Capítulo 18

FUST

Como había adelantado Sivain, el túnel conducía a una pista de despegue, una bandeja de metal extendida sobre contrafuertes en un lateral del palacio. Joviann localizó una lanzadera grácilmente posada sobre aquella bandeja, y se aproximó a ella camuflándose entre líneas y líneas de contenedores abarrotados de féretros. No quería que algún ojo indiscreto lo sorprendiera y Semra descubriese antes de tiempo que su «asesinato» por intelectado no había tenido éxito.

Miró los féretros. Ataúdes cargados de personas en animación suspendida. Miles de ellos, a sumar a los millones que ya estarían acumulándose en muchos otros astropuertos de Anthelia. La totalidad de la población que quedaba en aquel planeta, congelada y esperando pacientemente su resurrección. Había algo muy tenebroso en todo aquello, algo terriblemente perturbador, por más que él entendiera los motivos del plan y lo aceptase como algo obvio.

Cientos de lanzaderas subían y bajaban del cielo, llevándose monstruosas pilas de esos contenedores, ya fuese en su panza o pescándolas con haces de rayos tractores. La evacuación proseguía a la mayor velocidad posible para garantizar la seguridad del cargamento, mientras la estrella se apagaba segundo a segundo, sin concederles la más mínima tregua. En pocos minutos pasó de ser una esfera brillante, a la que dolía mirar, a una sandía oblonga que titilaba con un resplandor ocre.

Fust maldijo en silencio su propia estupidez. Su falta de visión sobre el futuro más inmediato. Los esfuerzos por negociar con los urtianos en los Paraninfos, las investigaciones secretas sobre la tecnología Synder, los sobornos, las guerras corporativas… todo dirigido a comprar un pasaje para su familia en el único vuelo disponible hacia la salvación. Y no había servido de nada.

De nada.

Tampoco quedaba tiempo ya para regresar a Aeria Primus. Que se las arreglaran como pudieran, pensó, y que la suerte acompañase a aquellos que aún tuviesen esperanza y ganas de sobrevivir. Pensó en su secretaria, la obsequiosa Lanoi. La madre primeriza, la experta en cuestiones de administración interna de su corporación industrial. Él le había regalado un pasaje hacia el horizonte, lejos, lejos de todo, si es que ese término era aplicable a la Variedad. Recordó con nostalgia su sonrisa, y la forma amable pero severa que tenía de recordarle sus citas cuando eran compromisos a los que a él no le apetecía para nada asistir. Se preguntó dónde estaría ahora, y si el favor que él había tratado de hacerle al menos había logrado prolongar su vida, y la de los suyos, unas cuantas semanas más.

Subió a la última lanzadera, oculto entre personas dormidas. La bioestasis mantendría sus cuerpos a buen recaudo mientras la Synder hacía lo propio con sus mentes, fundiéndolas con la colectividad que era en sí el bajel celeste, el Arca. Eran afortunados; habían encontrado una forma de engañar a la muerte. La inmensa mayoría de los sofontes no podía decir lo mismo.

Las paredes de la lanzadera eran opacas, así que sólo pudo imaginar, mientras la nave ascendía con una ronca oscilación de impulsores a la saltoárea, el acercamiento del carguero al Arca. La lenta procesión de cargueros en fila hacia la titánica puerta del hangar, todos ellos acólitos y concelebrantes de un mismo misterio sobre la ingravidez y la vida eterna.

Cuando la nave ancló en la bahía de atraque, Fust se confundió con los robots que desestibaban el valioso cargamento. Le sorprendió el tamaño de la circunnavegadora, lo que Semra llamaba familiarmente «el Arca». Ya la había visto de lejos al llegar a Anthelia, pero contemplar desde dentro los salones de una monumental nave de varios kilómetros de largo resultaba impresionante.

Estuvo vagando por los pasillos durante algunas horas, admirando aquel esfuerzo por salvar a la gente. Millones de cunas se alineaban con pulcritud en las paredes y techos, aprovechando hasta el mínimo espacio disponible. No había seres humanos vigilando el correcto devenir de la operación; todo eran androbots y drones multípodos. Y un número apabullante de cerebros intelectados a la vez.

—¿Tanto poder tiene la Synder? —dijo para sí, maravillado.

Tuvo que escalar cien pisos para llegar al puente de mando. Era una habitación sorprendentemente pequeña, con un escueto panel de datos y un orbe central, coronado por una cúpula que brillaba con fulgores de color índigo. En su interior, un hipercubo de siete dimensiones orbitaba sobre su eje. Era la representación visual de la mente que gobernaba la nave.

Joviann acarició el cristal del orbe. Sus dedos arrastraron la luz como si ésta fuese líquida, por una sola vez en su existencia más tangible que etérea.

—¡Yara! —gritó—. ¿Estás aquí?

El hipercubo reaccionó a ese nombre. Cambió de tamaño y de forma, ganando y perdiendo más dimensiones, pero no respondió.

Joviann se acuclilló junto al orbe, los ojos cubiertos de lágrimas.

—¿Sabes? —le susurró—. Todavía recuerdo una canción que me enseñó mi madre de niño. No tiene letra, pero ella la tarareaba una y otra vez cuando yo estaba asustado por algún motivo. Decía que era un hechizo, un conjuro contra todo lo que pudiera hacerme daño en esta vida. Era algo así como… —Buceó en sus recuerdos más antiguos. Tanteó unas notas, pero no logró encontrar la melodía—. Bah, es igual. De todos modos, el conjuro no funciona. Ni conmigo, ni… con esta vida.

El hipercubo titiló. La música se transmutaba en luz en el gel trufado de deuterones que lo bañaba.

—Quería decirte que lo siento, Yara —continuó Fust, la mirada perdida al frente—. No estuve aquí cuando me necesitaste, cuando tus hijos murieron antes de nacer. Estaba lejos, pensando en ti, rezando porque alguna vez el destino ayudase a borrar algunos recuerdos, a emborronarlos en la distancia… —Sollozó—. No es ingrato para un hombre orgulloso terminar así. Sí, ya lo sé, puede que otras personas interpreten que su vida ha sido un desperdicio si no consiguen acabarla junto a la persona que aman. Pero yo… yo no tengo semejantes aspiraciones. No sé si estás ahí para escuchar esto, o si entenderás lo que digo, pero… —Acarició el orbe—. Sólo quiero decirte que no me avergüenza este final. A mí no. Puede que suene triste, pero hace tiempo que decidí aceptar lo que me dieras, y disfrutarlo. No voy a menospreciar el amor que me ofreciste, aunque no fuese la clase de amor con la que yo soñaba. Me conformo con eso.

—No la toques.

Joviann oyó la voz. Y también los pasos. A su espalda. Unos andares metálicos, más de máquina que de hombre. Al volverse vio un servo-robot con extremidades humanas, adaptadas al trabajo en gravedades exóticas. En la plancha de cristal que conformaba su cabeza centelleaba el rostro de Semra.

El engendro alzó los brazos, tal vez para intimidarlo y alejarlo del orbe, Joviann miró las cuchillas que los remataban, los sopletes químicos para el trabajo en fuselajes ligeros y los cortadores láser, pero no retrocedió.

—Ese orbe encierra el corazón de la Synder —escupió Semra en un tono rebosante de odio, de temor ante la esencia misma de la herejía que su hermano estaba cometiendo—. Tu mera presencia aquí es una interferencia para sus procesos.

—Dijiste que sólo en entornos no tecnológicos podía prosperar la Synder. Y yo no porto tecnología.

—Tú eres tecnología —le replicó Semra—. No sé por qué Sivain te resucitó, pero sobre tu piel están corriendo programas. Programas que funcionan sobre tejido biológico.

Fust entrecerró los ojos.

—¿Me inyectó programas? ¿Para qué?

—O no conozco a Sivain, o su plan consistía en que vieses por última vez a Yara para que ella hablase contigo. —Semra engoló la voz—. Para que recordase el amor y de esa manera el sentimiento puro la acompañara como un salvavidas en el Largo Viaje. Siempre fue una romántica.

—Quiero hacerlo.

La mirada de Semra, a pesar de transmitirse en aquel vulgar soporte cristalino, adquirió el peso de la autoridad.

—No —decidió, tajante—. Ella es la piedra angular de la inteligencia que gobierna la nave. Podrías confundir sus cálculos con tu inútil melancolía, poniéndonos a todos en peligro.

—La mente humana no es un sistema operativo, Semra. —Joviann se puso en pie, encarándose con su hermano. El robot lo aventajaba casi un metro en estatura y otro en anchura—. No le afectará si le digo que la quiero.

—¡Claro que lo es, imbécil! —estalló Semra, colérico—. ¡La mente aerobia es una versión simplificada de la Synder! ¿Cómo puedes ser tan ignorante? Es una realidad más que física, más que mnémica. Es… no. Olvídalo. —Bajó el tono—. No serviría de nada que te lo dijera, a estas alturas. Confórmate con saber que en las manos de tu amada descansa el futuro de nuestra especie. Deberías estar orgulloso.

—Lo estoy.

—¿Aun así quieres mandarle un último beso?

Joviann alzó el mentón.

—Sí. Se lo debo. Y me lo debo a mí.

—En el fondo me caes bien, hermanito. Tienes las agallas que se te presuponen.

El robot alzó uno de sus brazos. La cuchilla que lo remataba trazó un veloz arco de sangre.

JAN

La batalla comenzaba a decantarse ya hacia uno de los dos bandos. Un crucero aerobio colisionó frontalmente contra el campo de fuerza de la mundonave urtiana. Desgastado por los impactos de las bombas de plegamiento cero, éste no pudo resistir el millón de toneladas de cinética de su corpachón y se quebró. La proa del crucero se hundió más de cien metros en la nave madre como una escarpia de titanacero.

Jan vislumbró en ese suceso la única oportunidad que tendría de penetrar en el interior de la fortaleza Ur. Menos de dos segundos tras el impacto, un enjambre de zánganos, cuyo número sólo podía ser calculado usando la dotación exponencial, engulló la nave aerobia, devorándola como un banco de pirañas a un cetáceo. Los motores del crucero alcanzaron el estado crítico y su blindaje se puso al rojo blanco. La reacción en cadena destruiría la enorme nave de guerra y todo lo que hubiese en un radio de varios kilómetros.

Jan accedió a las reservas de energía de su armadura e invocó un escudo deflector. Con un destello, el soldado salió disparado de la cabina del caza, dejándolo a la deriva, y se lanzó a la máxima velocidad posible hacia aquellos gigantescos motores en explosión. Directo al núcleo de la reacción en cadena.

Docenas de artefactos Ur trataron de interponerse en su camino, pero equivocaron la ruta: el soldado no pretendía bordear el crucero. En lugar de ello penetró cabriolando en su estructura, justo entre los gigantescos impulsores. Se incrustó en el metal con la velocidad de un misil, y contempló cómo la antorcha de fusión entraba en fase crítica a su alrededor. Era como bucear dentro de un sol para disfrutar de un chapuzón en las mareas de energía pura del núcleo.

La maniobra duró un cuarto de segundo, pero para la percepción aumentada de Jan fue una eternidad: la explosión termonuclear comenzó a su espalda, desintegrando las cubiertas de la nave y matando a centenares de tripulantes al momento. Los motores desaparecieron, el corpachón del crucero aerobio se infló como un globo por la violencia de la onda expansiva y la muralla de la mundonave urtiana se astilló. Jan aisló el instante en que la acción combinada de la explosión y su propia cinética vencieron las defensas de la mundonave y, con un acelerón brutal, se incrustó en sus cubiertas hasta una profundidad de quinientos metros.

Luego vino el silencio. La calma engañosa de los ambientes no presurizados. Se quitó de encima varios paneles de vidrio y plástex, y tosió. Inmediatamente se puso en guardia; quién sabía lo que aguardaba en las entrañas de aquel coloso. Pero no había nada, ni nadie, dentro del alcance de sus sensores. Justo delante de él nacía un solitario pasillo que se internaba en las profundidades de la fortaleza.

Sobre su visión expandida estaban superpuestos los indicadores de operatividad de la armadura: estaba bajo mínimos. Aun así, Jan colocó las máquinas de desfase temporal (sus baterías) en estado de máxima potencia.

Por poca que fuera, necesitaba más que nunca de toda la energía que pudiese reunir. En el exterior, ocupando un volumen de espacio de millones de kilómetros cúbicos, la colosal batalla seguía su curso.

* * *

El viaje a las entrañas de la mundonave fue, contrariamente a lo esperado, muy tranquilo. Jan conocía la obsesión de los aerobios por aprovechar hasta el último centímetro disponible, por lo que el interior de sus naves solía ser una colisión de espacios abigarrados, agobiantes, con pasillos estrechos flanqueados de habitáculos. El volumen de gas necesario para la supervivencia de los tripulantes y el soporte general de vida se traducían en gasto de combustible, y cuando había que mover un millón de toneladas de nave espacial de un lado para otro de la galaxia, cada gramo contaba.

La nave Ur era diferente.

Los pasillos eran amplios y con forma de rombo, concebidos para facilitar el paso de grandes máquinas en pseudogravedad. El silencio era sobrecogedor. En los larguísimos y tensos minutos que duró su deambular por aquel laberinto de esclusas en iris y cubiertas cristalinas, Jan tropezó con áreas llenas de hidrógeno, otras de oxígeno, y otras, la mayor parte, mantenidas al vacío. Apenas vio tripulantes o robots de mantenimiento.

En ese momento Jan se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué forma tenía un urtiano. Rodel le había hablado de ellos, principalmente a base de metáforas y vaguedades, haciendo alusión más que nada a su tecnología y a su potencial militar, o a la posición política que ocupaban en el esquema de poder de la Variedad, pero nunca le había mostrado una imagen de ellos.

Tal vez no supieran cómo era el enemigo, pensó, sorprendido. O a lo mejor éste no tenía una estructura genética concreta, como los aerobios. Si una especie sapiente había evolucionado desde la síntesis carne-máquina, una de las primeras cosas de las que seguramente aprenderían a prescindir era de cuerpos. ¡A lo mejor ni siquiera había entes individuales!, fue la siguiente conclusión a la que llegó; a lo mejor el principio de exclusión genética se había extendido a toda su raza, y desde hacía milenios se habían transformado en las enormes máquinas que los trasladaban de un lugar a otro de la Variedad.

No encontraría jamás urtianos dentro de sus naves, porque ellos eran sus naves.

Jan sintió un escalofrío al abrir la siguiente puerta.

De improviso, el pasillo desembocó en la sala más vasta que Jan hubiese visto en toda su vida. Los conductos que había atravesado hasta ahora se le habían antojado enormes porque, si estuviesen inundados, habrían sido considerados ríos navegables por los miembros de su especie, y en algunos (al igual que en los puentes-océano de ciertas estaciones orbitales de su realidad) incluso habrían cabido pequeños mates. Pero la anchura del pasillo que ahora se abría ante él reducía a los anteriores a meros canales de desagüe, trazos a carboncillo frente a un tapiz del tamaño de un continente.

Jan salió a una caverna que se extendía de este a oeste (decidió seleccionar un norte aleatorio a efectos de la función de cartografiado de la armadura, al igual que un arriba y un abajo), prolongándose hasta donde ella misma se difuminaba en una especie de niebla distante. Medía casi diez kilómetros de altura por veinte de ancho, y estaba llena de enormes máquinas henchidas de energía crepitante. Parecían acumuladores, sólo que no mantenían encerrado el voltaje, sino que lo conducían de unos a otros formando un caudal sin principio ni final. Las enormes torres que sostenían en alto estos acumuladores se contaban por miles, todas alineadas en sucesión perfecta a intervalos de cincuenta metros, hasta donde alcanzaba la vista.

Bajo las torres corrían autopistas llenas de vehículos. Podía haber millones de ellos, sólo en el espacio de visión del que Jan disponía, y vistos desde aquella altura parecían joyas dotadas de movimiento. Las entradas y salidas que se abrían cada pocos kilómetros en el pasillo conducían a estos artefactos diminutos a lugares ignotos, cuyo contenido y propósito se escapaba a la comprensión humana. ¿Albergarían aquellos vehículos a los urtianos, o a expresiones de sí mismos concebidas para sobrevivir en aquel entorno, quizá en aquella nave en concreto…?

Jan no se demoró más. Si su teoría era correcta y la mundonave había sido construida en torno a las coordenadas del Bolzai que los urtianos querían proteger, no era descabellado pensar que éstas se encontrasen en su centro simétrico. Desconectó el campo de invisibilidad, que gastaba muchos recursos, y voló por detrás de las torres, confiando en que su tamaño y el destello de la electricidad ocultarían su silueta. Además, en presencia de tantísima energía, no le costaría parasitar un poco para su uso personal.

Seguro que los urtianos ni lo notarían.

Cuando, seis kilómetros después, comprobó que no llamaba la atención de nada ni de nadie, que ningún ejército surgido de la nada levantaba trincheras para intentar frenarlo, perdió el miedo y aceleró. Hizo trizas la barrera del sonido, que en aquel entorno de burbujas de hidrógeno tenía un valor diferente. Tal vez los urtianos supieran que estaba allí, pero estaban demasiado ocupados con la batalla que se desarrollaba en el exterior para prestarle atención. O puede que no les importara. Al fin y al cabo, Jan era sólo un hombre.

Apretó los puños y aceleró todo lo que pudo hasta que la caverna se dividió en dos ramales más pequeños, uno de los cuales conducía directamente hacia el centro de la nave, mientras que el otro llevaba hacia fuera, a la relativa seguridad de la flota y sus rabiosos enjambres de bombas nucleares.

La decisión fue fácil.

LINA

—¡Doctora!

Lina se abrió paso a empellones entre la multitud, disparando a quemarropa a los más recalcitrantes con su pistola. Ya no había reglas que pudieran ser aplicadas en aquel desastre que antiguamente habían llamado «civilización». Clavó una mano entre la masa de gente y agarró un mechón de cabellos. Tiró con fuerza. Valeris aulló de dolor y se agarró a su brazo

—¿¡Lina!?

—¡Doctora, ¿está bien?! —La abrazó con fuerza—. ¡Los elandis nos enviaron un mensaje desde el laboratorio! ¿Por qué no esperó a que fuese a recogerla?

Las dos mujeres se alejaron de la marabunta, ayudadas por Heith. Otro par de disparos de la pistola a quemarropa ayudaron a poner las cosas en su sitio.

Las lágrimas de Valeris mancharon el uniforme de vuelo de la capitana. La doctora acarició los cierres de su chaqueta como si la fascinaran.

—¡Esos idiotas lo han destruido! —gimió. La penumbra se había instalado en su rostro, dándole el aspecto de un fantasma que hubiera pasado muchas privaciones antes de morir—. ¡Han acabado con todo, con lo único que nos quedaba!

Lina disparó contra la cabeza de un kodan histérico, que se abalanzaba sobre ellas sacudiendo sus brazos en un paroxismo de descontrol, provocando un breve alejamiento de la gente. Un niño gritó. Los adultos se orinaban de miedo. Los EVs que aún seguían en el aire volaban tan bajo que tenían que hacer zigzag entre los edificios. El cielo se oscurecía por momentos; todos podían ver que la estrella ya no era redonda, sino que había expulsado la corona y parte de la cromosfera como un traje viejo que ya no le sirviera, y que ahora colgaba en inmensas telas de fuego tras su órbita.

Lina había oído muchas veces el término «singularidad» para adjudicar un nombre, tan feo y arbitrario como cualquier otro, a los extremos temporales del universo. Una gran expansión seguida de una brutal contracción. Un latido tan breve como la evaporación de los agujeros negros, tan escueto como podían ser tres mil o cuatro mil millones de años. Un sumidero hacia el que ahora caían aumentando vertiginosamente de velocidad.

Ya no había vuelta atrás. Se precipitaban hacia la gran contracción, de cabeza y sin protectores.

—¿A qué se refiere con que han acabado con todo? —preguntó Lina—. ¿Qué han destruido?

—La última oportunidad que esos estúpidos tenían de sobrevivir —dijo Valeris en un murmullo.

No se molestó en dar explicaciones. Ya nada importaba.

—Vamos, hay que llegar a la Eurídice —ordenó la capitana, tirando de ella. Heith empuñó la pistola y fue abriendo camino, mientras la doctora y la piloto se apoyaban la una en la otra, abatidas, como si no hubiese más consuelo que el contacto de otro ser vivo en el poco tiempo que les quedaba.

Lina miró su pulsera de datos. Estaba en silencio. Eso la preocupó. ¿Se había cortado el canal de comunicación directa con la Eurídice?

No había tiempo para preocuparse por eso. Se reunieron con Geishel y su familia en la arcología. Ésta se había convertido en un microcosmos que reflejaba en buena medida lo mismo que sucedía fuera, con sus habitantes chillando y corriendo sin rumbo, agarrando unas cosas y abandonando otras, salvaguardando las que más querían y destrozando las demás. Nadie tenía un plan, nadie sabía qué hacer, pero mil personas coincidían en que no podían permanecer quietas en el mismo sitio, a la espera.

Los ascensores habían dejado de funcionar, así que Lina y los demás tuvieron que subir andando los pisos que restaban hasta la plataforma de aterrizaje. Llegaron jadeantes, el viento sacudiendo sus cabellos con fuerza y el sudor plateando sus sienes, para descubrir una escena mil veces más espantosa que la que se desarrollaba abajo, en la calle.

La nave no estaba.

—¿¡Qué!? —gritó Lina, avanzando hasta el centro de la plataforma. Su corazón se bloqueó, deteniendo la sangre, el oxígeno, la vida; la capitana estaba a punto de sufrir un paro—. ¿Qué está pasando aquí, joder? ¿D… dónde…?

—¡Allí! —exclamó Heith, señalando al cielo.

El cuerpo de la Eurídice apareció girando lentamente por encima del edificio. Tenía marcas de detonaciones justo donde estaba la esclusa de entrada. Entonces Lina lo comprendió todo: los vigilantes que les habían recibido nada más aterrizar se habían hecho con la nave. Ellos y probablemente un grupo de militares o de hackers desesperados se habían atrincherado en torno a la Eurídice, habían volado la compuerta de la bahía de carga y habían pirateado los sistemas básicos de vuelo.

Lina puso el grito en el cielo nada más verlos. Ahora entendía por qué la conexión directa con el Halo se había interrumpido de forma tan brusca: aquellos cabrones habrían utilizado seguramente una pinza electromagnética o un cepo de lazo cuántico kodanita para cegar sus procesos lógicos. Era un secuestro, ni más ni menos. El secuestro de una entidad inteligente. No el simple robo de una propiedad, porque hacer eso implicaba tener en sus manos el flujo de pensamientos del Halo.

—¡¿Qué demonios pretenden?! —gritó, corriendo hacia el borde de la plataforma. Se detuvo justo al filo del acantilado, guardando el equilibrio a duras penas. Un grupo de soldados que estaban asomados a la esclusa reventada le apuntaron con fusiles. La nave estaba volando bajo, muy cerca de la plataforma de aterrizaje, por lo que Lina pudo distinguir perfectamente sus caras sonrientes, sus expresiones de suficiencia—. ¡Esa nave es de mi propiedad!

—Ya no. —La voz del agente era como un estilete—. Toda nave capaz de volar ha sido requisada por el ejército y los cuerpos de seguridad, preciosa. Las necesitamos para coordinar los recursos de escape y ayudar a los civiles.

—¡Y una mierda coordinar! ¿Creen que soy tonta? —los increpó Lina, forzando al máximo su inclinación sobre el abismo. Heith corrió hasta ella y la agarró de un brazo para que no se cayera hacia delante—. ¡Lo único que quieren es escapar robando todas las naves disponibles!

Heith trató de aplacarla.

—Déjalo, cariño. Es inútil.

—¡Suéltame! —Se zafó de su abrazo—. Estos mamones no se llevarán a mi pequeña. Tengo mis derechos.

—Escuche, señorita —dijo el agente, su musculoso cuerpo enmarcado en el óvalo de la compuerta—, los derechos civiles han sido suprimidos bajo el estado de emergencia. Le aconsejo que no pierda el tiempo quejándose y trate de encontrar otro transporte que aún admita pasajeros para usted y su familia. Hágame caso, a cada minuto que pasa eso es más y más difícil de conseguir.

Lina trató de decir algo, de hacer algo, cualquier cosa a la desesperada… pero la nave comenzó a alejarse poniendo metros de vacío entre su antigua capitana y ella, y acabó desdibujándose en la distancia con un trueno de impulsores.

Ayudado por Geishel, Heith sacó a Lina de la pista de despegue. Ésta apenas pesaba; era como un fardo de piel sin absolutamente nada en su interior. Sin sueños o esperanzas que la llenasen con algo más que no fuera carne y músculos, y éstos ni siquiera parecían estar ya allí.

Una vez en el interior de la arcología, Lina comenzó a recuperar el aliento. Se apretaba el pecho izquierdo con la mano, el lugar de su corazón.

—¿Estás bien, cariño? —le preguntó su hermana.

—Ese cabrón no va a salirse con la suya —gimió Lina, poniéndose en pie—. Tenemos que conseguir otro transporte.

—A estas alturas, eso es imposible, me temo —se lamentó Valeris, derrumbándose en una esquina del pasillo.

—¿Y éste es vuestro magnífico plan de fuga? —rió Neit—. ¡Hasta mi hijo podría haber parido uno mejor! ¿A quién se le ocurre dejar estacionada una nave sin vigilancia en un puerto civil?

Vastee contempló a su padre con miedo. Ambos niños estaban aterrorizados.

Lina se le encaró:

—Esos agentes son tan estúpidos como tú, Neit. Ya están muertos, sólo que aún no se han dado cuenta —jadeó—. Nadie puede secuestrar una nave-A.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Valeris.

—Es un mecanismo de seguridad. Parte del espacio virtual donde se ejecutan los cálculos para el Hipervínculo se encuentra en la mente del capitán. Si alguien que no sea él trata de abrir un túnel R, comprobará lo difícil que es sobrevivir a éstos sin un cálculo completo de su topografía.

Neit mostró una sonrisa de autosuficiencia.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? —propuso—. Buscaré una radio, hablaré con ese agente y le explicaré lo que me acabas de contar. Nos dejará subir, y todos juntos escaparemos de este apestoso planeta.

—No lo llames así —sollozó Geishel—. Ha sido el hogar de tus hijos durante toda su vida.

—¡Estoy hasta los cojones de ti y de mis hijos! —explotó Neit—. Ya que vamos a morir no me importa decírtelo, zorra de mierda —apuntó a Geishel con un dedo acusador—: Me has tenido controlado por una orden judicial, me has obligado a alimentar a esta apestosa familia cuando debería haber salido corriendo hace años, en busca de mi propia vida. Pero ya estoy harto. ¡Harto! ¡Estoy cansado de ti!

Los niños lloraron y trataron de abrazarlo en un último intento infantil por hacer que las aguas volvieran a su cauce, pero Neit se deshizo de ellos y se marchó dando zancadas en dirección a la pista de despegue.

Lina estornudó ruidosamente a su espalda.

—Lo siento —bromeó, limpiándose la nariz con la manga—. Es que soy alérgica a la estupidez. Desde luego, Neit, debe ser realmente difícil haber nacido así y tener que esforzarse cada día por parecer un poquito inteligente, ¿no?

Neit volvió como una exhalación sobre sus pasos, la agarró por el cuello y apoyó un cuchillo que había salido de la nada contra su yugular. Geishel chilló, ordenándole que soltara a su hermana. Los niños se quedaron paralizados por el espanto, mirando con ojos inyectados en sangre a su padre.

Heith apuntó con su arma a Neit, pero el marido de Geishel usó a la capitana como escudo.

—¡No os mováis! —ordenó—. Llevo odiándote muchos años,

Lina, no puedes ni imaginarte cuántos —le babeó al oído. Tenía la nariz enterrada en los rizos de la mujer, manchándole de moco la mejilla derecha—. Tú y tu jodida arrogancia de piloto estelar, de vagabunda de las estrellas; siempre burlándote de la pobrecita de tu hermana, la tonta que se casó con el fracasado…

—No te preocupes, Neit —gimió Lina, soportando el dolor. El bruto alcohólico le estaba doblando el brazo a la espalda—. Es lógico que pienses así. La gente como tú no da para más.

—¡Cállate, puta! —A empellones, la empujó hacia la pista de despegue—. Te vas a tragar todos tus insultos, y luego te tragarás con mucho gusto otra cosa. —Abrió la puerta de la estación de radio anexa a la plataforma. Chispazos de estática bailaban sobre las consolas. Los ordenadores picoteaban datos de aquí y allá sin ningún control ni asomo de sentido, y volcaban informes inconexos sobre las pantallas. Lina sospechaba que, por muchos botones que apretara, esa antena ya no iba a servir ni como plato para el bueno de Gumbel. Pero dejaría que Neit lo descubriese por sí solo—. Ahora vas a ser buena y hablarás con esos agentes. Les vas a explicar lo que nos has contado sobre los túneles esos.

—Lo único que conseguirás es que te maten, a ti y a Heith. Y que nos obliguen a ir a las mujeres como rehenes —le escupió Lina—. Nos violarán y me usarán a mí para pilotar la nave. ¿Es eso lo que quieres?

Neit iba a replicar con un comentario especialmente hiriente cuando una maceta se rompió sobre su cabeza. Sus ojos vacíos se posaron en los de Lina durante un momento, preguntándose sin palabras por lo gracioso de aquel chiste. A continuación, su cuerpo se desplomó, con algunos fragmentos de cerámica clavados en el cráneo. Una mancha de sangre negra comenzó a formar un pequeño estanque alrededor de su cuello.

Lina se apartó de él y giró en redondo, para encontrar la mirada de su hermana. Geishel aún tenía tierra en las manos.

Los niños la abrazaron casi por acto reflejo. Lina y Heith se unieron a ellos, formando una pila de abrazos y sentimientos desatados, mientras el tronar de los motores de las naves pesadas que sobrevolaban la arcología sacudía los tabiques.

Lina imaginó a la Eurídice saliendo de la atmósfera y patinando graciosamente al filo de los anillos del planeta.

—Allá van —murmuró Geishel, contemplando el resplandor que atravesaba los ventanales. Un punto distante se iluminó en las alturas, marcando el lugar donde las hermanas verían por última vez la nave de sus sueños, y los agentes y hackers surugyanos apretarían el botón fatal que los conduciría a la muerte.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Valeris, recuperando su pragmatismo.

Lina besó a Geishel y se levantó. Una mancha de sangre humedecía la tela de su pecho. Estaba exhausta, y se sentía tan sucia y fláccida como aquella camiseta vieja y raída que en una ocasión encontró bajo el diván de gravedad, un residuo de la primera (y última) fiesta que celebró dentro de la Eurídice.

—Lo que hemos hecho durante toda nuestra vida —decidió—. Buscar un navío que nos lleve lo más lejos posible.

FUST

Joviann se arrastró por los pasillos de la circunnavegadora solar. Una música parecida a un aria de clavicémbalos murmuraba en los recovecos. No, no era música; era la lejana presencia de los motores, que ya se dejaba sentir. El Arca estaba instalándose en su órbita definitiva, antes del comienzo de la aceleración.

Los cubículos de los durmientes parecían nichos de un enorme mausoleo, sepulturas que en lugar de albergar muerte contenían promesas de vida. Los envidió: cuando despertaran, los colonos sabrían si lo habían conseguido o no; si realmente quedaba algo al otro lado para recibirlos, o si su viaje iba a ser tan eterno como la misma noche.

En cierta forma, ellos ya estaban allí.

La voz de Semra resonó en la bóveda:

—Es curioso cómo se cierran los círculos de la vida, ¿no te parece, Joviann? Tantos años llorando la muerte de Yara y de sus hijos no nacidos, cuando lo más sencillo habría sido acudir a ti y pedirte responsabilidades. —Rió salvajemente—. Nos condenaste al exilio y a la pobreza, y durante todos estos años no dejaste de lamentarte por nosotros. Llorabas nuestro destino mientras nos abandonabas a la muerte y la disgregación. ¿No es lo más patético que has escuchado?

Joviann se apoyó en un féretro. Dentro descansaba el cuerpo desnudo de su prima Sivain. Sus pechos caían a ambos lados aplastados por la gravedad.

—Yo… nunca quise que eso sucediera —gimoteó, cegado por el dolor.

El corte de la cuchilla de Semra había sido profundo: con las manos sujetaba sus intestinos para que no se desparramaran por el suelo, pero aún así trató de liberar un dedo para acariciar el cristal de su prima.

—Claro que no. Eres un jodido mártir. —Semra apareció a la derecha del féretro, en carne y hueso, vestido con un traje de circuitos similar al que llevaba cuando Joviann lo vio por primera vez. Se había intelectado de regreso a su propio cuerpo—. No puedes arreglar las cosas de manera normal, aceptando tu responsabilidad en los hechos y el consiguiente castigo. No, tú tienes que ser la figura romántica que mira al mundo desde su trono de dinero, llorando por lo mal que le ha tratado la vida.

—Yo… amaba a Yara…

—Esperas de verdad que te perdone… —dijo Semra. Y agarró a su hermano por el cuello.

—La… amaba… —repitió Fust, medio asfixiado.

—Como nosotros, hermanito. Sólo que nunca tuviste cojones de admitir la responsabilidad que el amor conlleva. ¿Sabes lo que voy a hacer contigo? —Lo empujó hasta una de las terminales de conexión Synder. Era un féretro abierto, sin encapsular.

Joviann se desmayó durante breves segundos. La realidad cayó por un sumidero pavimentado de agonía. Cuando abrió los ojos, Semra todavía estaba allí.

—No esperes una redención final, Joviann. —Depositó un beso de despedida en su mejilla—. Te condeno a sufrir por lo que le hiciste a esta familia, cuidando de ella durante el Largo Viaje. Permanecerás despierto conectado a estas máquinas, tú solo, y velarás por Sivain, por Nuara, por el fantasma de Yara. Por todos los que te quisieron y los que dejaste atrás, así pasen diez mil años. —Le dio la espalda y se encaminó hacia el centro de control del Arca—. Buen viaje y buena suerte, hermanito. Reza porque en compañía de los fantasmas encuentres el perdón que buscaste en vida.

Joviann suplicó que le dejara morir, que le dejara descansar en paz, pero Semra nunca regresó. Con el último intelectado, su mente se fundió con la Synder y pasó a formar parte del complejo tapiz de datos y cascadas de software que también incluía a Yara.

Semra se unió a la cognoscitiva en un nivel más básico que el de su hermano, un nivel en el que podría dormir como los demás peregrinos, y enfrentarse a la eternidad y al océano infinito de estrellas con un simple parpadeo.

Como última voluntad, deseó sumergirse en un viaje sin retorno hacia la nada del Bolzai, con Joviann como timonel y navegante. Y la nave cumplió su orden.

JULES

Sentado en el polvo de un planeta sin nombre, Jules disfrutaba de la sanguinaria puesta de sol. Una última y gloriosa puesta en escena, sí, antes del gran final.

E1 cuerpo celeste que Lina había identificado como una estrella de los deseos no tardó en explotar. Primero se oscureció, perdiendo fuerza química. Luego se contrajo, y su circunferencia se volvió más chata. Un resplandor, y la atmósfera de los planetas que la cortejaban se redujo a asbestos.

Jules sonrió. Hacía horas que su reserva de oxígeno se había agotado, así que tal vez estuviese muerto, envenenado por el gas residual que quedaba en la campana de plástico. Sólo así se explicaría aquella desazón.

Zhinz había desaparecido. La estación espacial se había volatilizado con un soplido del gigante moribundo. No quedaba nadie. Sólo él y sus recuerdos.

«Para qué tantos esfuerzos», era la gran pregunta que carcomía su mente. La lucha diaria, desde que era niño hasta sus ¿logros? de la edad adulta, el descenso río abajo junto al cómico marsupial persiguiendo una quimera, el rapto de los urtianos…

¿Nada de eso había servido para nada? ¿Su existencia iba a acabar así, sin una razón? ¿Sin una justificación final por todos los esfuerzos y los dolores padecidos?

La sintió llegar. La onda expansiva alcanzaba el planetoide, y apenas quedaba tiempo para un pensamiento más.

Un solo pensamiento… ¿con qué llenarlo? ¿Cómo aprovechar la mayor gloria de la que podía enorgullecerse la mente humana: su frenética y vigorosa irracionalidad? ¿Cómo dar rienda suelta a la imaginación para que liberase la gramática de lo imposible y con ello regalarse un último momento de paz?

Un deseo de paz, sí… para Zhinz y su familia, para su esposa, para su hijo, para los muchachos del río y la canción que compuso el viejo Ozi, para el sabor de las cerezas, para el murmullo de la lana al crecer en el lomo de las ovejas, para las naves naufragadas y las tumbas de los hombres, para los soles y los mundos que iluminan, para la joven exploradora que se llamaría Ysbelt y tendría los ojos níveos…

¿Y respecto al futuro?

Nada quedaría allí para atestiguar la existencia de los días futuros. Sólo el callado recuerdo de que algo existió una vez para contemplarlos, algo que había dejado un vacío más intenso y terrible que el de todos los estériles océanos del espacio juntos.

Tal vez no hubiese un destino, después de todo, si había que entenderlo como una voluntad regidora; tal vez el universo fuese un ente frío regido por lógicas ingobernables, ajeno a los esfuerzos de sus criaturas por encontrarle sentido. Jules lo comprendió, y se sintió conectado a la vez con lo más pequeño y lo más grande, una sensación que muy pocas veces en su vida había experimentado.

Fuera lo que fuese lo que le deparaba el futuro, llegaría a él en breves instantes.

Cerró sus párpados. Un pensamiento para el Todo…

… Y la mano del Viajero, que tomó la suya una millonésima de segundo antes de que la onda expansiva de la estrella hiciera trizas el planetoide.

LINA, GEISHEL, VALERIS Y HEITH

La multitud avanzaba como una galerna imparable. Cientos de personas, hombres, mujeres y niños y seres aerobios y sofontes de todo tipo morían cada segundo pisoteados por la marabunta. No había un único frente, pues tampoco existía un lugar hacia donde correr. Ya no quedaban refugios.

Lina supo que su boca se abría, pero no oyó sonidos. El clamor de la gente se los tragaba. La mano de Geishel se aferraba a la suya, clavándole las uñas, dejando rastros de sangre que resbalaban por sus dedos. Su pelo era lo único que aún podía ver de ella. Estaba mirando hacia atrás, envejecida por el miedo y con el pelo cubierto de hollín, tratando de localizar a sus hijos. Hubo un par de momentos en los que Lina sintió que los dedos de su hermana se aflojaban, tratando de soltarse, pero ella no la dejó marchar. No le consentiría al universo que se la arrebatara de nuevo. Apretó con todas sus fuerzas hasta hacerle daño con tal de mantenerla a su lado, costara lo que costase.

Vastee. Vastee desapareció sin que ninguno lo advirtiera hasta que fue demasiado tarde. Esa fue la penitencia que algún cruel ser supremo les impuso como prenda por su salvación. El pequeñín fue tragado por la masa como un pez en una ola de carne. Geishel chilló llamándolo a gritos, pero fue imposible volverlo a localizar.

Lina ni siquiera se enteró. Un hombre gordo se le echó encima y estuvo a punto de partirle una pierna. Lina le disparó entre los ojos con su pistola, pero la descarga no salió. Algo en el mecanismo se había estropeado, pero la pistola aún servía como maza.

La aferró por el cañón y se abrió paso a golpes, a mazazos.

Geishel casi se desmayó de la angustia. Su mano alzada contra un fondo de multitudes era en sí misma un monumento a la miseria humana. Lina la obligó a seguir caminando, pasara lo que pasase.

En realidad, Lina no supo cómo lograron acceder a aquella pista de aterrizaje. En los días posteriores hizo grandes esfuerzos por recordar aquella parte, las terribles horas antes de la huida de Vai Surugy, pero su mente simplemente las había borrado, o no se molestó en grabarlas en el libro de la memoria cuando tuvieron lugar. Montañas de personas se agolpaban contra los muros del espacio-puerto, escalando y muriendo bajo las botas de los demás, convirtiéndose en bloques de carne fría que sumarían unos centímetros al andamio de cadáveres. Heith apareció como por ensalmo delante de ellas. Despeinado, manchado de sangre y polvo, apuntó con su arma y abrió fuego contra la multitud. Lina lo llamó por su nombre. No parecía el elegante abogado que había estado junto a ella en los momentos difíciles; toda su humanidad había quedado relegada detrás del fuego que surgía de aquella bocacha, dispuesto a horadar un camino en la selva de seres humanos para que las personas que más amaba en este mundo pudieran sobrevivir.

Y lo consiguió.

Lina llegó hasta él y lo rodeó con los brazos como a un ancla, un seguro de vida que también protegía su cordura. Ayudaron a Geishel, a Valeris y a Mineia a sortear la valla. Juntos corrieron a la única nave que quedaba en pie, un vetusto carguero pensado para transportar verdura y animales. La gente trataba de acceder a su interior, pero los ocupantes habían cerrado las puertas y sólo admitían a miembros de su propia tripulación.

Heith dedicó una sonrisa de tiburón a uno de ellos antes de volarle la tapa de los sesos. Entre él y su novia lograron matar a todos los que se interponían entre los civiles y la rampa de acceso, y encabezaron la toma de la nave («Somos bestias —pensó—. A esto nos han reducido, a bestias cruentas y despiadadas»). De reojo incluso pudo ver una bandera. Lina corrió por los pasillos, con Geishel detrás y cubriéndola, hasta alcanzar la cabina de mando.

Los pilotos se defendieron, y Geishel resultó herida en algún momento de la trifulca. No era grave. Heith logró desembarazarse de los pilotos utilizando un traje de vacío como escudo contra sus pistolas de haz coherente; la protección aguantó apenas dos disparos, pero bastó para que llegaran hasta su posición y pudiesen dejarlos sin sentido de sendos culatazos.

Una vez reducida la tripulación, Lina ocupó el sillón del piloto. No tardó ni medio segundo en echar de menos a su querido Halo, pero ya no quedaba tiempo para lamentarse: el sol se contraía, menguaba de diámetro a ojos vista, la fase previa a la explosión.

«Un agujero blanco», había dicho Valeris. Sí. Un agujero blanco en el centro de la nova. Una puerta abierta a otra realidad. Pero ¿cómo llegar hasta ella sorteando el frente de onda de la explosión con aquella chatarra?

Heith y Valeris se ocuparon de hacer pasar a la mayor cantidad de gente posible a las bodegas, y atarlas con las cintas para el ganado. Eran demasiadas para el desvencijado sistema de soporte vital del carguero, pero ya se las arreglarían. Geishel fue atendida por la única hija que le quedaba, Mineia, que intentaba obedecer las órdenes que le iba dando el botiquín automático mientras hacía lo posible por no pensar en su hermano. Su madre no paraba de repetir una y otra vez el gesto de tirar de algo, puede que de la camiseta de Vastee, como si todavía pudiera revivir ese momento y, de alguna forma, arreglarlo. Estaba sumida en una especie de shock.

El interfaz de pilotaje era tan primitivo que Lina casi no sabía cómo manejarlo. Se ajustó los cinturones de seguridad, tomó los mandos con manos sudorosas y gritó por el sistema interno de altavoces:

—¡Que todo el mundo se agarre a algo, vamos a despegar!

Aquel cacharro ni siquiera tenía instrumentos virtuales, sino absurdas palancas, botones y pantallitas llenas de mugre, y más palancas por todas partes. Lina se preguntó cómo era posible que la gente se lanzase al espacio con aquella vetusta y peligrosísima tecnología, y se descubrió a sí misma admirando a sus compañeros de profesión. Aquellos valientes (a los que ella y su novio habían tenido que matar para poder llenar la nave de refugiados) confiaban sus vidas a diario a motores viejos y cognoscitivas arcaicas, y dejaban su destino en manos de algo más que la mera suerte. La esperanza. Ella lo había olvidado en algún momento entre aventura y aventura en los confines de la Variedad, a salvo en su cuna de tecnología punta con forma de balandro, pero aquél era el verdadero espíritu del viaje espacial. El espíritu de los pioneros.

Los motores zumbaron rítmicamente, una especie de gramática sonora de delfines que estuvieran aprendiendo a comunicarse.

Prácticamente en el último segundo, el carguero pudo desasirse del abrazo del suelo. Hasta el último de sus ocupantes sintió un retumbar ahogado en los oídos, como si una pieza estuviera soltándose en alguna parte. El aire vibraba con un canturreo estridente, el sonido de un montón de maquinaria que hubiera decidido estropearse a la vez.

—¡Arriba! —gritó Lina, tirando de los controles como si ella misma pudiese empujar de un empellón el carguero hacia el manto de nubes—. ¡Arriba, maldito trasto, obedece, por lo que más quieras! ¡Obedece o te estrello contra el primer asteroide que vea!

La nave se convulsionó con un estertor agónico.

Hubo un instante de oscuridad total.

Y el sol detonó.

Fue como si alguien hubiese descolgado el sistema solar entero del cielo. La onda expansiva alcanzó el planeta cuando el carguero y las demás naves de refugiados ya se encontraban a más de una órbita de distancia. La onda barrió de un soplido los anillos, Vai Surugy se arrugó como una pasa y se deshizo en una nube de fragmentos rocosos, sin provocar estallidos de luz ni liberar energías calientes. Lina apretó las mandíbulas hasta hacerse daño. La sangre huyó de su cara, dejándola tan pálida como un cadáver. Todo el pasado de su hermana, el trocito de mundo que había luchado por levantar para su familia, se volatilizó en una nube de escoria.

El carguero se separó de los restos del planeta con una pirueta gloriosa y se unió a la manada de naves. Esta se había alejado lo suficiente como para no resultar dañada por ese frente de energía principal, pero quedó flotando a la deriva mientras lo que quedaba de la estrella se desplomaba sobre sí misma, añadiendo capas y capas al pozo de gravedad.

Lina examinó las pantallas llenas de suciedad en busca de alguna prueba de que en realidad se habían desintegrado en el despegue, y que todo aquello no era más que un sueño a las puertas de la muerte… pero todas las lecturas (al menos, las que podían leerse bajo lo que parecían capas de salsa de arándanos reseca) estaban en verde. La nave se mecía alegremente en el vacío como si el principio que le permitía volar acabara de ser descubierto, y fuese el primer carguero en alejarse libre hacia el espacio en toda la historia de la navegación espacial.

Valeris señaló el punto rojo que marcaba la tumba de la estrella.

—Allí. ¿Lo ve? Se está formando la singularidad.

—¿Nos arriesgamos a acercarnos con esta chatarra? —preguntó la capitana. Las venas de sus sienes volvían a palpitar, más tranquilas.

La doctora alzó los hombros.

—¿Qué otra opción nos queda?

Geishel llegó cojeando hasta la cabina. Lina y su hermana cruzaron una última mirada llena de mensajes. Heith y Valeris quedaron relegados a un segundo plano, mientras el carguero aceleraba y trataba de abrirse paso entre la manada de refugiados.

Las hermanas se abrazaron. Los recuerdos de su infancia explotaron en su mente, cuando jugaban en el patio de atrás a ser Damas de Mandria, y nada las podía detener. Nada, ni soles que estallaban ni universos que se extinguían ni maridos borrachos. De alguna manera, ellas siempre salían adelante, siempre encontraban una forma de engañar a la muerte y desaparecer cantando su canción entre las estrellas.

Lina acarició el pelo de Geishel. Ella aún aferraba un trozo de tela de la camisa de su hijo como si pudiera retener para siempre una pequeña parte de Vastee.

Llorando a lágrima tendida, logró decir:

—Ya nunca más nos separaremos, hermana. Nunca jamás.

—¿Lo prometes?

Geishel sonrió, limpiándose un hilo de baba. Su voz recordaba el chillido de un engranaje torturado.

—¿Somos, o no, Damas de Mandria?

En ese momento, la Eurídice se plantó justo delante del parabrisas del carguero, apuntándoles con su afilada y elegante proa, brillando gloriosa bajo los destellos de impulso del resto de las naves.

JAN

Casi una hora duró su viaje supersónico hacia las entrañas de la mundonave Ur. En ese intervalo, pensó Jan, la batalla exterior se habría decidido con toda seguridad. Y el hecho de que llevaba mucho rato sin recibir restos de comunicaciones de radio provenientes de los operadores aerobios o de las defensas Ur no auguraba nada bueno.

Las batallas en el espacio eran tan breves como contundentes, y la mundonave aún seguía allí. En el fondo, Jan rezaba porque las bombas alcanzasen su posición en breve, a esa profundidad dentro de la estructura, pues significaría que la Armada de Rodel había logrado acabar con la resistencia urtiana.

Había tenido que desconectar momentáneamente la IA de la armadura porque las interferencias procedentes del núcleo de la mundonave la estaban volviendo loca. Como consecuencia de ello, Jan apenas tenía control sobre un uno por ciento de sus capacidades, pero esperaba que fuera suficiente para mantenerlo vivo.

Frenó en seco. La caverna moría en una puerta de colosales dimensiones. El sistema de cartografiado de la armadura le indicó que había un ochenta y tres por ciento de posibilidades de que al otro lado se encontrase el punto de revolución de la mundonave. Lo más parecido a un corazón, si es que aquel leviatán tenía uno.

Jan se aproximó a una unión entre planchas de vidrio molecular y la bombardeó con todo lo que tenía. Logró horadar un paso de veinte metros, tan ancho como para permitir que un humano reptara a su través. El soldado se colocó de perfil y flotó hasta sortear la barrera, con miedo de lo que pudiera encontrar al otro lado.

Y lo que encontró fue la nada.

El espacio profundo. Un volumen de una millonésima de UA de diámetro lleno de estrellas.

La atónita mente de Jan tardó en comprender lo que estaba viendo: se trataba de un holograma, o una variante más sofisticada de escultura en tres dimensiones. Una representación virtual del espacio que no sólo englobaba la luz y el espectro electromagnético, sino también el viento cósmico de partículas que atravesarían ese lugar si la mundonave no lo protegiese como una concha.

—Lo que estás viendo es un espejo de simulación Synder —explicó una voz andrógina. Sobresaltado, Jan se giró en todas direcciones, sin ver a nadie.

Una figura se materializó en el aire, a escasos metros de él. Era humana, mitad hombre mitad mujer, seccionada transversalmente.

—¿Qué… qué eres…? —preguntó el soldado, convocando puñales de energía en sus manos.

La figura no se sintió amenazada.

—Mi nombre es Charlemagne=Agnes. Soy una compilación de mentes esculpida por los urtianos para ejercer de navegante en el viaje que nos espera.

—¿Una compilación…?

La figura se concentró. Una sonrisa inefable se fue abriendo entre sus labios.

—Estás en el radicórtex. La mente humana es transparente en este lugar —murmuró—. Tus pensamientos superiores se forjan en el campo magnético de tu cerebro y permanecen flotando como bajeles de luz durante picosegundos. Tiempo suficiente para que la Noótica los lea. —Alzó la vista hacia el centro de la esfera—. Sé que estás ansioso por encontrar respuestas, pero ya es demasiado tarde para que entiendas algunas.

—¿Quién eres tú… o vosotros? —preguntó Jan. Había algo en aquel ente, sobre todo en su mitad femenina, que le resultaba turbadoramente familiar.

Char hizo un gesto, como un prestidigitador que manipulase un elemento básico de su truco, y las paredes desaparecieron. La mundonave se volvió transparente, o lo que había más allá se proyectó sobre ellos. Sea como fuere, Jan tuvo una visión de lo que había fuera, y de todas las cosas que su mente habría considerado lógicas, aquélla era sin duda la menos probable.

La flota aerobia y el contingente urtiano habían cesado de atacar. Lo que antes era una metáfora del caos, con miles de naves luchando desesperadamente en una guerra sin cuartel, parecía un lienzo en calma. En paz.

La flota de Rodel había perdido cerca de la mitad de sus efectivos, pero la mayor parte de las naves de gran tonelaje aún seguían enteras. Los enjambres Ur permanecían a la espera, rodeándolas, pero sin atacar. Era un impasse, un instante congelado en el tiempo en que ambos bandos se preguntaban qué estaría pensando el otro.

—¿Qué significa esto? —preguntó el soldado.

—Es lo que está sucediendo ahora mismo en el volumen de cuarenta UAs que nos rodea —explicó Agnes. Sus labios se curvaron para obsequiarlo con una gran sonrisa—. Es la realidad.

—No… no lo entiendo…

La ex miembro de la tripulación del Lazirian acercó una mano a la de Jan e hizo el gesto de aferrarla. El soldado no sintió nada.

—La Noótica se ha puesto en contacto con los máximos dirigentes de la Alianza del Éxodom y de los Protectorados Aerobios. Se ha negociado…

—¿La paz?

—No. Tan sólo una breve tregua.

Jan estaba aturdido. No entendía lo que estaba pasando. Aquello era absurdo.

—No es posible —balbuceó—. Hace unos minutos asistíamos a la hecatombe total de las especies de la Variedad, ¿y ahora todo se detiene así, sin más?

—No sin más. El objetivo fundamental ha sido completado —dijo Char, con el tono de quien admite algo realmente escandaloso.

—¿Qué objetivo? —gritó Jan, exasperado.

Agnes le tocó el pecho.

—Tú. Estás aquí.

Jan guardó silencio durante unos minutos. Habían cesado de luchar por él.

—¿Yo?

—Tú —le confirmó Agnes—. La Noótica es un constructor regido por la lógica, Jan. Carece de las variables modificadas por sentimientos que vuelven tan volubles, tan escasamente fiables, las decisiones de los aerobios. Desde el principio supimos que haría falta un heraldo para encabezar nuestra migración, pero éste debía estar construido a nivel subatómico de una manera muy especial. Sólo la arrogancia de los aerobios los llevó a pensar que, tras los planes urtianos, se escondía una sed de sangre sin precedentes. Carece de toda lógica abandonar a los aerobios a su suerte en este cosmos moribundo, cuando una alianza en el otro podría beneficiar a ambas partes.

—Entonces… ¿por qué…?

—¿Por qué la guerra? —Esta vez fue la mitad Charlemagne quien mostró una sonrisa sardónica—. Para obligar a un solo hombre a hacer lo que tú has hecho. A venir hasta aquí por sus propios medios, desafiando a todos los que quisieron en su día ponerle trabas. Distrayendo a la mente que lo rige de toda influencia externa, pues si hubiese estado en posesión de todos los datos, jamás habría acudido.

—¡Yo habría venido de todas formas si me lo hubieseis pedido! —bramó el soldado, colérico. No podía dar por cierto lo que aquel ente le estaba contando, de ninguna manera. Era demasiado cruel—. ¡Tanta muerte, tanta destrucción… podríais haberlas evitado con sólo hablar!

Charlemagne=Agnes frunció el ceño.

—No me refiero a ti, Jan Delvian. He dicho «la mente que te rige».

El ente holográfico apuntó con un dedo a su pecho, y Jan comprendió a qué se refería.

Su armadura.

—Activando noción cognoscitiva principal —ordenó Jan con un susurro. La IA de su coraza despertó.

—*Hola, Jan* —saludó—. *Me alegra oír de nuevo mi propia voz. ¿Por qué he estado dormida tanto tiempo?*

Jan ignoró la pregunta y se dirigió al ente doble:

—Pero… ¿por qué? ¿Cuál es el motivo que os llevó a querer que mi armadura…?

—El heraldo tenía que ser por fuerza un ente complejo —explicó Agnes. El tono de su voz era un compendio de conocimiento e indulgencia—. Un sumatorio de varias inteligencias, formado por tres pilares básicos. En primer lugar, un ente procedente del universo de destino, que hubiese tenido contacto con la telaraña y supiese moverse a su través.

—O sea, tú —dedujo Jan.

—Otro que aportase el blindaje necesario para resistir los rigores del viaje. En los aerobios, ese blindaje se manifiesta a través de la locura, una disfunción de la capacidad para interpretar el mundo. Por eso fue absorbido el individuo antes conocido como Charlemagne, mi segunda mitad.

—¿Y el tercero?

—El tercero lo has llevado contigo durante todo el viaje, Jan Delvian. Estuvo a tu lado cuando cruzaste la barrera, cuando mataste la expresión que la Anomalía había adoptado en tu universo. Tú me llamas Agnes, pero eso es sólo una verdad a medias. Sólo soy una pequeña parte de Agnes, aquella que el ente Gill encontró al atravesar por mera casualidad la membrana que separa los universos. —Compuso una expresión soñadora—. La poesía de la probabilistica se hace patente en todo cuanto hacemos, en todas y cada una de las acciones que los seres vivos realizan en cada instante de sus vidas. Una mujer de este universo atravesó la Gran Barrera y logró regresar. Esta acción fortuita hizo que Agnes, presa en los recovecos de la telaraña, tuviese una visión de la existencia de ese otro universo.

—Agnes viajó a mi universo…

—Una inteligencia no puede existir por sí sola, en medio de la nada. Aunque atravesó la membrana por un efecto de túnel cuántico sofonte, tuvo que alojarse en tu armadura, el cerebro avanzado que tenía más cerca en el momento de la trasmigración. Este universo burbuja es como un diamante en bruto, sin pulir, y como tal, contiene fisuras, poros como el que absorbió a Agnes. O el que tienes delante, protegido por la mundonave, capaz de abrir un conducto hasta más allá de la Gran Barrera. Y esas taras también están presentes en las criaturas que lo pueblan.

»Sólo dentro de ti, la persona alojada en la fisura, Agnes podía sobrevivir. Por eso te eligió, en aquel trascendental momento en que fuiste destruido por la Anomalía y reconstruido un nanosegundo después al otro lado.

Un pesado silencio siguió a sus palabras.

Jan se miró a sí mismo, al traje que llevaba puesto. Aquella tela impregnada de misterios cuánticos ocultaba algo más.

—Agnes… —murmuró.

—Lo que queda de ella está contigo. Es el heraldo. Y ahora la necesitamos.

Charlemagne=Agnes tomó la mano del guerrero y lo condujo hasta el centro de la esfera de estrellas. Esta vez Jan sí pudo sentir algo parecido al contacto de aquella piel en la yema de sus dedos.

—Si no hubiésemos dejado que la batalla progresase, jamás habrías tomado la decisión de arrebatarles a los aerobios la armadura. Y por lo tanto, nunca habrías traído a Agnes hasta nosotros. Además —sonrió Char—, me da un poco de reparo admitir que nosotros solos no podíamos generar la suficiente energía para abrir la brecha. Hacía falta el descomunal caudal energético de una batalla a gran escala para conseguirlo, absorbiéndolo y modificándolo según la frecuencia a la que baten las alas esos seres a los que llamáis «Ángeles», los únicos seres vivos capaces de atravesar el Bolzai. Confiábamos en que los aerobios nos atacarían con todo su arsenal, aun a sabiendas de que era un suicidio. El grado de irracionalidad que rige la voluntad de los sofontes no puede ser entendido por ninguna máquina.

—En eso te doy la razón —convino Jan a regañadientes.

Junto a la figura holográfica del heraldo y la mitad de él que permanecía encerrado en su armadura, Jan ocupó el centro de aquella región de espacio vacío. Lánguidamente, las estrellas orbitaron a su alrededor.

Jan tuvo una visión sublime, que comparaba aquellas constelaciones con las máquinas de desfase temporal que formaban parte de su coraza. Incluso hubo un instante en que creyó verlas, pero fue una ilusión, un latido de su imaginación.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Charlemagne=Agnes extendió los brazos.

—La migración dará comienzo, y los aerobios nos seguirán. Todo aquel que disponga de una nave y quiera unirse podrá hacerlo. Nosotros seremos el faro.

Algo parecido a un corredor apareció en medio de la nada. Junto a él se materializó una jaula con dos gigantescos pájaros de luz. Dos ángeles. Al verlos, a Jan le sobrevino una sensación de pequeñez, de simplicidad ante los misterios del cosmos como no había sentido antes en su vida.

Los ángeles batieron alas y lamieron las estrellas con sus crípticos cantos de ballena. Ya olían la brecha, formándose bajo el bisturí de la energía generada por la batalla.

—¿Y de esta manera acaba todo, sin más? —Jan sintió que una lágrima ensuciaba sus ojos—. ¿Sin un lamento por los que no están aquí para seguirnos?

—Nada acaba para siempre, Jan Delvian. —La voz del heraldo se deshizo en un arpegio—. Esto es sólo el comienzo del viaje. Quién sabe lo que encontraremos al otro lado.