Capítulo 15

Informe horario n.° 6558999 / P 114

Cripto:
4
Asunto:
ALARMA: Las estrellas colindantes al Borde están devorando sus sistemas planetarios.
Extensión:
Desconocido.
Adjunto:
Por ahora, sólo audio.
Remite:
Desconocido. (La cabecera del mensaje se ha perdido debido al desplome de los repetidores cuánticos. Las dificultades en la recepción son cada vez más graves.)
Texto:

[…] Las consecuencias del Fenómeno ya no se limitan a las galaxias allende el Bolzai. Está empezando a ocurrir dentro de la Variedad. Acabamos de recibir una veintena de informes donde se describe una perturbación en la tasa de consumo nuclear de algunos astros. […] Han comenzado a crecer de manera desproporcionada, tragándose sus planetas y arrasando con la vida que éstos pudieran albergar. Aunque parezca una locura, estamos asistiendo a una aceleración en el proceso de envejecimiento en la secuencia principal que se salta millones de años en unas cuantas horas. Agotadas todas las vías de la ciencia, ya sólo nos queda rezar. […]

Fust

El Telesterion había sido decorado con guirnaldas enlutadas y lábaros de esparto, cintas y cintas de flores negras que lo hacían parecer un mausoleo. Joviann despertó en una de las habitaciones de la torre, tumbado junto al cuerpo de su prima Sivain. El sudor empapaba las pieles de ambos. Aún no había amanecido.

Habían hecho el amor, de eso se acordaba (pese a los esfuerzos del licor de uvas por sumirlo todo en una niebla espumosa), aunque no lograba visualizar el momento exacto en el que había aceptado volver a colocarse en el dedo anular el anillo de su familia.

Se lo quitó y lo dejó sobre la mesilla. No estaba acostumbrado al tacto de aquel objeto, a lo que implicaba. Era como ponerse en el dedo una espiga de fuego.

Sivain bostezó, moviéndose unos centímetros hacia el borde de la cama, hasta que su brazo derecho quedó colgando. Tenía la sábana enredada en una pierna.

—¿Qué ocurrió anoche? —preguntó Fust. Un brillo socarrón relampagueó en su mirada.

Su prima se incorporó.

—«Yazco a la sombra del tótem del deseo —murmuró, la boca llena de hormigas—, mientras el amante vierte su egotismo en los callados eventos del amor».

—¿Quién escribió eso?

—Nuestro abuelo, en una carta a tu madre. —Sivain se miró la pierna. Puso cara de estarse preguntando seriamente qué habían hecho para que la sábana acabase ahí, y con semejante nudo—. El muy cabrón a veces tenía momentos de romanticismo decadente.

—Chocante, realmente chocante. No lo creía capaz de escribir poesía.

Ella le guiñó un ojo, levantándose de la cama.

—Yo tampoco a ti, y mira —comentó, divertida.

Fust se ruborizó.

Sivain fue la primera en ducharse. Luego de que le tocase el turno a él, se vistieron. El ejecutivo no tardó en interesarse por los acontecimientos del día anterior, el afectado discurso ante el arrogante consejo de sabios y su impertinente respuesta.

—Los poderes que gobiernan nuestro linaje no parecen dispuestos a escuchar mi oferta —comentó con falsa desgana.

—Sí… han aprendido a rechazar por inercia cualquier proposición que venga de tu puño y letra. Deberías ir acostumbrándote, porque va a ser la tónica general de tu estancia aquí —le aconsejó Sivain.

Se había sentado al borde de un taburete de madera y estaba luchando con unas botas de tacón alto. El pantalón parecía demasiado holgado como para caber dentro de ellas sin formar unos pliegues muy feos, aunque puede que fuera eso lo que buscase; la moda es un ser caprichoso.

—Pues qué bien. Me había hecho ilusiones de que al menos me concederían el beneficio de la duda.

—¿Y por qué iba a suceder eso, de una manera tan espontánea?

—Porque mi historia es coherente, y si no han de creerme de todos modos —suspiró—, al menos deberían admitir que en estos casos la carga de la prueba debe recaer en quienes se niegan a admitir la veracidad de los datos. No en su defensor.

Su prima lo miró con ojos distintos a los de la noche anterior. Más centrados en él y en lo que representaba, como si Fust hubiese dejado de repente de ser un juego. Puede que pensara que se había convertido en una amenaza, o que la siempre caprichosa susceptibilidad humana diese otra muestra de su afición por los complots, guiñase un ojo y colocara un dedo ante su larga y entrometida nariz, para insinuar que, después de todo, Fust ya no era un miembro de pleno derecho de la familia.

Sivain se guardó para sí sus conclusiones.

—Dijiste que hoy buscaríamos a Yara —le recordó Joviann. Imaginó que no haría falta, pero quería hacerlo.

—No —puntualizó ella, que había logrado vencer la resistencia de la primera bota. Se dedicó un breve aplauso a sí misma y siguió con la otra—. Dije que alguien te ayudaría a encontrarla, pero no seré yo. Tu hermano Semra es quien domina tanto la tecnología Synder como para intelectar de vuelta la presencia de Yara.

—«Intelectar». Aún no me he acostumbrado a vuestra jerga.

Sivain se enfundó un vestido con lazos de muselina sobre el pantalón. Con un brusco movimiento de cabeza, se echó la melena sobre la cara y la peinó con los dedos. El «sistema digital», como lo llamaba ella.

—¿Qué crees que mueve el mundo, Joviann? —preguntó de improviso.

—¿A qué te refieres?

—A las fuerzas primordiales de la sociedad. ¿Cuáles son?

El ejecutivo dudó.

—Pues… no sé qué decirte. Es la típica pregunta que se les hace siempre a los niños, ¿no?

—Tú contesta, por favor.

—Supongo que un tira y afloja entre el amor y la ambición, por recurrir a lo más obvio. La ternura por un lado y el dinero por el otro.

—Pares opuestos.

No dijo más. Salió de la estancia, con Joviann a pocos pasos de distancia, y lo guió hasta el gran salón de recepciones. Allí esperaba su hermano, vestido con un traje de circuitos.

—Hola, hermanito —dijo Semra, nada más verlo.

—Hola, Semra. ¿Cómo estás? —correspondió Joviann.

Había visto por primera vez a Semra, desde su regreso a Anthelia, el día anterior, en la reunión del consejo. No sólo había representantes de la familia allí, sino personas a las que Fust nunca había visto y que supuso que formaban el corpus legal que arropaba los asuntos económicos del planeta. Semra apenas se había dirigido a él salvo para arrojarle (¿dispararle?) algunas preguntas capciosas. Joviann no recordaba exactamente si Semra era mayor o menor que él; eso formaba parte de las reminiscencias de la niñez que había ido guardando con el tiempo en un altillo de su mente que le costaría ir abriendo, pero lo cierto es que parecía mucho más joven. Bastantes años subjetivos habían pasado, cierto, pero el mentón anguloso, los ojos castaños y las cejas que parecían asediarlos más que protegerlos todavía estaban allí. Semra era un hombre muy reservado, con una mirada feroz que mantenía su semblante en un estado de constante ambigüedad.

—Yo no he follado con Sivain, si te refieres a eso —dijo Semra, cáustico—. Espero que te lo hayas pasado bien, dicen que es increíblemente fogosa. —Le tendió un auricular—. Sígueme, nos espera un largo viaje.

Se marchó sin esperar contestación. Fust lo siguió, incómodo. A su prima no parecía haberle molestado aquel comentario, sino todo lo contrario. Con una amplia sonrisa, los dejó a solas y se marchó hacia un ala anexa del palacio, llena de relojes de pared.

Coros de tics tacs y mariposas de alas sonrosadas le escoltaron hasta una puerta dorada. Junto a ella aguardaban cuatro mujeres reclinadas en tumbonas, abanicándose, cada una con un sirviente a la espalda. Repararon en que Joviann las miraba, y un revoloteo de risas surgió de detrás de los abanicos.

El ejecutivo arrugó la frente. A su alrededor estaban pasando cosas que no controlaba, no había que ser un genio para darse cuenta. Y no le gustaba.

Semra lo guió hasta una pista de despegue, en el jardín, donde esperaba un nóptero con espacio para dos tripulantes, con las alas plegadas tras el empenaje de cola. Semra ocupó el asiento del piloto y tensó el cinturón de seguridad. Fust hizo lo propio. En cuanto los sistemas se pusieron en marcha, un holograma rodeó el cuerpo de su hermano, anclándose a los chips de su indumentaria como un guante de yute.

Con un gesto preciso de la mano de Semra, el nóptero se elevó. Fust miró por la ventanilla y descubrió a Sivain tras una ventana del quinto piso. Le envió un saludo, pero o ella no lo vio o no quiso devolvérselo.

El nóptero puso rumbo sur y aceleró hasta romper la barrera del sonido. Pronto sobrevolaron el mar.

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —quiso saber Joviann.

Su hermano indicó un cuadrante en la brújula holográfica.

—El Yfrent, un vórtice de baja presión permanente sobre el Geum. —Se refería a la principal masa de agua del planeta, que se extendía a lo largo de cuatro mil kilómetros más allá de las costas de Epena, el continente que acababan de dejar atrás—. Es el único tifón estable que hay en Anthelia. Su física es parecida a la de los torbellinos de algunos gigantes gaseosos, pero a mucha menor escala.

—Me acuerdo de que el abuelo me habló de él en una ocasión. Pero nunca llegué a verlo. Recuérdame un dato: ¿cuánto tiempo lleva este tifón soplando sobre el mismo punto del océano?

—Unos dos mil años. Ha tenido rachas intermitentes de varios siglos en los que ha estado a un paso de desaparecer, pero algo debe haber en ese punto que lo hace resurgir de nuevo. —Semra apretó los dientes—. Como si el espíritu del mundo estuviese herido y sangrase por ese lugar.

Redujo la altitud y aceleró. El nóptero comenzó a generar una doble línea de espuma a popa. Fust se agarró al asiento cuando las turbulencias sacudieron el aparato; la pegajosa atmósfera oceánica se les pegó al casco mientras avanzaban entre una lluvia racheada.

—¿Es necesario ir a esta velocidad?

—Cobarde —diagnosticó Semra.

Joviann lanzó una maldición.

—¡No es cobardía, mierda, sino prudencia! Prefiero llegar de una pieza a… a donde quiera que estemos yendo.

—La velocidad es como la música —canturreó Semra—. Si tienes que reducir su volumen, es que estás demasiado viejo para escucharla.

Una mancha ocre apareció en el radar, un frente nuboso de seiscientos kilómetros que se alzaba en el horizonte. El océano se agitaba con la marejada del encuentro entre corrientes de diferente temperatura, sembrando de plumas argénteas la superficie. Las ráfagas de viento eran cada vez más feroces, pero el piloto no hizo el menor intento de reducir la marcha.

—Menudo cuento le largaste al consejo ayer —dijo Semra con inquina—. Era mi única opción, cuánto os he echado de menos, yo soy en realidad la víctima, bla, bla, bla. Seguro que te lo tenías muy preparado. Pero a mí puedes contarme la verdad; creo que merezco saberla, ya que estoy ejerciendo de guía.

—No mentí en lo que dije. Quiero salvar a este planeta.

—Claro, por supuesto que no mentiste, pero tampoco dijiste la verdad. Me creo eso de que quieres salvar Anthelia, como dices, pero el destino de tu familia me parece que te sigue trayendo sin cuidado. —Semra lo barrió con la mirada—. Cuéntame por qué has regresado tras tantos años, Joviann. Aunque sea para que quede entre tú y yo. Y no me mientas o te tiro fuera de la nave.

Aunque su tono era coloquial, Joviann tuvo la certeza de que estaba dispuesto a hacerlo. Así que se agarró a las correas del cinturón y explicó:

—Supongo que os habrán notificado que los urtianos están invadiendo los mundos de la frontera. Hay un conflicto a gran escala en marcha ahí fuera.

—Lo sabemos —dijo cansinamente su hermano—. Incluso hemos avistado hace poco una nave de aprovisionamiento urtiana cerca de este planeta. Runí y yo la estábamos examinando cuando recibí el aviso de que llegabas.

—¿Y no te preocupa que los urtianos hagan maniobras cerca de tu hogar?

—No, la guerra transcurre en un radián muy lejano a este sector, al otro extremo de la Variedad. Igual que el desplome de todas esas estrellas.

Fust asintió.

—Es cierto, pero si ya hay naves de suministro, eso significa que los cruceros no tardarán en llegar aquí. Los ejércitos de la Variedad hacen lo que pueden por frenarlos, pero su tecnología los convierte en enemigos muy peligrosos. Siempre han estado por delante de nosotros.

—Cuéntame algo que no sepa.

Otra turbulencia. Fust se agarró con más fuerza al cinturón. El aparato parecía diminuto y enclenque en comparación con las fuerzas que se estaban desplegando a su alrededor. En cualquier momento podía aparecer una mano divina en forma de viento y aplastarlo como a una mosca.

—Lo que no sabes —continuó— es que lo que buscan los urtianos tiene mucho que ver con este planeta, aunque ellos todavía no se han dado cuenta. Por fortuna. —Lo miró—. Esa ignorancia os ha mantenido a salvo, lejos del conflicto, pero no durará.

Semra meditó sobre ello. Las nubes del frente tormentoso los engulleron como un gigantesco cetáceo de gas que se tragase una.

Selló las junturas y dio la orden de inmersión. El campo inercial que brotaba de los estabilizadores se comprimió hasta adoptar la forma de una patata.

—¿Adonde me llevas? —preguntó Joviann, encrespado. Si ya era suficientemente aterrador cruzar volando el océano en medio de un torbellino gaseoso gigante, aún más lo era atravesarlo por debajo.

—¿Quieres encontrar a Yara o no?

—Yo…

—Cállate, anda. —Semra pulsó unos botones. Los focos se encendieron por delante del pájaro reconvertido en pez—. Controlas muy bien la información, no puedo negártelo, pero hay detalles que aún desconoces, Joviann. Cosas importantes que no están en tus redes de datos.

—¿Cómo cuáles?

—Cosas como que la Synder se basa en colonias de mnemolíquenes que crecen en determinadas zonas, áreas de cuarentena tecnológica donde no puede funcionar nada, salvo el sustrato mnémico, o se desvirtuaría.

—¿Mnemolíquenes? ¿Qué son?

—Poblaciones vivas de nanomáquinas capaces de conducir el impulso cerebral como si fuese una corriente eléctrica —dijo Semra—. No sabemos quién las fabricó ni cómo, pero al poco de marcharse los militares de aquí, tras el asunto de la Xfinge, comenzaron a brotar en el mismo lugar que ocupaba ese artefacto. Desde allí se extendieron a otras partes del planeta. Todo estaba en los informes del abuelo.

—No me parece nada raro —murmuró Joviann—. Es el mismo principio que el umbilicado de los cerebros a la Red. Conexión por vía neuronal.

Semra le dedicó una mirada de desprecio.

—El umbilicado está tan próximo a esta tecnología como las amebas a los bípedos como tú o yo. Es la siguiente generación de esa tecnología. No, la otra. Con la Synder —explicó— no te conectas a una máquina. Tú eres la máquina, y la manejas con la misma facilidad que a tu propio cuerpo, no importa cuál sea su complejidad. Funciona con todo tipo de aparatos, desde consolas de juegos para niños a cruceros de combate de kilómetros de largo y millones de toneladas de peso. Tú te transformas, literalmente, en ellos.

—Increíble… —murmuró Joviann, pensando sin poder evitarlo en las posibilidades comerciales del producto. Su hermano debió suponerlo, porque puntualizó:

—Ni se te ocurra. Esta tecnología ha sido mantenida en secreto por nuestro linaje desde que el abuelo la descubrió y luchó por protegerla. Contra gente como tú, de hecho.

—Yo… yo oí hablar de la Synder, pero no sabía… —la voz le temblaba.

—¿Que fuese real? ¿Que era algo más que el sueño de un viejo loco?

—¡Por eso el abuelo endeudó a la primera AREAN! —comprendió Joviann, chasqueando los dedos—. Sabía que esas colonias de nanomáquinas estaban floreciendo y trató de mantener el planeta fuera de los acuerdos de arrendamiento. Eso lo condujo… —sus ojos brillaron— a la quiebra.

—Bravo. Sólo has tardado veinte años en darte cuenta, «experto».

El sarcasmo de su hermano lo hirió profundamente. Sí, había sido un estúpido, pero carecía de los datos necesarios para tomar la decisión correcta. No era culpa suya.

Una sombra definió sus contornos ante la luz que proyectaba el nóptero. Era una espiga de metal, un montante compuesto por varios mástiles que se sostenía en vertical en medio de la oscuridad. A medida que se aproximaban, la luz reveló una base, y bajo ésta, una construcción de cemento.

¿A qué profundidad estaban ya? Fust se había dejado llevar por la conversación sin darse cuenta de que durante todo ese tiempo habían estado descendiendo hacia el negro corazón del océano.

El nóptero pasó junto al mástil. Joviann miró por la ventanilla y se estremeció.

Bajo la plataforma había un edificio, que ahora contemplaban desde la cúspide. Era un rascacielos de centenares de pisos cuya fachada caía como un acantilado hacia el abismo, resaltando aún más la sensación de profundidad del océano. Los cristales astillados y las vigas de metal corroído eran testigos del desastre que había sepultado la ciudad que yacía como un fantasma bajo ellos.

Para su sorpresa, Semra introdujo el nóptero dentro del edificio. Entró por un ventanal y avanzó por los pasillos, bajando y subiendo niveles por el hueco de un antiquísimo sistema de transporte interno. Una especie de ascensor. Joviann sintió un nudo en la garganta de puro horror que se incrementaba conforme la navecilla se iba adentrando en las entrañas del coloso.

—¿Ad… adonde me estás llevando? —logró articular.

—A ver una colonia Synder. Te he dicho que crecen lejos de cualquier nodo de tecnología que permanezca activo, aunque siempre a partir de un humus de tecnología muerta. Es el sustrato que necesitan para florecer. Por eso este lugar es especial.

De repente Fust comprendió algo.

—¿Estáis usando la Synder en naves orbitales? —Lo miró atónito, los ojos como platos.

—Claro —contestó Semra, como si fuera obvio—. La trasplantamos y construimos entornos tecnológicamente áridos para que no se infecte. La circunnavegadora solar con la que vigilamos la saltoárea está diseñada de esa manera.

—¿Qué ocurrió con Yara? —preguntó Joviann, su mente enlazando un eslabón con el siguiente a gran velocidad. Comenzaba a sospechar lo que en realidad estaba sucediendo allí, aquello tan oscuro y secreto de lo que nadie quería hablarle pero que era lo suficientemente importante como para modificar las vidas de todos—. ¿Por qué siempre que os pregunto por ella me contestáis con evasivas?

Semra permaneció callado. Sin avisar, el nóptero emergió en una gran habitación donde se había formado una burbuja de aire natural, una sala presurizada por la naturaleza.

A la luz de los focos, aquel espacio vacío (que en tiempos debió albergar un gran salón de baile, por la decoración) reveló sus misterios. Secretos arquitectónicos en forma de tapicerías de exuberante dramatismo; rasgos culturales sugeridos en la disposición de la columnata que definían pasos de ballet y cortejos sin nombre. A pocos metros sobre sus cabezas colgaba una espléndida araña de cristal con quinientos diamantes, que en tiempos tuvo que estar separada más de nueve metros del suelo.

Pero lo que llamó poderosamente su atención fue el liquen que cubría las paredes, una espuma verdinegra que crecía desaforadamente hasta ocupar todo el espacio disponible. También crecía bajo el agua, aunque muy cerca de la superficie.

—La Synder es parcialmente aerobia —explicó Semra—. Construye vida artificial antes de pasar a la inteligencia artificial. Puede que en pocos años germine en base sílice, lo que la haría muchísimo más resistente.

—¿Me estás diciendo que estas cosas son las que permiten copiar la mente humana y transferirla como un paquete de datos?

—No seas idiota, eso lo hace cualquier conexión Alma. La Synder va más allá. Lo que viaja a través de las pistas es… No sé cómo explicarlo. —Chasqueó la lengua—. Es tu alma, si me permites la derivación metafísica. Tu esencia compleja, lo que te define como ser existencial único. La huella o así que dejamos en la tela del espacio-tiempo. No tiene nada que ver con el misticismo, es algo puramente científico, pero… el problema es que nadie ha inventado una palabra que la defina en rigor. Está a años luz de la tecnología aerobia o urtiana.

—¿Por qué nunca les habéis enseñado esto a los militares? —protestó Joviann—. ¡Sería de una inmensa utilidad para acabar con la guerra!

Semra torció el labio.

—Hermanito, pareces tonto —bufó—. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que esto formaba parte de la Xfinge. Un fragmento de su legado. Si las autoridades de la Rejilla descubriesen su existencia… ¡puf! —Separó los dedos de golpe—. Estaríamos jodidos. Nos sacarían a puntapiés del planeta y acordonarían la zona en un radio de diez pársecs. Adiós a la familia, definitivamente.

Joviann moderó el tono.

—Puede que tengas razón.

—Yara fue de las primeras en darse cuenta. De hecho, fue pionera en depurar la técnica del intelectado. —Joviann apretó los puños en cuanto Semra pronunció el nombre de su amada—. Pero algo fue mal. Se desprendió de su cuerpo físico, aunque su percepción no se desvaneció.

—¿Cómo que se «desprendió»? ¿Dónde está ahora?

Semra abrió los brazos para abarcar la espuma de nanomáquinas.

—¡Aquí! ¡Por todas partes! Su fantasma cabalga de vez en cuando la estructura Synder y aparece junto a nosotros. Se funde, se intelecta, nace, muere… En ocasiones hasta nos habla, pero ya no existe en el mismo nivel de realidad que nosotros; fue absorbida para siempre durante aquel primer ejercicio de intelectado.

Joviann se bajó de un salto del nóptero y acarició la espuma. Estaba fría, pero menos que el océano. Casi creyó detectar un latido que tamborileaba bajo sus dedos, con el vertiginoso ritmo de un colibrí.

—Quiero verla —ordenó. No, no era una orden. Era una súplica disfrazada de orden, aunque el disfraz se caía a pedazos.

—Claro que sí. Para eso te he traído.

—¿Tendré que…?

—Te llevaré hasta el lugar donde existen más probabilidades de localizarla. Luego te las arreglarás solo.

El ejecutivo se irguió como un muñeco de resorte.

—¿Qué me pasará durante el proceso?

—Nada que no me haya ocurrido a mí cien veces: la mente se separará de tu cuerpo y será arrastrada a otro lugar. Hay dos maneras de intelectarse: dentro de un espacio virtual y hacia un cuerpo supletorio. Si encuentro alguno libre dentro del radio de la Synder, te alojaré en él. La primera opción es demasiado peligrosa para un novato como tú.

Joviann pensó en los riesgos de aquel salto a ciegas. Era como confiar su vida a una persona que tenía sobrados motivos para odiarlo a muerte. Sólo que sin el cómo.

—No sé… —dudó, mirando de reojo a su hermano—. Esto no me gusta.

—¿Tienes miedo, hermanito?

—Sí —dijo con sinceridad.

Semra hizo un gesto ambiguo, lleno de dobles y triples significados, y preparó la cognoscitiva del vehículo para que oficiara de maestro de ceremonias.

El espectáculo largamente postergado «Joviann vuelve al hogar» iba a dar comienzo.

Lina

Desde el piso de Geishel se divisaba un impresionante panorama.

El resplandor del día teñía la piedra de los rascacielos de un color sepia. Tesalys no se diferenciaba de otras urbes industriales: islas de verdor rodeaban los barrios residenciales escudándolos del gris funcional de las fábricas. El monótono paisaje de edificios se quebraba cada medio kilómetro por las moles de los colectores, inmensos ingenios dorados de cuya cúspide surgían rayos de energía que se alzaban hasta la estratosfera. Lina recorrió con la vista las inmensas pilastras de luz y se sintió como un insecto errabundo al pie de un bosque de secuoyas. Justo debajo del piso de Geishel, en la terraza hidropónica que se extendía en escalones por la pirámide, unos androbots movían la articulación universal de sus caderas, cortando, podando y regando las plantas, ajenos a todo lo demás.

Neit y la capitana apenas habían intercambiado unas cuantas frases durante la última hora. Desde que Geishel se hizo cargo de la situación (entre lloros y abrazos y oh qué tal y cómo habéis conseguido llegar y qué guapos están tus hijos y besos llenos de nostalgia) se dedicó a hacer las maletas. Lina les explicó que la Eurídice los esperaba a tan sólo unos pisos de distancia, pero que antes de marcharse debían esperar a una persona.

—¿Y adonde demonios quieres que nos marchemos? —preguntó Neit—. Ésta es nuestra casa. Ya nos cuesta bastante mantenerla como para encima tener que comenzar desde cero en otra parte.

—Te lo he explicado… no, mejor dicho —insistió Lina, dejándose caer en el sofá estampado del salón—, he tratado de explicártelo un montón de veces. ¿Acaso no ves de dónde venimos? —Señaló arriba, más allá del techo, en la dirección en que estaba atracada la Eurídice, como si el Borde Exterior entero estuviese almacenado en algún lugar de sus bodegas—. Hay sistemas enteros que ya han caído víctimas de sus propias estrellas. La gente no es tonta, lo ve por los telescopios, aunque no funcione la Ultralínea. A este sol también le pasará lo mismo, y tu querida casa se convertirá en…

No lo dijo. En la puerta de la cocina estaba Mineia, observándola con terror. Lina apretó los labios y le hizo un gesto para que se acercara.

—Ven, cariño, no hagas caso de lo que estoy diciendo —se excusó—. Es que los mayores a veces tenemos demasiada prisa.

La niña no se movió. Geishel salió de la cocina con unos cuantos sobres plásticos de comida liofilizada y los metió en una maleta. Ella sí había comenzado a hacer el equipaje. Cuando Lina y Heith llegaron y les enseñó el piso, pudieron ver que la maleta ya esperaba a medio hacer encima de una cama. Lina aplaudió el carácter previsor de su hermana, aunque era cierto que si lo que esperaban era escapar en algún transporte civil, si las cosas se ponían muy feas, bien podían haberse quedado varados para siempre en el planeta.

—A nuestro sol no le pasa nada —reiteró Neit, mirando con asco a la capitana. Pero no aportó ningún argumento para defender su postura. Sólo había que asomarse a una ventana para comprobar que la luz del astro seguía manteniendo la agradable tonalidad cerúlea de siempre.

Por ahora.

Lina removió su trasero en el sofá, como si buscase una postura más cómoda. Mineia seguía de pie, en el umbral, mirándola con curiosidad. Lina no sabía qué conclusión extraer de su lenguaje corporal, si la había tomado por una loca (lo cual casaría con las historias que su padre le habría contado sobre ella) o por una especie de mesías de la salvación que había pulsado el timbre en el Último Día, ofreciéndoles un pasaje en un bajel celestial para salvar sus vidas. Aunque no de una forma tan exagerada ni tan alegórica, seguro que esto último se correspondía más con las historias que le habría contado su madre.

La pobre niña, al igual que su hermano pequeño, estaría atrapada entre dos interpretaciones distintas. Y, en el fondo, no sabría cuál de las dos le daba más miedo aceptar.

A Geishel, que temía por la suerte de sus hijos, le pareció que esperar a que lo ordenasen las autoridades antes de partir era arriesgarse mucho, y escuchó sus argumentos. Neit ni siquiera lo intentó.

—Si el cielo sobre Vai está tan mal como cuentas, será mejor que nos marchemos ya, ¿no? —urgió Geishel, estrujando un paño de cocina más de lo debido—. Si tu nave está posada aquí mismo, será mejor que nos larguemos mientras podamos.

—No, aún no podemos. Nos marcharemos, eso seguro, pero tenemos que esperar un poquito más —dijo Lina, dedicándole una mirada tierna a su hermana—. La doctora Valeris, una amiga que conocí en el Borde, también se viene con nosotros. Ella es la única que puede sugerirnos un rumbo seguro, una vez que estemos en el espacio. —Miró su pulsera de datos, que entre otras cosas la mantenía en contacto con la nave—. Vamos a darle un poco más de tiempo.

—¡Es una estupidez! —estalló Neit—. Que se busque la vida. Ya tenemos suficientes problemas como para ocuparnos de una desconocida.

—¡Neit! —protestó Geishel, pero Lina la aplacó con un gesto.

—¿Crees que el valor es una prerrogativa masculina? —preguntó.

—No, pero puede que el sentido común sí —rezongó el marido—. Vale, admitamos que tienes razón. El sol se va a ir al cuerno dentro de muy poco y los que nos quedemos aquí nos asaremos vivos. —Geishel le tapó los oídos a su hija, pero Mineia se zafó de sus manos. Quería escucharlo—. Toda la población del planeta estará entonces tratando de encontrar una nave para salir corriendo, y nosotros, que tenemos una a mano, no la usamos. Si estás tan segura del desastre, ¿por qué no nos largamos de aquí sin más?

—Porque no tenemos adonde ir —confesó Lina. Neit le daba un poco de repelús con su constitución robusta, los pelillos blancos que asomaban de sus fosas nasales, su pestilencia a simio sucio y su aspecto general de buey de carga, pero había tumbado a tipos más grandes y fuertes que él (recordó, sin ir más lejos, al operario del exoesqueleto que había despachado durante la huida de la Clepsidra) y si llegaba el caso no tendría inconveniente en darle un buen repaso—. Marcharnos a ciegas, rumbo a la siguiente estrella, sólo postergaría lo inevitable: también acabaría por estallar, y la distancia que podemos recorrer en la Variedad es finita. Es una maldita esfera, ¿lo entiendes? —Hizo un cuenco con las manos—. ¡Sendas cortadas! Necesitamos que alguien que entienda de física encuentre una respuesta, porque la religión no nos va a ayudar.

El hombre cerró los puños. Le fallaban los argumentos, y su cuerpo ya estaba comenzando a recurrir por inercia al argumento final, ese que ninguna mujer podía resistir.

Lina sonrió como un demonio.

—Te molesta que sea más inteligente que tú, ¿verdad? —En su rostro se adivinaba lo poco que le interesaba la respuesta.

—Mamá, tengo miedo —susurró Vastee, saliendo tímidamente de su cuarto. Seguro que lo había estado oyendo todo, igual que su hermana. Geishel le acarició la mejilla y se lo llevó a su habitación.

—Vamos. Ayúdame a hacer las maletas —propuso.

Ambos pasaron al lado de Neit, apartándose un poco de él. Este lanzó la llave de la maleta de Geishel al fregadero de la cocina y se sirvió una copa.

—Creí que habías dejado de beber —dijo Lina.

Neit llenó aún más el vaso. La luz del dispensador coloreó el licor, dándole el aspecto de un extraño veneno.

Lina dejó solos a Heith y al marido de Geishel en el salón, intentando que el abogado lo calmase un poco, y fue hasta el dormitorio de su hermana. Para su sorpresa, la encontró llorando contra la ventana. El pequeño Vastee la ignoraba por completo, examinando con curiosidad extrema la hebilla de la maleta, hecha de porcelita blanca. Lina pensó que el niño ya estaba tan acostumbrado a oír llorar a su madre que había levantado un muro en su cerebro, y que cada vez que esto sucedía, se aislaba de la realidad esperando a que llegasen los momentos de calma entre tempestades.

Lina abrazó desde atrás a su hermana. Geishel se secó velozmente los ojos, como si la hubiesen pillado cometiendo una travesura.

—Lo siento —se disculpó, con el tono de voz de quien se hace una crítica a sí mismo—. Es que… las cosas están sucediendo demasiado deprisa. No estoy tan acostumbrada como tú a los cambios fuertes.

—No tienes por qué disculparte —dijo Lina, sentándose con ella en el borde de la cama. Sobre una cómoda había una especie de trabajo escolar que representaba un esquema del sistema Surugy hecho con naranjas y moras (planetas y lunas), y con las rutas estelares marcadas con macarrones. A Lina, esas rutas le recordaron racimos de cuerdas congeladas. El sol era una bombillita fundida cubierta por una capucha—. Los cambios nos afectan a todos, incluso a mí, que tengo una casa montada sobre un par de motores de flujo.

—Mentirosa. Tú eres la genuina reina de la…

—¿Inestabilidad? —la acotó Lina.

La capitana se tocó el pecho, teatralmente.

—Bueno, siempre que no sea una inestabilidad sentimental, sino sedentaria, me conformo. Incluso las astronautas necesitamos que un cometa nos guíe y consuele por la noche.

—¿La cola de ese cometa es lo suficientemente larga como para… ya sabes, guiarte?

Lina se hizo la ofendida.

—¡Hermanita! Yo nunca me aproximaría a un cometa si no estuviese bien dotado.

Ambas rieron. Vastee volvió a concentrarse en la conversación. Los llantos habían cesado y ya podía bajar el puente levadizo. No entendió el chiste de las colas.

—Vivir a salto de estrella tampoco es tan bueno como parece —confesó Lina—. Sólo te satisface, en realidad, si tu vida cabe dentro del raquítico espacio de una nave. Ya sabes, es muy romántico el pensar en que cuando te despiertes cada mañana habrá un nuevo puerto a tus pies, pero tienes que ser una persona muy desprendida para obligarte a ti misma a no depender de las cosas materiales. No puedes llevarlas todas en la bodega, si quieres dejar espacio para la carga.

—Uf, yo no creo que pudiera deshacerme de todas mis cosas —dijo Geishel, torciendo el gesto. Miraba en dirección al armario empotrado del dormitorio, cuyas puertas no cerraban bien porque estaba a reventar de ropa y enseres personales, tanto de ella como de su marido—. Me gusta vivir rodeada de mis fruslerías. Son, como si dijéramos, el cortejo de mi carroza de reina de la vida normal y corriente.

—No son fruslerías…

—Claro que sí. Lo único realmente importante que hay en esta casa está ahora mismo arrugándome la sábana de la cama. —Revolvió el pelo de Vastee con una mano. El niño dio una vuelta completa sobre sí mismo, se cayó por un lado de la cama (blom) y emitió un parco:

—Ay.

… Tras lo cual desapareció corriendo a la cocina, para acabarse el batido que Geishel le había preparado para desayunar.

Lina lo miró con ternura.

—Cuánto ha crecido.

—Y eso que casi siempre lo has visto en fotos, no en persona.

Lina creyó detectar una acusación velada.

—Me habría gustado venir más veces a visitarte, pero ya sabes.

—Sí, ya sé.

—¿Sabes?

—Sé.

Geishel se limitó a mover aquel par de cejas increíbles, herencia de su madre, que habían seducido a tantos hombres a pesar de su aspecto de ama de casa. Lina recordó que su hermana siempre fue la guapa de la familia, la elegante, aspectos que echó a perder cuando los años se le fueron acumulando junto con las facturas. Pero de alguna forma, la hermosura estaba todavía allí debajo, pugnando por salir. Sólo había que destrabar un par de candados.

Había fotos enmarcadas a los lados del trabajo escolar, amontonadas hacia atrás por la mano de un niño, como para hacer sitio a su obra de arte. La capitana examinó aquellas imágenes, algunas de las cuales tenían movimiento. Representaban breves escenas, de unos segundos de duración, de la vida de su hermana. Los niños haciéndose mayores era el tema principal de aquella exposición. En una de ellas, Neit aparecía rapado y con la cabeza maquillada hasta convertirla en una cúpula calva. Geishel colgaba de su brazo, sonriente, disfrazada de lagarto mekht.

—Ésas fueron las Fiestas del Sol de hace cinco años —dijo Geishel—. Nos divertimos mucho porque salimos con unos amigos del club de lectura. Al menos yo.

—¿Vas a un club de lectura?

—Sí, lo dirige un antiguo escritor llamado Lohg. Un tipo raro, como todos los escritores, pero muy simpático. —Miró con nostalgia la foto—. El disfraz me hacía un poco de daño en las ingles, pero a la gente le encantaba. Hubo un tipo que se me acercó vestido de lagartija makrat y me dijo que si quería bailar con él la danza de apareamiento.

—¿Y qué pasó?

—Que apareció Neit.

La conversación volvió a ensombrecerse. No, había sido una nube que cruzaba por encima de la arcología en ese momento. Pero aun así, bastaba con mencionar el nombre de su marido para que toda la diversión se esfumase. Lina ya no sabía cómo sentir más pena por su hermana. De pronto se le ocurrió que tanta negatividad era irrelevante. Al fin y al cabo, ellos llevaban muchos años juntos. Algún momento bueno tendría que haber habido.

Geishel le contestó a eso señalando otra foto. En ella había dos personas, aunque sólo se veía una. Era una instantánea, sin movimiento, de Mineia en la cuna, mirando hacia el juguete que sostenía con sus deditos. Pero aunque nadie más salía en aquella imagen, la presencia del padre de Lina era tan fuerte (gracias a su agenda color ocre, de la que nunca se separaba, y que se había colado sin querer en una esquina del cuadro) que Geishel preguntó:

—¿A quién ves aquí?

Y Lina no nombró al bebé, sino a su abuelo.

—Cuánto lo echo de menos.

—Yo también —asintió Geishel—. Y a mamá. Creo que antes de morir vendieron la casa, con el solar de la parte de atrás incluido en el lote. ¿Te acuerdas de la caja de cartón?

—No recuerdo ninguna caja de cartón —dijo Lina, ofendida—, aunque si te refieres a la colosal, indestructible, veloz y despiadada nave Desafío Final, terror de las nebulosas, sí, sí que me acuerdo.

Las dos se apoyaron una en la otra para reír. El aire limpio de aquella risa despejó todas las dudas de Geishel, y, abrazando a su hermana, prometió:

—Iré contigo. Esta vez sí.

—No nos queda más remedio, cariño. Nos iremos juntas, en la Desafío.

—¿Qué fue de ese viejo trasto de naveluz, por cierto?

Lina hizo un gesto con la barbilla hacia la plataforma donde estaba atracada la Eurídice, aunque desde allí no podían verla.

—Que se hizo realidad. Gracias a ti.

Fust

Fue como si su mente se convirtiera en humo.

El tiempo dejó de ser una noción para mutar en algo táctil. Joviann esperaba una suerte de trasmigración, pero no hubo nada de eso. No vio su cuerpo desde arriba, ni se sintió flotar como una mariposa, ni sintió cálidos chorros de luz señalando un camino.

Pero al abrir los ojos supo que estaba en otro lugar. En una oquedad lóbrega, lo suficientemente ancha como para permitirle ponerse en pie, sin salidas visibles. Entonces llegó el pánico.

Apenas podía moverse. La retroalimentación que llegaba de sus miembros era aberrante, impropia de un cuerpo humano. Su cerebro recibía informes, pero no eran los que cabía esperar.

Se miró las manos: parecían esculpidas en metal, no en carne; en un tipo de aleación, por lo que él sabía, que sólo usaban ciertos androbots.

Se palpó el rostro, el pecho, las nalgas, el cuello, las ingles, las propias manos. Todo era metálico. Era como llevar una armadura que cubriese la totalidad de su cuerpo, sólo que no había nada debajo. Él era la armadura. Y sentía cada remache, cada soldadura, cada circuito como si hubiese estado ahí siempre, en cada momento de su vida. Como si Joviann Fust hubiese nacido así, de las entrañas de un robot.

Hizo un amago de ponerse en pie y se desplomó. Las piernas no le funcionaban. De hecho, le faltaba una («¡Me falta una pierna, por todos los dioses!») y del muñón asomaban cables pelados.

Trató de serenarse. Miró alrededor y vio paredes corroídas, vencidas por el transcurso de los siglos. Paredes similares a las del salón donde Semra lo había conectado a la Synder.

La habitación estaba completamente inundada. No lo había advertido hasta ese momento porque su cuerpo no respiraba, pero se hallaba sumergido en lo profundo del océano, tal vez en otra cámara distinta del rascacielos. El terror, combinado con la incapacidad de mover correctamente sus extremidades, a punto estuvo de provocarle un colapso.

Semra lo había engañado. Claro. Puede que Sivain también. Se había acostado con él sólo para que se confiara. Le habían tendido una trampa y el inteligente y astuto Joviann había caído como un estúpido. No debió fiarse jamás de su propia familia, cuando había tantas cuentas pendientes. Tantos «algún día…» arrojados como dardos hacia el futuro y que no auguraban nada bueno.

Había más sensaciones. Trató de buscar una conexión con su antiguo cuerpo, una especie de señal de enlace con el recipiente que había vestido su mente desde que nació, pero sólo halló el vacío más absoluto. La Synder era realmente milagrosa: lo había alojado en aquel vetusto androbot de manera completa, fundiéndolo con él a todos los niveles. Joviann supo que él era ahora el androide. Y sí, resultaba la idea más espantosa del mundo. Porque no había vuelta atrás.

A menos que Semra le perdonase la vida. A menos que estuviese haciendo esto sólo para asustarlo, y que, cuando considerase que había aprendido la lección, se apiadase del pobre ejecutivo y viniera a buscarlo.

Desechó aquella fantasía. Ya era tarde para arrepentirse. Semra se la había jugado bien.

Ahora sólo restaba esperar a que aquel absurdo cuerpo dejara de funcionar, o (hizo el gesto de tragar saliva) a que pasaran los años, las décadas y los siglos, y su cuerpo no muriera nunca. Puede que la fuente que sostenía la CPU durase para siempre, como una batería nuclear. Los miembros acabarían pudriéndose por el óxido, la articulación universal de su cadera estancándose, los cables de la pierna volviéndose polvo… pero su cerebro, protegido por una carcasa de titanio, tardaría siglos en degradarse, en apagarse y dejar que la muerte le sobreviniera como un bálsamo.

No pudo soportarlo. El nuevo Joviann se arrastró, pataleó, intentó abrir una boca para gritar incluso después de percatarse de que aquel modelo de androbot carecía de ese elemento. Tal vez pudiese enviar una señal de radio pidiendo auxilio.

El suelo cedió. Sus golpes acabaron de rematar lo que la podredumbre había ido debilitando durante años, y se encontró cayendo hacia la oscuridad. Tablones y pedazos de cemento llovieron sobre él. Golpeó algo resistente con su espalda, rebotó y descendió girando unos metros más. Su cabeza se hundió en un sustancia arcillosa. «El lecho marino», pensó, pero descartó la idea al instante: seguía dentro del edificio. Aquello tenía que ser un residuo de otro tipo, sedimentado allí con el transcurso de las décadas.

Pequeños animales de formas desconocidas reaccionaron a su presencia. Casi todos huyeron despavoridos, pero otros reptaron con curiosidad sobre su piel y desaparecieron en el interior de su cuerpo, entrando por las junturas. Joviann imaginó que podía haber espacios vacíos dentro de él, pequeños santuarios donde los peces desovarían y con el tiempo enseñarían a sus crías a sobrevivir alimentándose de su cableado interno. Un buen día Joviann alzaría la cabeza y una enorme langosta erizada de púas surgiría de su cuello, reptaría sobre su cara y se prepararía para migrar.

Sacudió los brazos, presa de un pánico extremo.

Sólo consiguió levantar una nube de polvo. Una constelación de crustáceos cayó lentamente ante sus ojos, lloviendo en el interior del mar, lloviendo hacia arriba…

Volvió a convertirse en arena.

* * *

Estaba en otro lugar distinto. Fuera del agua.

Unas manos femeninas entraron en su cono de visión, agarraron los ojos y los pusieron horizontales. Si hubiese tenido corazón y no una batería, éste le habría dado un vuelco al pensar que aquellas podrían ser las manos de Yara.

No lo eran.

Un rostro juvenil se situó frente al ejecutivo. Nuara, la dulce Nuara, la niña que se había hecho mujer.

Joviann no podía mover la cabeza, ni las manos, porque carecía de ambas. Quería abrazarla con todas sus fuerzas, darle las gracias efusivamente por haberlo sacado de allí, pero era imposible. ¿En qué recipiente lo habían metido ahora?

La joven lo levantó con una sola mano y se lo metió en el bolsillo. Joviann, a través de aquellos ojos estáticos, aquellas pequeñas cámaras, vio el interior de una prenda que se arrugaba a medida que la joven caminaba.

—No te preocupes, creo que podrás recuperar tu cuerpo —lo tranquilizó Nuara—. Pero hay que tener mucho cuidado. Este es el momento más delicado.

Alguien detuvo el resuelto andar de la chica y se interesó por los horarios de recolección de algo llamado «gramalinde». Nuara aclaró sus dudas y siguió caminando.

Estaba de regreso en el Telesterion. El taconeo de Nuara contra el pavimento sonaba marmóreo, con el eco de los lugares sacrosantos.

Otros pasos la interceptaron cuando se disponía a tomar un ascensor. Joviann sintió renacer el miedo cuando oyó la voz de Semra.

—Hola, Nuara —escuchó—. ¿Sabes si Sivain ha vuelto de la gramalinde?

—No estoy segura. Antes me encontré con Sarh y también me preguntó por ella.

—No corre prisa. Si la ves, dile que voy a subir a la saltoárea. Llamaré más tarde, cuando me haya intelectado.

—De acuerdo.

Semra continuó su camino. Joviann se encontró rezando en silencio porque no lo encontrara. ¿Qué sería capaz de hacerle a Nuara si descubría que llevaba a su hermano recientemente asesinado en el bolsillo?

El ascensor los elevó unos pisos. El suelo que pisó Nuara al abandonarlo estaba enmoquetado.

La joven se metió la mano en el bolsillo y extrajo el soporte que albergaba a Joviann. Una segunda persona lo recogió y lo insertó en una computadora. Joviann, a pesar del zarandeo, alcanzó a ver que estaba en un dormitorio, y que conocía a aquella segunda persona.

La prima Sivain.

No tuvo tiempo de sentir furia: en uno de los giros que le dieron, mientras las manos femeninas lo manipulaban, tuvo un atisbo de un cuerpo desnudo tumbado encima de la cama.

El suyo.

Alguien lo había traído desde la ciudad sumergida, le había quitado la ropa y se había tomado la molestia de conectar una interfaz Synder a su cerebro. El júbilo lo acompañó mientras era devuelto a su viejo recipiente; un parpadeo y las familiares sensaciones de frío, entumecimiento y la gloriosa percepción de la gravedad lo embargaron.

—Bienvenido de nuevo, primo —lo saludó Sivain.

Nuara corrió las cortinas.

—¿Qué… qué me ha pasado? —dijo el ejecutivo, los dientes repiqueteándole. Él en sí mismo no sentía frío, pero su cuerpo tenía los músculos agarrotados.

—Lamento haberte hecho pasar por esto —explicó su prima—, pero tenía que dejar que Semra te matara para poder hablar contigo a solas.

Nuara se sentó junto a Sivain. Joviann era plenamente consciente de su desnudez, pero no le importaba: Sivain ya lo había conocido en ese estado la pasada noche, y Nuara ni siquiera deslizó una mirada a otra parte de su cuerpo que no fuese su cara. Joviann no parecía interesarle en lo más mínimo, salvo como un adulto con quien mantener una conversación.

«Qué fuerza de voluntad —se asombró—. Se nota que la sangre del abuelo corre por sus venas».

—¿Y p… por qué quería m… matarme? —Colocó la cabeza entre las rodillas hasta que los puntos negros dejaron de bailar en su visión.

—Jamás te perdonó lo que nos hiciste. En su mente hay algo parecido a una cadena de acontecimientos: tu traición al linaje nos forzó a desarrollar la Synder, y eso fue lo que mató a Yara.

—Semra af… afirma que no está m… muerta.

—Es cierto. Pero tampoco está aquí, con nosotros. Ha trascendido a un nivel… —iba a decir «superior», pero optó por—: … distinto. Lo que el legado de la Xfinge de Anthelia hizo con su mente no tiene parangón.

—El consejo estaba dividido entre apoyarte o denegarte para siempre el acceso a este planeta —intervino Nuara—. La acción de Semra despejará las dudas. Él piensa que la Synder puede protegernos en caso de que los urtianos alcancen este sistema. Y no es el único. La teoría del intelectado masivo tiene muchos seguidores entre el monipodio antheliano.

—Si la situación se vuelve insostenible —recalcó Sivain—, podemos intelectarnos colectivamente, la totalidad de los habitantes del planeta, a otro lugar muy lejano. O a la nave que nos espera en la saltoárea.

—Una especie de arca de esp… espíritus —entendió Joviann.

—Si nos vemos acorralados… bien por los urtianos, bien por el desplome del sol… intentaremos atravesar físicamente el Bolzai. Una vez copiadas nuestras mentes, no importará el tiempo que tardemos en cruzarlo. Aunque naveguemos durante millones de años en la nave Arca, cuando la Synder reconstruya nuestros cuerpos no habrá pasado para nosotros más que un instante. Ni siquiera los urtianos se atreverían a perseguirnos en un viaje así.

—¿Y si no hay nada al otro lado, Sivain? —Joviann se humedeció los labios. La simbiosis con su propio cuerpo iba mejorando: ya no le dolía tanto la cabeza y podía manejar las cuerdas vocales con cierta soltura. Se asombró de lo mucho que costaba volver a retomar el mando de su cuerpo, tras haberlo dejado paralizado tan sólo unas pocas horas.

—¿Cómo que si no hay nada? ¿Te refieres a si no encontramos un planeta habitable?

—Me refiero a… —Guardó silencio—. Olvídalo. Me parece un buen plan. —Miró a través de las cortinas de gasa al balcón. La muralla del Telesterion ardía a la luz del poniente—. Es mejor marcharse lo más lejos posible, y empezar algo nuevo en otra parte. Algo distinto y más puro.

El comunicador de Sivain hizo sonar una musiquilla de aviso. Joviann dio un respingo y se ocultó tras la cama.

Su prima lo activó de forma que la microcámara enfocara hacia otro lado.

—¿Sí?

Del aparato surgió la voz de Semra:

—Estoy en la saltoárea. ¿Me vas a explicar ahora para qué querías el cuerpo de Fust?

Sivain compuso una expresión calculadora.

—Si no regresa a su planeta, la corporación AREAN sabrá que algo le ha ocurrido y enviarán una delegación. Es mejor devolverles el cuerpo junto con un parte forense. Podemos decir que se ahogó accidentalmente cuando visitaba las granjas de nanonautas.

La carcajada de Semra sonó agria.

—Eres una diablesa. Por mí perfecto, pero encárgate de solicitar al cirujano que le agregue los cambios necesarios para la autopsia.

—Descuida —convino la mujer, y cortó la comunicación. Luego miró a Joviann—: Ya lo has oído. Has fallecido por asfixia durante una excursión.

—Si pudiera le ajustaría las cuentas —murmuró Joviann—. Pero eso no aclara lo más importante.

—Por qué te hemos rescatado…

Sivain escogió una pluma del escritorio y garabateó unas líneas en un papel. Su caligrafía era tan culta y cuidadosa como su manera de hacer el amor.

—¿Te suenan estos términos, Joviann? —Le mostró el papel.

El ejecutivo leyó aquellas palabras. La tinta aún estaba húmeda y olía a flores.

Tras unos segundos de pensarlo bien, sacudió negativamente la cabeza. Examinó la diversidad de expresiones de su prima: ¿cómo podía desgranar una sonrisa en tres o más significados diferentes? Qué gran rival sería en el campo de batalla de los negocios, pensó. O qué poderoso aliado.

—No —dijo Joviann—. Creo que no. ¿Por qué?

—Sé que esto que voy a contarte puede sonar increíble, pero tenemos pruebas de que es así. Algo extraordinario ha ocurrido con Yara.

—¿Con Yara?

—Un suceso sin precedentes ha tenido lugar en el interior del espacio virtual de la Synder, y ella ha sido su única testigo.

—¿Ese suceso… —dudó el ejecutivo— tiene que ver conmigo?

—No que sepamos. Más bien tiene que ver con una mujer que, al menos en nuestra realidad, nunca existió. —Sivain tomó aliento—. Una joven emperatriz llamada Sandra.