Capítulo 12

Informe horario n.° 6557414 / P 114

Cripto:
5 (máxima seguridad)
Asunto:
Ataques masivos de los urtianos
Extensión:
2092 Lymes; 0,916 segundos de anchura de canal (subvencionado por el Ministerio de Comunicación y Relaciones Panculturales de Ciudad de Cruces).
Adjunto:
Audio y vídeo
Remite:
Consejo de Seguridad de la Rejilla Pancultural. (Red de datos con diseño propio + protocolos esclavos comunes a la LR.)
Texto:

[…] enviando nuestras naves más pesadas para que se unan al contingente de lonosis. Los urtianos han lanzado un ataque masivo con bombas de plegamiento cero sobre la red de suministros. Nueve arcologías pirámide han sido destruidas, y de las tres restantes no sabemos nada. Los cruceros de guerra de la lanza Pavonis interceptaron a un biocida en los aledaños de la Nebulosa del Yunque y lo destruyeron, pero encontraron gran resistencia. El enemigo parece dispuesto a sacrificar los recursos que sean necesarios para consumar sus objetivos, sin importarles el coste. […] Para agravar aún más las cosas, está el Fenómeno, como ya lo llaman en casi todas las bandas de comunicaciones de la Variedad. Su luz llega hasta nosotros con mayor nitidez a cada hora que pasa.

Las estrellas se caen del cielo.

Si alguna comunidad de científicos puede aportar algún dato que ayude a esclarecerlo, por insignificante que parezca, rogamos que se ponga en contacto con […]

Fust

Su planeta natal apenas había cambiado.

El Telesterion, palacio senatorial de la familia (y verdadera reliquia de los viejos tiempos, los años luminosos, en los que todos aquellos escudos familiares tallados en piedra tenían sentido) seguía entero. Las murallas vigilaban las suaves colinas de la campiña, entre las que serpenteaba un río que Joviann recordaba más caudaloso. Los campos hidropónicos aún se extendían por el sotobosque, asistidos por máquinas de una generación posterior a aquellas entre las que había jugado de niño.

Ésa fue la primera vez que Joviann rompió su promesa de no dejarse llevar por la nostalgia. Una lagrimilla amenazó con cristalizarse en su ojo, pero la retuvo con un carraspeo de garganta.

La nave de descenso lo dejó en medio de una pista desierta, con las torres de compensación de impulso trepidando bajo la brisa. Ya era por la tarde, hora local. El carruaje que esperaba tardó casi veinte minutos en venir a recogerlo; apareció flotando sobre un membranoso quiebro de luz, sin caballos, sin nada que tirase de él más que el ansia de llegar a su destino. Fust subió, seguido del autoequipaje. Frente a la ventanilla comenzaron a sucederse las colinas y los campos, una tierra que fluía entre meandros de agua hacia estribaciones que recordaban ancianos dormidos.

El hogar.

No lo visitaba desde hacía muchos años, pero seguía allí. Casi intocado.

El carruaje no lo llevó al palacio. Al llegar a la encrucijada a partir de la cual el camino empezaba a subir hacia la meseta, dobló de improviso a la izquierda para dirigirse a un lago. Una mujer lo aguardaba pacientemente en la ribera.

El corazón de Joviann se desbocó. No, no era ella. Trató de serenarse, riendo por su propia falta de autocontrol. Si se comportaba así ante la primera silueta que le recordaba de lejos a Yara, ¿cómo reaccionaría cuando tuviese delante a la auténtica? ¿Se quedaría sin palabras, como en tantas ocasiones imaginadas, o le diría algo trivial que rompería el encanto?

Prefería no pensar aún en eso. Ya lo resolvería cuando llegase el momento. Si es que llegaba.

La joven tendría unos diecisiete años, era baja de estatura y era tan ancha como un varón de su edad. El cabello de tintes broncíneos flotaba dibujando rizos sobre los hombros.

—Hola, extranjero —dijo con voz suave—. Bienvenido a Anthelia.

La palabra le quemó en el corazón. «Extranjero».

—Eh… hola. Soy Joviann Fust, presidente de la corporación AREAN&TERRA. Hablé desde órbita con la IA Proteus anunciando mi llegada.

A la joven no parecieron impresionarle ni su nombre ni su cargo. Sin abandonar la sonrisa (por otro lado, deliciosa) lo condujo hasta un embarcadero. Un bote los esperaba.

—La IA nos avisó del atraque de la circunnavegadora mientras hablaba con usted —explicó—, pero no hemos podido destacar un comité de bienvenida acorde con el protocolo, lo siento. Todos están en la isla, celebrando el Deaji.

«Deaji». Otro recuerdo desenterrado con brusquedad: la fiesta de la fertilidad de las mujeres.

Fust subió al bote. La joven arrió la vela y fueron separándose lentamente de la costa. También le sonaban aquellas aguas mansas. Bajo la superficie evolucionaban bancos de peces tigh, con sus graciosos cuerpos hinchados y decorados con escamas negras y rojas, y las bocas permanentemente curvadas hacia arriba, como si estuvieran disfrutando de un chiste privado que nunca perdía la gracia. Fust recordaba haber pescado de niño los tigh, pues su comportamiento en manada iba más allá del instinto gregario de los pájaros. Aquellos peces compartían una especie de inteligencia única; no era telepatía, sino una señal de radio que se transmitía por el agua como un tímido canto de ballena, de modo que si la mente global advertía la proximidad de la carnada y se dejaba engañar por ella, todo el banco acudía en masa a tragarse el anzuelo. Pesca fácil para niños inquietos.

Cuántos recuerdos.

Una isla vestida de neblina dibujaba su contorno justo en medio del lago. Tenía algo de misterioso bajo la luz de aquel sol.

No fue hasta la mitad de la travesía cuando el cerebro de Joviann ató los suficientes cabos como para reconocer a su pequeña sobrina de tres años en la joven que tenía delante.

—¡Nuara! —Recordó las últimas fotos que había visto de ella antes de que dejara de cartearse con esa rama de la familia—. ¿Eres tú, verdad?

—No lo conozco, señor.

—Yo… nunca te había visto en persona. La última vez fue en un holo que me envió Yara. Tenías tres años.

—Ah —dijo ella con cierto distanciamiento—. ¿Y cómo era?

—Pues… no sé. Pequeña. Tenías la cabecita recubierta de un pelo muy rojo.

Guardaron silencio mientras el bote encontraba el camino hacia el embarcadero de la isla. Fust trató de sentirse menos incómodo. Era cierto que nada, salvo una imagen desvaída, situada en unas coordenadas poco claras de su memoria, lo unía con aquella joven, por lo que no tenía por qué tratarla con especial amabilidad. Eran completos extraños, en todos los aspectos. Pero aun así, algo resonaba en sus entrañas cada vez que volvía la cabeza para mirarla y descubría esos rizos jugando con el viento. La llamada de la sangre, tal vez, amplificada por la enorme caja de resonancia emocional de Anthelia.

Tras un rato, reunió fuerzas suficientes para preguntar:

—Yara sigue viviendo aquí, ¿no?

La joven guardó silencio unos segundos. Fust descubrió que le sudaban las manos. Ni siquiera en las reuniones de negocios más conflictivas y despiadadas que había celebrado en su despacho le habían sudado nunca las manos.

—Actualmente no —contestó Nuara—. Pero viene a menudo, siempre que las tormentas boreales permitan el intelectado.

Tras esa críptica declaración, amarró la embarcación a la orilla y dejó que Fust desembarcara primero.

Otro carruaje sin caballos los esperaba. Esta vez el periplo fue corto: en un par de minutos se internaron en la frondosa vegetación que poblaba la isla y la niebla los engulló.

Fust estaba inquieto. En ningún momento había imaginado que sus familiares pudieran odiarlo tanto como para tenderle una trampa mortal. Se dio cuenta de que había obedecido sin rechistar todas las órdenes que se le habían dado: montó en las carrozas, siguió a la muchacha, se internó en la oscuridad, se dejó abrazar por la niebla y el misterio. ¿Y para qué? ¿Dónde se habían metido todos? Esa pregunta abarcaba a mucha más gente además de su familia. Se suponía que, tras la venta del planeta a las empresas arrendatarias, hacía quince años, se le había concedido a la población el plazo de una generación para desalojarlo, aunque aún tenían que quedar por fuerza varios millares de habitantes arracimados en unas pocas ciudades. ¿Por qué no había divisado sus luces desde órbita, durante el descenso en lanzadera?

Hasta ese momento, la única persona a la que había visto durante su estancia en el planeta era la conspicua Nuara. A ella y a los peces.

Arribaron a un círculo megalítico, menhires dispuestos según una cábala solar. El carruaje se detuvo con un chirrido de suspensores a poca distancia de ellos y los pasajeros se apearon. El frío caló bajo las ropas del ejecutivo, que se había vestido para hacer frente a una reunión protocolaria, no a los rigores de la campiña. Un mirlo de alas plumosas, rojas como los granates que el anillo de Yara exhibía, bajó en picado del cielo. Se posó encima de una de las columnas de piedra y miró con curiosidad a Joviann. Luego comenzó a acicalarse las alas con el pico. Aquella tarde, los menhires, una hilera de islotes muy peligrosos para el vuelo de los pájaros que ejercían de centinelas mudos de la hojarasca, estaban envueltos en una calina grisácea, y podrían haber pasado por las torres erosionadas de una ciudad de catedrales.

Nuara hizo un gesto al ejecutivo para que guardara silencio. Lo acompañó a unas graderías de madera que bordeaban el círculo y se sentó junto a él a esperar. Joviann se apoyó de costado en un apoyabrazos que lucía una espléndida taracea, justo al límite de la grada, y observó los dibujos de la madera. Otra muestra de esplendores pasados: era hermoso, pero se le notaban las mordeduras del tiempo.

La tarde se oscureció, llenándose de sonidos, de ruidos arrastrados por la brisa. De sombras que podían ocultar cualquier peligro. Nuara no volvió a mirarlo directamente, ni a abrir la boca para comentar nada. Simplemente estaba sentada allí, a su lado. Esperando algo. O a alguien.

Fust se disponía a exigir una explicación para todo aquel retraso cuando vio al primer hombre.

Se materializó como un fantasma, desnudo salvo por una máscara de demonio que le cubría el rostro. Era alto, nervudo y su piel tenía la tonalidad pálida de los que acostumbran a pasar su vida a bordo de una nave. Los genitales le colgaban al aire, afeitados como los de un bebé. Y tenía un aro rojo en torno a los testículos.

El hombre estaba excitado; su pene se erguía enhiesto, una lanza sin prepucio lista para clavarse en una mujer. Al ver a Fust y a Nuara, se quedó un segundo inmóvil, examinándolos desde los ojillos de la máscara, que no eran sino posos de negrura. Sus miembros se habían quedado rígidos en mitad de una pose, de tal modo que a Fust le recordó a un venado sorprendido por una fiera.

Nuara saludó al sátiro con un gesto indescifrablemente infantil. El salvaje la ignoró y se escondió tras un árbol, unos segundos antes de que un grupo de mujeres entrara en el claro. Todas iban desnudas, igual que él, salvo por las consabidas máscaras y los zarcillos de bruma que arrastraban sus sombras.

Fust contuvo la respiración, examinando los cuerpos de aquellas mujeres: puede que en algún detalle nimio descubriera a su amada Yara, la mujer que había tenido que abandonar en Anthelia para salvar a su familia. Era ilógico pensar que recordaría algo (o que sería capaz de identificarlo desde aquella distancia) de su desnudez, de la última vez que habían hecho el amor, siendo casi niños, pero el Fust no racional era quien controlaba las reacciones de su cerebro, no el otro, el que aún echaba de menos las fanfarrias y los canapés del protocolo.

Las mujeres sabían que los espectadores estaban allí, por supuesto, pero olvidaron su presencia de inmediato. Escrutaban la espesura, temerosas de lo que pudiera ocultarse en ella, del león o el lobo que pudieran estar al acecho, mientras ejecutaban una danza de furiosa sensualidad en el interior del círculo.

Fust comprendió el regalo que se le había hecho. Se sentía como un privilegiado. Le habían permitido asistir a un ritual que creía olvidado, pero que aquella gente se empeñaba en mantener vivo. Él sólo lo había visto una vez, cuando tenía doce años. Su abuela lo había sentado en un círculo de piedra, puede que en aquellas mismas gradas, para que fuese testigo de los misterios que encerraba la noche y que implicaban por igual a hombres y a mujeres.

El jovencito Fust había observado durante toda la ceremonia las danzas y los juegos de la carne con los ojos muy abiertos, casi desorbitados. Las imágenes se habían quedado grabadas profundamente en su memoria: escenas de su padre, cubierto con una de aquellas máscaras, el miembro ondulante arrancando alargadas sombras de las hogueras, haciendo cosas con su madre que tendrían como consecuencia la llegada de su hermano, Semra, poco tiempo después.

Durante años aquellas imágenes habían embrujado sus sueños, vistiéndolos con monolitos, hogueras y gemidos de figuras escondidas tras las ramas. En aquellos sueños, Joviann se veía a sí mismo oculto tras una máscara, corriendo en pos de las faldas de su hermanastra Yara. Su querida, amada, idolatrada, venerada y finalmente traicionada Yara.

El sátiro abandonó el escondite con un chillido animal. Las mujeres gritaron a su vez, pero de miedo. Fust sintió un roce en su mano: el puño de Nuara, cerrado en tensión sobre el borde del asiento.

El sátiro espantó a las hembras con sus desquiciados movimientos para que no completaran la danza. Fust recordó las normas no escritas de aquella tradición: unos pocos machos perseguirían a las vestales por la foresta, tratando de detener el ritual del Deaji, la renovación, pero al final las damas siempre acababan triunfando. Cuando alguna completaba siete vueltas en torno a los megalitos, gritaba a las lunas el nombre de la diosa de la fertilidad y el ritual concluía. Mientras, las demás mujeres hacían lo posible por no caer presa de la brutal embestida de sus perseguidores. A los niños nacidos de tal encuentro se los consideraba sagrados, y (siempre según la tradición, sin datos estadísticos en la mano) disfrutaban de vidas largas y prósperas.

Fust nunca se había atrevido a preguntar si él mismo fue concebido así.

El sátiro espantó a todas las mujeres menos a una, la más valiente, que se empeñó en completar los círculos. Era lozana, de estatura media, piel bronceada y caderas anchas. También tenía el sexo afeitado. La piel de sus glúteos estaba enrojecida y tenía algunas piedrecillas clavadas que se negaban a caer; seguramente habría permanecido sentada en el suelo durante largo rato, detrás de un árbol, oculta a los instintos de los sátiros.

El varón la acorraló contra un menhir. La hembra se volvió, en teoría para escapar del macho, pero su movimiento sólo propició que éste la embistiera por detrás. El enorme miembro desapareció de golpe entre sus muslos, y la mujer gritó.

Fust dio un respingo ante la brutalidad aparente del acto, y miró a Nuara. Ésta se mordía el labio superior, sin perder detalle de lo que ocurría entre los menhires. En cierto modo su fascinación le recordó a la suya cuando era niño. Estaba muy excitada, tanto que sus pechos diminutos se marcaban con absoluta claridad bajo la tela de la camisa. Joviann tuvo que montar una pierna sobre otra para disimular su propia erección, mientras la misteriosa mujer del claro gritaba de placer y dolor, sus pechos restregándose contra la piedra.

Entonces se percató de algo.

El sátiro lo miraba. No apartó sus ojos de él ni por un instante mientras violaba a la joven. Ese simple detalle convirtió el acto en un desafío, en algo instintivo y amenazador. Ya no estaba cumpliendo con un ritual de apareamiento, sino que el hecho había trascendido para crear un vínculo con él, con aquel espectador que lo miraba todo a salvo desde la grada.

Joviann frunció el ceño. Sentía la garganta reseca, no sabía qué hacer ni qué pensar. Contempló la escena como un colegial que no sabe si responder a una afrenta sugerida o hacer como que no se ha enterado, mientras el hombre descargaba su semilla en el interior de la exhausta vestal.

La mujer cayó al suelo. El sátiro miró una última vez a Fust, y ya no hubo duda posible: lo había desafiado. Había hecho aquello para demostrar algo.

Media hora después, un compungido Joviann seguía a su sobrina por un sendero que los condujo hasta unos edificios practicados en grandes bloques de mármol. Cuando Nuara le preguntó si se encontraba bien, él sólo pudo asentir con la cabeza.

Desde la frondosidad del bosque, los sátiros aullaron su victoria a las lunas de Anthelia.

Lina

La Eurídice pulverizó sus propios récords de velocidad mientras se aproximaba a la estación para recoger a las dos mujeres. Sensaciones dispares colisionaron en la mente de su propietaria: furia hacia Heith por desobedecer las órdenes y haberse puesto en peligro; temor porque no llegase a completar aquella atrevida maniobra y cayese en la trampa de los urtianos; alivio porque su estupidez se impusiera a su cordura; amor infinito…

Lina agarró a la doctora girándola bruscamente hacia ella. Le ordenó que se preparara para activar la única arma de que disponían.

—¿¡Qué arma!? —se desesperó Valeris. Por más que se empeñase en buscarlos, la estación no tenía cañones ni enclaves de misiles que poder disparar contra los urtianos. Era inútil buscar sistemas de defensa donde nunca los había habido.

Lina señaló a los puntos de luz del escalpelo planetario.

—¡Esa arma! —gritó—. ¡Usted me dijo que acabaría regenerándose!

—El… escalpelo…

—¿Se ha regenerado ya? ¿Está listo para usarse? —Los ojos de la capitana parecían dos ascuas ardientes a punto de atravesar la placa del casco. Había súplica en ellos, más que urgencia u odio.

La doctora comprendió, con un anestésico fulgor blanco nublándole piadosamente la mente, e impartió las órdenes de inicialización del escalpelo a través de la consola de su antebrazo. Los zánganos detectaron en ese preciso instante la cercanía de la Eurídice y se reagruparon para interceptarla.

Lina maldijo. Había equipado a su preciosa nave con un completo arsenal de armas de largo alcance, pero desde que había atracado en la Clepsidra sólo habían tenido tiempo de huir. Hacer el amor, huir, hacer el amor, huir. No es que fuera una mala forma de organizarse, sobre todo si seguían vivos para plantearse estas preguntas, pero había formas más prácticas de emplear parte de ese tiempo.

Heith, para colmo, no tenía experiencia en combate. Siempre se había mostrado mejor guerrero en la cama y en los juzgados que en el campo de batalla, y su bautismo de fuego iba a consistir nada más y nada menos que en un enfrentamiento con un crucero biocida. Genial. ¿Qué más podía salir a pedir de boca?

Apretó los dientes. No había tiempo para lamentaciones. Se fijó en que el Halo, siguiendo sin duda instrucciones de Heith, había calculado una trayectoria de aproximación que aprovechaba las zonas más densas de la nube. Los fragmentos carbonizados del destructor formaban una pantalla que la separaba de los zánganos, pero no detendría una descarga directa de sus cañones.

De repente, los cuatro puntos brillantes que delimitaban el perímetro de la gigantesca herramienta planetaria brillaron como soles.

—¡Allá vamos! —avisó Valeris—. El antirrelé que suministra la energía al escalpelo se está desenrollando. La cuerda de antimateria se tensa.

Lina no había entendido ni la mitad de esa frase, pero igualmente cruzó los dedos. Los siguientes acontecimientos transcurrieron en unos pocos segundos, pero ella los desgranó en su cerebro como si fuesen minutos: La Eurídice esquivó los disparos de los zánganos a base de violentas espirales que estarían aplastando a Heith contra los compensadores inerciales del Halo. La arboladura del impulso se encontraba en estado de máxima expansión, recogiendo energía residual del estallido del destructor para transformarla en velocidad. El crucero urtiano continuaba volando muy cerca del sol, en un perihelio de unos cien millones de kilómetros, cabalgando la misma órbita del planeta, y se hallaba muy cerca de la estación.

No se percató del peligro que suponía la cercanía del escalpelo hasta que la circunferencia de éste penetró en sus escudos: lo que aparentemente eran cuatro nodos minúsculos de energía se convirtió en un aro de cegadora luminiscencia. Golpeó como un látigo la coraza física del crucero y la derritió, como había hecho antes con el planeta.

Lina y Valeris se sobrecogieron al ver el espectáculo del arco seccionando una parte del crucero urtiano como un cirujano extirparía un cáncer. De una manera limpia, aséptica. Sin ruido. Sin explosiones.

La Eurídice invirtió motores y se aproximó para recogerlas. La doctora se abrazó con tal fuerza a Lina que ésta pudo sentir su cuerpo a través de los dos trajes.

El enjambre de zánganos retornó velozmente a la nave madre, olvidándose de la nave de Lina y bombardeando con saña el aro para intentar destruirlo. Fueron los campos de contención del propio crucero los que detuvieron su avance, sin embargo, al atraparlo en una garra tensorial; pero no pudieron evitar que una porción de al menos treinta cubiertas quedase dañada. En otro tipo de arquitectura naval eso habría resultado desastroso, pero para la configuración acoplada de los urtianos no era un problema insalvable: como un lagarto librándose de la cola, el crucero expulsó las cubiertas dañadas al espacio y selló las heridas, reacomodando su estructura.

Para entonces, tanto Lina como la doctora Valeris se encontraban a bordo del balandro. Decir que estaban a salvo quizá fuera demasiado, pero al menos la capitana se sentía segura con la palpitación del Halo a su alrededor.

—¡Eres un completo imbécil! —insultó a Heith mientras lo besaba en la boca y lo echaba a empellones del foso táctico.

—Debemos contactar con el almirante Rodel —sugirió Valeris—. Poner a la flota sobre aviso, para que acuda a rescatar al personal de la estación que aún sigue ahí dentro.

—Démonos por satisfechos si escapamos con el rabo entre las piernas —replicó Lina—. Si logramos saltar hasta un punto seguro, pediremos ayuda a los militares. Tranquilícese. —Le puso una mano en el hombro a la científica—. Los suyos estarán a salvo. Toda la estación está impregnada con la energía del huevo del Ángel, así que no creo que los urtianos la destruyan. En todo caso se…

Enmudeció, mirando las pantallas.

Heith y la doctora la imitaron.

En la inmensidad del espacio profundo, las galaxias comenzaron a mutar a ojos vista. La luminosidad se desplazó hacia el rojo, los contornos se difuminaron y los enormes brazos espirales contrajeron sus titánicos diámetros. En apenas segundos, las estrellas cambiaron, algo pareció succionarlas a una velocidad que desafiaba toda cordura, los cuásares lloraron canciones de entropía y las nebulosas hirvieron en el caldero de la radiación Buncler.

El universo moría.

Los urtianos se replegaron. Los zánganos se posaron mansamente en los hangares y el crucero se marchó del sistema tan rápidamente como había llegado. El fragmento cercenado por el escalpelo cayó atraído por la gravedad de la luna, efectuando una reentrada sin control en su atmósfera.

Lina y Heith se tomaron de la mano.

—Ya ha empezado —murmuró la doctora, de pie junto a ellos—. El principio del fin.

La capitana no pudo evitar que sus ojos expulsaran lágrimas de pura rabia. Las secó y trazó el rumbo hacia el centro de la Variedad, allá donde la densidad de estrellas y la cercanía de los pozos de gravedad volvía un peligro la navegación. Había un sistema en la periferia de ese sector donde aún era seguro volar, pero donde el concepto «noche» era una quimera, cuyas coordenadas llevaban muchos años memorizadas en el Halo.

Por fin iba a usarlas.

—¿Qué… qué vas a hacer? —preguntó Heith.

—Si esto es el jodido final, quiero estar junto a mi hermana. —Dijo Lina, sorbiendo por la nariz—. Doctora, ahora que los urtianos se han marchado, si lo desea, podemos dejarla en la estación. La Armada no tardará en enviar alguna nave de reconocimiento.

Valeris negó enérgicamente.

—No. Si hay alguna posibilidad de averiguar algo más sobre lo que está pasando, prefiero aprovecharla. Iré con ustedes hasta los mundos de la Rejilla, si me lo permiten; hay gente allí que podría ayudar.

—Como quiera. —Lina lanzó un último vistazo al universo en desplome, y se acomodó en la ingravidez del Halo—. Pero dudo mucho de que a estas alturas el porqué importe demasiado.

Zhinz

El marsupial no lo estaba pasando muy bien en las entrañas del crucero urtiano. Liberar a su compañero humano del tubo había supuesto, por un breve instante, un descanso para su castigado corazón: la ilusión de una salida, una vía de escape que pudiera catapultarlos fuera de aquella locura, guiados por la experta mano de Jules, el superviviente. Si a Zhinz no se le ocurría ninguna forma de escapar, su intrépido amigo seguro que lo resolvería. Hasta ahora siempre lo había hecho. ¡Jules el aventurero, el indómito, el experto rastreador que ningún enemigo podía emboscar!

No tardó en darse cuenta de que sólo había sido eso, una ilusión.

El robot flotante le cerró el paso, ejecutando un amplio arco para impedirle huir por la pasarela. Sus apéndices metamorfoseados en estiletes se alzaron amenazantes, prometiéndole insoportables dosis de dolor si daba un solo paso más.

Zhinz reculó hasta tropezar con el cuerpo de Jules. El humano no se movía. ¿Se habría asfixiado? A lo mejor la estratagema del trébol había fracasado, causando el colapso del aparato respiratorio del humano en lugar de su saneamiento…

Alzó los brazos, gesto que para las especies que poseían extremidades solía traducirse como rendición (garantía de que las manos estaban alejadas de los porta armas, colocados en casi todas las culturas bípedas a la altura de la cintura). El robot acarició el cuero cabelludo de Zhinz con una cuchilla. Todavía tenía el rostro chupado hacia dentro, deglutido por el armazón cromado del cráneo.

El marsupial se orinó encima. Cerró los ojos con fuerza, sintiendo cómo los estiletes comenzaban a cortar la piel de su cráneo. Era el fin.

De pronto sucedió lo imposible: una columna vertical de luz derritió el casco de la nave abriéndose paso desde el exterior, desde el vacío del espacio. Avanzó a gran velocidad hacia ellos, seccionando las diferentes cubiertas que encontró a su paso y matando a miles de prisioneros que aún dormían en los tubos. Los cuerpos de estos pobres infelices estallaron, mezclándose con toneladas de cristal derretido y el magma en que se había convertido la materia traslúcida.

Zhinz, ante aquella escena apocalíptica, recordó el iconostasio de su aldea: en tiempos inmemoriales, un héroe se había alzado contra la dominación que había conducido a sus antepasados a la sapiencia. A lo largo de siglos la leyenda de Ihmmazer, el Gran Defensor (que llevaba el nombre de un dios hacedor de mundos mucho más antiguo que él), se había contado a través de los más ancianos, enriqueciéndose con cada generación. Zhinz había escuchado los cuentos cuando era un cachorro, aunque nunca les había prestado más atención de la que merecía cualquier tradición popular.

Dio gracias por estar equivocado. Había subestimado a sus ancestros: aquélla era la hoja de Ihmmazer, convocada por el Gran Defensor para ayudar a su hijo en momentos extremos.

El robot centinela también debió de intuir el peligro, pues se alejó volando. Zhinz, con varios centímetros de cuero cabelludo colgando por su sien izquierda, se cargó a Jules a la espalda. Zigzagueó entre los tubos llenos de cuerpos, saltó de pasarela en pasarela y se desplomó ante una pared.

La columna de luz seguía avanzando hacia él. De repente frenó: algo la había hecho parar. Violentos temblores sacudían el suelo, como si la integridad estructural del acorazado se viniera abajo.

Comprendió lo que sucedía: los urtianos habían apresado la hoja de Ihmmazer con su tecnología. Los poderosos campos de fuerza habían detenido su avance como una tenaza, y ahora estaban expulsando la cubierta dañada al espacio.

El volumen de gases contenido en aquella sección se esfumaba. A través de la fisura abierta por la espada del dios, Zhinz vio estrellas. Y un planeta frenético que se acercaba girando a gran velocidad. Algunas religiones de su mundo afirmaban que los dioses sólo actuaban llegada la hora undécima, pero claro, eso no tenía sentido en el espacio. Zhinz se preguntó si su dios iba a esperar a los últimos segundos antes de la medianoche en que se había convertido su vida para rescatarlo o terminar de condenarlo.

El marsupial lamentó su suerte, dejando caer los hombros con impotencia. Tanto esfuerzo por escapar, y su única posibilidad de salvación estribaba en que aquellas máquinas lo protegieran de la descompresión explosiva durante la reentrada.

Metió a su compañero en un tubo desocupado y saltó al interior del siguiente; fuera como fuese, no le quedaban más pulmones que expulsar, así que dejó las tapas de ambos bien abiertas.

Cuando el tubo se llenó de líquido, induciéndole un estado comatoso mediante drogas, el último pensamiento del marsupial fue, casualmente, para el cubículo nido que su tribu le tenía reservado para la siguiente estación de cría. Un lugar que era en sí mismo una promesa de la vida, y que él ya no volvería a ver.

Charlemagne

Lo habían separado de su cuerpo.

Llevaba horas cayendo en un pozo sin final, un canal que era una mezcla entre energía radiante y palpitantes horizontes de sucesos. No fue hasta mucho después de admitir que ya no tenía cuerpo físico cuando se dio cuenta de lo que eran estos últimos: otras inteligencias. Seres como él, pura entelequia desatada.

Una hebra limpia de datos lo enganchó como un anzuelo. Char se debatió (¿era una trucha, un salmón o un pez espada?) mientras el cordón de ceros y unos lo sacaba del lago. Su mente se secaba sin notar el contacto con el código. Moriría en pocos segundos a menos que…

ESPERA

(Respuesta automática de Charlemagne.)

¿QUÉ DIABLOS…?

PACIENCIA. PROCESO DE ADAPTACIÓN EN MARCHA.

El cifrado M ardió en sus venas, o lo que fuese que escondiera bajo la piel. No, no tenía piel. Qué estúpido. Sólo el recuerdo de haberla tenido, que por desgracia no bastaba para existir.

Estáscasicódigoadaptadovelocidaddeasimilaciónequivocadademoraráuninstantearreglarlo ya. Hola, Charlemagne. Bienvenido.

—¿Quién eres tú? ¿Qué es este lugar? —preguntó el psiquiatra. O más bien, lo preguntó lo que quedaba de él en aquella hebra de código M.

—Estás en el radicórtex, la fragua de código del cerebro de la nave.

—¿El cerebro de la qué?

—De la nave.

(Charlemagne implementa un antiguo modismo de personalidad y se atraganta. Metafóricamente, claro.)

—¿Qué… qué me habéis hecho?

—La Noótica necesitaba de tus facultades. Te hemos sumado como una gestalt humana completa e independiente al núcleo. Tu antiguo soporte orgánico (lo que los aerobios llamáis «cuerpo») ha sido incinerado. Ahora formas parte de la mente del crucero de guerra, de la memoria global. Ya no eres humano; eres más, un código-adaptado perfecto.

—Incinerado… —Le dolía pronunciar, aunque fuera mentalmente, esa palabra.

—Buscas razones. Las hay. Esto no ha sido un acontecimiento fortuito. La Noótica aprende de los rasgos propios de los sofontes. Necesitaba urgentemente de tu experiencia vital para progresar.

—Incinerado…

—Tu idiosincrasia resulta sugestiva, Charlemagne. Aporta al conjunto una dimensión de los seres vivos que nos era desconocida, pero que sin duda deviene en una condición fundamental para la consecución de determinados procesos creativos.

—¿De qué dimensión hablas?

—De la locura.

(Otra implementación.)

—Nos, la mente colmena, hemos decidido agregar tu yo al conjunto para que ejerzas de variable incontrolada. Eres la pieza que nos faltaba para emular el complejo organigrama sapiente de los aerobios. Contigo, el esquema es más sofisticado. Menos perfecto, menos depurado, pero al mismo tiempo… más cercano a la dimensión que llamáis «vida».

—¿Qué habéis hecho con Mel?

—El ente Mel, entendido como un cuerpo orgánico que respira y se alimenta, ya no es necesario. Fue expulsado junto con la sección dañada de la nave a cien segundos de iniciado el ataque. Su suerte nos es desconocida, pero lo que necesitábamos de él se encuentra a buen recaudo en el radicórtex: el ente Gill, cuyo nombre interno es Agnes.

—¿Gill?

—El pasajero de su cerebro. Aquel que atravesó la membrana que separa los universos. Ahora está aquí, con nosotros.

—¡Gill no era más que un maldito programa de psicología barato! No pudo…

—El universo se acaba, Charlemagne. Es una burbuja con fecha de caducidad. Sólo existe una vía de escape para las especies que sean lo suficientemente inteligentes como para aprovecharla: la humana Agnes estuvo al otro lado de la Gran Barrera en una ocasión, y logró volver. Con ello demostró que el viaje en ambas direcciones es posible. Ella nos tutelará a través de sus sendas misteriosas. Será el guía.

—¿Sendas… misteriosas?

—El único modo de sobrevivir. Hola, Charlemagne. Cuánto tiempo.

—Me estás saludando otra vez. (No es una pregunta.)

No «otra vez», aunque en cierto modo soy la que ha estado hablando contigo hasta ahora. Me llamo Agnes. (Perplejidad ante una implementación no humana. Charlemagne se siente desbordado.) Los urtianos quieren que me convierta en su faro a través de la tiniebla que separa las realidades. Por eso te necesito, Charlemagne. Voy a fundirme contigo. Voy a amarte y honrarte hasta que el tiempo se acabe y los mundos colisionen por última vez. Necesito tu demencia para que me sirva como escudo frente a los rigores de la osmosis entre universos. Por eso te convoqué. Más que nada en este universo, necesito tu amor desquiciado.

¡No! Yo nunca…

(Interrupción brusca de la cadena de pensamientos.)

El ente que se denomina a sí mismo Charlemagne Ulner es absorbido por el caos. La ecuación de su personalidad se alinea en torno a una asíntota imposible, a un juego de lógica sin solución, y acaba igualándose a Agnes.

Charlemagne=Agnes cimbrea en la fragua, disfrutando de su recién estrenada psicosis y de ese instante de gloria en que la mente tiene un atisbo del código M. Luego se interna aún más en el núcleo, un pájaro volando en línea recta hacia la tempestad. La orden proviene de otra parte de la nave, como si hubiesen muchas voluntades ahí dentro.

La mente Ur ansiaba aprender lo que era la locura, funcionar mal como objetivo pactado, y acababa de lograrlo con Char. Se sorprendió ante la capitulación mental que ello implicaba, la exégesis que involucra la primera fase de la enfermedad. La locura no empieza por perder la razón, sino la familiaridad. Y lo que la reemplaza es un sentimiento de incertidumbre que es imposible no sólo de analizar sino de comunicar a otros. La mente Ur se sintió, por primera vez en toda su existencia, perpleja ante lo que había a su alrededor; perdida en el universo decoherente, inestable, un lugar donde los aerobios creían en dioses que nunca habían visto pero que los apuntaban con armas de sinsentidos y ¡¡gracias por escucharnos!! a la cabeza. Aspiró más código, más maná tántrico, junto con el cual cayeron también las partículas Charlemagne=Agnes por la sinuosa cascada de la Revelación.

Para entonces, ninguno de los dos recordaba haber sido humano.

Fust

La casa tallada en el mármol, situada cerca del círculo de menhires, contenía una única habitación, un ambiente compartido donde cabían una sala de estar, una cocina y un excusado que podía ocultarse tras una simple cortina. Lo curioso de los muebles y las paredes era que estaban construidos para que semejaran el interior de una caverna, donde los elementos decorativos crecían a partir de las paredes y el suelo.

Joviann adivinó que aquélla iba a ser su residencia mientras permaneciera en el planeta. Nuara se disculpó y lo dejó a solas, prometiendo que alguien acudiría para ocuparse de sus necesidades. Y se marchó. Los diminutos pezones aún se le marcaban contra la camisa.

El autoequipaje de Fust se posó sobre la cama. Los había seguido como un sirviente fiel e invisible desde el carruaje. El ejecutivo resopló y buscó una botella de licor en los armarios. No la encontró, pero de una estalactita goteaba algo similar al zumo de uvas.

Se felicitó a sí mismo. Una vez se ha aprendido lo que es una victoria pírrica, éstas parecen abundar.

En la mesilla de noche descansaba el tablero de un juego que se le antojó familiar. ¿Cómo se llamaba, purok? Rememoró tardes de asueto empleadas en discutir sobre sus reglas, veladas llenas de amigos y flirteos con las chicas.

El súbito recuerdo del sátiro violando a la vestal diluyó su sonrisa. ¿Qué significaba aquello? ¿Habrían querido transmitirle un mensaje, un desafío encubierto?

¿Acaso era Yara la mujer mancillada, sólo que él no había sabido reconocerla?

Apretó los puños. Debería estar acostumbrado a los juegos de poder, moneda de cambio habitual en su negocio. Pero esto iba más allá. Rozaba sus sentimientos. Y ése era un campo de batalla en el que Joviann Fust no concedía cuartel.

Lo que lo encrespaba era la lentitud con la que parecía transcurrir todo; sobre todo el tiempo, el tiempo, ¡el tiempo! El tiempo no fluía con desenvoltura en Anthelia, o quizá era lo único que a todos les sobraba. A todos menos a él. Fust estaba acostumbrado a cerrar negocios con rapidez, a manejar enormes cantidades de dinero que cambiaban vertiginosamente de manos. Pero allí, en aquel planeta que había hipotecado sus recursos naturales, en la hacienda de la familia que él mismo había vendido para salvar de las deudas a lo que quedaba de su linaje, los acontecimientos se arrastraban a paso de tortuga.

Como los movimientos en el purok: una mezcla de tabas y juego de azar.

Sopló los dados, que brincaron como saltamontes.

Todo era lento, lento, lento, pero en esa colisión contra su sentido de la rapidez descubrió un sentimiento. Una adicción. Se comparó a sí mismo con los coleccionistas gobys, que acumulaban enseres inútiles de otras culturas para aislarse de su propia vacuidad.

—Un nueve y un seis. Los dígitos del amor.

Fust se volvió. En la puerta se recortaba la silueta de una mujer de piel bronceada y pechos generosos. Era la misma a la que había violado el sátiro minutos antes.

Entró sin pedir permiso, se aisló en el excusado y Fust oyó el correr del agua. Al rato apareció de nuevo, sin la máscara y vestida con una túnica.

—Hola, Sivain —la saludó el ejecutivo—. No te había reconocido.

La mujer lo besó en la mejilla. Luego entró en la cocina y preparó una infusión.

—¿Cuándo has llegado, Joviann?

—Desembarqué antes del anochecer —contestó. No cesaba de mirar a la anfitriona con disimulo, calibrando sus formas. Sí, era su prima segunda Sivain, y desde luego había cambiado con el paso de los años. Se había vuelto más… mujer, a falta de otro calificativo más justo—. Tras el descenso me recogió Nuara.

—Ah, la pequeña Nuara. Ha crecido un montón, ¿verdad?

—Está estupenda. En todos los sentidos.

—Eres un diablo, primito. Humm… —Se volvió hacia él—. Me encuentras distinta. —No era una pregunta.

—Pues sí —confesó Joviann—, estás muy hermosa.

—He engordado unos veinticinco kilos desde la última vez que nos vimos —sonrió—. Así me siento mucho mejor. Estaba harta de ser aquella delgaducha que siempre se quejaba de los cambios de temperatura. ¿Te acuerdas de lo impertinente que me ponía en invierno?

—Cómo olvidarlo. Yo tenía que soportarte cuando volvías de la escuela. La verdad es que así estás mucho más atractiva.

—Gracias. ¿Qué te ha parecido el espectáculo de esta noche? —preguntó ella, cambiando bruscamente de tema. Había algo agresivo en su esgrima verbal, una finta retórica que pretendía cogerlo con la guardia baja.

Fust se sonrojó.

—Confieso que hubo un momento en que pensé que aquel sátiro te estaba haciendo daño de verdad.

—Me lo hacía, créeme. —Sivain se frotó la región inferior de los pechos, aún enrojecidos por el rozamiento contra la piedra—. Forma parte de la liturgia: los machos dan rienda suelta a su pulsión sexual y las hembras los controlamos a nuestro gusto. Un doble juego de influencias, aunque cuando gritamos lo hacemos de veras.

—Pensé que eras Yara.

La mujer extrajo una pomada del botiquín y se la untó en los pechos. Al hacerlo le dio la espalda a Joviann, aunque éste la había visto en completa desnudez minutos antes. Entendió que el contexto había cambiado.

—¿Has jugado últimamente al purok? —preguntó ella.

—Ni últimamente… ni hace siglos. La verdad es que lo echaba de menos, aunque ni yo mismo lo sabía.

—Ahora tiene soporte electrónico. La vertiente cultural del juego está comprimida en un caché.

—Las cosas cambian con el tiempo.

—Ella también ha cambiado, Joviann —dijo con voz queda—. No es la misma muchachita tierna e inocente que tú conociste.

Fust apuró el vaso. Su prima le sirvió más.

—Me lo imagino. ¿Quién era el sátiro que te…?

—Tu hermano Semra. Se apuntó al Deaji en el último momento, aunque al principio dijo que no participaría. Estaba ocupado con la vigilancia orbital de la saltoárea.

—¿Mi hermano? —Eso lo cogió desprevenido. Pensaba que Semra había abandonado Anthelia décadas atrás, junto con la rama Lisrham.

—Regresó hace unos años para cuidar de Yara, cuando tuvo su primer aborto. La verdad es que se portó muy bien con ella. Renunció a su carrera de economista con tal de estar a su lado en aquellos momentos de necesidad.

Sivain no necesitó acabar la frase para que Fust escuchase el final: «No como tú».

—Lo lamento de veras. Yo… no lo sabía. —Rescató la vista del líquido de su vaso. Se estaba ahogando—. ¿Has dicho «primer aborto»?

—Tuvo otro, años después. Le extirparon la matriz.

—¿Y por qué no me avisasteis?

—Porque no era asunto tuyo —dijo Sivain, con cortés indiferencia—. Estabas demasiado ocupado con tus asuntos para prestar atención a lo que sucedía aquí.

—Eso no es cierto. —Joviann deambuló nervioso por la habitación. Eran demasiadas noticias impactantes de golpe—. Tuve que vender el patrimonio dinástico para subsanar las deudas que nos legó el abuelo, cierto, pero siempre traté de mantener el contacto. Además, gran parte de los beneficios os pertenecen. Están ahí, en forma de derechos de explotación, esperando a que los reclaméis.

—Mis sentimientos no son capital especulativo, Joviann —precisó la mujer—. Ni mis recuerdos. Tomaste una decisión unilateral que en su momento creíste que era la mejor, pero en ningún momento nos consultaste. —Lo barrió con la mirada—. Nos lanzaste al exilio sin tan siquiera pedir nuestra opinión.

—¡Era lo único que se podía hacer! —explotó—. Os he pedido disculpas durante años, os he apoyado y defendido, y he financiado los gastos del éxodo para que resultara lo menos traumático posible. El abuelo dejó demasiadas deudas cuando la primera AREAN quebró. Si no hubiera actuado como lo hice, esta familia lo habría perdido todo. ¿Entiendes? —Abrió los brazos, abarcando más de lo que él mismo pretendía—. ¡Todo!

—Había otra solución —objetó Sivain. Sus palabras tenían filos—. Debiste confiar en nosotros si querías ponerla en práctica.

—Barajé todas las posibilidades, ayudándome de los mejores consejos de administración que se pueden comprar y las mejores IAs —alegó con cierto desprecio, como si ella (y en asuntos de índole económica era cierto) no tuviese ni la más remota idea de lo que estaba diciendo, y sus argumentos pesasen lo mismo que el humo—. Y créeme, no existían alternativas. Te lo dice un experto en guerra corporativa.

—Te equivocas. Cuando todo falló, aún nos quedaba la tecnología Synder.

—¿La…? —Fust apuró la infusión de un sorbo—. ¡La Synder es un mito, joder! Una locura del abuelo en la que desperdició sus últimas décadas y su fortuna. ¡Por eso nos arruinamos! —Hizo una pausa—. Espera. No estarás insinuando que…

—La hemos desarrollado, sí —dijo con toda sencillez.

Y se marchó.

Fust permaneció horas mirando al techo de la habitación-caverna, su cabeza hirviendo con las dudas. «El primer aborto».

¿Dónde estaba él mientras la mujer de sus sueños se moría? Sivain tenía razón. Se había alejado demasiado.