Capítulo 14

Informe horario n.° 6558713 / P114

Cripto:
1
Asunto:
Boletín de Turbulencias. (Grupo efe informes breves en tomo a una temática común. Criterio de clasificación: urtianosà ataques indiscriminados à destellos en el Abismo.)
Extensión:
932 Lymes; 0,011 segundos de anchura de canal (subvencionado por el Ministerio de Comunicación y Relaciones Panculturales de Ciudad de Cruces).
Adjunto:
Sólo audio.
Remite:
Ravintelios de Styrax. (Se ignora qué son.)
Texto:

001 [Hablando en cumular dos]

Los urtianos están invadiendo nuestras colonias. Avistamos bombas de plegamiento cero y destellos T en el espacio profundo. Dos millones de colonos han muerto en el último ataque, y otros quinientos mil resisten el avance de las tropas enemigas, pero sin esperanza. Suplicamos ayuda a toda especie inteligente y con capacidad militar que escuche este mensaje. Nos están matando a todos.

002 [Ídem anterior]

A 101.9 nanosegundos del evento, la cognoscitiva de nuestra ciudad decidió transmitir este mensaje en prevención de que no quedase ningún hidrobio vivo para hacerse cargo. Nuestra estrella está comenzando a variar de tonalidad, del amarillo intenso a un rojo desvaído. Su radio se expande a velocidad vertiginosa. Ya ha devorado dos planetas y sigue creciendo. Creemos que dos mundos antes habitados todavía continúan orbitando en el interior de la cromosfera, por lo que nos disponemos a enviar una misión de rescate para ayudar a los supervivientes. Rogamos a los interesados en prestar ayuda se reúnan en las coordenadas…

003 [Senda idiomatica: merovingio 5 à xantraz veosiano à estándar de la Rejilla, adaptado según el diccionario Anderlesku Tamtra ©, con autorización]

Distancia del Fenómeno: noventa y seis años luz. Tiempo estimado de llegada a nuestro sistema solar: dieciocho horas. Cuatro naves más han abandonado nuestra flota. Sus capitanes están acusados de alta traición y sus naves serán volatilizadas nada más ser localizadas. Este mensaje es para recordar a todas las naves que aún son fieles a la flota que los desertores serán tratados con la más severa rest…

004 [Ídem anterior]

Todos debemos inclinarnos ante el destino ineluctable, incluso quienes carecemos de cuello que doblar.

Jan

La flota se movilizaba.

Miles de naves revoloteaban en torno a gigantescas estaciones de batalla con forma esferoide, en cuyo pozo ecuatorial destellaban alfilerazos de luz. Destructores parecidos a halcones de guerra danzaban en formación, sus trayectorias demarcadas por finas barras actínicas de luz que brotaban de sus alas. Cada escuadra de cruceros recién llegada a la órbita de atraque iba ocupando los puestos libres en la supermanada con precisión, dispuestas a cabalgar los túneles R cuando les llegara el turno.

El punto de reunión había sido establecido sobre un planeta de mares verdosos, un mundo rodeado por anillos de chatarra espacial. Centenares de fábricas orbitales aprovechaban esa fuente de material para manufacturar objetos: satélites, naves sonda, antenas de soporte, armas ligeras y pesadas, más fabricas… Por debajo de esa frenética actividad industrial, el planeta era una esfera esmerilada partida por cristales de medianoche. Los continentes se perfilaban contra espumosos arcos de océano, mientras que, a lo largo del terminador, los relámpagos bailaban sobre nubes y picos montañosos.

Jan descubrió que lo habían encerrado en una de aquellas estaciones flotantes del anillo. Y no le extrañó. Los responsables de examinar su cuerpo temían que se volviese inestable a nivel molecular en cualquier momento, y que pudiese estallar como una potente bomba de hidrógeno, por lo que había que mantenerlo alejado de zonas habitadas o ricas en recursos biológicos. Aún no había sucedido, pero aunque la probabilidad fuese minúscula, ni el propio Jan podía asegurar que no fuese a ocurrir.

Abandonó la estación por sus propios medios. La armadura le proporcionaría impulsión ilimitada, pero sus sistemas de ocultación no eran del todo fiables estando tan cerca de las antenas de la flota. En lugar de salir al espacio profundo para aproximarse a las naves, voló como un resto cometario más entre la suciedad de los anillos. Cruzó cien kilómetros de escoria, refugiándose en los sectores más densos cada vez que una patrullera de vigilancia pasaba cerca. De fondo, veía la mancha lechosa del núcleo de la Variedad, tan cercana que parecía que su luz era inmediata, sin el retardo temporal que hacía venerables y dignas de respeto las constelaciones. Esa mancha era inmensa y misteriosa, como su futuro.

Tras varios saltos rápidos de una región densa del anillo a la siguiente, logró aproximarse lo suficiente a un pasillo aéreo como para intentar un salto hasta una de las naves que en ese momento abandonaban la atmósfera. Sería una maniobra arriesgada, pero si no alcanzaba algún destructor antes de que penetraran en el hipervínculo, perdería de vista a la flota para siempre.

Desde la superficie del planeta subía un contingente de galeras de carga. Le recordaron las naves de bucle Serengy que había visto de niño. Al verlas aproximarse, Jan trató de imaginar el bucle, sin resultado. Supuso que para cualquier observador que lo descubriese flotando allí, un hombre sin escafandra vestido con un traje pegado al cuerpo, más negro y frío que el mismo espacio, supondría una experiencia igual de inverosímil que tratar de hacerse un esquema mental de lo que sucedía en el corazón blindado de todas aquellas naves. La ciencia tenía sus milagros, y había veces en que más valía no intentar comprenderlos si uno quería seguir cuerdo.

Calculó la trayectoria de la galera que cerraba el convoy y se preparó para saltar. No fue difícil: la interceptó limpiamente cuando rebasaba el anillo de escoria, y el traje lo protegió sin problemas del aura de radiación que había quedado pegada a ella durante el despegue. Era como recostarse en una cama de bolitas de corcho cargadas eléctricamente, cuyos graciosos saltitos masajeaban la espalda y hacían cosquillas.

Se agarró al fuselaje de la nave. La galera lo condujo al interior de la supermanada principal, como había previsto. Su piloto revoloteó entre enormes destructores cuyos contornos hacían pocas concesiones a la dinámica atmosférica; procuró no estorbar en las áreas reservadas para la concentración de cazas y bombarderos de ataque veloz, y redujo la velocidad cuando alcanzó su puesto en la fila de naves de carga. Al fin se acopló al grueso cardumen de cargueros con una maniobra en forma de sacacorchos, que la situó justo en el centro de sus hermanos.

En cuanto sintió el martilleo de los retrocohetes, Jan se soltó. Ocultó su cuerpo bajo un escudo de invisibilidad y flotó a la deriva, simulando ser un residuo de los motores del carguero. Observó que grandes anillos Gauss se paseaban entre los grupos de naves de pequeña eslora, acelerándolas hacia regiones vacías de la órbita. Junto con las naves, aquellos pozos de magnetismo flotantes también disparaban los fragmentos de escoria metálica que escapaban de las fabricas. Muchos de ellos colisionaban inofensivamente contra los escudos de los cruceros de combate, por lo que nadie se preocupaba demasiado de su presencia.

Jan sonrió. Allí había un método de acercamiento que podía serle útil. Modificó su trayectoria para colocarse frente a uno de los grandes anillos, se abrazó las piernas para reducir el impacto en los radares, y se dejó disparar como un balín de plomo cuando el ingenio lo rebasó, a él y a cuarenta naves más. Sólo que su cuerpo no siguió la dirección del flujo electromagnético: la corrigió sutilmente para que el impulso lo llevara a impactar contra el crucero más cercano.

Con un chisporroteo, atravesó los escudos de fuerza graduados al mínimo —si hubiesen estado a media potencia jamás habría podido sortearlos— y se aferró al casco, generando microgravedad en las botas. El navío alcanzaba los quinientos metros de longitud y se remataba por una construcción catedralicia erigida en la popa (el puente de mando y los cabildos de control), ribeteada de columnas góticas.

Jan caminó por la extensa planicie sin ventanas del casco en busca de una esclusa. La piel de la nave reflejaba todas las constelaciones del cielo con una intensidad cegadora, visible incluso a través de los campos prismáticos de los escudos de fuerza. La galaxia, derramada en aquel espejo plano, parecía una enorme rueda de estrellas abandonada por el pincel de un artista, sin más contacto ni hermanamiento con el ser que la observaba que una metáfora.

Jan se apresuró. Las cunas de masa ya se estaban arracimando detrás de los enormes cruceros para facilitar su salto al Hipervínculo, así que no le quedaba mucho tiempo.

Halló su esclusa en las cercanías de un motor de impulso R, grande como una montaña. Si se arriesgaba a reventarla saltarían todas las alarmas, así que optó por la estrategia más peligrosa: la capacidad de teleportación que le proporcionaba la armadura consumía una cantidad desproporcionada de recursos, así que sólo debía emplearla en momentos de extrema urgencia. Pero si se teleportaba al interior de la nave a ciegas, corría el peligro de aparecer con las piernas dentro de un mamparo, o con la cabeza incrustada en una tubería.

Jan pegó una mano al casco y activó las rutinas de cartografía. Apuntó los sensores a la esclusa y, trabajando a plena potencia, obtuvo una ecografía de lo que había detrás. Espacio libre, bien, con una pequeña mancha a la derecha que podría ser algún tipo de consola de mando. El soldado desapareció durante un brevísimo instante de la realidad.

Casi inmediatamente, el crucero se puso en movimiento. Los gigantescos motores expulsaron una llamarada de algo que no era luz ni fuego de varios kilómetros de longitud, y la nave desapareció.

El crucero se mantenía en alerta amarilla. Jan imaginó que, tras su fuga de la estación, habría cundido el pánico entre los militares y habrían radiado una orden de búsqueda de alta prioridad. La expresión estupefacta de los científicos habría mudado a otra de espanto cuando la armadura se teleportó ante sus narices. Si era capaz de hacer eso, ese pequeño milagro cuya expresión era un breve estallido de color índigo, ¿qué más secretos maravillosos ocultaría?

El soldado se camufló en los conductos de ventilación y enlazó sus sistemas de escucha con la banda de comunicaciones cifradas de la flota. El código era increíblemente complejo, pero lo lanzó al espacio que ocupaban sus máquinas temporales y dejó que los programas trabajasen a una escala diferente. Era un truco que había aprendido en sus años de estudiante: una vez que controlabas la dimensión tiempo para esconder una máquina y un intercambio energético, podías disimular un código simple en sus fisuras. Los programas trabajaban diez mil veces más rápido, lo que explicaba la potencia informática de la armadura y su enorme capacidad para producir inteligencia artificial.

Se preguntó cuál sería el plan de Rodel. ¿Acercarse de forma precavida al espacio controlado por los urtianos y valorar sus opciones? ¿Realizar un ataque directo y despiadado contra sus bases, con la excusa de proteger a las colonias atacadas? Aunque el ejército Ur fuese el más poderoso de la Variedad, por lo que le habían contado, había formas de coger a un gigante por sorpresa y hacer que cayera prisionero de un contingente de pulgas. La maniobra Zindell, por ejemplo (¿la conocería la gente de aquella realidad?): si se sabía un poco de física de estados variables, podían ocultarse hasta cincuenta naves en el mismo punto del hipervínculo, de modo que en el radar parecieran una sola. En principio era posible, dada la naturaleza fractal de ese medio, pero hacía falta una súper computadora para calcular el reingreso de cada nave en el espacio normal. Puede que Rodel tuviese algo así de espectacular en mente, o que optase por la precaución como mejor arma. Sea como fuere, lo averiguaría en pocas horas.

Al cabo de doce minutos (720.000 segundos en el campo de desfase), los algoritmos lograron descifrar el código de la flota. Jan se limitó a ponerse cómodo y escuchar.

Lina

Llegamos a Vai Surugy —tronaron los altavoces de todas las cubiertas tras quince horas de cielo. La Eurídice experimentó un leve cabeceo hacia proa cuando ingresó en el espacio normal, envuelta en un remolino de partículas maltratadas—. Venga, nos preparamos para el descenso.

Heith y la doctora Valeris acudieron a toda prisa al puente, el primero tras echar una buena siesta en su camarote, la segunda procedente del ablutorio. Sus ojeras atestiguaban la cantidad de horas que llevaba sin dormir, pero no parecía importarle. En cada arteria que se marcaba en aquellos ojos se leía la historia de cien informes leídos a toda prisa y asimilados por su memoria fotográfica, en lo que había durado el hipersalto.

Valeris parecía satisfecha, pero no contenta.

El espacio aéreo sobre el planeta era un caos. Oleadas de naves entraban o salían sin respetar ningún orden. Las patrulleras perseguían a una y hacían la vista gorda a cien. Los servicios de urgencia no daban abasto para atender ni a una décima parte de las demandas de auxilio, y lo que antes había sido un espacioso canal de reentrada, un conducto despejado entre los atracaderos orbitales, ahora lucía las cicatrices de mil caídas mal planificadas y de otros tantos escudos ablativos calcinados.

Lina descendió por ese canal sin molestarse en pedir permiso, evitó las rutas de los astropuertos y bordeó los trópicos a velocidad cegadora. Más de un ojo celeste le hizo un guiño malicioso, como acusándola de un delito que ya carecía de sentido, pero en ningún momento sintió el puño inexorable de un rayo tractor chocando contra el casco de la Eurídice. En la misma zona de descenso, un grupo de salteadores fugitivos trató de burlar un control militar. Cometieron el error de encender las antorchas de fusión dentro de la atmósfera. Sacudidas de explosiones sónicas quebraron el silencio del hemisferio sur. El resplandor de las bolas de fuego alargó su estela sobre el océano.

La Eurídice esquivó la nube radiactiva y puso proa al segundo continente. A tenor de las cartas que de vez en cuando recibía de su hermana, Lina sabía que Geishel no se había mudado de casa en los últimos cinco años. Vivía en una ciudad llamada Tesalys junto con su familia: sus hijos, Mineia y Vastee, y el cerdo de su marido, Neit. Según contaba la propia Geishel, el complicado carácter de Neit se había suavizado un poco con la influencia de los niños; pero, al parecer, las escapadas a medianoche aún eran frecuentes. En la última carta Geishel le había relatado, con unas palabras que suavizaban un poco el hecho, cómo había tratado de explicar a sus hijos una mañana que no sabía dónde estaba su padre, por qué no estaba allí para darles el desayuno y llevarlos al colegio, o por qué no les había contado ningún cuento la noche anterior. Había sido sobrecogedor, sobre todo teniendo en cuenta que Geishel se habría guardado de contarle los detalles más escabrosos. Lina conocía un poco a ese tipo de hombres, algún roce con ellos había tenido alguna vez, y sabía que, aunque pudieran moderar un poco sus hábitos con el paso de los años, sólo un mínimo porcentaje de ellos cambiaba a un nivel realmente profundo.

¿O esa forma de ver las cosas era producto de su resentimiento personal contra Neit?

Sinceramente, le daba igual.

En escasos minutos averiguaría si era capaz de tenerlo delante, en persona, sin partirle la cara. Umbilicó el Halo con la base de datos planetaria y solicitó información. Llegó una respuesta impersonal, en medio de una imagen que oscilaba y era desgarrada por zigzags de interferencia: «El ancho de banda está colapsado por intentos de comunicación masivos. Espere unos minutos».

Ni «por favor» ni «tenga la bondad» ni leches. Lina maldijo y pasó a control manual. En circunstancias normales el ping enviado por el Halo, con toda la información requerida por la aduana, habría recibido como respuesta la aprobación de la torre, saludos cordiales en el idioma pertinente y coordenadas de aproximación a pista. En las actuales circunstancias ni siquiera la baliza del astropuerto funcionaba: habría sido asaltada por los hackers en su ansia por vampirizar el ancho de banda restringido. Puede que ni siquiera los canales reservados a la policía o al ejército fuesen seguros.

Todo lo aprendido de una situación para nada similar a ésta (pero conectada temáticamente) salió de su caja y rebotó por el cerebro de Lina como un flash de déja vu: la Eurídice había sido contratada un par de años atrás por un consorcio de mercaderes Zhing para transportar una CNPBR por los pasillos cercanos a Tanjet, un estrafalario mundo de la Espingarda. Ese extraño acrónimo de CARGAMENTO NO PELIGROSO Y BIEN REMUNERADO era lo que todo comerciante en búsqueda de contratos ansiaba ver brillar en su hoja de vuelo. Lina había hecho el trato un poco a ver qué salía con los Zhing, afamados traficantes de especies peligrosas, preguntándose si querrían que les transportase semovientes y rezando porque no quisieran que les transportase semovientes. La última vez que había metido cabezas de ganado en la bodega, los malditos bichos le habían dejado la nave apestando a boñiga durante un mes. Pero como necesitaba el dinero, Lina estampó su firma donde debía y aceptó la carga. Los Zhing tenían fama de cumplir lo prometido y ella no era más que un expediente con un número, así que rogó porque todo marchase bien. Fue más o menos cayendo hacia la sexta órbita de Tanjet, en la misma época en que todo el planeta celebraba sus apoteósicas fiestas de carnaval, cuando la red de comunicaciones del sistema se vino abajo. No había torre de control. No había baliza automática ni ping de acercamiento. Ni siquiera un tipo con una bandera subido encima de un asteroide haciendo señas para guiar a las naves. Todo el mundo gritaba exigiendo una voz al otro lado de la radio, pero los vehículos entrantes sólo podían navegar a ciegas, confiando en sus propios pilotos. Lina, que tenía guardadas las tablas de navegación por alguna parte, consultó el problema con el Halo y se preguntó si tendría que volver a sus tiempos de estudiante, haciendo los cálculos a mano y guiándose por las estrellas visibles. Todo se arregló a las pocas horas, para bien del futuro económico del planeta, aunque hubo quien tardó mucho menos en acusar del desaguisado a los libertinos del carnaval, que se habrían apropiado de la torre de control de tráfico aéreo para montarse una orgía sobre el plato de la antena. Y lo peor de todo fue que después de la pertinente investigación, esa teoría resultó ser la correcta. Lina captó en el radar una nave de generosa eslora que había chocado con otras dos más pequeñas al salir del hipervínculo, sin confirmación de vía libre. El bajel era un Sivainvi Kcid, concebido para transportar masas pesadas y no volátiles. Anillos gigantescos de metal desgarrado que parecían peladuras se desprendían del casco y se alejaban hacia la atmósfera, en caída libre, con un último estremecimiento. Pequeñas lanzaderas zumbaban a su alrededor como avispas nerviosas. Lina dedujo que, más que para ayudar a los supervivientes, aquellos tipos estaban allí por si podían rapiñar algo de la carga. Incluso en condiciones de máximo peligro, el ser humano seguía siendo un ser humano.

Lo que sucedía ahora mismo sobre Vai Surugy era muchísimo más caótico que aquello, y no tenía visos de concluir cuando los festejantes acabasen de limpiar sus desperdicios. De hecho, por la cantidad de chatarra orbital que anegaba la órbita, el número de bajas que se había cobrado ya la crisis era infinitamente mayor que cuando lo de Tanjet.

Lina sobrevoló los barrios periféricos de Tesalys y se dirigió al inmenso sector de las arcologías, que parecía un desfile de enormes pirámides chatas recortadas contra las nubes, sitiadas por un enjambre de insectos zumbones de metal. La ciudad tenía un aspecto fantasmal pese a tanto movimiento: las calles estaban desiertas, nadie caminaba por las aceras. El pánico a los asaltos callejeros se respiraba en cada avenida. Los que no tenían más remedio que salir de las casas se desplazaban a gran velocidad encerrados en sus EVs.

Lina sobrevoló la arcología donde residía Geishel, un vasto edificio con una base de varios kilómetros cuadrados. Era un pequeño país en sí mismo, donde se hablaban muchos idiomas y si te perdías podías llegar a morir de inanición. Localizó una pista de aterrizaje despejada a la segunda vuelta, sobre unas terrazas de autocultivo.

—Ésa tiene buena pinta —decidió—. Cojamos los rifles y preparémonos para desembarcar.

—¿Rifles? —se extrañó Valeris—. ¿Hay armas manuales a bordo?

Lina hizo un mohín, abriendo las puertas de la armería.

—La vida de una corsaria es difícil.

Heith se encargó de repartir las armas y los cargadores, dos por cabeza. Su novia le había obligado a seguir un curso de armamento ligero un par de años atrás, en previsión de que algo malo ocurriera. Nunca especificó a qué se refería con eso, pero ésta era la ocasión perfecta para justificar aquella decisión. Valeris sostuvo una pistola de plasma con evidente torpeza.

—Creo que voy a pasar de esto —decidió—. Además, no sabría cómo usarla. Me haría más daño a mí misma que a quien estuviera apuntando.

—Cuando los saqueadores se nos echen encima para violarnos, descuartizarnos y robarnos hasta la camisa, aprenderá —dijo Lina—. Se lo garantizo. —Ella misma se sorprendió de la crudeza de sus palabras, pero pensó en el pasado y se dio cuenta de que, aunque Heith aún albergase alguna esperanza de que todo volviese a la normalidad (él, el eterno optimista), sus vidas les habían sido arrebatadas de las manos de una forma tan dolorosa como implacable aquel día en que el crucero urtiano arrasó la Clepsidra. Ya no había forma de volver atrás, aunque el maldito universo encontrase la manera de recolocar sus engranajes y seguir como si nada, como si todo hubiese quedado en un gran susto.

Valeris miró a Lina, tratando de decidir si ese panorama era otra de las pintorescas exageraciones de la capitana, o si podía llegar en verdad a ocurrirles.

El tren de aterrizaje se hizo cargo del peso del balandro con una flexión. Los rayos del sol, al quedarse atrapados entre la fronda de los invernaderos, adquirieron una tonalidad extraña: la cabina de la Eurídice quedó bañada en una mórbida claridad verde que hada pensar en las profundidades submarinas.

De inmediato, la nave fue rodeada por un grupo de agentes de seguridad.

Lina, sin inmutarse, extendió la rampa y bajó a tierra, seguida por sus compañeros. El agente de mayor graduación, una especie de sargento, se les acercó.

—¡No están autorizados para posarse en esta plataforma! —exclamó—. ¡Muevan la nave ahora mismo o serán arrestados!

La capitana extrajo un holovid del bolsillo con las características técnicas del balandro.

—Escúcheme bien, amigo —gruñó en su mejor tono duro de corsaria. Clavó la mirada en los ojos del agente y alzó su dedo índice como si fuera a decir algo muy importante, y quisiera que el hombre lo grabase en su memoria para siempre—. Porque sólo voy a explicarlo una vez: no voy a tratar de sobornarlo con dinero, porque a estas alturas dudo que ninguna moneda siga conservando su valor. Pero mi vehículo posee la tecnología de impulsión más avanzada de la Variedad y tiene soporte vital para más de veinte pasajeros, entre los cuales podría estar usted y su familia. —Hizo hincapié en ese punto—. Sólo yo sé pilotarlo. Si alguien más intenta entrar, la cerradura de seguridad convertirá esta plataforma en un cráter humeante. ¿Hablamos o sacamos los rifles?

El hombre la miró ceñudo, haciendo chasquear las mandíbulas y moviendo su cabeza de un lado a otro, pero en ningún momento apartó la vista del dedo que Lina sostenía ante su cara.

* * *

Descendieron por las escaleras hasta el nivel del invernadero. Una pequeña selva con especies vegetales de cien mundos espolvoreaba en el ambiente cromáticas canciones de cuna. Un jardinero automático con forma de gigantesco árbol dendroide se elevaba desde los pisos inferiores, por un hueco central que conectaba todas las plantas, extendiendo sus brazos armados con instrumentos de jardinería y mimando las plantas con esmero robotizado.

Tras un recodo se toparon con una anciana que estaba regando unas flores; su cuerpo era una parábola de la metástasis, con quistes eviscerados y pústulas brotando por toda su piel, cataratas en los ojos y uñas astilladas y negras como el carbón. Tenía una pierna tan retorcida que parecía un bastón que alguien hubiese improvisado con una rama de árbol bajo su cadera, para que no se cayera al suelo. Era una persona afectada por una enfermedad terminal que no tenía dinero para pagarse un tratamiento, o que había dilapidado el poco que le concedía el gobierno de la ciudad en alguna mala elección de medicinas alternativas. Al verlos, se volvió hacia Lina y Heith y dijo:

—Siento que Dios me está curando.

Y continuó regando un macizo de azaleas. La comitiva rodeó a la mujer, intentando no acercarse a ella más de lo necesario, y siguió corriendo por los pasillos. Unos ascensores los condujeron a uno de los subedificios más pequeños de la arcología, integrado perfectamente en el perfil de la gran pirámide.

Durante el trayecto, Valeris se había conectado al cráneo una de las pocas pertenencias personales que había traído de la estación, junto con una mini consola de datos: un enlazador de cable húmedo. De vez en cuando cerraba los ojos y trataba de umbilicar con la red.

—¿Alguna respuesta? —preguntó Heith.

—No. Hay setecientos millones de tipos intentando umbilicar a la vez.

—¿Aún cree que podremos obtener alguna ayuda de ahí?

—Existe un puesto de investigación elandi en este planeta. Si logro hablar con ellos podré compartir datos vitales de mi investigación. —Estrechó la mano de Lina—. Capitana, creo que será mejor que a partir de este punto continúe yo sola. Muchísimas gracias por traerme, y por salvarme la vida en la estación. No sé qué habría hecho sin ustedes.

—Me parece una mala decisión, doctora —opinó Lina, aunque aceptó su mano—. ¿Recuerda lo que me dijo antes sobre su capacidad para defenderse sola?

—Lo sé, pero como usted misma dijo, una aprende rápido cuando se enfrenta a las crisis —sonrió—. Bueno, ya he abusado demasiado de su cortesía. Ahora debo proseguir con mis investigaciones. Si hay algo que los científicos podamos hacer todavía para salvar a la Variedad, es mejor intentarlo.

Lina dejó escapar una risa melancólica. «Salvar la Variedad». Después de escuchar las teorías de la propia Valeris al respecto, esa frase sonaba soberanamente estúpida.

—Como quiera —accedió—, pero recuerde esta dirección por si necesita volver. También podrá contactar con nosotros enviando un mensaje directamente al Halo, si en algún momento encuentra una antena secuencial. Él nos lo hará llegar dondequiera que estemos.

Otro apretón de manos y Valeris se encontró descendiendo sola (pero con la pistola de plasma en el bolsillo) en uno de los ascensores. Cargó el mapa de la ciudad en la consola y buscó la ruta más corta hasta el centro de astrofísica.

Mientras a ella se la tragaba la arcología, Lina y Heith recorrieron el tramo de pasillo que los separaba del apartamento de Geishel. La puerta no había sido forzada por vándalos; eso la tranquilizó.

Pulsó el timbre.

Una cámara situada en el techo encendió su piloto.

—¡Váyase! —exigió una voz juvenil, no se sabía si masculina o femenina por la estática que bañaba el canal—. Le advierto que estamos armados.

Los visitantes cruzaron una mirada de desconcierto.

—Eh… no queremos haceros ningún daño. Soy Lina. Lina Kolbrand, la hermana de Geishel. ¿Eres Mineia o Vastee?

Silencio al otro lado.

Se oyó un chasquido y el micrófono cambió de manos. La nueva voz era la de un fumador que hubiera abusado tanto de su vicio que se había destrozado las cuerdas y que carecía de dinero para una soldadura molecular.

—No conocemos a ninguna Lina Kolbrand —espetó—. Lárguese por donde ha venido antes de que se me agote la paciencia y llame a Seguridad o le dispare yo mismo.

Heith se adelantó.

—Escuche, amigo —carraspeó, con el metal de una sentencia desagradable—: Sabemos que ésta es la dirección exacta de Geishel Kolbrand, y deduzco que usted debe de ser su marido, Neit. Hemos recorrido mucho cielo para hablar con ustedes, y si no nos dan la oportunidad de probar que somos quienes decimos ser, les demostraremos de la forma más sencilla y directa posible que también estamos armados. En otras palabras —abandonó la pose de abogado elegante y agarró el cuello de la cámara como si fuese el de su interlocutor—: Si no te gusta el lenguaje técnico, imbécil, te puedo meter por el culo el cañón de mi rifle y dejar que dialogues con él. ¿Está claro?

—Jopé, ¿a eso lo llamas diplomacia? —susurró Lina, atónita.

—Es la que se necesita para ganar algunos pleitos —respondió Heith, enseñando el rifle a la cámara.

La puerta se entreabrió.

Detrás asomó medio rostro, un hombre de unos cuarenta años con la piel devastada por una infección cutánea. Sus ojillos negros se movieron inquietos, posándose primero en sus rostros y después en los rifles que ambos portaban. Otra cara más joven apareció a la altura de su pecho. Era una muchacha casi adolescente de cejas muy finas, lo que le daba un aire etéreo y atractivo a su rostro. Había heredado los pómulos del adulto, pero no sus labios. Ni el color del pelo.

—Tú debes de ser Mineia —sonrió la capitana—. Dioses, cómo has cambiado. —Y pensó: «Y qué vieja me he hecho yo, de paso».

—¿De verdad eres Lina? —preguntó el hombre.

Ella le mostró su tarjeta oficial de piloto comerciante, con la foto y la pátina genética impresa.

—Eres Lina —constató el hombre, en tono de acusación.

—Hola, Neit —lo saludó agriamente—. Cuánto tiempo.