Informe horario n.° (ERROR)
Charlemagne=Agnes
Cayendo a través de la mente urtiana, esquivando líneas de código y arrecifes de instrucciones, la velocidad se torna tiempo y en los entresijos del tiempo se ocultan andamios. El ente Charlemagne=Agnes descomprime paquetes de datos como quien abre cajas de sorpresas, paquetes que guardan cosas como:
CHARLEMAGNE: NOMBRE DE ESTA ENTIDAD. ORIGEN: UNIVERSO DE CONTROL. ESPECIE: HUMANA. ESCALA DE DESARROLLO: VARÓN ADULTO. DETALLES: ESPECIALISTA EN DESÓRDENES DEL SISTEMA OPERATIVO DE SU FAMILIA DE PRIMATES. UTILIDAD: HA DESARROLLADO UNA VARIEDAD DISFUNCIONAL DEL SO LLAMADA «DEMENCIA ESQUIZOIDE», QUE RESULTÓ ASIMILADA POR SU BIPOLO.
O también:
AGNES: SEGUNDA MITAD DEL ENTE. ORIGEN: UNIVERSO PARALELO SUPERIOR. ESPECIE: ¿HUMANA? ESCALA DE DESARROLLO: HEMBRA ADULTA. DETALLES: FUE DESTRUIDA EN ALGÚN MOMENTO DE SU EXISTENCIA EN EL UNIVERSO SUPERIOR, PARA LUEGO SER RECONSTRUIDA. ESTA RECONSTRUCCIÓN ES LA QUE HA TRASPASADO POR ÓSMOSIS LA BARRERA Y HA PENETRADO EN NUESTRA REALIDAD.
Ósmosis entre realidades. Por fin pudo entenderlo. Para eso servían las misteriosas Xfinges que cada varios siglos surgían de forma espontánea en la Variedad: para igualar el contenido intelectual de cada universo. Para igualar las concentraciones psi de la noosfera.
Charlemagne=Agnes entendió su propósito. La Noótica urtiana, la suprema mente Ur, quería que ellos fueran la baliza de guía entre las realidades. El heraldo, a falta de encontrar una palabra mejor. Agnes había cruzado antes, así que ya conocía el camino, y la locura de Charlemagne la protegería en el viaje de regreso. Era un plan tan sencillo como peligroso: Él / ella (¿ello? ¿ellae?) sería el primero en vadear el río cuando se abriese el portal. El resto de la civilización urtiana —y los escasos sofontes que lograsen burlar sus defensas en la brutal batalla que se avecinaba— los seguirían por el mismo camino, porque una vez abierto el túnel, no podría volver a cerrarse. Hasta que la Variedad se desplomara sobre sí misma como una partícula cuántica, claro.
Pero ¿por qué exactamente allí, en aquel preciso lugar del Bolzai, a miles de años luz de ninguna parte?
La supersustancia de la información que unía a Agnes y Char se tornó carne, un milagro: el laberinto de datos que estaba recorriendo abarcó un complejo de cientos de naves y decenas de mundos. Saltó de uno a otro sin notar la transición. La ecología del radicórtex no contemplaba el tiempo como una constante.
Recogió fragmentos sueltos de código y los hilvanó. Esos radicales libres le contaron cosas, secretos inconfesables que no estaban a disposición de ningún otro ser viviente. Bocetos del plan de supervivencia urtiano, como:
FECHA: 910034/22FC. SUCESO: HALLAZGO DE UNA SINGULARIDAD EN EL ESPACIO CONOCIDO COMO MAR DE BOLZAI. FISURA DETECTADA EN EL CONTINUO ESPACIO-TIEMPO.
Una fisura… sí, y un paso también. Un poro abierto entre realidades. Indagó en la mente de Agnes, como si quisiera aprehenderse de su saber, y halló una posible explicación:
LOS ANTIGUOS ERUDITOS DE LA MENTE CREÍAN EN UN MITO. SEGÚN ELLOS, DEBE HABER UNA REGIÓN EN EL ENCÉFALO DE LOS SOFONTES DONDE TODOS LOS PAQUETES DE PENSAMIENTO SE REÚNAN Y COTEJEN, DONDE SUMEN SUS CARACTERÍSTICAS Y SEAN OBSERVADOS EN CONJUNTO. UN LUGAR EN CUYO INTERIOR LA INFORMACIÓN SE REÚNA Y SE VALIDE. ES LA CÁMARA DE REVELADO DEL CEREBRO, LA TEORÍA DE LA HABITACIÓN OSCURA. ENTRAN DATOS; SURGEN PENSAMIENTOS, REALIDADES.
¿Era posible? ¿Funcionaba así la mente de los sofontes? ¿Eran tales los soportes de su sistema operativo?
Y si tal aventurada teoría era cierta, ¿qué era ese punto en el espacio, esa mella en el diamante? ¿Por qué Agnes podía subsistir en ese universo perteneciendo en realidad al otro?
COMO TODA TESIS, TIENE SU ANTÍTESIS. EL DIÁVOLOS, LA FRECUENCIA A LA QUE LOS INSTRUMENTOS MUSICALES NO SE PUEDEN AFINAR. UNA FISURA EN EL INTERIOR DE LA HABITACIÓN OSCURA DONDE LAS LEYES COMUNES NO SE APLICAN. SI HAY UN PENSAMIENTO QUE AL ENTRAR EN LA HABITACIÓN POR CASUALIDAD QUEDA ALOJADO EN EL DIÁVOLOS, PODRÁ ESCAPAR A TODAS LAS LEYES, LIBRARSE DE TODAS LAS INTERPRETACIONES.
CUALQUIER HAZAÑA SERÁ POSIBLE PARA ÉL PORQUE NADA HABRÁ QUE LO ATE A LAS CADENAS DE LA LÓGICA.
El Diávolos. La teoría de la Habitación Oscura.
Charlemagne=Agnes se revolvió de placer. Ahora conseguía entenderlo. Agnes estaba alojada en ese dígito que echaba por tierra la teoría, la excepción usada para confirmarla. Y no era la única. Había otro. Un segundo ente que, al abrir la puerta, había penetrado en el universo de la Variedad con ellos, y, por lo tanto, también estaba alojado en la fisura del diamante.
El guerrero.
El hombre que combate las Anomalías, las expresiones del Dios Creador de la Variedad. El Verbo.
¿Dónde estaba ahora ese guerrero? Se acercaba, podía sentirlo. Los urtianos lo temían, por eso atacaron los mundos aerobios. Trataban de cazarlo antes de que pudiera alcanzar el portal y destruirlo, y con ello arruinar su única posibilidad de salvación. Ése era el verdadero motivo de la guerra.
Charlemagne=Agnes rió: tantos mundos arrasados, tantos millones de seres aplastados por la despiadada bota urtiana, y todo para matar a un solo hombre.
Pero aún estaba vivo. Sí, y estaba cerca. Ecos de decisiones no tomadas y de acontecimientos que aún estaban por ocurrir llegaban muy difuminados hasta sus oídos, cantando las loas del futuro. Y en ellas persistía la huella de aquel hombre.
Seguía vivo, y en algún momento acabaría llegando hasta ellos.
Lina
El apartamento de Geishel era en realidad un espacio aprovechado entre varias terrazas hidropónicas. Los arquitectos de la arcología se habían encontrado con unos cuantos metros cuadrados libres entre jardines y habían decidido edificar allí una vivienda más de las muchas que poblaban el nivel del invernadero. Gracias a ese pequeño fallo de diseño, ese despiste estructural, la vida de la familia que había adquirido aquel espacio había mejorado considerablemente.
Para empezar, Lina se dio cuenta de que no había vecinos. Al estar rodeado por jardines, el apartamento de su hermana se libraba de los molestos ruidos aparejados con la convivencia en un gran edificio. En segundo lugar, su terraza era una pequeña maravilla, abierta a tres espacios poblados de flores de mundos extraños y a las fragancias con que éstas saludaban cada amanecer. Era una gozada salir a respirar aquellas caricias olfativas y dejarse arrastrar por su salvaje irisación estacional.
No es que el piso fuera demasiado grande, a decir verdad: había un salón dividido en dos pequeños ambientes por un sofá; una cocina integrada en una esquina, detrás de un tabique; un escueto pasillo que apenas robaba metros al conjunto y tres habitaciones, un dormitorio mayor y dos pequeños. Astutamente, Geishel había robado espacio a su propia terraza para construir un pequeño cuarto, donde meter los trastos y las máquinas de lavar, sabiendo que, como la terraza estaba abierta por un lateral a uno de los jardines comunes, se podía colocar allí una especie de pasarela, protegida por una puertecita de plástico duro, para poder ir al jardín a tomar el sol. Al fin y al cabo, ningún otro vecino iba nunca allá afuera a contemplar el paisaje. Sólo los tentáculos del robot jardinero culebreaban entre los arbustos cada cierto tiempo para cumplir calladamente con su misión, y no eran muy molestos. En total, la casa de Geishel sólo era un poquito más grande que el espacio habitable a bordo de la Eurídice, pero estaba muy bien apañada. La principal diferencia estribaba en que ella tenía que compartirlo con otras tres personas y… ¿un gato?
En efecto, una mascota rondaba por la casa, acechando a los animalillos que de vez en cuando se colaban por el jardín, aunque Lina no estaba segura de que pudiera ser catalogada dentro de la familia de los felinos. Era un animal pequeño abrigado por un bello pelaje híspido, de un color crema salpicado aquí y allá de manchitas azules. Parecía un gato, pero siseaba como una iguana cuando estaba enfadado y no tenía colmillos, sino dientes romos, de herbívoro, así como dos largas orejas afiladas que se fundían en una sola detrás de la cabeza. Vastee era quien se encargaba de su cuidado. Por lo visto no era ni hembra ni macho, sino una especie de hermafrodita.
Se llamaba Gumbel. El pequeño de la casa le tenía puesta en su cuarto una casita de muñecas acondicionada con un bebedero y un trapo para los desperdicios, y todos los días se encargaba de limpiarla. La casita tenía también una rueda giratoria, pero el animal no parecía muy propenso a hacer ejercicio. Lo que más le gustaba en el mundo era dormir, salvo cuando salía de excursión por la fachada de la arcología a atormentar a los pájaros de algún vecino (no se los comía, porque a todas luces era herbívoro, pero por alguna misteriosa razón le encantaba ver cómo se retorcían de terror en sus jaulas cuando él estaba cerca). Todo eso se lo contó Geishel aquella tarde, la tarde antes del desastre, mientras enseñaba a Lina el hogar de los Kolbrand. Las reacciones de la hermana mayor de Vastee hacia el animalito no eran muy positivas (los explosivos «¡deja de lamerme, maldito bicho!» o «¡bájate de ese sillón, bola peluda, que lo llenas de pelusa!» con que lo espantaba a la hora de almorzar dejaba claro quién de los dos se había empeñado en traer mascotas a casa). Pero Mineia también tenía sus manías, y poco a poco había ido llegando a un statu quo con su hermanito, en base al cual ella no se enfadaba más de lo necesario con el pobre Gumbel, y Vastee no se chivaba a su madre cuando sorprendía a Mineia besándose con algún chico de camino a casa. La escuela de la arcología sólo estaba a tres pisos de distancia, y había que saber aprovechar cada recodo si se quería retrasar un poco la vuelta al hogar.
Lina absorbía cada ápice de información que había allí dentro, contenido en aquel pequeño ecosistema familiar, con la misma intensidad con la que interpretaba las lecturas sobre los cuásares lejanos o las novas en explosión. Tenía todos sus sentidos puestos en cada aspecto de la vida de su hermana, traducido en mil pequeños detalles que festoneaban el salón, la cocina, los dormitorios. Incluso las manchas en la alfombra que delataban dónde se había derramado cada taza de leche cuando los niños estaban aprendiendo a comer solos.
Era fascinante. Más que los misterios del espacio profundo.
Geishel tenía una especie de diario, que Lina habría dado lo que fuera por llevarse al Halo a estudiarlo en soledad. Quería saber más. Necesitaba saber más. Quería ver qué se había perdido tras tantos años de revolotear entre las estrellas. Era interesante comprobar cómo, ahora que estaban tan cerca la una de la otra, el canal de anhelos funcionaba en ambos sentidos. Geishel estaba terminando de hacer las maletas, practicando juegos malabares para ver cómo cabían las mil cosas esenciales de su familia en tan pequeño espacio (mientras Neit seguía convenientemente ajeno al problema, charlando con Heith en el salón y dejando que su mujer se ocupase de todo). Y por supuesto que rabiaba de impaciencia por subirse al balandro de su hermana y partir lejos de aquel planeta. Pero Lina también ardía en deseos de saber cosas sobre ella. Y eso la sorprendió. Ahora resultaba que la aguerrida exploradora celeste era la que no quería marcharse.
¿Es así como habría sido su vida de no haberse empeñado Geishel en que estudiase la carrera de piloto? Con gatos, niños, problemas de espacio en las maletas… Un diario íntimo. Lina se preguntó por qué ella nunca había empezado ninguno, disponiendo además de un espacio infinito de almacenamiento en el Halo. En una ocasión había oído decir a alguien que las personas que viven plenamente el día a día no necesitan escribir sus recuerdos, porque no tienen necesidad de retornar al pasado para ser felices. Qué gran mentira. La puerta al pasado siempre se terminaba abriendo, sobre todo a medida que una se iba haciendo mayor.
Geishel asistía regularmente a un club de lectura. Ése era uno de sus pequeños triunfos. ¿Cuál sería el equivalente en su vida?, se preguntó Lina. ¿Qué estaría haciendo ella mientras su hermana daba rienda suelta a los delicados placeres del espíritu? Se lo imaginó: Geishel yendo a dejar a los niños en el colegio y después a hacer la compra, mientras Lina carbonizaba un convoy urtiano a lomos de la onda de choque de una nova. Geishel desgranando los mil y un significados de un verso en su club literario ante un corro de hipnotizados oyentes, mientras Lina zigzagueaba por los muelles de la Clepsidra y hacía cabriolas sobre una grúa, huyendo de las autoridades portuarias. Geishel anotando los acontecimientos y pensamientos más relevantes del día en su diario mientras Lina trazaba canales de fuga en el Halo e hilvanaba con encajes de iones la cromosfera de un sol.
¿Cuál de las dos versiones de la misma Kolbrand era mejor? ¿La suya o la de su hermana? ¿O eran complementarias?
Lina se secó una lágrima que amenazaba con romper su fachada de dura comerciante espacial. Ayudó a su hermana a cerrar la primera de las cuatro maletas, sentándose encima, y se dio cuenta de que Vastee le estaba enseñando su gato.
—Se llama Gumbel —dijo con su vocecita tímida, que todavía arrastraba las «R».
Lina alargó una mano para acariciar al animal, pero éste se revolvió en los brazos de su amo, inquieto, y prefirió no tocarlo, sino sólo hacer el amago.
—Es precioso —dijo Lina—. ¿Dónde lo conseguiste?
—Mamá me lo compró.
—Hay una tienda de mascotas en el nivel del bulevar que le encanta —explicó Geishel, doblando unas camisas—. Solemos ir allí a menudo. Una vez vio a ese bichito en una jaula y no hubo manera de hacerlo salir de la tienda sin comprarlo. —Miró con fingida cara de reproche a Vastee, quien alzó el gato por encima de su cabeza y exclamó:
—¡Mira lo que sabe hacer!
Y lo lanzó contra la pared.
Lina no estaba segura de qué pretendía Vastee que el gato hiciera, ni que el bicho tuviese claro qué se esperaba de él; pero lo cierto es que rebotó contra la pared, cayó sobre la manualidad de Vastee y salió corriendo de la estancia, enfadado. El pequeño salió corriendo detrás.
—¡Espera! —gritó—. ¡No te vayas! ¡Tienes que hacerlo como lo hemos ensayado!
De fondo se oyó la voz de Mineia, que berreaba:
—¡Mamá, dile a Vastee que no entre en el baño mientras estoy yo, por favor! ¡Maldito crío!
Lina y Geishel soltaron una risita al mismo tiempo, tremendamente simétrica.
—¿Cómo te las has arreglado para sobrevivir a esto? —preguntó la capitana, asombrada.
Su hermana se encogió de hombros.
—Bueno, criar un niño es más fácil que atracar en la saltoárea, eso por descontado. Sólo tienes que tener paciencia y saber escuchar en el momento oportuno.
—Yo no estaría tan segura… —murmuró Lina.
En ese momento, su pulsera de datos emitió un zumbido.
Geishel la señaló, extrañada.
—¿Qué es eso?
Lina frunció el ceño.
—Es la llamada de alerta de la doctora Valeris —dijo con cierta preocupación—. La capto muy cerca de la arcología.
—¿Tu amiga la doctora?
—Sí, antes de marcharnos le di mi código. Le dije que si tenía problemas y quería localizarme, me enviase un mensaje de rebote al Halo. Creo que es esto. Lo que me extraña es la firma tan rara de código elandi que lleva.
Lina fue hasta el salón. Heith se levantó del sofá, que ya retenía su silueta. Se lo veía agotado por la cháchara vacía del marido de Geishel.
—¿Qué ocurre? —preguntó, esperanzado. En sus cejas se leía la ansiedad porque Lina le dijese que los urtianos estaban atacando el planeta, o algo así.
—Es Valeris, está viniendo hacia aquí. Lo mejor será que vaya a buscarla.
—Te acompaño —dijo, y su tono de voz no admitía réplica.
—Como quieras. —Lina miró a su hermana—. Volveré enseguida, no te preocupes. Ten el equipaje listo.
En los ojos de Geishel titilaba el miedo, pero aceptó la promesa de su hermana.
—Ten mucho cuidado. Eso de ahí fuera es el caos.
—Lo sé. Volveré antes de que os deis cuenta, lo prometo.
De repente, la intensidad de luz en la estancia disminuyó drásticamente, como si alguien hubiese apagado una lámpara. Sólo que la lámpara estaba situada fuera de la casa, en el mundo exterior.
Vastee fue corriendo a asomarse a una ventana y exclamó, entusiasmado:
—¡Mira, mamá, un eclipse!
Los adultos también se asomaron. El sol había dejado de emitir tanta luz como de costumbre, y apenas hacía daño a los ojos cuando se lo miraba detenidamente. Si uno se fijaba durante un rato, incluso podía ver que algo raro le estaba pasando a su circunferencia.
De la calle llegó un chillido lejano, indistinto, el clamor de miles de seres aerobios a los que se les contraía al mismo tiempo el corazón.
Nadie dijo nada. No hacía falta. Lina salió por la puerta, seguida a muy corta distancia por Heith. Desde una esquina del salón, el gato los acechaba con expresión de alerta, en completo silencio, como si pudiera ver cosas que ninguno de los humanos era capaz de captar.
Jan
La batalla comenzó en el mismo instante en que la flota abandonó el Hipervínculo. Jan sintió el brusco acelerón del crucero, y oyó los estampidos de las atómicas golpeando el casco.
Reptó por los conductos de ventilación hasta llegar a los hangares. Varias escuadras de cazas de alta maniobrabilidad se aprestaban a despegar; Jan vio a los pilotos correr por la pista, poniéndose los cascos de transferencia de pensamiento. Treparon por las escalerillas hasta las carlingas de los aparatos o fueron tragados por éstos cuando pasaban entre el bosque de trenes de aterrizaje. Las grúas del techo dejaban caer los cazas sobre la cuna de salto, y ésta los propulsaba más allá de los campos de fuerza del hangar, hacia las violentas e hiperenergéticas profundidades de la batalla. Gran parte de aquellos cazas eran automáticos, gobernados por particiones elementales de la gran mente del crucero madre, pero algunas escuadras seguían llevando pilotos de carne y hueso; pocas simulaciones eran capaces de recrear la respuesta humana al peligro y el impulso sagaz y creativo ante la adversidad que ésta conllevaba.
Jan desencajó la tapa del conducto de ventilación y saltó al hangar. El campo de invisibilidad de la armadura lo protegería de los sistemas de detección de intrusos. Aun así no deseaba quedarse allí mucho tiempo, y menos sabiendo lo que estaba sucediendo fuera. La flota aerobia estaba compuesta por quince legiones de doscientos cincuenta cruceros, apoyados por lanzas de combate. Teniendo en cuenta que cada crucero desplegaba una media de quinientos cazas, bombarderos, cazabombarderos, cañoneras, satélites y naves-línea de comunicaciones de bajo nivel, en total había una supermanada de casi dos millones de naves de diferente tamaño, dividida en nueve grupos, atacando al mismo tiempo el emplazamiento urtiano. La flota aerobia, una vez desplegada, formaba una nube tan densa de vehículos que oscurecía las estrellas que había detrás, un opaco y denso enjambre que abría lentamente sus tentáculos para rodear al enemigo.
El enemigo.
Sólo el aterrador aspecto de éste en la lejanía bastaba para quitar el aliento. No era una flota, ni un ejército. Se trataba de una única nave, una agregación de cruceros y naves-mundo que, encajadas unas en otras, siguiendo el patrón fractal inmanente a la arquitectura urtiana, había conformado la mayor nave de guerra que Jan hubiese visto jamás. Una estructura con forma espinada, una estrella de guerra erizada con miles de puntas que rotaba lentamente en el vacío. Medía una diezmilésima de UA de diámetro, y su sombra bastaba para ocultar a toda la flota aerobia la luz de los soles fronterizos con el Bolzai.
Jan sintió miedo. Lo que estaba viendo a través de la puerta del hangar era el máximo exponente militar de toda una civilización. Estaba claro que los urtianos habían encontrado algo, aún no sabía qué, y estaban tratando de protegerlo con todos sus recursos. Ese algo podía ser un objeto, una nave, una idea abstracta, un fragmento de su universo que hubiese viajado con él cuando traspasó la barrera…
… O un lugar. Un punto exacto en el espacio.
Jan apretó los puños. Sí, podía ser tan sencillo como eso. Por ese motivo desplegaban todo su potencial tan lejos de los mundos de la Variedad. Un punto concreto en el vacío, unas coordenadas inamovibles que fueran importantes en sí mismas. Pero ¿por qué?
No lo averiguaría quedándose de brazos cruzados.
Un robot de carga pasó frente a él, armado con dos docenas de misiles. Lo siguió hasta llegar a la zona del hangar donde esperaban los pilotos. Sus naves iban siendo colocadas por enormes brazos articulados en las cunas de lanzamiento mientras calentaban motores. Resultaba doloroso para los seres vivos acercarse a aquellas naves: eran verdaderos hornos de microondas a nivel del casco, y si se las miraba con los instrumentos adecuados, podían verse los campos de código M ardiendo como coronas barrocas alrededor de los motores.
Jan se deslizó como una sombra hasta uno de los pilotos y lo dejó sin sentido. Sus compañeros, concentrados en la calibración de pilotaje, ni siquiera lo advirtieron. Cuando llegó el turno del piloto al que había sustituido, Jan subió al cazabombardero, un feo pájaro de morro afilado y alas de geometría inversa, que cargaba con más kilos de armamento que la masa total de su fuselaje. Su armadura pirateó el casco, reduciéndolo a un mero sistema esclavo y enlazándose de esa forma con la cognoscitiva del caza. La nave se convirtió en una extensión del piloto: Jan abrió los dedos y los postquemadores fásicos rugieron; alzó las cejas y el tren de aterrizaje se recogió. Hizo el gesto de dar un paso y la nave aceleró, saliendo despedida como una bala cromada a través de la cuna.
El crucero quedó atrás, con la relativa seguridad de sus corazas y su poderoso blindaje de energía, y Jan entró en otra dimensión de la batalla, una que era parte de la forma de hacer la guerra desde el comienzo de los tiempos: el hombre solo, abandonado a su suerte en medio del campo de batalla, con una espada y un escudo en las manos como única protección contra el desastre.
Recibió la orden de sumarse a un grupo. Jan sonrió y permaneció en silencio absoluto de radio. Que pensasen que algo fallaba en las comunicaciones hasta que alguien encontrase el cuerpo inconsciente del piloto (al que probablemente acababa de salvar el pellejo) en el hangar. Para hacer más creíble la artimaña, desconectó el circuito de comunicaciones y quemó un cable.
Miró alrededor, al espacio henchido de destellos de impulso, de explosiones nucleares, de bombas de racimo que colisionaban contra murallas impenetrables, de barras de luz que hendían el vacío como bisturís cuánticos. De agonía, dolor y muerte, tanto biológica como artificial.
El radar se hizo eco de una mixtura de cuerpos masivamente acelerados que se aproximaban a su posición; provenían de la mundo-nave Ur. Jan confirió máxima potencia a los impulsores y se apartó de su trayectoria, abriéndose en abanico junto al resto de los cazas. Invisibles y letales rayos de alta energía zumbaban con la cólera de los mismos dioses a su alrededor.
Ya no quedaba tiempo para pensar. La batalla final por la supervivencia en aquel universo «pompa de jabón» había comenzado. Y, aunque jamás lo admitiría en voz alta, Jan reconoció para sí que los aerobios llevaban las de perder.
Charlemagne=Agnes
Habían llegado. Los aerobios ya estaban allí, revoloteando en torno a la titánica colmena Ur en su patético intento por sobrevivir. Tratando de asesinar a sus amos, cuando semejante empresa era imposible hasta para los dioses.
Porque los Ur también eran dioses, a su manera.
El código de la Noótica lloviznaba sobre la inmensa planicie de datos. Charlemagne=Agnes se preparó. Su turno llegaría muy pronto.
En el centro de la mundo-nave, los generadores trabajaban a destajo para crear una fisura, una tremenda inyección de energía que abriese de nuevo el conducto entre universos. Los exploradores urtianos habían rastreado la Variedad y gran parte del Bolzai buscando a aquellos seres mitológicos, los Ángeles. Naves vivientes que serían sacrificadas para que su civilización pudiese sobrevivir.
Por los datos que transmitía la Noótica, el esquema de Ángeles no estaba completo. Los urtianos necesitaban un mínimo de tres de estas legendarias criaturas para hacer funcionar su máquina, pero sólo habían logrado capturar a dos. La tercera había sido robada por un corsario aerobio («¡un vulgar corsario con un simple balandro de mala muerte!») en las proximidades de la Espingarda Púrpura.
Tan elemental descuido, tan imperdonable fallo de planificación ponía en peligro la totalidad del plan. Amparada por la lógica, la Noótica jamás había imaginado que la audacia de un humano fuese tan desmedida como para atacar el convoy que transportaba el huevo del Ángel. Ese fue su mayor error: subestimar la locura.
T en menos veinticinco y contando. Los Ángeles cantaban sus canciones de entropía, revoloteaban en la jaula como sueños encerrados en una caja de música.
Más radicales libres de información, enroscándose y rebullendo.
Como ser privilegiado (observador no culturalmente inercial), Charlemagne=Agnes había tenido acceso a los instantes de apertura que los Ángeles habían inducido en los portales: nanosegundos en que los túneles palpitaban entreabiertos, y los observadores podían disfrutar de brevísimas instantáneas del otro lado.
Había creído ver la burbuja madre, en tiempos y lugares a los que nunca podrían acceder. También tuvo destellos de otras burbujas, que a su vez encerraban mundos muy distintos, civilizaciones tan diferentes a la suya que ni siquiera sería capaz de entender como meras abstracciones.
Charlemagne=Agnes lloró, pues de la necedad de los seres que poblaban el suprauniverso se derivarían consecuencias terribles para todos. ¡Cuánto conocimiento se perdería, cuántos libros permanecerían sin ser leídos, cuántas lenguas sin ser aprendidas! Pues, ¿qué sentido tenían las imágenes que los urtianos percibieron al espiar esas otras burbujas situadas tan cerca, y a la vez tan lejos?
Hubo un momento, un fugaz parpadeo de gloria, en que uno de los habitantes de ese otro universo giró la cabeza, como si notase que alguien lo estaba observando, y lo miró a él.
Charlemagne no podía creerlo. Era el primer —y tal vez único— contacto que jamás habría entre los heraldos de ambas realidades. Se trataba de una muchacha, humana, de no más de veinticinco años, con una larga cabellera plateada y ojos negros, que lo miraba desde el puente de una nave de insólito diseño. Un habitáculo forrado con lo que parecía terciopelo, con un gato dormitando plácidamente sobre las consolas de control.
La imagen se extinguió tan súbitamente como había aparecido. Charlemagne=Agnes dio gracias a los dioses por la locura que protegía su mente, pues ninguna criatura cuerda podía ser testigo de semejantes maravillas sin fallecer. Esa locura constituiría su defensa en el increíble viaje que estaba a punto de emprender. Desde que la Noótica le había permitido recordar que una vez tuvo un cuerpo físico, y que ese cuerpo fue el de un simio desnudo, había dado gracias infinidad de veces por el gran paso adelante en la evolución de su propia forma de vida, que le habían hecho como regalo de bienvenida al colectivo.
Ahora, les devolvería el favor. Iba a ejercer de nuncio en la migración masiva de inteligencias entre dos universos completamente desiguales. ¡Él, un antiguo psiquiatra aerobio de triste futuro que habitaba en una ciudad ya arrasada por su sol!
El camino prometía ser, muy, muy largo, y sobre todo, difícil. Pero si había una senda hasta el paraíso, por estrecha que fuese, él pensaba encontrarla.