era lo que Gáimbeli esperaba, y por ello dio gracias.

En cuanto el objeto estuvo lo suficientemente cerca como para ser analizado por sus sensores, una tormenta de datos bañó los paneles. Cien mil ojos electrónicos la estaban analizando a la vez. Era una nave, sí, tan sólida como cualquiera de las que componían la flota. No una mancha de mercurio con conciencia propia y poder para arrasar media galaxia. La cosa empezaba bien.

Gáimbeli se inclinó sobre la pantalla holográfica. La nave parecía una especie de balandro, a juzgar por su masa y tamaño. Los sensores captaban que poseía ojivas de armamento, pero estaban vacías. Y no fue la única en aparecer por la fisura: otros muchos vehículos, muchísimos, de formas, tamaños y propósitos tan distintos como podía serlo el diseño naval, vinieron detrás.

—Pero ¿qué demonios…? —exclamó la almirante, viendo el despliegue de puntos luminosos en la campana de radar. La grieta sólo llevaba abierta un minuto, y ya eran más de cincuenta mil.

Lo que sucedió en las horas posteriores a ese primer avistamiento no es fácil de resumir en unos párrafos. La súper manada de naves entrantes fue creciendo hasta un total aproximado de cinco millones de objetos, y pese a su número, se veía claramente que la mayoría estaban dañadas o a punto de decir adiós a su reserva de combustible y de soporte vital. Necesitarían ayuda, y de manera urgente.

Aquello no era un contingente de invasión, fue una de las primeras conclusiones a las que llegó Gáimbeli. No era una Armada, aunque algunas de aquellas naves sí fuesen claramente bélicas y tuviesen defensas preparadas para disparar. Era una columna de refugiados, ni más ni menos, procedentes de quién sabía dónde.

La siguiente conclusión a la que llegó fue que aquella banda no era homogénea, ni en tecnología ni en banderas o grupos de poder. De hecho, lo primero que hizo la súper manada al ingresar en la órbita del planeta y encontrarse de frente con la flota de De Whelan, esperándolos, fue buscar lo que todos los seres vivos habían buscando desde que tuvieron uso de razón ante la menor presencia de peligro: la fuerza del grupo. Las naves se arracimaron en torno a la más grande de todas, una titánica mundonave que más bien parecía el sumatorio fractal de muchas más pequeñas, y que rivalizaba en tamaño con el mismísimo Arconte. Se veía que necesitaban tiempo para organizarse. La almirante se lo concedió. Si hubiesen detectado en ellos la menor señal de agresión, De Whelan habría dado orden de atacar en ese momento en que la telaraña de comunicaciones de la manada era un caos, pero decidió concederles el beneficio de la duda. La almirante aún seguía con su máscara de guerrera indómita en la cara, pero su forma prudente de actuar le gustó a Gáimbeli. Ella habría hecho lo mismo.

—¿Y bien? —Gáimbeli se cruzó de brazos, observando entre asombrada y divertida la pantalla—. ¿Ahora qué se hace?

—Lo que hacemos siempre, cuando tenemos visitantes en nuestra casa —dijo la almirante—. Enviarles un saludo amistoso, y preguntarles quiénes son.

* * *

Lina recibió una transmisión del carguero que pilotaba Valeris, con sus informes de estado y un saludo eufórico de Mineia. La joven, que hasta hacía unos minutos estaba absolutamente convencida de que iba a morir (¿quién no iba a estarlo, al ver que el guía de la columna se zambullía de cabeza y contra todo pronóstico en el cadáver de la estrella, y todos los demás lo seguían como borregos descerebrados?), no paraba de repetir que Lina era un genio, y que cuando fuese mayor quería ser piloto. Ninguna otra cosa, ni comerciante ni político ni artista ni militar. Sólo piloto. Lina rió y la tranquilizó un poco. Geishel también estaba muy contenta, aunque la tristeza por la pérdida de Vastee aún ensombrecía su semblante.

—¿Quién es toda esa gente, Lina? —preguntó su hermana, por el canal de radio. Se refería a lo que todos habían visto nada más ingresar en el espacio normal, a la Armada de naves de insólito y agresivo diseño que los rodearon nada más salir del túnel. Lina había visto muchas naves de guerra en su vida para saber reconocer una al instante, y rezó en silencio porque, fueran quienes fuesen, viniesen en son de paz. Aquellos cruceros de combate rivalizaban en tamaño con los urtianos, y parecían capaces de reducir incluso a la mundonave Ur a una nube de escoria radiactiva.

—No lo sé —dijo con sinceridad—. Pero no tardaremos en descubrirlo…

—Lina, llega una llamada por el canal principal —informó Valeris.

—¿Es de…? —Señaló a la flota misteriosa.

La doctora negó con la cabeza.

—No. Es de los urtianos. No te lo vas a creer, pero quieren que nos reunamos en torno a ellos, para que nos protejan.

—¿Para protegernos? —parpadeó—. ¿En serio? ¿Y qué dicen los nuestros?

El almirante Rodel no tardó en emitir su propio llamamiento a la unidad, por todos los canales, y avisó a las naves de que no tratasen de superar el bloqueo, puesto que una acción así pondría en peligro al resto, y en esos momentos ni los aerobios ni los urtianos estaban en condiciones de aguantar un nuevo combate. Lina creyó ver cómo trotaban entre líneas los corceles de la diplomacia, y se imaginó a los diplomáticos de toda la Variedad llamándose frenéticamente unos a otros y estableciendo un punto de reunión para dialogar.

Lo que no esperaba era que la invitasen a ella.

—¿Yo? —preguntó, atónita, cuando la imagen de Rodel apareció en el Halo para hacerle la propuesta—. ¿Por qué yo? No soy política, sino una simple comerciante. No sé cómo manejar acontecimientos de esta escala…

—Lo sabemos —insistió Rodel—. Pero tiene que venir. Usted, y su nave, han sido nuestra guía a través del agujero blanco. Necesitamos saber qué está pasando antes de tomar una decisión, y usted tiene que estar presente.

Lina miró fuera del Halo. Ibok y Heith se encogieron a la vez de hombros, en una coreografía no planificada que le resultó simpática. Acabó por acceder a la petición de Rodel, porque carecía de otras opciones. La Eurídice también se estaba quedando sin combustible, y ella, a pesar de su instinto rebelde, sin recursos.

—Iré —dijo, y se preparó para el encuentro en la cumbre. De fondo, Mineia seguía gritando que quería ser piloto, y que iba a enmarcar una holo de Lina en su cuarto para siempre, en cuanto encontrasen una nueva casa.

* * *

El encuentro tuvo lugar en el vacío. No en ninguna nave, ya fuera de un bando u otro, o a bordo de un vehículo neutral, sino en el vacío espacial que quedaba entre ellos. Los urtianos reunieron una isla de masa programable con forma de media luna, y establecieron allí su delegación diplomática. La atmósfera llegó justo después. Poco a poco fueron sumándose las delegaciones de los aerobios, y las embajadas de cualquier grupo de poder que hubiera sobrevivido a la catástrofe.

Jan Delvian tenía muy poco que hacer en aquella reunión, aparte de lo que había hecho ya. Había regresado a la nave de mando aerobia en cuanto los urtianos se sintieron seguros al otro lado de la brecha, dejando atrás al misterioso ente doble, masculino y femenino (al que esperaba no volver a ver nunca más en la vida), y a los misterios innombrables de la Noótica Ur. Todavía quedaban muchos enigmas por resolver en el laberinto urtiano, pero él ya estaba cansado. Que los resolvieran otros, o que quedasen ocultos para siempre. Con toda sinceridad, le daba igual.

Rodel se había deshecho en preguntas en cuanto divisó en el radar aquel ejército alienígena, y al verlo él también, Jan casi dejó escapar una lágrima de felicidad. El conocía muy bien aquellas naves, y aquellas insignias. Así se lo hizo saber al almirante.

—De modo que me dijo la verdad en todo momento —gruñó Rodel, recordando las sesiones de interrogatorio—. Estará contento. Por fin va a regresar con su gente.

—Eso espero, en cuanto ustedes me lo permitan y la diplomacia haya calmado lo suficiente los ánimos —asintió el soldado—. Estoy deseando volver con los míos, no se imagina cuánto… pero es mejor dejar que todo vaya fluyendo a su ritmo.

—Me gusta usted, Delvian —sentenció Rodel—. Es un poco demasiado independiente para mi gusto, pero me gusta. Aunque algún día va a tener que explicarme cómo es que su armadura desapareció de nuestros laboratorios de buenas a primeras —le reprochó—. Algunos de los científicos que la estaban analizando entraron en una crisis nerviosa, ¿lo sabía?

El soldado disimuló una sonrisa.

—Dígales que lo siento mucho, de verdad. No tuve otra opción que escaparme si quería participar en la lucha.

—¿Lo hizo por eso? ¿Por luchar a nuestro lado… o del suyo propio?

—Quise luchar por la resolución pacífica del conflicto —dijo Jan—. Ese era mi bando, ni los urtianos ni los aerobios. Lo siento, almirante, debí haberle consultado, es verdad, antes de atacar la base enemiga por mi cuenta. Pero en solitario tenía más posibilidades de infiltrarme y llegar hasta el núcleo que estando rodeado de tropas.

Rodel fue a replicar, pero estalló en una sonora carcajada, y le pasó un brazo por los hombros.

—Los tiene bien puestos, soldado, desde luego que sí. Me recuerda a mí, cuando era joven… —comentó, acompañando ajan al círculo de diplomáticos—. ¿Le he hablado alguna vez de mi hija?

Lina se hizo la distraída cuando Rodel pasó a su lado. No quería dar más explicaciones por el momento, y aunque Valeris estaba de pie junto a ella y sí se tomó la molestia de saludar al almirante, la capitana permaneció en un discreto segundo plano. Miró de reojo, agotada hasta más allá de lo definible, a las naves que rodeaban la isla de materia. En concreto, observó su precioso balandro, y dejó escapar un suspiro. Todo estaba bien, o parecía estarlo, por primera vez en mucho tiempo. En armonía. Si estaba en lo cierto, aquella violenta y terrible fuga de la Variedad había sido sólo un primer paso, el pequeño prólogo en la larga saga de la búsqueda de un nuevo hogar. La gente de Jan los estaba observando, sopesando posibilidades, y seguramente esperaba que alguien alzase una bandera de parlamentario para, de esa forma, no tener que detonar bombas para aclarar aquel espinoso asunto. Sí, la paz era la mejor arma, el ramal más despejado de la encrucijada, sobre todo cuando una no tenía ningún otro sitio adonde ir.

Ahora que lo pensaba, esa frase… no era del todo cierta. Ella siempre había estado rodeada por los suyos, en realidad, viajando dentro de su casa de una parte a otra de la Variedad. Saltando como un insecto travieso de mundo a mundo y de sol a sol. Esa condición de su vida no había cambiado. Seguía teniendo a su familia alrededor, y su casa aún estaba allí, con los motores preparados para rebasar cualquier otro horizonte que se le antojara. La Eurídice ya había hecho historia una vez, atravesando el Bolzai, y nada aseguraba que no lo volvería a hacer de nuevo.

Era hora de enterrar el pasado y seguir adelante. Les costaría olvidar todo lo que se había perdido en el largo viaje, como Vastee y su tierna sonrisa, y todos los recuerdos del hogar, pero había un nuevo universo abierto ante ellos, lleno de estrellas con nombres desconocidos y nuevos y fascinantes planetas por explorar.

¿Qué más podía desear una Dama de Mandria?

IBOK

El Mystes asintió lentamente con la cabeza, satisfecho. La profecía que le había confiado su padre, la llave cabalística para acceder a los misterios de la Xfinge de Gemish, se había hecho realidad. Eso significaba que el paso al interior del Cubo estaba despejado. Tendría que volver a la Variedad y encontrarlo, para acabar de descubrir todos sus secretos. Sí, ése era sin duda el siguiente paso.

Se apoyó en su báculo, doblando un pie y apoyándolo en el otro al estilo de las aves zancudas. Zhinz y Jules le habían servido bien en aquel último tramo del viaje, pero ya no los necesitaba. Los había rescatado de aquel planeta moribundo porque eran supervivientes natos, y habían completado a su manera su propia gesta, el periplo vital que hace grandes y honorables a todos los seres que han nacido para recorrer caminos sin final, por humildes que fueran sus orígenes. Eso los calificaba para guiar a otros, en los días venideros. Los Quince necesitarían dentro de poco y con urgencia a viajeros expertos para poder encontrar su camino en un universo lleno de sendas solapadas, muchas de ellas letales. Así pues, los dejaría allí para que, si querían, conformasen la nueva tripulación de ese balandro histórico, el Eurídice, y acompañasen a su capitana allá donde la llamara el destino.

¿Y él? Continuaría su periplo en solitario, por supuesto. Cada cual era dueño de su propia vida, ahora más que nunca, y nadie podía tomar decisiones por ningún otro. Ni siquiera esos parlamentarios que estaban reunidos en aquella isla, que él observaba desde la distancia, aunque ya se darían cuenta de eso con el tiempo. Por el momento, lo mejor era que los seres inteligentes que habían sobrevivido al holocausto se organizasen para no acabar, como tantas veces antes, matándose sin piedad unos a otros.

Desde el puente de mando de la Eurídice, y antes de desvanecerse en la nada ante los atónitos ojos de Heith, Zhinz y Jules para retornar a la Variedad en busca de sus últimos misterios, el hijo de Norte contempló las siguientes fases en la negociación entre los recién llegados y los dueños de esa realidad, y le parecieron muy curiosas.

Sobre todo porque Jan, al no pertenecer al grupo de refugiados, por más que hubiese llegado con ellos, no fue investido por los aerobios con los ropajes del heraldo de la paz. El soldado volvió con los suyos volando por sus propios medios, enfundado en su milagroso traje, y cuando encontró a una vieja amiga en el hangar de la nave insignia, la abrazó con lágrimas en los ojos mientras ella chillaba: «¡¡Janelvian!!», fundiendo su nombre completo en una sola palabra, por la emoción.

No, Jan no podía ser el heraldo de aquella civilización casi extinta. Tenía que ser alguien que hubiese nacido entre ellos, en la Variedad, y cuando los diplomáticos comenzaron a proponer nombres, los urtianos fueron los que se llevaron la mayoría de los votos. La entidad que ellos proponían para que los representase a todos era Charlemagne=Agnes, ya que la mitad femenina de ese ser ya había estado antes en este lado del agujero blanco. ¿Quién mejor que ella, pues, para llevar el mensaje de paz y la petición de asilo político a sus anfitriones?

Pero lo que en realidad hizo reír a Ibok no fue eso, sino que, justo en ese momento, en el otro bando, una mente despierta proponía que, ya que tenían que enviar a un cónsul para negociar, lo mejor sería que fuese alguien familiar a los refugiados. Alguien que perteneciera a su propio universo, para que se sintieran más cómodos. ¿Y quién mejor que la conciencia de Agnes que se había copiado en el código IA de la armadura de Jan, ahora que podían manipularlo?

Así que Ibok S’Naatrha, hijo del Mystes llamado Norte, vencedor de la bestia Xfinge y conocedor de sus secretos, rió a mandíbula batiente cuando vio que dos mensajeros de paz partían a la vez, uno de la mundonave urtiana y el otro del crucero Arconte, rumbo a un encuentro pacífico a mitad de camino.

Eran los dos heraldos que protagonizarían el primer y mítico encuentro entre aquellas civilizaciones tan dispares.

Y, por azares del destino, ambos eran el mismo.

MEL

El apartamento de Agnes estaba vacío, como la última vez que lo visitó. Pero Grozpo, el gato vivo y muerto a la vez, seguía comiendo de la caja de cereales mientras su yo cadáver lo contemplaba con una mezcla de fascinación y reproche.

Mel se dejó caer en un sofá. Había tenido un sueño… muy extraño, si esa palabra se ajustaba a lo que él sentía. Soñó que tenía alguien metido dentro de la cabeza, que le contaba historias horribles sobre gente que veía explotar sus mundos, y él también huía y era apresado por unos seres indefinibles que lo torturaban y le hacían preguntas sin respuesta…

Sonrió. Cómo de compleja era la mente humana. Si no se andaba con cuidado, dentro de poco empezaría a ver elefantes parlanchines jugando a las tabas en medio del salón.

Tenía un eco de migraña en la cabeza. Se levantó, fue hasta la cocina y espantó al gato (al vivo), que le enseñó los dientes, molesto. Se tomó una pastilla para aliviar el dolor. Si algo de verdad hubiese en el sueño, entonces significaría que sus secuestradores lo habían lobotomizado, lo cual explicaría el dolor de cabeza. Claro, eso explicaría muchas cosas. A uno nunca le sienta bien que lo lobotomicen, o eso había oído.

Entró en el cuarto de Agnes. Ella estaba allí, desnuda sobre las sábanas. A medio camino entre el sueño y la vigilia. Agnes siempre había tenido buen olfato. Cuando él entró, lo sintió llegar por la pincelada de perfume que se había aplicado en el cuello esa mañana. Despertó y le regaló una amplia sonrisa.

—Hola, cariño —dijo, medio dormida.

Mel se sentó al borde de la cama, acariciando sus cabellos.

—Hola. ¿Cómo has dormido?

—Bien… creo. Tuve una pesadilla.

—¿Sí? —Mel arrugó el ceño—. ¿Qué soñaste?

—Pues… no lo sé con seguridad. Estabas tú, y una especie de inmensa nave alienígena, y… —Lo desechó con un ademán—. Da igual, lo importante es que estás aquí. Has recorrido todo ese larguísimo camino para regresar a esta habitación, y ahora estás aquí.

Alargó el cuello para besarlo en la boca, pero Mel retrocedió.

—¿Qué has dicho? —preguntó, confuso.

—¿Qué he dicho sobre qué?

—Sobre lo de… recorrer un camino largo… para volver a esta habitación.

Agnes se sentó en la cama, en posición de flor de loto. Su mirada despedía un brillo sincero, casi angelical.

—Pues eso —sonrió—, que me alegro mucho de que hayas vuelto a casa.