Informe horario n.° 6557201 / P114
Me ha sorprendido el rostro de un demonio asomado a la ventana. Explosiones de engranajes en jardines eléctricos, gente sin alas que vuela a mi alrededor, destinos anclados a los conservantes del ron negro de Tanjet. ¿Qué miran? ¿Quién los mira a ellos? Las olas se encrespan y rompen contra la orilla como si la odiasen y pretendiesen mutilarla, sin imaginar, en su inocencia, cuántas miles de generaciones de espuma hará falta sacrificar para que la roca ceda apenas un grano de su alma.
Sopla tus dados y ahuyenta a la serpiente, a la tortuga, a los elefantes que sostienen el universo. Pero no te asustes si te cuento la verdad, si el decorado se alza y nos muestra la tramoya, pues los elefantes están muriendo, pequeño tesoro. Puedes creerme si te lo digo, e incluso apostar tu vida y la de las otras hadas en ello: los elefantes que nos sostienen están muriendo.
Norte
La luz sonaba como una canción.
Norte y Zula podían oírla, e incluso tocarla, pero no sabían de dónde venía.
La luz era suave, cálida, como un colchón que hubiese surgido de la oscuridad tan sólo para que ellos se sintieran bien. Era como un túnel del cual no se adivinaba el final. Y los dos humanos estaban quietos, de pie y con las manos enlazadas, justo en medio.
—¿Dónde estamos? —preguntó Zula, y su voz también fue como luz—. ¿Estamos muertos?
—No lo creo —contestó Norte, tratando de reducir a algo coherente aquel misterio—. Es como si nos hubiesen umbilicado a la mente de la Xfinge. Esto que vemos… es su corazón. Su alma.
Lo vieron antes que el otro hombre a ellos. Era un joven alto y delgado, de mirada sincera, que vestía con un taparrabos y sostenía una lanza en su mano derecha. Sobre la piel lucía el más intrincado ramidabra que Zula hubiera visto nunca, una especie de compendio de todos los mandalas jamás inscritos sobre el futuro y el pasado de los Axha. Norte contempló ese mismo dibujo, pero no vio círculos ni líneas quebradas, sino números, expresiones y fractales. Aquel joven era un subconjunto de un álgebra alienígena.
Cuando llegó hasta ellos, el joven dejó descansar la lanza en el suelo, y una sonrisa cálida se le dibujó en el rostro.
—Hola, papá —dijo.
Norte lo miró, ceñudo. Su mente trabajaba a pleno rendimiento. ¿Formaba parte aquello de la prueba de la Xfinge?
—¿Papá…? —repitió.
El joven les dio un abrazo. A los dos.
—Todavía no lo entendéis —dijo con lágrimas en los ojos—. Pero para mí éste es un momento… muy importante. No sabría explicaros cuánto. Os he echado tanto, tanto de menos…
Zula y Norte se miraron. Sí, visto desde cierta perspectiva… aquel hombre con aspecto de guerrero tribal exhibía rasgos que recordaban a ambos, tanto a Norte como a ella. Su rostro era una suma de los rasgos de ambos, perfecta y equilibrada, como deberían ser los de…
¿Un hijo?
—Soy Ibok —se presentó—. Es complicado de explicar, pero se me ha concedido esta última oportunidad de veros para decirte, papá, que lo conseguiste. Venciste a la Xfinge.
Norte estaba aturdido.
—¿La vencí? ¿Cuándo? ¿Ahora?
Ibok sacudió la cabeza.
—No, ahora no. Cuando pagues el precio que ella te exige.
Zula apretó con fuerza su mano. Sabía cuál era ese precio.
—¿Moriré? —preguntó Norte.
—La muerte es un término muy poco preciso. Es una solución muy poco elegante a la ecuación de tu vida, en realidad. Tú mismo te convertirás en una Xfinge, cuando llegue tu momento, y plantearás tu propia pregunta. Pero antes… —Ibok acarició la mejilla poblada de arrugas de su padre—, antes delegarás en mí la resolución de los últimos misterios. Yo caminaré en tu nombre, padre, tras haber sido criado por vosotros. Será una infancia feliz. Y cuando crezca, me encomendarás una misión que no puede ser ignorada.
—¿Qué misión?
Ibok agarró la lanza.
—La de salvar a unos pocos que poseen la respuesta. Y regresar, cuando todas las luces se hayan apagado y sólo quede el vacío y la muerte, a la Variedad, para reencontrarme allí contigo. Eso estoy haciendo ahora. Quiero decir que… eso haré, dentro de veinte años.
Norte miró a su compañera. En los ojos de Zula ya no se veía miedo, sino tranquilidad. Sabía que no iban a morir allí dentro, sino que vivirían lo suficiente para tener un hijo y verlo crecer. Ibok no respondió a la pregunta de por qué los echaba tanto de menos. No les dijo si iban a morir antes o después de su tiempo, pero Norte adivinó que, al final, la Xfinge iba a acabar saliéndose con la suya. Ella exigía la muerte a cambio de la ignorancia, y Norte podría morir en el futuro si la vida de su hijo dependía de ello. Ese hijo que puede que no formase parte de su destino, al menos hasta el momento en que ambos entraron en el Cubo.
Norte asintió con la cabeza, dándole la razón. Sí, desde luego que le iba a hacer pagar su tributo. Y él lo pagaría cuando llegase el momento, de buen grado.
—¿Serás tú el nuevo Mystes cuando yo me haya ido?
Ibok asintió. Se volvió hacia el final del túnel y éste se abrió, mostrando una llanura en un planeta desolado, donde un marsupial encerrado en una burbuja de plástico agonizaba, consumiendo los restos del poco oxígeno que le proporcionaba el microclima. Iba a fallecer de un momento a otro si nadie hacía nada por evitarlo.
—Seré tu legado —prometió Ibok, y comenzó a andar hacia el final del túnel—. Hasta dentro de veinte años, papá, mamá. Os volveré a encontrar en este mismo sitio, si todo sale bien.
Norte y Zula se abrazaron. Sí, hasta dentro de un tiempo. Si todo salía bien.
Se besaron, y el beso también les supo a luz.
Jan
La juventud de Jan Delvian había transcurrido como una lenta apertura de cajas de sorpresas. No sorpresas materiales (¡ésas las podía obtener todo el mundo!, le había dicho en una ocasión su tío Karn). No, eran sorpresas conceptuales. Como la sal que añade a un plato más sabor.
Desde que tuvo uso de razón sintió una especial atracción por las matemáticas. Sus padres estaban convencidos de que acabaría criando barriga en un despacho de la Universidad de Delos, preguntándose por cuestiones tan abstractas que las palabras harían cola para definirlas. Pero tabularon mal sus fantasías: no necesitaba palabras, sino quebrados.
Cuando sólo sumaba doce años, Jan solía vagar por una playa de sueños que nadie más conocía. Coleccionaba conchas que albergaban ecos de números en lugar del rumor del mar. A la única persona que dejaba entrar de vez en cuando en esa playa privada era a su prima Eleonor, una jovencita de sedoso pelo color miel que no sabía pronunciar la «R» («Eleonog», respondía cuando las amigas de su madre, entre risas, le preguntaban su nombre). Jan se recostaba sobre las piedras y la observaba bañarse desnuda, haciendo espirales en la espuma, dibujando polígonos con la raja de su culo, partiendo en dos la cresta de las olas con sus diminutos pechos. Así podían estar horas, los dos solos, hasta que su madre lo descubría masturbándose bajo las sábanas y lo castigaba con una semana sin postre. A él le traía sin cuidado. La experiencia de contemplar el cuerpo tostado por el sol de su prima hacía que mereciese la penitencia.
A Jan le encantaban los números, sobre todo desde el instante trascendental en que descubrió que las mismas claves subyacían en la estela de plata líquida de un cometa y en las cascadas de un reloj de arena. Deliciosas similitudes que parecían fortuitas, pero que eran sólo aleatorias. Una vez que entendió la diferencia, el ímpetu llenó su corazón. Acabó dos carreras relacionadas con la conexión entre los números y el mundo real, y logró llegar a tiempo a la pérdida de su virginidad en un jardín de siemprevivas. Fue una época tan desmesurada, tan colmada de cajas de sorpresas, que apenas pudo asimilar la apertura de la mitad de ellas.
Para desgracia suya y de su familia, no todas escondían secretos amables.
Un trágico día de otoño destapó la que contenía la noticia del fallecimiento de Eleonor. Fue la primera noción clara que tuvo en la vida de que los árboles de acciones y reacciones ocultos en la naturaleza eran totalmente impersonales; que no había una solución que igualase a cero todo el dolor y la frustración de su pérdida. No existía una segunda oportunidad para abrir la puerta correcta y sortear de un brinco el foso de las estacas. La marea barrería para siempre las huellas de Eleonor de aquella playa, y ni siquiera las caracolas llenas de números tendrían memoria de que una vez las acarició con su piel.
Jan se hizo soldado para vengar la muerte de su prima, a cuyo funeral no asistió para no llevarse una última imagen suya metida en un ataúd. Él la conservó viva en su recuerdo, en ese lugar donde el tiempo no existe y la tristeza es sólo el reflejo deslucido de la felicidad. «Eleonog» volvió, con el tiempo, a corretear desnuda por la playa, recogiendo conchas, imprimiendo pasos de ballet en la arena y riéndose de lo efímero de la danza de las mareas.
Mientras tanto, Jan aprendió a luchar, a sobrevivir, a odiar a un enemigo que parecía destinado a destruir todo lo que tuviera que ver con el corazón de los hombres. Siguió un nuevo sueño.
Un día, dando de comer a unas palomas, identificó una relación entre el aleteo de las rosas que habían caído sobre la tumba de Eleonor y la musical melée de los pájaros que batallaban por el maíz. «¡Claro! ¡Cómo no lo vi antes!», y, por otra parte, «¿dónde está la sal?»
Todas aquellas lecciones, la pena, la rabia y los viajes que emprendió después de retirarse la marea, contribuyeron a acercarlo aún más a la Anomalía.
* * *
Los cruceros de combate penetraron en el sistema veintiocho horas después de la llegada de Jan. Precedidos por brillantes paralelogramos de luz, dragas de la energía del vacío, anclaron alrededor de la estación. A bordo de chalupas de desembarco, los oficiales encargados de custodiar a su peculiar invitado arribaron sin más ceremonial que un intercambio de saludos entre los máximos dirigentes de ambos grupos, la doctora Valeris y el almirante Rodel.
—Es un placer conocerla al fin —dijo éste con un vigoroso apretón de manos—. No lo recordará, pero yo comandaba los convoyes de suministros en ruta hacia la colonia que usted dirigía hace siete años. Tuvimos algunas discusiones sobre la pureza del material pero creo que nunca nos vimos en persona.
—Se equivoca, coincidimos en una ocasión —sonrió Valeris. Le encantaba dominar la información (concentrándose sobre todo en los pequeños detalles) gracias a su prodigiosa memoria, lo cual le confería cierta ventaja en la diplomacia. Y la ayudaba a coger desprevenido al contrario.
—¿Sí? —se sorprendió el almirante—. ¿Cuándo?
—Durante la ceremonia de nupcias masivas de los geonitas, el último año en que estuve al frente de la colonia. Usted llevaba a su hija de la mano. Y lucía, permítame decirlo, un vestido precioso. Con caparazones empáticos, si no recuerdo mal, brillando con los colores cálidos de la alegría.
—Oh. —El almirante pareció turbado. Era cierto que su primogénita se había casado con un geonita, pero ni siquiera él recordaba los detalles sobre el vestido de novia—. Es usted bastante observadora.
—Gracias. Si tiene la amabilidad de acompañarme, será un placer presentarle al capitán Delvian.
Valeris lo condujo por la estación, evitando a propósito algunos laboratorios.
—¿Son ciertos los informes sobre la estructura molecular de su cuerpo? —preguntó el almirante.
—Me temo que sí —respondió la doctora—. Jan habla nuestro mismo idioma, posee unos gustos culinarios similares y un nivel de educación avanzado, pero ahí acaba su semejanza con nosotros.
—¿Con los panculturales?
—Con los humanos.
El almirante arqueó una ceja, justo cuando Valeris se detenía. El paseo había concluido. En uno de los camarotes protegidos contra riesgo biológico aguardaba su huésped, en actitud tranquila y sumisa.
Al verlos entrar, Jan adoptó una pose marcial. Saludó al almirante como merecía su rango, pero tras sus primeras palabras quedó claro que no reconocía aquella organización militar como propia.
—Señor Delvian, me llamo Daguerzel Rodel —dijo el almirante—. He venido a pedirle formalmente que nos acompañe hasta la Rejilla Pancultural. Hay muchas personas que están deseando hacerle preguntas de carácter técnico relacionadas con su armadura.
—Será un placer —aceptó Jan—. He sido informado de que aquí estoy en peligro.
—Si los urtianos se enteran de su llegada a este sistema, «peligro» es un sustantivo que se quedaría corto —aseguró Rodel—. He ofrecido nuestra ayuda a la doctora Valeris para evacuar la estación, pero…
—Algunos experimentos de vital importancia no pueden ser cancelados —resumió ella, sentándose. Los hombres la imitaron.
—De todas formas voy a destinar un crucero a este sector para prevenir cualquier ataque —decidió Rodel—, pero no garantizo su seguridad. En cuanto los experimentos concluyan, le ruego que se traslade a otro enclave más seguro, lejos de la frontera con el Bolzai. Nosotros los escoltaremos hasta que abandonen la zona de riesgo.
—¿Disponen ya del resultado de mis análisis? —preguntó Jan.
Los dos hombres miraron con sumo interés a la doctora.
Guardando el medido silencio que precede a las grandes revelaciones, ésta contestó:
—Señor Delvian, me temo que en torno a usted está ocurriendo algo insólito. Su estructura atómica no concuerda con ningún patrón conocido en los seres vivos que habitan la Variedad. Ni siquiera tiene semejanzas con las proteínas fractales de los urtianos. Aunque me da reparo admitir nuestra ignorancia, es algo nunca visto hasta la fecha. Ni por nosotros ni por nadie —matizó.
El soldado reprimió un escalofrío.
—¿Qué quiere decir? ¿Que soy diferente a ustedes?
—No… en realidad es algo que va mucho más allá de eso. Es diferente a este universo. Hay algo en su estructura molecular que, sencillamente, no puede funcionar; un detalle que viola todas las leyes que rigen nuestra realidad, pero que por algún prodigio que soy incapaz de explicar, funciona. Usted habla, piensa, respira… y ni siquiera debería existir.
Jan apretó los labios. El almirante Rodel no cesaba de mirarlo, con creciente recelo.
—¿Y qué… qué puedo hacer?
—¿Hacer? —Esa opción se le antojó divertida a Valeris, por lo extravagante—. Pues para empezar, podemos ir enunciando lo que sabemos. Ese lugar de donde dice que proviene… ese Imperio del que nunca hemos oído hablar, donde no existen especies sofontes diferentes a la humana, se encuentra al otro lado de la Anomalía, Por supuesto, la apreciación del fenómeno está limitada por nuestra habilidad para percibir once dimensiones espaciales como cuatro, pero las cognoscitivas están trabajando a pleno rendimiento para ofrecernos un diagnóstico. No me arriesgaría a seguir describiendo ese «ahí fuera» del que usted proviene sin poseer más datos.
—¿Insinúa que el señor Delvian pertenece a otro lugar de este universo? —inquirió Rodel—. ¿Otro sistema más allá del Bolzai?
—Es más que eso, almirante. Estoy insinuando que puede provenir de otro universo —afirmó la doctora—. Un cosmos parecido al nuestro pero con distintas reglas. Dígame, señor Delvian, ¿sucedió algo extremadamente inusual en su mundo de origen antes de que usted desapareciera? ¿Hubo algún acontecimiento cosmológico de drástica importancia?
Jan asintió, muy serio.
—Hubo… algo. —Hablaba en susurros, sin apenas dar crédito a sus propias palabras—. Aunque me cueste comprenderlo… supondré que realmente no saben de lo que les hablo, así que empezaré por el principio. Por el verdadero principio.
La doctora y el militar se acomodaron en las sillas, dispuestos a analizar en detalle el relato de su huésped, aunque ya imaginaban que no estarían en absoluto preparados para lo que iban a escuchar.
Mel
La pesadilla regresó. El rinoceronte estaba sentado frente a él, en una silla de mimbre, leyendo un periódico. Fumaba mentolados.
—Esto te pasa por no hacerme caso, Mel.
—Que… te… jodan —logró escupir Mel. Yacía en un suelo metálico y frío, rodeado por paredes de rotunda verticalidad. Noventa grados, ni uno más ni uno menos.
—Tch, tch. Respuesta equivocada, jovencito. —El cuerno de pelo del animal osciló, a punto de desprenderse, como si en realidad no estuviese pegado a su nariz sino en equilibrio sobre ella—. La que va a estar bien fastidiada a partir de ahora es Gill. O Agnes, o como te apetezca llamarla. La han arrancado por la fuerza de tu cabeza, tío.
—¿Me la han… extirpado?
—Y no sin cierto grado de dolor, debo añadir. Sobre todo para ella.
—¿Quiénes?
—Ellos, por supuesto. Los que han construido la caja de muñecas.
Mel sacudió la cabeza, renegando de esa interpretación de la realidad. Su cerebro llevaba horas tratando de establecer una pauta, de la que quizá pudiera deducir un porqué. La idea de la caja de muñecas lo horrorizaba. No podía descartarla, por supuesto, al menos no sin pruebas; desde ahí azuzaba su sentido del pánico.
—Mientes… esto no es una caja.
—Me has pillado. Es una regadera. Una hermosa regadera que flota en el espacio.
—Sí, es una… ¡No, basta ya de sueños! ¡Gill, ¿dónde estás?!
—Te lo he dicho, te la han extirpado. No tendrás que cargar con ella nunca más. ¿No era eso lo que querías, machote?
Mel trató de levantarse. Se sentía como si se hubiesen practicado en él todos y cada uno de los experimentos posibles en un simio.
—Lo que más quiero en este instante… es encontrar a mi novia. Es lo único… que me importa ya.
—Ah, sí. —El animal se aplastó el cuerno haciendo un sonido de chapoteo, como quien mete las manos de golpe en una natilla. Cómo pude olvidarlo. ¡Tu novia! Por cierto, ¿qué novia?
—Agnes…
—¡Agnes está muerta! Desapareció del puente durante cincuenta larguísimos segundos. ¿Sabes cuánto puede extenderse tal cantidad de tiempo cuando viajas al límite de la velocidad de la luz?
—¡No está muerta! Ella volvió. Regresó del otro lado.
—No, querido payaso —le corrigió el animal con una sonrisa borracha de dientes—. Ella os arrastró al otro lado para que la trajerais de vuelta. Durante casi un minuto de pesadilla en el cual estuvisteis al otro lado de la barrera, todos y cada uno de vosotros, los tripulantes del Lazirian. Pregúntaselo tú mismo, si no me crees.
Una columna de luz dirigida, como un foco, iluminó una esquina de la caja. Mostraba a una niña de trece años que lucía una frondosa melena con tirabuzones. Agnes, la Agnes infantil que él conoció a través de las fotos que ella le había mostrado, permanecía sentada bajo aquel montón de cabello haciendo pucheros.
—Hola —saludó, risueña—. ¿Jugamos al escondite?
—¡Agnes! —gritó Mel.
—Hola —repitió la niña—. ¿Jugamos al escondite? Te explicaré las reglas.
—¿Qué reglas?
—Son muy fáciles, tonto. ¿Nunca jugaste de pequeño? Tienes que buscarme y encontrarme, pero nunca me acorrales.
—¿Por qué?
—Porque no puedes saberlo todo de mí. O sabes dónde estoy, o sabes cómo estoy, pero no ambas cosas a la vez. A las señoritas hay que respetarlas.
Mel se arrastró hacia ella. La niña se acurrucó contra la esquina, como si tuviera miedo de su proximidad.
—Te he buscado por todas partes, mi amor —sollozó Mel—. ¿Dónde estabas? ¿Por qué has estado muerta tanto tiempo?
—No te acerques tanto —suplicó Agnes, aterrorizada. Buscó con los ojos alguna vía de escape, algún modo de esquivar su abrazo, pero las paredes caían sobre ella, inmisericordes—. ¡Las reglas del juego no son así! Deja de mirarme, por favor…
—Ven conmigo, te lo suplico. Al fin te he encontrado. ¡Gill!
—Te lo he dicho: Gill ya no está aquí —resopló el rinoceronte—. Y si sigues presionando a tu amorcito, ella también se esfumará, ¡puf! —Separó de golpe las pezuñas—. Como una pompa de jabón.
—¡No te acerques más! —gritaba la niña, pero Mel estaba obcecado con abrazarla. Las reglas que Agnes había inventado para aquel estúpido juego reverberaron en su cabeza: «O sabes dónde estoy, o sabes cómo estoy. Pero no ambas cosas a la vez».
Extendió la mano para tocar a la niña.
Ésta se volatilizó.
Mel chilló de dolor y se volvió con furia, encarándose con el rinoceronte.
—¿¡Qué le has hecho!? ¡Devuélvemela, ahora!
—Te lo advertí. Has conseguido que llorara. Esto mismo fue lo que ocurrió a bordo del Lazirian, imbécil —dijo el deus ex mens, sacudiendo la pavesa del cigarrillo—. ¿Nunca te lo contó Gill?
—¡No!
—Recuerda las últimas palabras de tu capitán: «Herido iba el venado…»
—Herido iba el venado… —recordó Mel—. Sí. Herido iba… Eso fue lo que dijo el capitán Valasnian cuando vio marcharse a Agnes.
—No, Mel, cuando vio marcharse a Agnes, no. Cuando vio marcharse al universo. Qué estúpido —rezongó—. Dejarte controlar como una marioneta por esa zorra durante años… Ella estuvo allí y lo vio todo. El Lazirian se aproximó demasiado al límite de la Variedad. Viajaba a una profundidad en el interior de las nebulosas del Bolzai a la que ninguna otra nave ha llegado jamás. Encontró la Gran Barrera y surcó la superficie como un frágil velero de papel.
—¿Qué barrera? El Mar de Bolzai es espacio vacío…
—Ésa es vuestra forma de apreciarlo, payaso. Los seres humanos no pueden soportar los rigores de semejante viaje, así que el piadoso sistema de seguridad de vuestros cerebros os sumergió de inmediato en un coma. Pero Gill no dispone de tales aparejos. —Sacudió la cola—. Tuvo que permanecer despierta, vislumbrando maravillas que ningún ente cuerdo soportaría sin sacrificar el andamiaje que hasta ese momento soportaba su percepción de la realidad.
»Gill vio más de lo que pudo soportar, Mel. Más de lo que ningún sofonte ha percibido nunca, y eso la cambió. ¡Estuvo allí cuando el Lazirian descubrió la verdad, cuando se topó con el gran secreto que desde hace millones de años ha logrado permanecer oculto a los habitantes de esta isla de soles! Y, sencillamente, fue demasiado para ella, un pobre ente psicométrico de segunda categoría enfrentado de golpe a la cruda realidad del universo.
—Pero ¿qué ocurrió con Agnes?
—Razónalo con esa inteligencia emocional tan famosa que tienes —se burló el rinoceronte. De un par de zancadas, abandonó el sofá y aproximó la nariz al rostro de Mel—. Enuncia las reglas del juego, aplícalas a gran escala y lo entenderás.
—El juego… del escondite.
—Una nave minúscula llena de partículas sofontes navegando tan cerca del confín del universo que casi puede fundirse con él. Su cognoscitiva estaba ardiendo en código M. Os obstinasteis en mirar allá donde los simples mortales tienen prohibido buscar respuestas, en escalar la montaña tras la llave del libre albedrío.
»No es de extrañar que una de las partículas sofontes pasara al otro lado, diría que por mera casualidad. Acorralaste a Agnes contra la barrera y la miraste, averiguando su estado. Sus sensaciones. Necesitabas comprobar que se sentía bien, porque la amabas.
Una luz explotó en el agotado cerebro de Mel: vio a sus compañeros en el puente de la bordeadora lumínica, observando con una mezcla de terror absoluto y fascinación científica el paisaje que se extendía tras el casco de la nave. Aún estaban lejos de admitir que aquello fuera cierto, que la estructura del universo estuviese constituida de esa absurda manera, pero los instrumentos confirmaban la evidencia. El fenómeno estaba allí, rodeándolos. Y ellos eran los primeros humanos de la Historia en descubrirlo.
Al fondo del recuerdo estaba Agnes, sentada ante la consola como observadora neutral, parte de su cometido consistía en encargarse de la exploración del fenómeno. Así que, cabalgando un nuevo cuerpo de metal, salió al exterior; totalmente desprotegida fuera de los márgenes de seguridad de la nave, para experimentar en primera persona lo imposible.
Era un buen plan. Sólo que no funcionó como esperaban.
—Sí, payaso —dijo el rinoceronte—. Estabas allí cuando la sonda tripulada por la conciencia de Agnes se aproximó al horizonte de sucesos de la Variedad. Una vez alcanzado, ella hizo lo que todo ser sapiente haría en su lugar.
—¿Qué?
—Profanarlo.
Mel se golpeó la sien. Sí… Agnes tocó la Barrera. Y desapareció. El universo entero pareció venirse abajo durante un crucial segundo: la realidad se convulsionó como si un pececillo hubiese roto por error la burbuja que contenía el océano.
Agnes ya no estaba. Cuando volvió a aparecer, tumbada en mitad del puente de mando, el Lazirian había caído presa de las convulsiones del espacio tiempo. Fue engullido por un huracán de fuerzas masivamente inerciales que emergían del propio vacío. Una cometa sacudida por la tempestad.
Agnes atravesó la Gran Barrera arrastrada por un efecto túnel, y regresó para contarlo.
—Pero ¿dónde está? —protestó Mel, furioso—. ¿Y qué era aquel maldito artefacto brillante que vi en su piso?
El rinoceronte, con mucho cuidado, le clavó el cuerno en el estómago, hundiéndolo hasta que la sangre lo bañó por completo.
—El artefacto no existe, payaso. Era una proyección que Agnes creó para obligarte a regresar a la nave. También la proyectó en la bodega del Lazirian para que la vieran los carroñeros que la encontraron a la deriva, y la trasladasen río abajo, hasta ti. —Retorció el cuerno, enredándolo amorosamente en sus vísceras, en su hígado, en sus intestinos—. El juego del escondite obligó a la partícula Agnes a viajar al otro lado cuando fue acorralada, pero a cambio trajo una partícula exótica a esta parte. Esa nueva partícula se alojó dentro de la única conciencia que permaneció despierta durante todo el proceso: Gill.
—¿Y… cuando… se marchó? —preguntó Mel, tratando de remeter los intestinos en su vientre.
—Nunca se marchó, Mel. Aquel sofonte que vino del universo superior nunca volvió a casa.
Jan
—Hace aproximadamente un milenio tuvo lugar una guerra —relató el soldado—. Es un poco difícil de explicar, pero… el sistema de gobierno de nuestros antepasados se basaba en una oligarquía regida por un ente psíquico, un Emperador Gestáltico, formado por la comunión de cuatro mentes sumamente poderosas. Durante generaciones funcionó bien, aunque una vez por siglo había que sustituir a los componentes orgánicos del ente, ya que morían de senectud. Eran simples humanos que cimentaban con sus cuerpos la conciencia divina del Emperador.
»Pero algo fue mal en la última convolución, el proceso por el cual el nuevo monarca sustituía al antiguo. Los libros de Historia dicen que fue culpa de uno de sus integrantes, que logró pervertir con su chispa de locura la conciencia naciente… pero hay muchas teorías y pocas pruebas de lo que en realidad sucedió. Desconozco más detalles aparte de los meramente documentales.
»Al parecer, la génesis del último Emperador produjo la aparición de un monstruo, una aberración psíquica de increíble poder que estuvo a punto de aniquilar todo rastro de vida en la galaxia. En el último momento, cuando esa entidad estaba a punto de consolidarse, una alianza con unos seres conocidos como Ids, más el concurso de los descendientes de la humanidad en un futuro lejano, provocó la muerte del monstruo.
—¿Ids? ¿Descendientes de la humanidad? —El almirante Rodel torció el gesto—. Su relato está lleno de conceptos difíciles de asimilar, señor Delvian. Ninguna de las especies que habitan la Variedad ha logrado desarrollar poderes como ésos, y usted nos dice que toda su civilización se basaba en ellos.
—Hace bien en decir «se basaba» —matizó Jan—, porque tras la muerte del último Emperador esas facultades desaparecieron del acervo genético de la especie. Los Ids, unos entes misteriosos que ejercían de puente entre los humanos y el potencial PSI, se desvanecieron. Vinieron siglos de oscurantismo, de desplome económico y guerras entre planetas. Aun en mi época, todavía hay mundos que siguen perdidos, sin que sepamos si los habitantes de aquellas lejanas colonias continúan o no con vida.
—Pero usted menciona conceptos tecnológicos que también existen en nuestro universo. Si realmente proviene de otra realidad, ¿cómo lo explica?
—¿Y cómo es que coincide el idioma? —Jan se encogió de hombros—. ¿O que ambos seamos seres humanos, simios bípedos avanzados, con simetría lateral y sin pelaje? No tengo la menor idea, almirante. Sólo sé que existen coincidencias que van más allá de lo admisible entre su universo y el mío… aunque la variedad de las especies no tenga parangón.
—Un momento, no nos perdamos —sugirió la doctora—. Vamos a ordenar ideas. ¿Qué estaba haciendo exactamente ese… ente psíquico de gran poder, ese Emperador Gestáltico, cuando lo mataron?
—Nunca lo supimos. O no se hizo público. Recuerde que no soy un experto.
—Lo sé, lo sé, pero le ruego que se esfuerce por recordar los detalles. —La doctora se inclinó hacia él—. Denos más datos. Cualquier cosa, por nimia que le parezca, puede resultar fundamental. Incluso las que crea que son mentira.
Jan guardó silencio. Luego levantó un dedo, como apuntando a un dato fugaz.
—Espere… sí… hubo algo que no consiguieron explicar los analistas de la época.
—¿El qué?
—La manifestación física de aquel ente. Era una especie de haz de energía negativa con conciencia propia. Lo llamaban La Sombra.
—¿Un haz de energía negativa? —se asombró Valeris—. ¿Cómo la que resulta de los experimentos con antirrelés?
—No sé lo que es un antirrelé, pero… en los cuentos para niños de mi época se representaba con la forma de una bruma impenetrablemente oscura que poseía cuatro aspectos simultáneos de realidad. Lo llamaban «tetrapecto».
—¡Tetrapecto! —Valeris abrió mucho los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó el almirante, algo perdido.
La doctora lo ignoró:
—Siga, por favor, señor Delvian. ¿Qué eran aquellos tetrapectos? ¿A qué se parecían?
—Pues eran eso… entes de energía con cuatro estados posibles. Había que destruir los cuatro si se quería acabar con aquellas malditas cosas, o se regeneraban en un período de tiempo muy corto. Era como si… si tales monstruos fuesen cuatro versiones de uno solo, todas coexistiendo a la vez.
Valeris se puso en pie lentamente. Los hombres la miraron.
—Cuatro versiones de una misma cosa… —susurró.
—¿Ocurre algo, doctora? —preguntó Rodel.
Valeris pensaba con una intensidad que dibujaba arrugas bajo sus ojos.
—Almirante —dijo de pronto—, ha sido un verdadero placer. Si necesita algo más de mí, ya sabe dónde encontrarme. Asuntos de extrema urgencia requieren ahora mi atención.
—¿Se va? ¿Sucede algo malo?
—No, sólo que… he recordado algo que leí hace muchos años. Investigaré un poco y lo mantendré informado, se lo prometo.
Tras disculparse, la doctora abandonó la sala. Parecía atrapada por una idea insólita, casi peligrosa.
El almirante se estiró la guerrera y llamó a los hombres que conformaban la escolta. Estos lo saludaron con un movimiento del brazo tan tieso que parecía mecánico.
—Bien, continuaremos hablando durante el viaje —concluyó, acompañando a Jan fuera del laboratorio—. Queda un largo camino por delante hasta la Rejilla Pancultural. Mis hombres le mostrarán el camarote que le hemos asignado en el crucero.
El militar abandonó la sala con la misma premura que Valeris, sin advertir que estaba cometiendo la misma falta de tacto hacia Jan. Éste sacudió la cabeza, cansado, y se preguntó cuándo volvería a ver a su esposa, aquella mujer que a veces le hacía enfadar con su exceso de pragmatismo. Ella habría agradecido en voz alta que Rodel utilizara la palabra «camarote» en lugar de «celda», con todo lo que ello implicaba. Era lista.
Cómo la echaba de menos. Casi tanto como a Eleonor.
Charlemagne
El ruido era el elemento más aberrante del entorno. Aquel articular de engranajes que sonaba a código M friccionando contra código M; a calor residual en forma de órdenes psicóticas de software.
Y el olor.
El aire había sido reciclado para él. Tal vez manufacturado a partir de átomos libres en una proporción equivocada. Sabía a metal, y a secretos que llevaran siglos enterrados.
El psiquiatra se aproximó a la pared transparente de su cubículo. La tenue luz le permitía divisar el acantilado que caía a pico durante casi un kilómetro, justo por detrás. ¿O era un efecto óptico? ¿Realmente la nave de los urtianos era tan enorme?
Inició una letanía mental contra la ansiedad, tratando de hacerla manejable.
Lejos, muy lejos, en los salones de control, una mente alienígena seguramente daba órdenes al acorazado para que se moviese, alejándose del planeta donde los habían secuestrado. Protegidos por sus impenetrables campos de fuerza, pronto entrarían en los túneles R con destino… ¿adónde?
En otra habitación, tres pisos por debajo, divisó a Mel. Yacía en posición fetal. Tal vez ya lo hubiesen matado, o su pobre cerebro no hubiese soportado lo que ocurría a su alrededor.
No. Estaba vivo. Simplemente se limitaba a esperar acontecimientos con una expresión de bovina placidez en el rostro. Se había rendido, no cabía duda.
Por un momento, Charlemagne temió que a él fuera a ocurrirle lo mismo.
Entonces lo notó. Una presencia, cerca de su oído interno. Dentro de su cabeza.
—¿Qu… quién eres? —preguntó en cuanto pudo dominar el miedo. La letanía se había desintegrado en fragmentos inútiles.
Mira a tu derecha.
La sorpresa fue mayúscula cuando vio al otro hombre. Vestía un jubón de cuero, una falda de satén blanco con lazos de muselina, y una capa de cogulla sostenida con un pasador de plata. Parecía un monje de la Antigüedad, interrumpido a mitad de sus abluciones.
—Le saludo, Charlemagne —dijo Samuel Verle.
—¿Quién es usted? ¿Y qué hace en…?
—¿… En el interior de una nave de guerra Ur? Prefiero ahorrarle el esfuerzo de acoger con torpe petulancia mis explicaciones —sonrió, y luego añadió—: Como hace con sus pacientes antes de matarlos. O de coleccionarlos, como lo llama usted.
—¿Qué van a hacer conmigo? —El psiquiatra tragó saliva. Ni siquiera se molestó en preguntar cómo sabían ellos lo de su «afición»—. ¿Van… a matarme?
—No.
La respuesta era concisa y sincera, brillante como un lingote de oro. Char suspiró.
—Gracias a los dioses.
—No por el momento, al menos —precisó Verk con saña. Se aproximó a la pared y observó al distante Mel, en la otra jaula—. Y pensar en todos los esfuerzos que podríamos habernos ahorrado si hubiéramos encontrado antes a ese hombre…
—No lo entiendo…
—Conversar con usted es agradable, Charlemagne. En realidad, lo sería con cualquier humano. Con ustedes puedo compartir un contexto lo bastante amplio como para que funcionen los sobreentendidos, cosa que no sucede con mis amos. A ellos tengo que explicárselo todo, en cualquier circunstancia.
Char tembló al oír esa palabra: amos.
—¿Por qué nos han secuestrado?
—Un insecto despreciable como usted no podrá notar la grandiosidad de los hechos que están sucediendo a su alrededor, Char, pero tiene suerte. La Noótica, en un acto de caridad sin precedentes, ha decidido que algunos de sus… llamémoslos así, «rasgos de personalidad», pueden resultarle útiles.
—¿La Noótica? ¿Qué es eso?
—Un concepto relacionado con el modo en que funciona la civilización Ur. Temo que no hay palabras en este idioma para describirlo, pero es algo tan vasto que contiene multitudes.
»La Noótica llevaba siglos buscando el elemento necesario para entender la raíz del problema, pero hasta que no apareció ese hombre, Mel Pankratis, no vislumbró la solución. Las cosas han cambiado con más velocidad en los últimos días que en casi trescientos años.
—¿De qué problema habla? ¿Qué le está pasando a la Variedad?
Verk cruzó las manos a la espalda. Estuvo a punto de contestar a la pregunta de Charlemagne, pero prefirió seguir con su propia línea de pensamiento.
—Cada orden sapiente de esta isla de soles posee sus propios enemigos naturales. Se enfrentan unos con otros en absurdas disputas motivadas por cuestiones económicas o religiosas. Evolucionan sin cortapisas durante millones de años, sólo para darse de bruces contra callejones culturales sin salida.
»Sólo los urtianos han sabido encontrar un objetivo último hacia el cual dirigir los esfuerzos integrados de su civilización. Eso les dota de una coherencia, de una unidad a nivel de especie, que ya querrían para sí el resto de los sofontes de menor categoría.
—Pero… los urtianos son enemigos de las demás especies sapientes —protestó Charlemagne—. Siempre lo han sido. Incluso los aerobios más avanzados han fracasado en sus intentos de establecer pactos de desarrollo económico con ellos.
—¿Ahora hablan de ustedes mismos en tercera persona? Qué giro tan dramático. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Los urtianos también han colaborado con las demás razas cuando les ha convenido, de ahí la importancia de sus Paraninfos de Armonía. Pero no siempre sienten esa necesidad, esa pulsión gregaria de integrarse en un todo lo que les queda muy pequeño.
Verk se acercó a otra pared. Una puerta apareció en el centro como por arte de magia, seguida por un pasillo que conducía a las ignotas profundidades del acorazado.
—Nuestra charla ha acabado. Debo ocuparme de otras obligaciones.
—¡Espere! —rogó el psiquiatra—. ¡No me deje solo en este lugar!
Ese grito angustiado le confirmó al propio Charlemagne que estaba siendo arrastrado a un inenarrable juego psicológico. El vigilante y el prisionero, el poderoso y el sometido. Algo tan antiguo como la vida misma. Él había disfrutado en innumerables ocasiones de ese mismo juego en su consulta, sentando a sus pacientes en el sillón (fuera a coleccionarlos o no) y jugando con ellos, con su pasado, presente y probable futuro, con la irresponsable potestad de un dios. En la gran mayoría de ellos había oído, camuflada en sus voces racionales, el tañido del vacío.
La mayoría ya no eran personas, en el sentido cuerdo de la palabra, sino arcos reflejos al otro lado de una mesa. Ahora, mirando a su alrededor y contemplando la jaula de alta tecnología en la que lo habían metido como a un ratón, Charlemagne se dio cuenta de una verdad fundamental, algo que sus pacientes ya sabían, incluso antes de llamar a la puerta de su consulta: a veces, volverte loco constituye una respuesta más que acorde a las exigencias de la realidad.
Charlemagne se había sentido en numerosas ocasiones al borde de ese abismo, caminando por la misma cuerda floja de la que ahora colgaba Mel. Él, por supuesto, estaba completamente cuerdo, pero ése era uno de los síntomas más característicos de la locura. Sentir que todo iba bien, que la interpretación desquiciada que él daba del mundo era la correcta, y que los otros (u Otros, según lo ominoso del término o a quién lo refiriera) eran los equivocados. Con el fin de ganar la tan ansiada objetividad, Charlemagne obligó a los ojos de su mente a ver aquella situación desde fuera y la convirtió en un relato en tercera persona, protagonizado por él mismo.
El psiquiatra de pelo ensortijado entra en la jaula de los urtianos, mira a su alrededor y encuentra a su carcelero. Éste le promete la iniquidad como premio a sus esfuerzos por sobrevivir. Char echa de menos, como un esquizo cualquiera, una presencia relajante (tipo Gill) en su cerebro.
En ese momento se dio cuenta de una cosa: cuando Mel entró en su consulta, las palabras que dijo fueron, textualmente: «Gill ya ha comenzado a funcionar mal». No «Gill se ha desatado y está volviéndose loca», ni «¿sabes?, Gill está estropeada». Dijo: «ya ha comenzado». Como si lo esperase. Como si fuera algo inevitable que Mel llevaba esperando desde hacía años, una profecía de cuyo cumplimiento no podía esconderse. La narración en tercera persona de su cabeza incorporó este fatalismo al sueño de la razón:
Charlemagne ya ha caído presa del destino, y no puede escapar. Está jodido.
Ahora desplegaría una elaboración lapidaria de su propia locura, la que vaciaría su cuerpo hasta convertirlo en una caseta de pájaros abandonada, un cadáver deshabitado. Maldita sea, dentro de poco puede que incluso viera rinocerontes.
—A partir de ahora nunca más estará solo, Charlemagne —dijo Verk, dándose cuenta de que el psiquiatra había comenzado a desaparecer—. Puede contar con ello.
—¿Qué ha sido de los demás?
—Si se refiere a los soldados y a los habitantes de la laguna… Bueno, en tiempo de guerra podrían considerarse bajas razonables. Como ese marsupial tan encantador.
Verk desapareció tan silenciosamente como había llegado. La puerta seguía abierta, por lo que Charlemagne dedujo que se trataba de una invitación. Por qué los poderes secretos jugaban al secretismo cómplice con él, era algo que Charlemagne no sabía. Puede que aquel guardián humano también estuviese jugándose su propia cordura allí dentro, o que la experiencia impedía una teoría más elegante. Ése era, precisamente, el problema de fondo de la realidad: que la teoría más simple para explicar un determinado conjunto de datos no solía ser la correcta. La maldita Creación prefería el barroquismo.
Y Char estaba comenzando a sospechar que no era por un afán de detallismo, sino por un simple y vergonzoso complejo de inferioridad.
Resignándose, Char (que ya estaba hueco), el protagonista de aquel cuento sin asomo de cordura, echó a andar por el pasillo, a sabiendas de que al final bien podía estarle esperando un rinoceronte.