Fust
Joviann mantuvo una larga charla con su prima Sivain, mientras las horas pasaban y la actividad en el palacio aumentaba frenéticamente. Nuara salió un momento, y, cuando volvió, su cara reflejaba algo parecido a un temor contenido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sivain.
La joven informó:
—Ha comenzado. Anthelios también está empezando a apagarse.
Joviann se puso en tensión. Aquello sólo podía significar una cosa.
—El desplome de las galaxias está llegando hasta nosotros —ratificó Sivain—. No tenemos tiempo. Hay que poner en marcha el plan.
—El consejo ha ordenado la evacuación total. —Pese al miedo que debía de estar sintiendo, la voz de Nuara seguía teniendo la frialdad del acero—. Nos quedan dieciocho horas.
—Entonces he fracasado —dijo Joviann, derrumbándose en el sofá.
Su prima lo miró, extrañada.
—¿A qué te refieres?
—A mi plan. Mi astuto y patético plan original —dijo con teatralidad—. Vine a Anthelia a buscaros porque creía… —rió en voz alta—. Dioses, realmente lo pensaba, es increíble…
—¿El qué?
Joviann separó las manos.
—Que todos juntos podríamos huir junto con los urtianos —dijo con sencillez. Una vez enunciado en voz alta, el plan parecía aún más descabellado que en su mente.
—¿Un pacto con el enemigo? —Sivain alzó las cejas.
La cabeza del ejecutivo se movió lentamente, de arriba abajo.
—Una negociación. La Synder, o el porcentaje de ella que hubieseis desarrollado tecnológicamente, a cambio de que nos dejaran marchar con ellos. Soy un hombre de negocios, Sivain —añadió, a modo de justificación—. Es lo único que sé hacer bien.
—Y pretendías salvar a tu familia haciendo el trato de tu vida. Si el universo se va a acabar, de nada nos sirve conservar las viejas patrias.
Joviann bajó la vista al suelo. Nuara los miraba a los dos, callada.
Sivain acarició la barbilla de su primo con el dorso de la mano. Estaba sonriendo.
—En el fondo eres una buena persona, Joviann —dijo—. Me alegra haberlo descubierto a tiempo. ¿Todo tu plan consistía en una maniobra para salvarnos a nosotros?
—Sí.
—Déjame decirte… que tienes la forma más estúpida, aberrante, desmesurada y caótica de saldar viejas deudas que he visto nunca en un ser humano.
Joviann sonrió.
—Gracias. No creas que es la primera vez que me lo dicen. Aunque no con tantos adjetivos.
—Tenemos que subir a la saltoárea —urgió Nuara—. El Arca está preparada.
—¿Quién la pilotará?
—Semra —dijo Sivain—. Es el mejor. El más preparado para intelectarse sin peligro a un cuerpo de nave estelar tan masivo. —Cogió una chaqueta del respaldo de una silla—. Si nos damos prisa, aún podremos…
—¡Un momento! —suplicó Joviann—. Antes de irnos necesito algunas respuestas. ¿Qué ha ocurrido con la Synder? ¿Qué le ha pasado a Yara?
Sivain acompañó a Nuara a la puerta.
—Ve subiendo —le ordenó—. Dile a Semra que no se preocupe por mí; iré en cuanto pueda.
Nuara asintió y, con una última mirada de complicidad a Fust, se marchó corriendo. Sivain cerró la puerta y se sentó frente a su primo, mostrándole las líneas que había escrito en aquel papel. A continuación añadió más números.
—Esto que ves son fragmentos del código fuente de la Synder, un lenguaje basado en abstracciones —explicó—. Llevo varios años estudiándolo. Yara se comunica con Semra empleando mensajes subliminales.
—Pero ¿qué narices le ocurrió a ella? —se desesperó Joviann—. ¿Y por qué Semra dejó que pasase?
—Cállate de una vez y escucha. No hay tiempo para ser impaciente. —Subrayó las líneas escritas con la uña—. Esto son pistas que Yara nos manda para hacernos entender sus propósitos. Por lo que hemos podido comprender, durante los últimos meses nos ha estado intentando decir que algo asombroso ha tenido lugar. La Synder ha… evolucionado, aunque esta palabra no se pueda aplicar en rigor. Es como si, contra todo pronóstico, hubiese despertado.
—¿Despertado?
Sivain hizo una ademán nervioso con la mano.
—Renacido, florecido, o como quieras llamarlo. Lo que trata de decirnos Yara es que ese espacio de trabajo llamado Synder, en el que ella está prisionera, ha mutado para cumplir su función inicial. Aquello para lo que fue creado por la Xfinge.
—¿Y qué provocó el cambio?
—El desplome de las galaxias —aventuró Sivain—. O puede que otra cosa. Ni la propia Yara lo sabe. Pero no cesa de oír ese nombre, Sandra, repitiéndose una y otra vez por todo el código fuente. El espacio Synder se ha vuelto loco de repente, y no para de cantar la proximidad de ese nuevo ente.
—No lo entiendo.
—Nosotros tampoco, pero Yara te necesita, Joviann. También ha pronunciado tu nombre.
El ejecutivo alzó las cejas.
—¿El mío? Pero ¿cómo…?
—Te intelectaste, ¿recuerdas? Durante un breve período de tiempo estuviste allí, suspendido en la Synder. Dentro del cuerpo de aquel androbot en el que te abandonó Semra. Creo que Yara oyó tu voz cuando la llamaste.
Joviann se sentó junto a ella.
—Necesito verla, Sivain —suplicó—. Es lo último que pido, antes de morir.
—No vamos a morir —replicó ella, enfadada—. Ten confianza en tu familia por una vez.
—¿Y si no hay nada más allá del Bolzai? ¿Y si el Arca llega hasta el final del universo y cae por el borde?
Sivain meneó la cabeza.
—Aún no sabes lo que es la Synder, ¿verdad? —susurró, enigmática. Se puso en pie y acompañó a Joviann hasta la chimenea, en la esquina sur de la habitación. Abrió un pasadizo secreto y señaló la oscuridad de los recovecos—. Esta vía de escape te conducirá a la pista de despegue. Deja que la lanzadera te lleve hasta la saltoárea.
—¡Espera! —la detuvo Joviann, refrenando las preguntas para que no escaparan a borbotones de su boca—. ¿Por qué Yara os pide ayuda? ¿Qué es exactamente el espacio de trabajo Synder?
—La Synder forma parte de la psique del creador de este universo, Joviann. Es su memoria de trabajo. —Cerró el túnel tras él—. La mente de Dios.
Valeris
Una hora antes de que la mano de Lina Kolbrand surgiera de la multitud, estirándose agónicamente hacia ella, la doctora Valeris Adyanti todavía se estaba haciendo preguntas. Preguntas para las que en realidad nadie tenía respuesta, aunque, sí, datos había. Y muy completos. Las observaciones de los grupos aislados de científicos se fueron acumulando en estratos de importancia, amontonando más y más franjas y sedimentos de números, hasta que los repetidores cayeron y el flujo cesó. Entonces, el mundo entero quedó en silencio.
Pero eso no fue óbice para que Valeris siguiera haciendo preguntas.
—¿Entonces, los cálculos son correctos? —se asombró, frotándose las sienes con infinito cansancio.
En los monitores, las curvas de datos corcoveaban como caballos desbocados.
Los científicos elandis se amontonaron a su alrededor.
—Eso creemos —confirmó el jefe del observatorio, un semivarón llamado Kaetar. Su aspecto general seguía siendo vagamente humano, a pesar de todo el DNArte que su especie había asimilado como propio a lo largo de los siglos; pero ahí seguían insinuándose las proporciones bípedas, por debajo de la cabeza blindada, el abdomen de insecto que albergaba su gran cerebro y las piernas multiarticuladas que se doblaban debajo—. Cuando las estrellas se colapsan, justo un minuto antes de su paso a la fase nova, se abre un agujero blanco en el núcleo. —Señaló las gráficas con un dedo que estaba a medio camino entre un hueso cubierto de carne y una antena de pura fibra—. Mire aquí. Y aquí. Los picos de espectrometría no pueden significar otra cosa. ¿Sabe lo que esto significa?
—En la misma muerte de las estrellas podría estar nuestra salvación —comprendió Valeris, con un estremecimiento que recorrió su columna vertebral. Por fin, por fin, por lo más sagrado, había una oportunidad, aunque fuera minúscula. Un casi imperceptible destello de esperanza al final del túnel—. De alguna manera… se generan antirrelés enroscados sobre sí mismos en el último estadio del hidrógeno, túneles que podrían ser surcados por naves. ¿Alguien tiene alguna teoría sobre adonde conducen? —Miró con intensidad al nervioso grupo de insectos humanoides. Ninguno de ellos fue capaz de sostenerle la mirada.
—Aún no poseemos información sobre esa cuestión —dijo Kaetar, abatido—. Ni siquiera sabemos si esos túneles tienen salida a alguna otra parte del espacio real. Sería conjeturar demasiado. Pero sí sabemos que se mantienen estables incluso después de la destrucción de la estrella, aunque por poco tiempo.
—Eso me basta. Lo único a lo que podemos agarrarnos es a esa posibilidad, por pequeña que sea. Si hablamos con el ejército, podrían trazar un plan de evacuación para la gente de los sistemas solares que aún quedan en pie. —La esperanza renació en las pupilas de Valeris—. ¡Lo sabía! ¡Los agujeros blancos son la clave! Si mi equipo de la estación pudiese ver estos informes…
—Me temo que la red de antenas de la Ultralínea ha muerto —apuntó otro elandi—. Compartir esta información con otros equipos, en otros mundos, es imposible, a menos que la llevemos físicamente con nosotros.
Valeris miró a través de la ventana del búnker. Los laboratorios se hallaban en las afueras de la ciudad, en un polígono industrial. Desde allí, como desde muchos lugares del extrarradio, se divisaba la arcología en la que vivía la hermana de Lina.
—Puede que exista una solución —meditó—. Conozco a una persona que tiene una nave propia, un balandro bien construido y muy rápido. Si consigo reunirme con ella, podría trasladarme a una de las naves de mando que hay en órbita, y desde allí enviar emisarios militares a los sistemas vecinos.
Los científicos compartieron miradas inquietas. Kaetar expresó en voz alta lo que los demás pensaban:
—La ciudad es presa del caos. Si sale ahí fuera la matarán. Deje que intentemos construir un equipo de radio de onda corta. Tal vez podamos enviarle un mensaje cifrado a la antena de ese balandro.
—No hay tiempo —dictaminó Valeris—. Inténtenlo de todos modos, pero yo tengo que irme ya. La nave está atracada en aquella arcología. —Cogió sus cosas—. Deséenme suerte, o bendiciones divinas, o lo que sea en lo que crean.
Metió los documentos en un maletín y añadió varias esferas de memoria. Si estaba en lo cierto, en aquellos simples cristales iba contenida lo que podía ser la única esperanza para los aerobios, y para el resto de las especies sofontes.
Salió al exterior. El maletín colgaba encadenado de su muñeca, balanceándose con un gracioso tintineo. Un rumor de multitudes enfebrecidas llegaba desde lejos, en alas de la brisa. Olía a metal quemado. Del centro de la ciudad brotaban varias columnas de humo muy denso y oscuro.
Kaetar se despidió de la doctora, sacudiendo amigablemente dos de sus cuatro brazos, y se encerró a cal y canto con sus colegas para construir esa radio artesanal que sería su única forma de comunicarse.
Valeris tomó aliento y puso un pie delante de otro, lentamente al principio, luego con más rapidez. Estaba temblando de miedo, pero la responsabilidad era demasiado grande, y sólo ella podía llevar a buen término aquella misión. Ahora entendió aquella frase que le dijo Lina Kolbrand cuando escaparon de la estación, con los zánganos Ur pisándoles los talones, sobre que ser un héroe sólo era hermoso y romántico si lo leías en un poema, pero no cuando vivías en tus propias carnes las experiencias que te obligaban a serlo.
La doctora caminó entre calles desoladas amenazando a los pocos transeúntes con que se topaba con el arma que le había dado Lina. Pocos se acercaron, pero mareas humanas incontroladas fluían por las avenidas anexas incendiándolo todo y gritando eslóganes incoherentes, reivindicando causas que sabían perdidas y exigiendo responsabilidades a una autoridad civil o militar que, en realidad, ya no estaba allí. Los individuos de la urbe desaparecían: conforme iban transcurriendo las horas hasta el inevitable final, sólo iban quedando las masas.
Alguien activó un reproductor de música en lo alto de un edificio. Quizá fuese su última voluntad antes de morir. Las notas de una composición cuyo origen nadie sabría precisar arrancaron ecos gemebundos de las torres de cemento:
Separar la tierra palpitante
Flotar en la tiniebla en busca de raigambre
En la edad lisonjera en que es sueño la vida,
Cuando sin rumbo navegas en busca de tu nombre,
El fantasma seductor se pregunta
Si aquel dios era un demonio o era un hombre.
Una pared se vino abajo. El sonido desapareció y sólo quedaron las imágenes. Películas en cámara lenta de tanques arrollando seres humanos, de niños cayendo de las azoteas, de EVs chocando contra los rascacielos, de personas desesperadas que no sabían qué hacer con sus últimos minutos de vida. De una esfera solar que se iba consumiendo a sí misma, envejeciendo a ojos vista, mutilándose, arrancándose lascas de luz con espantosa precisión e hiriendo con ellas lo que quedaba de cielo.
Palabras, dadme cuanto existió y existe.
Atmósfera del vacío, quimera de despojos,
Al templo placentero os guiaré sin ojos
A contemplar de lejos su morada,
El noble señorío de una aurora triste.
Valeris fue arrastrada por la marabunta. Manos anónimas le arrebataron el arma y la dispararon al azar contra otras manos. Cayó al suelo. Ruido. Gritos. Patadas. Pies. Pies por todas partes que le hacían daño, la cadena, la cadena que la unía al maletín se rompió y éste fue aplastado por la gente. Los vitales papeles fueron separados de ella, perdiéndose en la nada del todo, en la incoherente amalgama del caos.
Los preciosos cristales de datos se astillaron bajo las suelas de cientos de hombres y mujeres que suplicaban que alguien los sacase de aquel infierno. Una mujer histérica agarró el maletín. Valeris intentó quitárselo, pero sólo logró doblarse su propio brazo en una dilección opuesta a la que permitía el diseño de la articulación. Valeris chilló. Las gruesas venas de sus sienes se retorcían e hinchaban como si tuvieran vida propia.
La doctora se desgañitó para hacerse oír, para rescatar los tesoros que la turba descerebrada estaba destruyendo en su ciega carrera hacia ninguna parte; pero fue inútil. La mujer que le había quitado el maletín cayó aplastada por la masa y arañó el aire con las manos, como si se estuviera ahogando en un mar embravecido.
Valeris trató de avanzar contra corriente. Fue imposible. Nada habría podido navegar contra aquella masa, ni siquiera una nave-A.
Una mano que surgió de la nada la agarró por el cabello, tirando con fuerza hasta casi arrancarle la cabeza de cuajo. Las vértebras de su cuello gimieron. Esa mano sacó de allí a la doctora y la llevó a un lugar apartado de la muchedumbre, entre minúsculos pasitos y violentos empellones.
Valeris no se percató hasta mucho más tarde de que había sido la mano de Lina.
Cenicientas nubes que tronan el llanto
Del camino que jamás pisaré, victorias y derrotas.
Del cielo herido surge el amargo canto
De lluvias de jade, horizontes lejanos y travesías remotas…
Travesías remotas…