Informe horario n.° 6557303 / P 114
[Senda idiomatica: capellán tres à graamil interlac (bajo cifrado) à estándar de la Rejilla.]
Nuestro pequeño espacio compartido del cosmos es un crisol de culturas, un tapiz de jerarquías sofontes y alimenticias que llevan entretejiéndose desde la noche de los tiempos. Resulta imposible no encontrar influencias de unas civilizaciones en otras, incluso entre las que llevan eones enemistadas por motivos que pocos recuerdan. Los paleontólogos han logrado establecer cruces genéticos entre especies distantes que datan de los albores de la Variedad, de tiempos que aún no conocían el viaje estelar ni la comunicación instantánea. Hay palabras en vasloo con raíces en los dialectos keltas, herejías lem basadas en apostasías kodanitas, formas culinarias elandis evolucionadas de tradiciones caníbales iksaras.
Unión.
Innumerables especies siguen evolucionando en los recovecos de los mundos habitados, con el pausado ritmo de los relojes geológicos y escuchando la melodía de la plácida cadencia de las eras. Otras han preferido involucionar por motivos religiosos, abandonando los logros de sus culturas para dedicarse a la meditación pura y hablar con los dioses. Algunas se apoyan en la tecnología y otras en la meditación, unas en el viaje estelar y otras en el viaje interior, pero todas comparten una misma ansia, un anhelo primordial: sobrevivir. Permanecer. Seguir ahí cuando se apaguen todas las luces.
Oscuros tiempos sobrevienen. La Variedad está en peligro, puede que como nunca lo haya estado antes, y es obligación de las especies que ocupan los puestos de cabeza en la evolución sofonte proteger a las menos avanzadas, las que menos suerte o menos logros han tenido en sus complicadas historias.
Es su deber. Su legado. El precio a pagar por haber brotado en hábitats más benignos que les han permitido desarrollar primero sus capacidades intelectuales. Incluso en aquellas culturas donde la palabra «bondad» carece de traducción, existen otros conceptos que la suplen, algunos difíciles de entender para los no nativos, pero siempre coherentes con su lógica interna. Expresiones de esa voluntad de escapar del caos, de alcanzar el nivel organizativo que va aparejado a la inteligencia.
Creemos que los candidatos a la trascendencia seguirán las mismas leyes que rigen la evolución de las especies. Sólo los más aptos sobrevivirán, pero puede que el baremo usado para designarlos coja desprevenido a más de uno.
En esta hora aciaga, cuando dudamos de si habrá o no un mañana que nos cobije, tal vez nos sorprenda la idea de que la trascendencia no se alcance mediante la fuerza, sino a través del muchísimo más complejo y exigente amor.
Ojalá alguien más, allá fuera, se dé cuenta.
Lina
—¡Nos atacan! —gritó alguien desde el puesto de control.
Lina no tuvo que esperar a que le confirmaran la noticia. El temblor que sacudió la estructura estuvo a punto de arrojarla contra una encimera. Se encontraba en el laboratorio de la doctora Valeris, esperando su regreso. Heith ya había partido a los mandos de la Eurídice para ocultarla en los planetas exteriores, y se había puesto en contacto con ella en varias ocasiones para comunicarle que todo iba bien. Por el momento. El Halo se mostraba dócil como un potrillo amaestrado, y siempre que no tuviera que darle órdenes complejas, la nave se pilotaría prácticamente sola.
Esa situación de tranquilidad distaba mucho de la que acababa de desatarse en la estación.
Valeris llegó corriendo por el pasillo. Lina la sostuvo para que no tropezara durante el siguiente sismo.
—¿Qué ocurre? —preguntó la capitana.
—¡Los urtianos! Un destructor acaba de materializarse a media UA de aquí. Debemos abandonar la estación.
—Maldita sea, ¿cuándo acabará esto? —se lamentó Lina—. Vamos —la agarró del brazo con firmeza—, la acompañaré hasta su transporte.
Corrieron por los pasillos hacia la cubierta de evacuación. Atravesaron un anillo de inversión de gravedad y sus pies pisaron el techo, en lo que era el suelo del hemisferio contrario.
—¿Han venido a por Jan?
La doctora asintió.
—Probablemente. Esperemos que la nave de vigilancia que Rodel dejó en el sistema cumpla con su función, o aquí se acaba nuestra historia. Los urtianos no suelen hacer prisioneros.
Lina asintió. Heith había tenido que esquivar al centinela de Rodel para poner a la Eurídice fuera del alcance de las pantallas de radar. Por fortuna, su pequeña maravilla era lo suficientemente veloz y estaba escudada como para eludir casi cualquier sensor.
Entonces la gravedad falló.
Las mujeres volaron sin control unos metros, atrapadas en el impulso de la carrera. Lina, más entrenada en maniobras de gravedad cero, fue la primera en anclar los pies en el ángulo correcto entre la pared y el techo. Recordó a su mentor en la academia de vuelo gritándole al oído: «¡Cuando nada tire de tu cuerpo hacia abajo, busca los noventas! Los noventa grados son tu mejor aliado, conejito».
Conejito. Así la llamaba aquel cerdo, como a casi todas las cadetes recién llegadas y con demasiado miedo de protestar para que no las echasen de la academia. Pero no había duda de que aquel cabrón conocía su oficio.
Bien asegurada en sus «noventas», agarró a Valeris por un tobillo y la atrajo hacia sí.
—El último disparo ha debido alcanzar los generadores de fuerza —dedujo.
—¿Qué hacemos ahora? —jadeó Valeris—. ¿Cómo vamos a llegar hasta el muelle?
Lina activó el comunicador de su muñeca. Estaba enlazado con la antena principal de la torre, así que en teoría no debería tener problemas para que la señal llegase hasta la luna donde Heith ocultaba la Eurídice.
—¡Lina! —se sorprendió el abogado, hablando en tiempo real desde varios minutos luz de distancia—. ¿Dónde estáis?
—Atrapadas en la cubierta doce. No llegaremos al hangar; las puertas se han quedado sin energía.
—Si podéis salir al exterior os recogeré.
—¡Ni hablar! —objetó ella—. Quédate donde estás. Es demasiado peligroso.
Lina imaginó el rostro de su novio crispándose mientras decía:
—Demasiado tarde, cariño, ya llevo ese rumbo. Es cierto eso que dijiste de que el Halo es tremendamente fácil de pilotar, siempre que te lleves bien con él.
—Mierda. —Lina empujó a Valeris de vuelta al anillo de gravedad—. Maldito tozudo descerebrado…
—¿Qué hace? —protestó la doctora—. ¡El hangar está en dirección contraria!
—No podremos llegar. La energía está a punto de…
Las luces se apagaron. Del otro lado de las mamparas llegaron ecos de gritos. Quedaba mucha gente atrapada en los ascensores y laboratorios.
—El suministro de emergencia tampoco ha funcionado —dijo Lina, cansada—. Deben de haber volado una buena parte del complejo. Haga como yo —la instruyó—: Coloque los pies así e impúlsese progresivamente, no de golpe. Deje que sea la inercia la que trabaje.
Valeris procuró imitarla. Se sorprendió ante la agilidad que ella misma era capaz de desarrollar casi sin proponérselo. Era cierto eso de que los ángulos cerrados ayudaban al desplazamiento y la estabilidad cuando no había un suelo al que agarrarse.
No tardaron en retroceder los veinte metros que las separaban del horizonte de gravedad. En la cámara adjunta había trajes espaciales e impulsores, ya listos para operar. A Lina no le sorprendió su presencia: los operarios de mantenimiento solían usar los anillos como muelles de suministro, y como ventanas para salir al exterior.
—Vamos, póngase uno de estos —urgió, tendiéndole a Valeris un traje de vacío—. Heith nos recogerá.
—¿Podrá llegar?
Lina no respondió. Hacía lo humanamente posible por no imaginar a la Eurídice volando a ciegas en medio de una batalla estelar, pilotada por un novato.
* * *
Si hubiese podido echar un vistazo a través de la esclusa, Lina se habría dado cuenta de que su estimación de riesgos seguía siendo, aun así, demasiado optimista.
El capitán del Embajador, el crucero que Rodel había dejado atrás para proteger el sistema, abrió una ventana de sensores que abarcaba una esfera de diez millones de kilómetros e incluía al acorazado Ur. Éste coincidía con el perfil de un biocida, uno de sus asesinos más eficaces, equipado con lo último en tecnología armamentística.
Un segundo después de haber destellado en la pantalla de radar, sin embargo, el crucero urtiano desapareció. El eficaz escudo de hipertransparencia lo volvía invisible a los sensores y a la mayor parte del espectro lumínico. Los urtianos desplegaron su propia flotilla de cazas, no invisibles, que revolotearon por la esfera táctica como insectos enloquecidos. El Embajador comenzó a desovar sus santabárbaras, buscando a ciegas, mediante los impactos, la nave enemiga.
—¿Qué sabemos del blanco? —preguntó el capitán—. ¿Sigue ahí?
Un ayudante virtual apareció en la esfera táctica.
—Captamos señales desde el hemisferio opuesto del volumen de batalla. En seis segundos han desplegado dieciocho torpedos cuánticos y noventa bombas de destello.
—Suficiente para arrasar el mayor continente del planeta —comentó el capitán—. Demos gracias porque los hayan dirigido contra nosotros, y no contra la estación.
«Esta fiesta habrá acabado en breves instantes —pensó—; para bien o para mal».
Las pantallas del foso táctico se llenaron de imágenes. El Embajador era un insecto minúsculo en comparación con el radio de las explosiones nucleares que castigaban sus pantallas deflectoras. Fue en algún momento fugaz, entre detonación y detonación, cuando los ojos del capitán se posaron en otro eco del radar, un punto desconocido que cruzaba el espacio de la batalla a velocidad de vértigo, procurando mantenerse alejado de las bombas, y que no parecía pertenecer a ninguno de los dos bandos. ¿Un balandro comercial, infirió la cognoscitiva? ¿Qué rayos hacía allí un balandro comercial, y por qué no salía huyendo en dirección contraria?
¿Quién estaba tan loco como para acercarse a un destructor urtiano cuando ya había comenzado el fuego graneado?
El enfrentamiento tuvo un desenlace brutal: hubo una fluctuación crítica en los escudos del Embajador, una leve bajada de tensión tan pequeña que ningún humano habría podido advertirla. Sin embargo, resultó suficiente para las cognoscitivas Ur; la mente que regía las acciones del acorazado la interpretó como una brecha en la defensa del enemigo, y lanzó a través de ella todo lo que tenía.
El Embajador se desintegró de la proa a la popa, con una cadena de detonaciones titánicas que convirtieron sus doscientas cincuenta mil toneladas en polvo radiactivo. Cien mil personas perdieron la vida sin apenas enterarse, y con ellas la única protección que los militares habían destinado para defender a la asustada comunidad de científicos.
Zhinz
Dio con sus huesos en una celosía que filtró la mayor parte del líquido sobrante del tubo. Estaba libre, pero agarrotado hasta lo indecible y con un dolor horrible en la perforación del cuello. Zhinz recordó un antiguo aforismo que había aprendido de Jules: «Cuanto más alto se vuela, más dura será la caída».
Sabias palabras.
Se puso en pie, volvió a colocar las rodillas en el ángulo idóneo para caminar de manera bípeda, con torsión inversa, y examinó el entorno: estaba en un túnel secundario de drenaje, rodeado de tubos como aquel del que había escapado. Lo sorprendió que aquel pasillo estuviese presurizado y tuviese gravedad, permitiéndole respirar una mezcla hidrobia (Jules se habría asfixiado allí) aunque con bastante dificultad.
Una sombra flotante pasó por encima de su cabeza. El gemido de los suspensores del robot le recordó a unas termitas entonando su canción demoledora. Zhinz buscó rápida cobertura en los angostos espacios entre los tubos.
Era un dron de vigilancia, redondo y con eflorescencias de antenas. Flotó hasta el cilindro vacío que había albergado hasta hacía pocos minutos el cuerpo del marsupial, desplegó varios apéndices y trató de averiguar lo que había pasado, metamorfoseando sus extremos en terminaciones nerviosas.
Zhinz contuvo la respiración. Permaneció tan inmóvil que hasta su corazón dudó en seguir latiendo. Unos motores de gran potencia ocultos cobraron vida con un estremecimiento que hizo temblar toda la nave.
Un tenso minuto después, el robot se marchó. De la nada surgió un pelotón de máquinas obreras, que procedió a reparar los destrozos ocasionados por el rebelde inquilino del tubo. Zhinz las observó trabajar unos minutos y decidió ponerse en movimiento. Nada iba a ganar quedándose allí, y seguro que aquel chisme ya estaba dando la alarma por radio.
El siguiente paso le pareció obvio: tenía que encontrar a Jules. El sabría qué hacer.
Escaló por las tuberías hasta el nivel de donde había surgido el dron. Al pasar entre los espacios que separaban los pisos, un espasmo de puro terror sacudió su corazón: la nave Ur era gigantesca, y se extendía en todas direcciones de forma simétrica. En cualquier dirección hacia la que mirase podía ver cientos de cubiertas semitransparentes, separadas por planicies de metal plateado. Era como observar la arquitectura atómica de un diamante desde su interior. Y estaba casi vacía. Apenas se apreciaba movimiento, salvo por figuras lejanas que revoloteaban en torno a máquinas del tamaño de rascacielos, o escuadras de demobots de veinte pisos de altura que se arrastraban como colosos prehistóricos.
Zhinz procuró concentrarse en lo que estaba haciendo. Su hermano tercero por parte de engendradora, allá en el poblado aéreo, había muerto devorado por una bestia porque cuando llegó el momento de disparar su ballesta, en la fiesta de caza nupcial, su dedo se había congelado en el gatillo. El pánico había atrofiado en un instante no sólo sus músculos, sino también su cerebro. Aquél era un final que por norma se obviaba en las elegías de la familia; ningún vástago de la misma camada quería ser el responsable de contar a los cachorros que no fueron los colmillos del depredador lo que segó la vida de su ancestro, sino el latigazo de miedo que tuvo lugar un segundo antes.
Zhinz no deseaba acabar así, con una elegía censurada al final de su viaje.
Le costó una eternidad encontrar a Jules en el interior de otro tubo. Algunos humanos más habían sido capturados: militares de Cruces, carroñeros y gente que él no había visto nunca. Se olvidó de ellos para concentrarse en Jules. Los urtianos carecían de dedos, así que sus paneles de datos funcionaban de otra forma: no eran táctiles, sino psicosensitivos.
El marsupial pegó la cabeza al controlador y pensó en varias sentencias de apertura, con la esperanza de que el sistema leyera los impulsos de su cerebro y obedeciera.
No funcionó.
Sollozó en cumular dos. Todo su cuerpo temblaba. En cualquier momento podían regresar los vigilantes, y entonces…
Al cuerno. Si tenía que hacer saltar la alarma, que saltara. Ya era demasiado tarde para andarse con sutilezas. Además, aquella sección de la nave estaba comenzando a llenarse de drones de mantenimiento: aún no había divisado ni un solo urtiano, pero no paraba de ver pequeños entes metálicos parecidos a serpientes y escorpiones, llenos de agujas e instrumentos cuya desconocida finalidad no ocultaba su aspecto amenazador. Aquellas cosas no necesitaban el tamaño para causar pavor.
Corrió hasta el lugar donde los robots de limpieza se afanaban en arreglar el desaguisado, frente a su propio tubo, y eligió a un robot que parecía una regadera con ruedas. Portaba un depósito de ácido carbónico para limpiar impurezas químicas. Regresó con él junto a Jules, lo depositó en el suelo y usó la manguera para rociar la membrana del tubo. Su única esperanza residía en que, incluso en el interior de las naves urtianas, los ácidos siguieran llevándose a matar con los sólidos. Las ruedas del pequeño robot giraban frenéticas tratando de regresar a su puesto en la escuadra de limpieza.
El truco funcionó: la membrana no tardó en ablandarse. Ahora sólo faltaba propinarle un buen golpe con un objeto punzante.
Zhinz agarró al robot por la manguera y lo volteó. El estampido rompió el cristal. Si el dron de vigilancia seguía por los alrededores no tardaría en aparecer, así que se dio prisa. Extrajo el cuerpo de su compañero (tras arrancarle el organismo en forma de trébol de la cara) y, metiéndole los dedos en la boca, lo obligó a vomitar.
Jules tosió, expulsando el líquido que tenía en los pulmones. Sobre la marcha comenzó a asfixiarse.
—¿Qué te pasa / ocurre…? —se preguntó Zhinz, pero enseguida lo comprendió—. ¡Ah, claro! Perdona, amigo-Jules, yo haber olvidado / desatendido ese detalle…
El oxígeno, por supuesto. Volvió a colocarle el trébol alienígena sobre la cara. Lo había mantenido con vida mientras estaba sumergido, así que rezó porque ahora también lo hiciera.
—Vamos, amigo-Jules —suplicó—. Di a Zhinz qué hacer. Debemos encontrar / localizar nave potente para salir de aquí. —La expresión del marsupial fluctuaba entre perpleja e histérica, como si acabara de comprender en qué situación se hallaban y no pudiera soportarlo.
Jules se llevó las manos al rostro, palpando el objeto invasivo que le obturaba las vías respiratorias, pero por fortuna no trató de arrancárselo. Al contemplar el rostro de Zhinz, detenido a pocos centímetros del suyo, debió pensar que estaba muerto y que había ido a parar a una dimensión llena de monstruos, pues en lugar de mostrar la clásica expresión bovina y agradable, los ojos del marsupial eran grandes como placas de radar, y sus labios se apartaban de las encías revelando dientes planos y enormes, como de caballo.
—Ay… yúdammm… —pidió el humano, y casi sonaba como «th»—. Athúdam… me.
Su voz apenas resultaba audible, pero el dolor físico y la rebeldía aún estaban allí.
El sonido de los suspensores anunció la llegada del robot antes de que pudieran verlo. Zhinz miró hacia arriba, hacia el corpachón que se les echaba encima desde el piso superior, las patas extendidas como estiletes de acero. El metal que las recubría se metamorfoseó en cuchillas. Aunque podía flotar, tenía patas incrustadas en la masa central que parecían haber crecido siguiendo ángulos tan arbitrarios como las ramas de un juk. El rostro de aquella cosa también parecía capaz de metamorfosearse, pues se contrajo hacia dentro alrededor de un eje vertical, un esfuerzo que creaba la impresión de que el robot estaba tratando de chuparse la cara.
La cosa cayó sobre ellos chirriando y doblándose por los lugares más inesperados. Zhinz lanzó un aullido de pánico, dejó caer a su compañero allí mismo y corrió por su vida.
Lina
La mortaja de escoria a que había sido reducido el crucero Embajador envolvió con su bruma opaca a la estación. Las estelas de los zánganos de vigilancia urtianos la horadaban con el frenesí de avispas en celo, buscando presas: cazas que no hubiesen sido destruidos por la onda expansiva o partes de la nave madre eyectadas antes del desastre.
Tal vez si alguno se hubiese aproximado lo suficiente al ecuador de la estación habría podido notar el alfilerazo de luz en el casco, la esclusa que se abría para dejar salir a dos minúsculas figuras ataviadas con trajes de vacío. Ese zángano habría visto a dos mujeres asustadas cerrar la esclusa y reptar por la pared en dirección al velamen de la antena LR. Los restos del Embajador se expandían aún con la inercia de la explosión, envolviéndolas con las ondas de un tsunami cósmico.
Lina frotó un guante contra la visera de su casco. El horizonte de visión llegaba hasta tres metros, suficiente para ver dónde pisaba pero no hacia dónde se dirigían.
Afortunadamente, Valeris conocía bien el trazado de la estación, tanto interno como externo. Durante todo el periplo hasta la antena estuvo guiándola, anticipando los accidentes de la estructura. En cinco minutos alcanzaron la base del velamen de comunicaciones, un doble anillo cóncavo del que partían los aparejos, que flameaban al son del vendaval.
Lina miró hacia la nube de restos calcinados, acongojada. No quería abrir ningún canal con la Eurídice para no atraer la atención de los zánganos. Frunciendo el ceño, rezó porque Heith, con la ayuda del Halo y con la protección extra que le confería la nube, pudiese llegar hasta ellas y detectar su presencia antes que los urtianos.
«Pero claro —se dijo—, si fruncir el ceño pudiese arreglar las cosas del mundo a nuestro gusto, haría tiempo que yo se lo habría fruncido a media Variedad».
Desde detrás del disco planetario aparecieron cuatro puntos brillantes, formando los vértices de un paralelogramo. Eran los delimitadores del escalpelo, aún en estado latente, a los que el empuje de femtogravedad mantenía en movimiento.
—¿Lo ves? —preguntó Valeris a través del comsec.
Lina hizo aspavientos para que guardara silencio: incluso esa débil señal de radio entre sus cascos podía ser rastreada por las antenas urtianas.
La doctora se acercó a Lina y le mostró el antebrazo. En él llevaba desplegado un panel holográfico que solía mostrar datos a los técnicos que usaban aquellos trajes. Al estar tan juntas, Lina se percató de que había sangre en el reverso de la placa del visor de la doctora. El modelo era de los que mostraban toda la cara, y parecía como si hubiese tropezado en algún momento de la larga escalada por la estructura de la estación y se hubiese golpeado contra el frontal del casco. O eso, o una vena había estallado por puro nerviosismo dentro de su nariz, dejando que los hilillos de sangre culebreasen en ingravidez.
Valeris desconectó la radio del traje y derivó el dispositivo. Lina vio moverse sus labios, pero no oyó sus palabras; en lugar de ello, las frases aparecieron escritas en el aire, flotando sobre el panel.
—Qué tragedia. Esas bestias los han matado a todos, sin ninguna provocación —se lamentaba la doctora.
—¿Cómo nos habrán encontrado? —preguntó Lina, activando su propio panel—. Elegí este destino al azar de entre más de quinientos posibles. Si venían tras el huevo…
—Me temo que yo tengo la culpa de eso: fui quien avisó al almirante Rodel de la presencia en este sistema de Jan y su armadura. Evité mencionar a la Eurídice, pero si interceptaron el mensaje sabrán que la Anomalía estuvo aquí, y habrán venido a hacerse con los descubrimientos que hayamos podido realizar. Imagino que por eso la estación sigue entera.
—Claro —comprendió Lina—. Si la armadura de Jan es lo que parece, podría cambiar el curso de esta guerra.
—Es más que eso —dijo Valeris, muy seria—. Creo haber resuelto parte del misterio de la Anomalía, y me temo que está íntimamente relacionado con lo que sucede con las galaxias que rodean la Variedad.
La capitana la miró de reojo.
—¿Qué quiere decir?
La doctora se ocultó tras el velamen cuando un zángano pasó cerca. Lina la imitó, pegándose lo máximo posible a la antena para que la campana de interferencias de la LR ocultase su rastro.
—Mientras analizaba los datos —continuó Valeris—, realicé una comprobación de rutina, tan básica que no la efectuaba desde que daba clases a los aspirantes en la universidad.
—¿Qué encontró? —Lina prestaba toda la atención posible a la explicación de Valeris, pero la otra mitad de su cerebro ya estaba absorta en otra cosa: el velamen de comunicaciones, claro. Estaba medio destrozado por los disparos y los fragmentos del crucero que habían impactado contra el eje de la estación, pero aún parecía operativo. Lina se agachó, extrajo el panel de circuitos de la base y metió un brazo. Si lograba acceder a la placa de circuitos, tal vez podría enviarle un ping a la Eurídice que ayudaría al Halo a establecer su posición.
—Cotejé las distancias de las galaxias en desplome respecto a nosotros —continuó Valeris, escribiendo las frases en su antebrazo—. Quería saber si la onda de energía de alguno de esos fenómenos podría estar más cerca de lo que pensamos, y afectar a los mundos de la periferia. La explosión de un quásar a menos de trescientos pársecs tendría el mismo efecto devastador que un ataque con bombas de neutrones.
—¿Y hay alguna onda cerca? —La mente de Lina registraba todo lo que ella le decía, pero lo procesaba en segundo plano. Ella misma se había reducido a un estado maquinal que le permitía seguir hurgando en las entrañas de la antena.
—Todas, Lina. —La doctora hizo una pausa—. Todas. Sus frentes de onda se encuentran apenas a cien años luz de la frontera con la Variedad. Es un banco masivo de epicentros que nos rodea desde todas direcciones.
Lina la miró en silencio, aturdida. Por un momento olvidó lo que estaba haciendo.
Valeris continuó, sin darle tiempo para que formulase las preguntas que sin duda se estaba haciendo su cabeza:
—Las mediciones son correctas, sin margen de error posible. Las galaxias en desplome parecen estar junto a nosotros, a un simple paso.
—Pe… pero eso… —balbuceó Lina—. Es absurdo. Está equivocada.
Valeris rió sin ganas.
—Ojalá, pero los datos han sido confirmados por los observadores elandis. Las estrellas que vemos en los confines del cielo se encuentran en realidad muy cerca de nosotros. El desplome ha roto la ilusión de lejanía, introduciendo una variable en la luz que desvela su verdadera posición.
»Están justo al otro lado del Mar de Bolzai, Lina. Alineadas todas ellas exactamente a la misma distancia. Forman —hizo un gesto envolvente con ambas manos— una esfera perfecta que engloba a la Variedad, con el centro situado justo en mitad de los mundos del núcleo.
La capitana negó con la cabeza, incapaz de creer esa información. Era una teoría de locos. Una herejía científica.
«Una esfera que nos rodea».
No. Se negaba a admitirlo. El pánico le hacía decir tonterías a Valeris. Lo mejor sería que volviese a concentrarse en la antena, en su ataque a los laberintos fortificados de la lógica maquinal, y…
—¡Escúcheme! —La doctora tomó su mano—. Está sucediendo. Vivimos, siempre hemos vivido, en el interior de una esfera con estrellas tatuadas en la superficie. Por eso ninguna nave logró jamás franquear el Bolzai, ni tampoco detectamos señales de vida en el confín. El universo que nos cobija parece ceñirse a los límites de esa esfera, y, teniendo en cuenta que su centro coincide con el de la isla de soles, no es descabellado pensar que realmente está aquí por nosotros. Que somos el contenido de este universo, lo único que hay en él.
Lina se alejó de aquella mujer, asustada. Ni siquiera advirtió que su cuerpo quedaba repentinamente expuesto, sin la cobertura de la antena.
—Me… me niego a creerlo —murmuró, y esta vez sí usó el canal de radio—. No puede ser cierto. Está equivocada.
—Las observaciones directas son las que me han llevado a atar cabos, Lina. Créame si le digo que estoy tan aterrorizada como usted, pero soy científica: no puedo negar la evidencia. Si la historia del soldado Jan es cierta, si realmente existió ese «ente pseudo-divino», ese Emperador Gestáltico que a punto estuvo de destruir su realidad…
—¿Qué?
—Recuerde lo que nos dijo: su gente lo mató. Concentraron desesperadamente todas sus fuerzas para acabar con aquel poder naciente, pero nunca supieron qué estaba haciendo en el instante crítico de su destrucción. —Buscó las palabras más sencillas para explicar lo siguiente. Era la parte más arriesgada de su teoría—: Jan habló de tetrapectos, ¿se da cuenta? Creaciones de ese inmenso poder psíquico que consistían en cuatro estados de realidad superpuestos. ¡Cuatro estados decoherentes, que se desplomarían si su equilibrio cuántico no fuese el correcto!
»¿Y si fuese una versión gigantesca de todo ello lo que estaba erigiendo el Emperador Gestáltico de Jan cuando fue detenido, Lina? ¡Cuatro universos, cuatro realidades distintas y energéticamente estables! ¿Qué habría pasado si su obra estuviese casi concluida… y en el momento crítico hubiese sido destruido antes de poner el último clavo?
—Yo… no lo sé… —balbuceó la capitana. Le dolía la cabeza al tratar de asimilar tanta grandiosidad.
—Es posible… aunque me da miedo siquiera decirlo en voz alta… —la doctora tragó saliva—, que lo que ese Emperador estuviera haciendo, ese dios esquizofrénico que ellos habían creado, fuera convertir al universo entero en un…
No pudo completar la frase. La nube de escoria que las rodeaba rompió sus evanescentes gasas, descubriendo un grupo de zánganos. En cuanto divisaron a las mujeres, las naves adoptaron posiciones de flanqueo, apuntando con los cañones.
Lina y Valeris abandonaron su escondite. Era inútil seguir allí.
La capitana separó los pies, con las botas magnéticas bien apoyadas sobre las puntas, como si se dispusiera a correr a alguna parte.
Los zánganos zumbaron en el vacío.
La nube de deshechos se volvió aún más caliente.
Las especies sofontes nacieron y murieron.
Los soles brillaron con más intensidad.
El universo se expandió soñoliento sobre el colchón de la radiación de fondo.
De reojo, tras los zánganos, las mujeres vieron que un punto de luz salió disparado hacia ellas, cabalgando sobre una pequeña antorcha de fusión.
Lina y Valeris alzaron los brazos en señal de sumisión («como si eso les importara lo más mínimo a esos genocidas», se dijo Lina), y se dispusieron a ser carbonizadas.