Informe horario n.° 6558691 / P 114
Imagínense un lago plácido, un espejo perfecto que descansa intocado bajo la luz del amanecer. De repente comienza a llover, una suave llovizna cuyas gotas rompen el sosiego de las aguas. Ondas suaves y tranquilas se propagan con parsimonia por toda la superficie, mezclándose y fundiéndose pero sin perturbar el sosiego del ambiente.
Eso es la red de comunicaciones de la Variedad en un día normal.
Ahora traten de imaginar ese mismo lago sacudido por un terremoto que desencadena una tempestad que provoca a su vez un huracán. Imaginen enormes olas lanzadas con violencia al aire para estrellarse contra farallones de agua y muros de viento. Ése es el aspecto que tiene ahora la red. Todo el mundo, y me refiero a cada ser en cada mundo, de todos los órdenes sapientes conocidos, está usando la LR para llamar a alguien: familiares, amigos, expertos en fenómenos estelares, líderes religiosos, militares, artistas de renombre, agentes de seguros…
Están asustados, y eso se traduce en un caos absoluto en la gestión de sus llamadas. Los departamentos que gestionan las redes de datos hacen lo que pueden por ordenar semejante maremágnum, pero es una lucha perdida. Solicitamos que la Administración de la Rejilla nos conceda más medios para paliar este desastre. Nosotros también estamos asustados; miramos al cielo y vemos lo que se avecina. Pero sólo si nos organizamos de forma coherente podr… […] (Corte brusco en el mensaje debido a una caída masiva de los repetidores cuánticos. La comunicación aún no ha podido ser restablecida.)
Zhinz
El dios Ihmmazer cayó de la montaña. Su lanza, quebrada por los alientos de cien titánides, se clavó en el suelo oceánico formando extensas cordilleras, algunas de las cuales eran tan altas como para sobresalir por encima de la superficie y alumbrar islas, de las cuales brotaron continentes enteros.
Eso afirmaba la leyenda, y también que sobre el esqueleto del dios muerto sus hijos construyeron el siguiente mundo: los huesos sirvieron de andamios para los océanos, las costillas de anclaje para los continentes, el cráneo fue rellenado con polvo de hierro y provocó la fuerza que besaría las brújulas por toda la eternidad, señalando el lugar de su tumba.
Zhinz había visto la espada sagrada de Ihmmazer amputar el brazo del crucero urtiano; había sentido el temblor cuando reentraron en la atmósfera. Casi murió aplastado cuando el coloso impactó contra la llanura, en algún remoto lugar de un continente teñido de ámbar por las emanaciones sulfurosas de los volcanes. La ira de su dios cayó sobre todos los mortales. El martillo de la ira divina hizo temblar el universo.
Pero ésa era otra historia.
A duras penas pudo salir del tubo. Los motores de la sección amputada de la nave habían frenado la caída, no tanto como para evitar el impacto, pero sí para que no cayeran a una velocidad de cientos de kilómetros por segundo. Eso habría fracturado la corteza, dando origen a una nueva cadena de volcanes, y no habría dejado de los prófugos del crucero ni unas cuantas moléculas que sirvieran de testimonio a su existencia.
Pero estaban vivos. Al menos él.
La nave era una mixtura irreconocible de aleaciones. Recordó la caída, cuando la nave se había convertido en un venado herido que se desplomaba en cámara lenta, tosiendo estática y perdiendo posesiones, escupiendo chorros de fluidos quemados y graznando, como un cometa enloquecido a medida que veía su propia sombra agrandarse más y más. El habitáculo principal se quemó en algún momento de la reentrada (cuando la vieja discusión con la gravedad alcanzó cotas de inusitada ferocidad), calcinando a los desdichados ocupantes de más de cincuenta mil tubos. Pocos de los que quedaron escaparían a la asfixia posterior.
Zhinz no se preocupó lo más mínimo por ellos. Tenía sus propios problemas.
Ignoró los golpes de manos y tentáculos que arañaban los tanques a su alrededor. Ignoró los gritos ahogados, y se concentró en extraer a Jules de su prisión y enfundarlo en una burbuja presurizada. Había encontrado tres en un compartimento de la sala principal, desde donde se monitorizaba el estado de los miles de tubos. Él se vistió con otra y la cargó con la mezcla de gases propia de su mundo natal, programando oxígeno y nitrógeno para Jules. Era como caminar en el interior de esferas de plástico llenas de gas, a las que el propio acto de andar hacía girar bajo sus pies.
El humano despertó a las pocas horas.
No hablaron. No hacía falta. Sepultados por miles de toneladas de cristal, rodeados por los cadáveres de un millón de desdichados, a ninguno se le ocurrió nada que decir. Al menos, nada gracioso.
El humano no podía moverse: se había partido ambos brazos durante el choque. Bajo el efecto de los sedantes, Jules se creyó rey de algo llamado Klimor, enemigo declarado de los gobys y sus sucedáneos genéticos, e insultó a Zhinz con un bronco elenco de florituras antes de rogarle con lágrimas en los ojos que tuviese cuidado con los perros de la sexta camada. Luego se quedó otra vez dormido.
El marsupial también lloró. Los tentáculos habían cesado de moverse en los tubos. Las manos de cinco dedos también.
Muertos. Estaban todos muertos.
Pataleó en el interior de su burbuja, haciéndola rodar hacia lo que parecía una fisura en el casco. A través de ella entraban vaharadas de polvo planetario, de color naranja brillante. En efecto, una herida comunicaba con el exterior; su contorno hervía con la espuma de las nanomáquinas, que trataban inútilmente de sellarla.
Zhinz agarró las paredes de la burbuja y las estrechó para que cupiera por la abertura. Salió al exterior.
Vio una llanura inmensa, cortada por barrancos que no estaban allí antes del impacto. Por todas partes yacían restos de la nave, enterrados en el polvo.
Descendió por las quebradas, siempre rodando en su esfera de plástico. No vio nada aprovechable. Le había dejado dos cápsulas de aire a Jules, con lo que a él sólo le quedaba una. Tres horas de gas enlatado en una botella. Tres intentos para reconciliarse con sus dioses. ¿No te arrepientes de aquello? Primera oportunidad desperdiciada.
Se alejó esquivando pequeños remolinos que nacían espontáneamente aquí y allá, y puso los pies en la inmensa llanura.
Un océano de nada se extendía en seis direcciones.
Tomó aliento y colocó el pie derecho delante del izquierdo.
Una apostasía de los marsupiales: Zhinz mirando a la Eternidad, y la Eternidad devolviéndole la mirada.
* * *
—¿Z… Zhinz?
Jules se incorporó, más despejado. Estaba encerrado en una burbuja de plástico, rodeado por escombros y trozos ensangrentados de cuerpos.
Lo último que recordaba era a esa bendita babosa de Zhinz sacándolo de un infierno de gel, de un pozo de asfixia. ¿Y después?
La nave urtiana. Los escombros eran sin duda parte de ella. La habían derribado.
Sus brazos estaban entablillados. Trató de levantarse y perdió pie. Con torpeza, se arrastró para hacer avanzar la burbuja. Un indicador en la superficie le avisaba de que la mezcla de gases empezaba a ser un poco peligrosa para un organismo de su especie, y le recomendaba que o bien purificase la mezcla, o bien cambiara de especie.
Jules atravesó la grieta en el casco y vio la llanura. No se veía al marsupial por ninguna parte, aunque un rastro en la arena confirmaba que una segunda burbuja había estado allí. Su huella se alejaba hacia el interior del desierto, zigzagueando graciosamente (¿podían anadear las burbujas microclima?) para no volver.
Le dolían horrores los brazos. El efecto de los calmantes se iba desvaneciendo. La burbuja trató de administrarle otra dosis mediante una especie de tentáculo con una aguja, pero ya se había agotado toda la droga.
Jules se sentó en el suelo, sobre el plástico. Comenzaba a sentir la embestida de algo así como veinte dolores de cabeza, uno encima de otro. Fue más o menos cuando iba por el número nueve cuando miró su cinturón. Había un par de botellas de oxígeno allí. Zhinz seguramente se las habría dejado. Otra muestra más del amor y del respeto profundo y auténtico que sentía por él, que, desde luego, el humano no se había ganado. Decidió, por primera vez desde que lo había conocido, que el marsupial era su amigo. Sí, un amigo, no un mero instrumento para conseguir ciertas metas, un guía nativo en la pantanosa jungla de la alienidad.
Si salían razonablemente indemnes de aquel lío, pensaba acompañarlo a su planeta y participar en una de las ofrendas a la fertilidad que constituían su única fiesta, una ceremonia muy alegre y francamente glandular a la que de vez en cuando invitaban a algún ajeno a la tribu.
El rumor del viento contra la pared que lo protegía tenía algo de musical. El polvo de sulfuro resbalaba sobre la esfera provocando ruidos graciosos, como de hormigas bailando claqué.
Zhinz se había marchado, tal vez aterrorizado, tal vez a buscar ayuda, tal vez a mezclarse con el desierto para formar un nuevo tipo de expresión marsupio-mineral de la naturaleza. Esa desquiciada, terrible, apestosa naturaleza de mentira. Miró al cielo. El espectáculo de las galaxias en desplome lo mantuvo en estado de profunda consternación durante más de una hora.
La silueta de lo que parecía una estación orbital rebasó el horizonte. Escaló el cielo hasta situarse en su cénit en menos de diez minutos; junto a ella resplandecían los destellos de naves pequeñas. Ninguna descendió al planeta para interesarse por ellos. Seguro que podían ver con sus potentes sensores la obra de arte de destrucción radial que el pecio había tatuado en la llanura, pero no se arriesgaron a bajar. Todavía no. Aún había cosas importantes que hacer en el espacio.
Jules lo entendía. Si el universo se iba al carajo, él también querría estar junto a su familia, volar lejos, hacia su casa, con la nave más veloz que encontrase en lugar de pasar sus últimas horas escarbando en un estercolero de metal alienígena.
«¿Y así acaba todo? ¿Sin un propósito, sin una meta final digna de las vicisitudes del viaje?», meditó. Tenía gracia. Una gracia letal. ¿Tan desesperada era la situación de los habitantes de la isla de soles que todas las odiseas estaban condenadas a no encontrar una costa que pusiera fin a sus desdichas?
«Nos haremos ricos si vendemos esta nave. Confía en mí… Ésta es la oportunidad de nuestras vidas para hacer un buen negocio… Zhinz… te daré el trei… el veinte por ciento».
Su risa amarga fue el único sonido que se impuso al ulular del viento.
* * *
Zhinz no se volvió para mirar atrás en ningún momento. Siguió andando hacia delante hasta que los pies le sangraron, y no se preocupó ni siquiera en mantener el rumbo siempre recto. Lo único que le importaba era seguir avanzando, más como concepto filosófico ya que como realidad física. Avanzar, caminar, dejar atrás todo lo malo y lo dañino, y rebasar el siguiente horizonte. Tal vez allí encontrase una mano amiga, que le mostrase un camino para volver a su hogar. A su casa, con los suyos. Ya no pensaba en otra cosa. Hasta se había olvidado de su amigo Jules.
Se paró y se mantuvo un instante de pie, erguido y tambaleándose sutilmente hacia los lados, antes de desplomarse dentro de su esfera de plástico monoclima.
Zhinz se despidió en silencio de su familia, y se dispuso a morir.
Fue entonces cuando alzó unos milímetros la cabeza, y sus ojos enfocaron una delgada figura delante de él, en la llanura sin aire. De pie y sin traje de vacío, mirándolo con expresión tranquila.
Un hombre tatuado que portaba una lanza.
Jan
—Las palabras de nuestro vocabulario no sirven para describir lo que es usted.
El almirante Rodel observó detenidamente a Jan Delvian a través del cristal. El soldado llevaba puesto un casco LOC, un espía de medio kilogramo que leía flashes de pensamiento procedentes de su corteza cerebral. La cognoscitiva transformaba esos impulsos en imágenes y las proyectaba sobre las paredes de la sala, mostrando a los doctores lo que pasaba por el cerebro de su singular paciente.
Ahora, Jan estaba rodeado por una playa. Una figura aparecía y desaparecía a intervalos, conjurada por su mente pero vuelta a expulsar de inmediato de aquel entorno onírico. Como si no fuese su papel el vigilar la arena ni las olas, ni las nubes del cielo distante, ni el tímido gemido sinfónico de las caracolas. Parecía una joven que no llevase nada encima.
—¿Qué creen que soy, entonces? —preguntó Jan, sin molestarse en ocultar su mal humor.
—Un anacronismo. —Rodel tomó asiento. El jefe del equipo médico le mostró un informe preliminar—. Una equivocación. Un intruso en este nivel de realidad. Por eso necesitamos su ayuda.
—Mi paciencia se agota, almirante —gruñó el soldado—. He permitido que me hicieran todas las pruebas que sus científicos han necesitado. Me han sometido a tests que han durado días enteros en los que he perdido hasta la más mínima noción de intimidad, y me han hecho sentir durante todo ese tiempo como una miserable rata de laboratorio. —Endureció la mandíbula—. Más no puedo ofrecerles.
—¿Ha oído hablar de la teoría de la Habitación Oscura? —preguntó de repente Rodel.
Jan alzó una ceja.
—¿La qué?
El almirante cerró las páginas del informe y las dejó descansar sobre sus rodillas.
—Hemos indagado en los lugares más recónditos de la Variedad, en el poco tiempo del que hemos dispuesto, tratando de encontrar una explicación al enigma que usted representa —dijo—. El ejército ha gastado una fortuna desenterrando conocimientos de antiquísimas memorias y comprando tiempo de computación para analizarlas. Incluso hemos contratado expertos en lenguas muertas y formas de expresión no sofontes para que nos tradujeran textos. Ha sido un proceso muy complejo, pero al final hemos sacado algo en claro.
—Me alegro. —Jan cruzó las manos detrás de la cabeza. De las imágenes en cascada de las paredes se esfumó la playa, barrida por una marea de luces, siendo reemplazada por nubes aleatorias de verde, el color mental de la curiosidad—. ¿Puedo saber de qué se trata?
—Desde hace milenios —continuó Rodel—, en diferentes puntos de la Variedad han venido apareciendo artefactos cuya naturaleza nos es desconocida, pero que guardan preciosos secretos en su interior. Los llamamos Xfinges. No sabemos de dónde provienen, quién o qué los creó, cómo llegaron a parar a nuestra realidad… pero sí sabemos que contienen fragmentos de sabiduría que hacen avanzar nuestra civilización a grandes saltos.
—¿Xfinges? preguntó Jan, extrañado. Jamás había oído ese término.
Rodel paseó junto al cristal irrompible y (Jan supuso que en contra de las normas) se encendió un cigarrillo.
—La posesión de tales artefactos ha desatado guerras feroces desde el principio de los tiempos —prosiguió—, pero cualquier sacrificio empleado en su obtención siempre mereció la pena. Daba igual el precio a pagar, el beneficio siempre fue inmensamente superior. —Su voz se había vuelto distante, soñadora; era el mismo tono que habría empleado para contarle un cuento de hadas a su hijo. Con la diferencia de que en sus ojos se leía claramente que estaba convencido de que todo era verdad. Y parte de una gran verdad superior.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó Jan con suspicacia. El color de las paredes ahora era rojo. No sabía qué emoción representaba en la paleta de la mente, pero a todas luces era algo más profundo y poderoso que lo anterior.
—Porque la última Xfinge de la que tenemos constancia, señor Delvian, aparecida en un planeta llamado Anthelia hace doscientos años… —hizo una pausa dramática, de rabiosa eficacia—. …habla de usted. Exactamente de usted.
Colores de perplejidad empaparon la sala. Amarillos chillones, azules, morados… una mezcla caótica de todas las tonalidades.
—¿Cómo? —se sorprendió el soldado.
Rodel se pasó dos dedos por la frente, apartándose el flequillo.
—Lo hemos mantenido en secreto durante generaciones. Los hombres prácticos nos negamos a creer en profecías, pero ésta era demasiado clara para ignorar su relación con los actuales acontecimientos.
—No puedo creerlo —rió Jan—. ¡Profecías encerradas en reliquias! ¿Está hablando en serio? —Se dio una palmada en el muslo—. Seamos prácticos, como usted dice: todo eso es muy improbable, almirante.
—Su análisis molecular sí que es improbable —masculló Rodel—. Al menos ahora, después del incidente con el Ángel, sabemos lo que son las Xfinges. O eso creemos.
Jan lo miró fijamente, a través del cristal. Su casi perfecta transparencia apenas restaba definición a los ojos del contrario.
—¿Y bien?
Rodel exhaló una vaharada.
—En su informe, usted nos habló de Anomalías. Manifestaciones de algo que los suyos llamaban «la presencia gestáltica».
—Los restos psíquicos del último Emperador —asintió Jan—. Después de mil años volvieron a manifestarse en nuestra realidad. Yo fui entrenado para combatirlos.
«Y uno de ellos me mató», pensó, pero no lo dijo.
—Tenemos una nueva teoría. Algunos piensan que las Xfinges podrían ser también manifestaciones de ese poder mnémico, «anomalías», concretadas en nuestro universo como un espejo del suyo. Una especie de canal entre ambas realidades, que sirve para transportar ideas, nociones de pensamiento, de una a otra.
Jan meditó sobre ello.
—¿Una especie de osmosis de ideas? Podría ser… pero si eso es cierto, implicaría que las Anomalías son comunes a todos los subuniversos. Y que en cada uno se manifiestan de manera distinta. Implicaría… —su corazón se aceleró— que la mente del Emperador Gestáltico puede seguir existiendo en alguna parte. Que su voluntad creadora sigue activa.
Captó la expresión taciturna del almirante. Sus palabras parecían herirlo.
Comprendió lo incómodo que debía sentirse Rodel: en algún momento de los últimos días, entre examen y examen médico, entre prueba y prueba desagradable e insultante para su ego, Jan había dibujado un círculo en un papel. Luego había trazado tres líneas rectas que partían de su perímetro, y al final de cada una situó esferas más pequeñas. En el centro del círculo madre escribió con trazo rápido la palabra «Metaverso», y en una esquina del papel, «tetrapectos».
Tetraversos.
Imaginó que la comunidad científica de aquella realidad se estaría devanando los sesos cavilando sobre lo que implicaba ese dibujo. Incluso al propio Jan le parecía risible, pero a tenor de los acontecimientos de los últimos días, ya nada era descabellado.
Ahora se atrevía a insinuar que su universo natal era el único «verdadero», del que partieron otros más pequeños y encerrados en esferas conceptuales a las que sus habitantes bautizaron como «Mares de Bolzai», sin saber lo que eran realmente. Tetraversos creados por el último Emperador, el subconsciente de la legendaria emperatriz Sandra, antes de ser destruido.
En otras palabras: los estaba llamando sueños. Entelequias. Seres creados por la voluntad de un dios enloquecido al que sus antepasados habían dado muerte. A Rodel, a los científicos, a los habitantes de los mundos de la Rejilla, a todos.
Los estaba llamando mentiras.
—¿Se ha molestado en calcular la energía necesaria para hacer lo que usted sugiere, señor Delvian? —preguntó Rodel. Jan advirtió que bajaba el volumen para esconder un temblor en la voz. A pesar de su talante regio, en el fondo tenía que estar aterrorizado—. ¿Qué clase de ser tendría el poder para crear algo de semejante envergadura?
—La energía necesaria para algo así sería… casi infinita. Un gógolplex de potencia electromagnética. Es inverosímil, lo sé, pero no es más que una teoría.
—Una teoría que está peligrosamente cerca de volverse realidad. —El almirante entornó los ojos—. La luz del desplome de las galaxias allende el Bolzai está llegando a los planetas interiores mientras hablamos. Nuestra civilización se viene abajo. Y no tengo nada con lo que enfrentarme a este misterio, soldado. Ayúdeme usted.
Jan se mordió el labio.
—Yo… haría lo que pudiera, encantado, pero no sé cómo.
—Su armadura puede ser la clave. Háblenos de ella. Enséñenos a manejarla. La usaremos contra los urtianos y puede que les arrebatemos algún fragmento de su estrategia de supervivencia. Sabemos que tienen un plan en el que están volcando todos su recursos como especie. Para ellos ya no hay vuelta atrás… y para nosotros tampoco.
—Le he dicho cientos de veces que la armadura no responderá ante nadie que no sea yo. Está ligada nanoorgánicamente a mi ADN. Pero si me dejan salir de aquí…
Rodel descartó la sugerencia con un ademán.
—No podemos arriesgarnos a que usted la use.
—¿Por qué? —Jan se levantó. Las holografías derivaron hacia el púrpura de la crispación—. No pienso huir. ¿Adónde iría? También estoy atrapado en este lugar, como ustedes, y si el maldito universo se viene abajo, nada me asegura que pueda sobrevivir.
Rodel fingió pensar en ello.
—Humm… ya veremos. Por ahora limítese a mostrarse lo más cooperativo que pueda con nuestros científicos. —Aplastó el cigarrillo contra el marco del ventanal—. Es poco, pero es lo único que tenemos por el momento.
Hizo un ademán de marcharse, pero Jan lo detuvo golpeando el cristal.
—¡Espere! ¿Han contactado con la doctora Valeris? Ella seguramente poseerá datos muy valiosos sobre mi llegada a este universo, el momento exacto en que se abrió el agujero blanco.
—¿Aún no se lo han dicho? La estación orbital de la doctora fue destruida por una nave de guerra urtiana. Ya hemos enviado una escuadra a socorrerlos, pero no sabemos si ella ha sobrevivido, o si logró salvar los datos sobre su llegada. En realidad, no sabemos nada.
El soldado se recostó en la silla, abatido.
—Esta guerra es inútil.
—¿Por qué lo dice?
Jan rió sin ganas.
—Todas lo son.
—Esa no parece la opinión de un soldado.
—Es la de uno que ha visto demasiada sangre.
El almirante dobló por la mirad los informes y se los colocó bajo la axila.
—Probaremos la armadura con voluntarios. Cuento con usted para que nos asesore.
—¡Los sistemas de inteligencia simulada no funcionarán! —objetó Jan—. Intentarlo sería muy peligroso, además. La armadura se defenderá si cree que su nuevo portador es un intruso.
Las cejas del almirante se contrajeron.
—Entonces será responsabilidad suya por no haber cooperado.
Jan golpeó el cristal.
—¡No sea estúpido! —vociferó—. ¡Sáqueme de aquí y déjeme luchar! He sido entrenado durante años para enfrentarme a las Anomalías y tengo mucha experiencia en combate. ¡Estoy de su parte!
Rodel le dio la espalda y se marchó sin mediar palabra. Jan apoyó la frente contra el cristal, y observó cómo las vaharadas de su aliento lo plateaban.
No había forma de razonar. Aquellos idiotas se comportaban como ratones asustados; veían cómo el laberinto que albergaba su existencia se desplomaba sobre sus cabezas sin que pudieran hacer nada por evitarlo, y en lugar de abrirse a nuevas opciones, a propuestas innovadoras de supervivencia, tomaban cualquier imprevisto como una coacción. Las interferencias procedentes del exterior (como el propio Jan) eran juzgadas como amenazas potenciales, no como posibles ayudas. La civilización de las Quinces Especies se estaba volviendo profundamente paranoica.
Pero ¿quién no lo haría en una situación tan dramática?
Tenía que pasar a la acción si quería sobrevivir. Hasta ahora se había mostrado cooperativo a la espera de que una solución apareciese por sí sola, pero empezaba a darse cuenta de que eso nunca sucedería. Tendría que buscar una vía de escape, aunque eso lo convirtiese en un traidor a ojos de aquella gente. Si volvían a atraparlo, lo matarían sin pensárselo dos veces. Y el propio Rodel daría muy gustoso la orden.
—Se acabó la espera —decidió.
Cerró los ojos y dio una orden mental, invocando a su armadura. Ésta desapareció de los laboratorios ante los perplejos ojos de los científicos, y en una décima de segundo se manifestó sobre su cuerpo, plena de energía.
—Como ratas en el laberinto —murmuró Jan.
Antes de que los guardias tuviesen oportunidad de dar la alarma, Jan se volatilizó con el resplandor de la teleportación cuántica.