Informe horario n.° 6557199 / P 114
(Aviso: contiene errores debido a una recepción deficiente de la señal):
[…] según nuestras mediciones, ya que densos flujos de partículas continúan emanando del Mar de Bolz00110101110101001010100000 111001111011 raídos por las breñas estelares del entorno. Esto provoca interferencias de gran magnitud en la telaraña de comunicaciones. Solicitam01010101010111101101 así como el cese de estas peligrosas actividades. Entre los miembros adosados a nuestra colmena se encuentran individuos en período de floración, lo que a escala humana equivale a una mezcla entre la fase de la niñez y el feto materno. La irradiación de tan peligrosa energía puede provocar malformaciones congénitas. Por favor, si nos01010111110010100101010uien capaz de explicar el origen de este bombardeo de partículas, le rog101000101[…]
Norte
Cuando rompió el alba, Norte ya se había plantado delante del Cubo Xfinge. Portaba en una mano su única arma, un trozo de metal que vibraba y reaccionaba con destellos eléctricos ante la cercanía del monstruo. Norte miraba fijamente el Cubo, como si en aquella lisa pared de piedra hubiese ojos a los que interrogar, pupilas que reflejasen la edad y la naturaleza de aquella cosa.
El pueblo de los Axha se agrupó junto a él. Se había congregado una pequeña multitud, rostros de jóvenes y menos jóvenes, ansiosos, que habían venido a ver cómo Norte cumplía su promesa de matar al dios, o cómo el dios lo aplastaba como a un insecto por su osadía. Rek, que estaba en una de las filas de atrás, le sonrió con un gesto cómplice. Norte no supo cómo interpretarlo, así que no le devolvió la sonrisa.
Zula estaba junto a él, cogiéndolo de la mano. Su mera presencia era como un bálsamo. Estaba tan asustada que temblaba, los dientes castañeteándole con un ruidito gracioso, pero permaneció allí, en primera fila, ante la pared del Cubo. Se la veía tan insignificante como cualquier humano, incluyendo al propio Mystes, pero sin darle la espalda a lo que estaba a punto de suceder. Norte la admiró por eso.
El cielo estaba cubierto de nubes, más densas y compactas que de costumbre. Un gigantesco remolino estaba concentrándose en la atmósfera alta, justo sobre la Xfinge. Varios frentes nubosos aún luchaban por un puesto en aquel inmenso tapiz, como ejércitos que librasen una contienda en las alturas. De esa contienda, de vez en cuando, escapaba un tímido rayo de luz.
Norte cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para que uno de aquellos errantes rayos pudiera descansar en su rostro.
—Estoy aquí porque mi corazón lo anhela —murmuró—. Y sólo permaneceré un instante, oyendo un eco de tus sueños, hasta que ellos me transformen en otra cosa.
—¿Me has dicho algo? —preguntó Zula.
Norte sonrió y la besó en los labios. Sabía a jazmín.
—Estoy preparado para que la Xfinge me haga la pregunta. Si hay suerte, volveré a tu lado.
Ella se limitó a mirarlo con intensidad.
Sus manos se separaron y el viajero se aproximó al Cubo. El sol brillaba detrás de la nubes, convertido en un resplandor nacarado, justo sobre uno de los vértices del monstruo. Norte elevó su daga de metal y apuntó con ella a la piedra.
La daga vibró.
Norte oyó los pasos de Zula sobre la arena, acercándose. La joven se situó a su lado. El suyo era un miedo de combustión lenta.
Una voz llegó desde atrás, de la multitud.
—¿Estás seguro que quieres hacerlo?
Norte no tuvo necesidad de volverse para saber que era Rek quien había hablado.
—Los enigmas están para ser resueltos —dijo en voz alta, sin dejar de mirar al Cubo. Hacía un buen rato que Norte no pestañeaba—. Son lo que tú dijiste: algo que sólo puede existir en sí mismo, y con un fin. Nada hay sin una razón que lo justifique, exterior a sí mismo y a la vez envuelto en su propia naturaleza. Todo lo que es, es porque hay algo que lo está observando.
Alzó la daga, tocando la piedra. Arcos voltaicos brincaron como saltamontes sobre el filo del arma.
—¿Qué es eso? —preguntó Zula.
—Un fragmento de otra Xfinge, que maté hace años, en otro planeta. Con él escribiré mi respuesta en el lienzo.
Los Axha retrocedieron, espantados, cuando el rugido surgió del interior del Cubo. Era un sonido hueco, rechinante, como la garganta de un gigante dormido que volviera a dejar pasar el aire después de milenios de sueño. Norte retrocedió instintivamente un paso, pero se obligó a permanecer allí. Zula se abrazó a él.
El sonido aumentó de volumen y pronto se vio acompañado de un efecto visible: el Cubo estaba temblando. Todo el coloso vibraba con estertores rítmicos, que sacudían desde abajo la costra de arena seca que lo cubría y la iba desgranando en cascadas de polvo. Cataratas de arena llovieron sobre Norte, que permaneció inmóvil bajo ellas. El Cubo se movía, desplazándose pero sin dejar de estar apoyado en su cara inferior; dibujando pequeños surcos en su superficie que pronto formaron dibujos más grandes, entrelazados unos con otros.
El Cubo se estaba tatuando a sí mismo con un ramidabra, igual que sus hijos.
Norte se quitó la arena de encima con un brazo, sin dejar de señalar el Cubo con su daga. Zula gritó. Los miembros de la tribu estaban corriendo, alejándose de sus casas apoyadas en la pared del dios, pues éstas se venían abajo con la vibración, deshaciéndose en una avalancha de bloques.
Rek alcanzó la parte alta de una duna y miró con terror al viajero. Aquello nunca había sucedido con ninguno de los anteriores sabios que habían visitado el Cubo.
Por un segundo, sintió un miedo atroz, un genuino y pavoroso temor hacia el hecho de que Norte pudiese estar en lo cierto, y realmente tuviese una posibilidad de descifrar el enigma de la Xfinge.
De matar a su dios.
Los mandalas seguían lloviendo como relámpagos de sabiduría celestial sobre el Cubo. Norte puso los ojos en blanco, como si fuese presa de un extraño trance, y raspó con la daga la pared del Cubo, dibujando números, correlaciones matemáticas, soluciones improvisadas al álgebra de mandalas. Zula no entendía lo que estaba viendo, pero sostuvo a su amado cuando éste se tambaleó, el cuerpo recorrido por arcos voltaicos.
Rek pensó en descender la duna otra vez y matar a aquel maldito anciano, impedirle que continuara con el ritual. Pero no podía. Algo la impedía moverse. Cuando miró hacia abajo, a su propio cuerpo, y vio que su ramidabra también estaba cambiando, chilló de terror. Los tatuajes de todos y cada uno de los Axha estaban fluyendo por su piel, adaptándose a la danza de algoritmos del Cubo.
El dios los estaba usando como memoria externa para sus cálculos.
Norte clavó el fragmento de la otra Xfinge en la piedra y gritó, haciéndose oír por encima del estruendo:
—¡Aquí estoy, maldito engendro! ¡Enfréntate a mí! ¡Exígeme tu tributo!
Un chorro de luz, tan sólido como una columna de oro líquido, brotó del centro del Cubo y golpeó tanto a Norte como a Zula, tragándoselos, aplastándolos, subyugándolos rabiosamente con su fulgor primordial. Esa luz dañó los ojos de los Axha que estaban mirando en aquel preciso instante a Norte; pero cuando todo pasó, al cabo de unos segundos, cuando el rugido cesó y la columna de oro se evaporó en el aire del desierto…
… Rek se frotó los párpados y fue la primera en darse cuenta de que ambos habían desaparecido. Norte y Zula.
Y había una ausencia de algo mucho mayor alrededor de donde ellos habían estado. Una ausencia que dejó un cráter profundo en las dunas, cónico y oscuro, y que se llevó también los ramidabras de todos los Axha, barriéndolos sin dolor de su piel. Llevándose las soluciones a los misterios matemáticos que la Xfinge, la tatuadora original, había inscrito sobre ellos.
Faltaba el Cubo.
Fust
Aeria Primus era un paraíso para los banqueros de rapiña. En sus calles se hacía negocio, en sus complejos de viviendas se hacía negocio, en los afilados palacetes de cristal repartidos por la Meseta de la gigantesca urbe aérea se hacía negocio. Era peligroso, siempre arriesgado y contadas veces fructífero, pero mercaderes aerobios acudían de cada rincón de la Variedad para comprar el último gran descubrimiento de la ciencia que iba a poner patas arriba la física, la medicina o la psicología, o a vender en primicia la más codiciada variedad cultural de sus mundos de origen.
Joviann Fust también había pasado por diferentes fases antes de sentarse en el trono de la corporación AREAN&TERRA: viticultor, cazador furtivo, testador de programas informáticos, profesor de ciencias económicas, espía, perito en estrategia comercial, ladrón y amante. Cada momento de su vida había requerido su propia estrategia, su propio plan de desarrollo y, a veces, hasta su propia vía de escape que lo conectara de una manera relativamente poco violenta con el siguiente. Una concatenación de fases donde el único denominador común era que todo lo que ocurría, le sucedía al mismo hombre, Fust; eso era lo que semejaba su vida vista en perspectiva, con cierto distanciamiento no libre de culpa.
Ahora todo le parecía un esfuerzo fútil.
Ocupó una mesa en su restaurante favorito y pidió una bebida sin alcohol. Cuando el camarero se retiró, consultó su icono de datos: había llegado dos minutos antes de lo previsto. El kodan con el que estaba citado era extremadamente puntual, así que aprovechó esos ciento veinte segundos para poner en orden las ideas y prepararse para algunas preguntas incómodas.
El camarero regresó, exhibiendo una sonrisa que expresaba un cambio de ánimo radical respecto a su anterior visita. Fust reconoció el efecto de un parche de personalidad: se trataba de la última moda entre los jóvenes metabolatas de la Espingarda. Al administrárselo, cualquier tímido podía convertirse al instante en un conquistador, ganar la fuerza de voluntad suficiente para enfrentarse a una decisión difícil, o sufrir un colapso metabolico entre estertores de risa.
Él jamás los había usado. Si algo había aprendido en el campo de batalla de los negocios, era a prescindir de cualquier sustancia que pudiese alterar lo más mínimo su percepción del mundo. Una mente despierta era la mejor arma, y su deber era mantenerla bien afinada, como un instrumento musical recién pulido por las hábiles manos de un lutier.
El kodan apareció coincidiendo con el golpe de la manecilla contra el cardinal (el símbolo del reloj en su icono de datos era el de una pieza clásica y chapada en oro, con manecillas que semejaban víboras). Se aproximó a la mesa dando graciosos saltitos sobre tres de sus miembros, mientras distribuía los restantes entre guardar documentos en una carpeta y estrechar la mano de Joviann.
—Encantado de verlo de nuevo, señor Fust.
—El placer es mío, Monikai. Me he tomado la libertad de pedir algo.
—Oh, no se preocupe. Nunca consumo nada durante las horas de luz en la estación de Zhintawa. Beba usted lo que desee.
—Comprendo. ¿Ha traído lo que le pedí?
Monikai pareció turbado.
—Eh… ¿desea que se lo muestre aquí?
—¿No se preocupa demasiado? —Alzó las manos para evitar que el kodan pudiera ofenderse—. Tranquilo, estamos a salvo de cualquier intromisión. He desplegado una telaraña de obstrucción. Nada electrónico, biológico ni fotónico puede transmitir en un radio de veinte metros. —Observó de reojo a un grupo de adolescentes que ocupaba una mesa cercana. Estaban enfadados con sus coms, incapaces de conectar con la red local para descargar paquetes de noticias musicales—. Además, el cable fibróptico es impermeable a nanoespías.
Monikai alzó dos conexiones escapulares equidistantes (Fust jamás las habría llamado «hombros»).
—Como desee.
Extrajo de su nuca un cable y se lo tendió. Fust lo conectó a su propio interfaz raquídeo. Al instante, un flujo de información bañó las sinapsis, atravesó las murallas antivirales y los guarismos de decodificación, y se desparramó en su cono de visión.
—Bien… es mejor de lo que esperaba —musitó el ejecutivo—. ¿Ha sido Humat quien ha conseguido la información?
—Con el concurso de los elandis. No abrigaría dudas sobre su honestidad de no ser consciente de la gravedad de la situación.
—Humat es el mejor en su trabajo. Es astuto, taimado, y poco dado a la traición caprichosa. Creo que podemos fiarnos de él. —Fust movió los ojos hacia abajo y a la derecha—. Estos datos proceden directamente de cognoscitivas urtianas. Impresionante. ¿Exigió mucho dinero a cambio?
—Unos cien millones. Tuvo que dilapidar todos sus contactos de una vez y perdió su cuerpo físico. Ahora ocupa el chasis de un androbot en los suburbios.
—Ha sido su último trabajo, entonces. Bueno, con ese dinero podrá cambiar de sexo si quiere. —Le guiñó el ojo—. Creo que lo llevaba esperando desde hace años.
—¿Le sirve de algo la información, entonces?
—Puede que sí. Por lo que veo, lo que me contaron los urtianos en el Paraninfo no era del todo mentira: están desplegando su flota hacia el extrarradio, peinando grandes áreas de la frontera con el Bolzai.
—¿Para qué?
—Buscan algo. Hace poco, uno de sus convoyes sufrió un ataque inesperado por parte de piratas y perdieron un cargamento de inmenso valor. Otros dieciocho convoyes similares lograron alcanzar su destino, un enclave en las profundidades del Mar de Bolzai, pero desaparecieron sin dejar rastro. —Chasqueó la lengua—. Mi agencia no ha logrado averiguar qué ocurre detrás de los muros de sus sínodos blindados. Tal vez usted pueda.
—Es difícil conservar amistades en la Cámara de Delegados haciendo ese tipo de preguntas, señor Fust —puntualizó el kodan, y acompañó la frase con un gorgoteo de laringe propio de su especie.
En su idioma, ésa era una portadora secundaria de mensajes, que respaldaba al lenguaje primario. Fust se alegró de que Monikai hubiese aprendido el dialecto humano, porque si él tuviese que mantener aquella conversación en kodan, sus cuerdas vocales habrían sufrido hasta lo indecible. Su lenguaje era tan áspero y doloroso de pronunciar como un ataque de laringitis con la tráquea atragantada con espinas de cactus.
—Lo sé, pero estoy dispuesto a compensarle cualquier pérdida, si es necesario con una pensión vitalicia de muchos millones. Y déjese de formalidades, aquí no nos escucha nadie.
—Gracias. Ya soy rico, amigo mío —reconoció el kodan sin ambages—. Si le ayudo es porque intuyo que este asunto es realmente importante.
—Ni se imagina cuánto. —Joviann abrió el segundo paquete de datos, descubriendo algo que se le había pasado por alto la primera vez. Intrigado, cerró los ojos para que la visión normal no se mantuviera yuxtapuesta a la digital—. Por cierto, ¿se suscitó el tema de las negociaciones de paz en las últimas reuniones del Parlamento, de su mundomadre?
Monikai rió por lo bajo. Había que oír esa risa para creerla. Para algunos era un sonido tan alienígena como el aspecto general del kodan, como si alguien aplastase caparazones de crustáceos en una caja de resonancia.
—Lo justo para repasar las sofisterías del trivium retorique: hablar mucho para no decir nada. Los humanos nos estáis contagiando malas costumbres.
—¡Aquí está! —exclamó Fust. Su dedo señaló algo delante de él, en el aire, como si Monikai también pudiera verlo—. No puedo creerlo. Malditos sean mil veces sus antepasados hidrobios…
—¿Ocurre algo, Joviann?
El ejecutivo permaneció unos segundos en silencio. Tanteó la mesa con la mano, a ciegas, buscando el vaso. Cuando lo encontró no lo separó de ella. Sólo buscaba sentir el tacto del cristal, el suave vaivén del licor.
—Estoy leyendo un informe sobre descargas preventivas de neutrinos y taquiones cerca de la frontera —dijo Fust—. Yo tenía razón, los urtianos están reuniendo materia y energía exótica en enormes cantidades. Por eso movieron hace nueve años sus estaciones de los sectores de la Rejilla Pancultural. Debido a su enorme tamaño no tienen muchas potencias de salto R, así que deben estar llegando a su destino más o menos por estas fechas.
—Dejaron ocho planetas a media conversión. Creí que se debió a la coerción de la Alianza del Éxodom.
—La Alianza ha firmado un contrato de colaboración con ellos. Logré hacerme pasar por negociador y asistí al ofrendario de vasallajes en su mundo de origen.
Las antenas del kodan tintinearon.
—¿En el mismísimo Paraninfo de la Armonía?
—Así es.
—Hacer de agente doble es muy peligroso, Joviann.
El humano hizo un gesto, como quitándole importancia.
—Pero necesario. Ésta es la primera prueba que tenemos de que ese lugar existe realmente. Habrán reunido allí sus máquinas para procesar toda esa energía, pero… espere un minuto…
—¿Qué ha visto?
—La adversidad parece cebarse en nosotros, querido amigo —resopló Fust—. Si los datos que robó Humat son ciertos, los urtianos preparan una ofensiva a gran escala contra los mundos aerobios. Algo inminente y brutal.
Monikai se tensó. En una esquina de la terraza, un hombre de aspecto enérgico se subió a un escenario. Portaba una mezcla entre guitarra acústica y acordeón. Saludando al público, pulsó un largo acorde introductorio.
—¿Está seguro de lo que dice, Joviann? —preguntó el kodan, bajando la voz a pesar de las pantallas que los escudaban.
—No es más que una conjetura —precisó el ejecutivo—, pero temo que ese lugar en el que están concentrando tantos esfuerzos se encuentra muy lejos de sus mundos. Si la operación es realmente a gran escala, necesitarán invadir los planetas limítrofes a la frontera para abastecerse. Y éstos están adscritos a la Carta de Defensa Mutua de la Rejilla Pancultural. Será el preludio de una guerra total.
—¡Tenemos que avisar al ejército!
—Supongo que ya sospechan algo, o deberían, si es que su agencia de espionaje es sólo la mitad de eficiente que la nuestra… aunque mantendrán el secreto hasta el último minuto para no alarmar a la población civil. No, tenemos que enfocar nuestros esfuerzos en otra dirección.
—¿Qué propone?
—Hay que introducir, cueste lo que cueste, un espía en ese enclave estratégico de los urtianos.
—Hablaré con Humat.
Fust desechó la idea.
—Ya se ha jugado suficiente el cuello, y su presencia es demasiado conocida por los urtianos. No, es hora de emplear métodos más sutiles. Me encargaré personalmente.
El kodan debió sentir la larga y segmentada garganta reseca, porque cogió el vaso de Fust y lo apuró de un trago. No hizo ningún comentario sobre la violación de las costumbres religiosas imperantes en la estación de Zhintawa.
—Dígame la verdad, Joviann. ¿Tenemos alguna posibilidad de triunfar ante semejantes fuerzas?
El ejecutivo contestó con otra pregunta:
—¿Cree que podríamos obtener un sí a nuestra oferta de compra del planeta Anthelia en breve?
—¡Vaya! —se asombró Monikai—. ¿El hijo pródigo va a regresar a casa? Lo tomaba por un hombre con agallas, pero no tantas.
—Sí… algún día el círculo tenía que cerrarse.
—¿Seguirá ella viviendo todavía en la casa de su familia?
Fust no contestó. Cuando el silencio se alargó hasta resultar incómodo, el kodan dijo:
—Bueno, sea como sea, el presidente de Industrias ENDOX me ha prometido una respuesta para el quince del mes entrante.
—Justo el día de mi cumpleaños.
Monikai bobinó su cable fibróptico, y dijo:
—Entonces tendremos dos cosas que celebrar.
Lina
Heith entró en el observatorio de la estación, una cámara circular cuyas paredes habían sido sustituidas por un campo de fuerza panorámico. Allí encontró a su novia, admirando el cercano sol de Theta Coriolis.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Pido un deseo.
—¿A quién?
Ella apuntó con un dedo al firmamento.
—A Coriolis. Es una estrella de los deseos.
—¿Cómo lo sabes?
—Brilla igual que una que vi pintada en los libros que leía de niña… Con esa aureola de gas caliente que parece querer protegerla del frío.
El abogado hizo un mohín.
—Las estrellas son concentraciones de gas en combustión. No están hechas del material de los cuentos.
—Algunas sí. —Lina compuso una expresión soñadora—. ¿Nunca te has preguntado cuánta gente habrá formulado ruegos a los cuerpos celestes a lo largo de la Historia? ¿Cuántos desesperados habrán depositado su confianza en la pequeña Coriolis? Siempre admirándola en la distancia, queriéndola y rogándole en silencio, mucho antes de que la tecnología permitiese viajar hasta ella…
—Todos los aerobios tienen ilusiones, pero sólo los humanos las focalizan en estrellas.
Lina permaneció abstraída unos momentos, capturada su atención por el anillo de gas del sol. Heith sonrió. En ocasiones, los pensamientos románticos de Lina era tan aleatorios que parecían las fichas mal colocadas de un juego de tablero, con los escaques completamente fuera de sitio.
—Coriolis está muy cerca —dijo ella—. Es grande y brillante vista desde aquí. Eso garantiza el cumplimiento de cualquier cosa que le pidas.
Heith la rodeó con sus brazos.
—Nunca entenderé a las mujeres. ¿Puedo preguntar qué has pedido?
—No seas tonto, sabes que no puedo decírtelo. —Lo besó en la boca—. Es un secreto que no me sonsacarás.
—Bueno, pues yo también voy a pedir uno. No me voy a quedar rezagado.
La capitana rió.
—¡Qué sorpresa!
—¿Has pensado en qué vamos a hacer a partir de ahora?
—He estado dándole vueltas a la posibilidad de regresar a casa de mi familia, en Vai Surugy. Podríamos ocultarnos allí un tiempo, hasta que las cosas se calmen. A Geishel le encantará vernos de nuevo. En su última carta parecía muy ilusionada por enseñarnos el nuevo jardín.
—Buf… no sé si podré aguantar su interminable cháchara durante más de una semana —dijo él, y al instante comprendió que había sido un error.
La joven le clavó un dedo en el pecho.
—Heith —había veces en que Lina sabía pronunciar su nombre como si fuera todo un sermón—, que sea la última vez que hablas así de mi hermana. Es una gran persona, y si habla tanto con nosotros es porque no tiene a nadie que la escuche.
—Lo siento, no quería ofenderte. Comprendo que se sienta sola cuidando de sus hijos, pero no me negarás que su personalidad es un tanto…
—Es lo que habría sido la mía si hubiese cometido los mismos errores en la vida que ella. Exactamente la misma. ¿Me habrías querido entonces?
Heith sabía cuándo estaba ante una pregunta trampa, para las cuales ninguna respuesta es satisfactoria, da igual la opción por la que uno opte, así que cerró la boca.
La puerta del observatorio se abrió. Detrás apareció la doctora Valeris.
—Ah, están aquí —señaló—. Los estaba buscando.
—Nos dejábamos arrastrar por un intervalo romántico —gruñó la capitana.
—Eso está bien. Coriolis es una estrella de los deseos, ¿lo sabían?
Lina propinó un codazo a su novio.
—¿Lo ves, tonto?
—Esto… ¿para qué nos necesitaba? —preguntó Heith.
Valeris simuló que hojeaba unos papeles que traía bajo el brazo.
—Decidí advertirles de que dentro de poco este sistema va a llenarse de militares, por si prefieren marcharse antes de que lleguen —dijo con voz queda—. Hemos tenido que avisar a la Rejilla Pancultural del doble suceso, la muerte de la criatura de mercurio (algunos ya empiezan a creer que era uno de esos Ángeles de los que hablan los astronautas borrachos) y la aparición de Jan. La noticia les ha provocado tal estado de ansiedad que han enviado una flotilla de naves de guerra a la máxima velocidad hacia estas coordenadas. Temen que los urtianos se enteren y lleguen primero para robarnos los secretos.
—¿Qué secretos? —se extrañó Lina—. ¿Que un tipo cayó del interior de una aberración cuántica y sufre de amnesia?
—Dudo que Jan sea amnésico. Además, su armadura se ha convertido en una prioridad absoluta para la armada de Ionosis y los demás mundos aerobios. Están deseando echarle el guante.
—No me extraña. Sólo les preocupa su maldita guerra, y eso podría inclinar la balanza. ¿Ha recordado Jan algo más?
—Poca cosa. Se pasa el tiempo encerrado en la biblioteca, consultando datos sobre la Variedad, el Bolzai y las especies que la habitan. Parece que nunca en su vida hubiera visto un aerobio no humano.
Heith bufó.
—¡Ahí lo tiene! Es la constatación de que está chiflado; nadie que haya crecido en la Variedad ha podido pasar un solo día sin cruzarse con alguno. Por eso la bautizaron así.
—Sí… bueno, es bastante raro. Hace un par de horas ocurrió algo sorprendente —comentó Valeris—. Jan estaba conectado al programa de aprendizaje cuando un kodan que trabaja para nosotros en la sección seis entró en la biblioteca.
—¿Y cómo reaccionó? —preguntó Lina.
Valeris estrechó los ojos.
—Fue increíble. Su expresión… era realmente la de una persona que jamás ha visto un organismo inteligente que no pertenezca a su especie. Se llevó un susto de muerte. Al principio creyó que se trataba de un robot o un complejo genotípico dirigido. Luego descubrió que el kodan era capaz de hablar su idioma, y estuvo conversando con él durante mucho rato. Parecía fascinado por los detalles de su cuerpo: los ademanes, la forma de mantenerse erguido, de respirar, de articular las palabras… todo.
—Tal como yo lo veo —declaró Heith—, o está loco o es un magnífico actor.
—A mí me preocupan más los militares —terció Lina—. ¿Cuándo dice que llegarán?
—En cuatro horas. Vienen con una delegación de los mundos afines a la causa aerobia. Menos los urtianos y sus protegidos, acudirán observadores de todos los demás órdenes sapientes.
—Ya veo. —La capitana reflexionó unos instantes, algo confusa. De repente miraba las estrellas como si los caminos que las circundaban estuviesen vigilados.
—No hace falta ser muy listo para imaginar cuál es su problema —comentó Valeris.
—¿Problema?
—Sí. Tienen diferencias con la Ley, ¿verdad?
Lina se sonrojó.
—Pues…
—No hace falta que se excusen. Está claro que esa energía que irradia aún la bodega de su nave no ha podido salir de ninguna Clepsidra. Si se la han robado a los urtianos, éste es el momento de confesarlo. Siempre que sigan queriendo que los ayude, claro.
—Nosotros no hemos robado nada —exclamó Heith, pero Lina lo detuvo.
—Espera, cariño. Doctora, ¿cómo sabe lo de los urtianos?
—Trabajo para una comisión de la Rejilla. El cargamento que fue robado a los urtianos hace varios días era una muestra de fenómenos extraños relacionados con el Bolzai.
—Genial. —Lina se llevó ambas manos a la cara—. Era un chisme alienígena. Lo sabía, joder. —Miró a la doctora—. ¿Es usted militar, entonces?
—¿Está loca? Aún conservo mi dignidad —sonrió Valeris—. He accedido a trabajar con ellos porque tienen un presupuesto ilimitado, pero nada más. No sabe lo difícil que resulta conseguir financiación de fuentes privadas en el mundo de la astrofísica.
—¿Entonces qué piensa hacer? —preguntó Heith, yendo al grano. Estaba empezando a marearse con tantos circunloquios—. ¿Va a denunciarnos?
—No. Puede que fuera fortuita, pero su aparición en el sistema nos salvó la vida. Les debo al menos esto. Escúchenme un minuto antes de sacar conclusiones, porque es difícil de explicar. —Se aproximó a la pareja, hablando en tono de extrema confidencialidad—. Necesito su ayuda. Según los militares, los urtianos han avistado a un ser parecido a lo que ustedes, los pilotos, llaman «Ángeles», en un sector de la Espingarda.
—Si le soy sincera —suspiró Lina—, hasta que vi al ser que estaba atrapado en su anillo de luz pensaba que eran mitos.
—Pues existen. Son organismos adaptados a vivir en el vacío que moran en las profundidades del Bolzai. Los cazadores los persiguen cuando alguno se acerca a desovar.
—Sigo sin entender qué tienen que ver los urtianos en todo esto.
—Se lo explicaré: hace unos meses, se anunció que uno de esos Ángeles, supuestamente, había arrasado una colonia minera en Rylos. No sabemos por qué.
—Eso está muy cerca de la frontera con la estrella Ur —apuntó Lina.
—Algo hemos aprendido desde entonces, y es que no era un Ángel. Ateniéndonos a lo que sabemos de ellos, ninguno de esos seres ha desarrollado jamás la capacidad de crear túneles R biológicos. Esto llevó a pensar a los urtianos que lo que había atacado la colonia procedía de más allá del Bolzai, y a nosotros que está íntimamente relacionado con los fenómenos del confín del universo.
La doctora esperó a que las repercusiones de la noticia calaran en la pareja. En toda la historia de la Variedad —esa isla de soles atrapada en el centro de una enorme extensión de vacío—, sus habitantes jamás habían tenido noticias de que hubiese vida o tecnología allende el Bolzai. Ninguno de sus navíos había logrado atravesar la vastedad del océano de nebulosas, y aquellos que lo habían intentado habían desaparecido para siempre. Los seres humanos eran una especie más entre las muchas atrapadas en aquel racimo de soles, y como las otras, también habían observado esperanzados las galaxias que se divisaban al otro lado, en la distancia, esperando que se produjese el milagro: que algún iluminado descubriese un método práctico de atravesar la gran barrera, o bien que una ignota especie benévola del exterior se pusiese en contacto con ellos y les ofreciera ayuda.
Nada de eso había sucedido durante millones de años.
Ahora Valeris les estaba diciendo que aquel ser, lo que el soldado Jan llamaba casi familiarmente «la Anomalía», no podía provenir del interior de la Variedad. Y si estaba en lo cierto, eso implicaba que tenía que haber llegado de fuera. El mítico primer contacto del que hablaban las leyendas, y que ahora se producía al fin.
Y ellos le habían preparado una trampa, para matarlo después.
—Hay un detalle que se me escapa —intervino Heith—. ¿Qué tiene que ver esto con la Eurídice?
—El convoy urtiano que fue asaltado en las cercanías del cúmulo Sentrigys —explicó Valeris, mirando a Lina de reojo—, contenía el «huevo» que los urtianos transportaban desde Rylos hasta una de sus fortalezas.
—¿El huevo?
—Lo que dejó plantada aquella cosa sobre los restos de la colonia, un pequeño pedacito altamente energético de sí misma. La verdad es que no entiendo cómo un simple balandro pudo derrotar a una escolta de acorazados.
Lina bajó la vista.
—Eh… yo tampoco.
—El hecho es que aquel corsario les robó la carga pensando que eran enlaces por nucleón. Y, si me permiten hablar sin más rodeos, y espero que esto no hiera su amor propio —suspiró— creo que esa nave fue la Eurídice.
—Vaya descubrimiento —gruñó Heith.
—El tiempo que la carga estuvo en sus bodegas bastó para irradiar completamente el balandro con esa radiación… junto con sus tripulantes.
—¿Qué demonios le ocurre a mi nave? —se preocupó Lina.
Valeris se apoyó contra el campo de fuerza, como si fuese el alféizar de una ventana.
—A pequeña escala, la Eurídice se comporta como la Anomalía —explicó—. Y aquí viene lo interesante: si se quedan con nosotros, y que conste que esto es sólo una hipótesis… pueden ayudarnos a convertir la Eurídice en la primera nave capaz de cruzar el Bolzai en toda la historia de la Variedad. Una naveluz. Ahora posee las propiedades del huevo del Ángel, así que no veo por qué no podría utilizarlas.
—Una naveluz… —La palabra quedó colgando del labio de la capitana como un diamante en bruto. Claro, una naveluz, el sueño de cualquier piloto hecho realidad. Y todo por un espantoso accidente con una carga que nunca debió de haberse producido. ¿Era una retorcida maniobra del destino, que le estaba poniendo la más maravillosa miel en los labios para arrebatársela después con su habitual crueldad… o es que en realidad había una justicia para los pilotos en el universo, y el dios arquetípico que la administraba había decidido con clemencia que ya iba siendo hora de que la humilde Lina cobrara su parte?
Lina meditó la oferta de Valeris en silencio, escuchando los consejos de su novio, que no hacía más que sugerirle que abandonaran la estación cuanto antes y se olvidasen de todo. Poner pies en polvorosa antes de que llegasen los cruceros de combate parecía la única opción viable, de todos modos. Lo único que podía hacer alguien con dos dedos de frente.
Al final se volvió hacia él y preguntó:
—Cariño, ¿serías capaz de alejar la Eurídice de los planetas interiores mientras permanezcan aquí los militares? Te daré unas cuantas instrucciones y el Halo hará el resto.
Heith abrió la boca, y la volvió a cerrar.
—Pero Lina… No puedo creer que estés pensando en…
—Si a la doctora Valeris no le importa encubrirnos unas cuantas horas, prefiero quedarme para averiguar más datos. Si lo que dice es cierto, nuestra nave acaba de convertirse en un foco de interés tanto para la Armada como para los urtianos.
—Yo no lo habría expresado mejor —convino Valeris.
—¿Por qué confía en nosotros, doctora?
—Porque, al menos en lo que concierne a la ciencia, tenemos mucho que ganar y muy poco que perder —dijo con ecuanimidad—. Y eso es más importante para mí que cualquier decreto militar, ya provenga de la mismísima Rejilla Pancultural o del consejo de seguridad de Cruces.
—Me quedo —decidió Lina, adoptando esa expresión inmutable que Heith conocía bien, y que tantos quebraderos de cabeza les había traído en el pasado. Esa expresión de «da igual los argumentos que esgrimas, y lo lógicos que suenen. Al final voy a hacer lo que me venga en gana».
Y una vez que tal expresión quedaba definida en su rostro, ya nada en el mundo sería capaz de hacerla cambiar de idea.
Demonios, por eso la quería tanto.
Mel
No podía recordar en qué momento exacto había perdido a sus compañeros entre la maraña de túneles y había llegado a su apartamento de Ciudad de Cruces.
En cuanto puso un pie en el salón (en su familiar salón, el que tenía el viejo sofá de tapizado hortera que tantas veces había querido tirar a la basura, los dioramas de cristal líquido sobre temas pastorales o los cuadros de su amigo el pintor onírico, que ejercitaba su arte dormido), lo contempló boquiabierto. Allí, erguido sobre sus gloriosos cuatrocientos kilos de peso, había un rinoceronte. Una deformación del parqué blanca y con un solo cuerno, que le estaba mirando.
—Hola, Mel —lo saludó el animal, con voz masculina y sosegada.
El astronauta no pudo articular palabra. Retrocedió para intentar penetrar de nuevo en el túnel, en lo que hasta un minuto antes había sido la realidad, pero la salida estaba tapiada por una puerta de cerámica.
—¿Q… quién eres? —balbuceó, volviéndose hacia el rinoceronte. Si hubiese podido pegar la espalda sólo un centímetro más a la pared, se habría fundido molecularmente con ella.
Algo que se escondía detrás del sofá cloqueó, sin dejarse ver pero dejando clara su presencia.
—¿Tienes miedo, querido Mel?
—Ssssh —asintió. La palabra no era exactamente miedo, sino una mezcla de confusión e irrealidad. Pero no iba a darle el gusto a esa cosa de admitirlo en voz alta.
—Haces bien, payaso —dijo el rinoceronte—. No querrás mirar lo que hay detrás de tu sofá a estas alturas, ¿verdad? No lo hiciste de niño, cuando tuviste la oportunidad, y ya es demasiado tarde para subsanarlo. ¡Sería patético!
—Eres tú…. —Los ojos de Mel se abrieron como platos. La figura de detrás del sofá se revolvió.
—Bien, eso puede considerarse todo un comienzo.
—¡Gill, ¿estás ahí?! —gritó aterrorizado—. ¡Ayúdame, por favor!
—No llores suplicando ayuda de esa puta. Me ha mantenido a raya demasiado tiempo, y estoy harto de no tener a nadie con quien conversar. Te he echado de menos, Mel. ¿Existe realmente ese color, el índigo? ¿O es una ilusión fantaseada por mi retina? ¿Pueden mis ojos estar experimentando un sueño erótico con un color que desean pero que no pueden poseer?
Mel apuntó al rinoceronte con un dedo. Por un instante le recordó al clásico miembro chiflado de las pandillas de jóvenes transgénicos, aquellos cuyos padres eran lo suficientemente ricos o lo suficientemente estúpidos como para permitirles salir a la calle con cuerpos desechables de un solo uso, que habrían de desARNizar antes de la medianoche o el subidón les freiría las neuronas.
—Ya sé quién eres —dijo Mel—. Y por qué estás aquí. Has venido a recordarme que dejé de soñar contigo demasiado pronto. —Se puso en cuclillas, atisbando al otro lado del murete que ocultaba la energía reprimida de sus demencias—. Pero no me asustas: cuando tenía quince años me atiborré una noche a pastillas para dejar mi cabeza en blanco.
—Apuesto a que sí. —El rinoceronte resopló como un caballo y agitó una crin que le había nacido en la cruz. Era de color negro, como el espacio—. Aún ves esos chorros de marfil resbalando por las paredes de tus arterias, incinerando los días del futuro pasado, ¿verdad, payaso?
—¡No puedo soportarlo más! —gritó Mel, tirándose de los cabellos—. ¡No quiero seguir escuchándote! ¿¡Quién demonios eres!?
—Soy la acción de las miradas perdidas —confesó el Hombre Escondido—. Mi nombre hace desesperar. Mi adjetivación no existe. Mi gramática se aplica a cualquier nombre que pase por tu cabeza. Soy el verbo de dejar las cosas atrás.
Soy, simplemente, yo.
* * *
—¡No!
—¡Mel, despierte! ¿Qué coño le pasa?
Jules lo zarandeaba por los hombros. Hacía frío y sentía mojada toda la ropa. Estaban prácticamente a oscuras, salvo por unas motos de luminancia química que resplandecían incrustadas en una pared.
El astronauta trastabilló hasta ponerse en pie.
—Ju… Jules —constató, y le tocó con un dedo para asegurarse de que en realidad estaba allí.
El aventurero sonrió.
—Buenas noticias: Zhinz ha encontrado un paso hasta la superficie. Los carroñeros se han esfumado.
—La nave… —Mel tosió. Charlemagne lo contemplaba en silencio desde la pared opuesta—. Ah, hola, Char —dijo en un tono divertido y coloquial, que sonó grotesco.
—Hola, Mel —respondió el psiquiatra—. ¿Has vuelto a soñar?
—El rinoceronte me ha hablado, Char. Esta vez lo ha hecho de verdad, te lo juro.
—¿Ah, sí? ¿Qué te ha dicho? —El psiquiatra alzó las cejas—. Curioso. Nunca antes te había hablado.
—Nunca.
Zhinz regresó dando ágiles saltitos desde las profundidades del túnel.
—¡Amigo-Jules!
—Calma, Zhinz —contestó éste, sin dejar de observar a Mel con suspicacia—. ¿Qué has visto?
—Nadie hay en extrarradio / perímetro de la laguna. Carroñeros desaparecidos, dejando atrás cadáveres / restos de mantis, y piezas de material.
—¿La nave está intacta?
El marsupial agitó entusiasmado la cabeza.
—¡Sí! Flota / sobresale en mitad de laguna. No parece haber sufrido daños / deterioros graves, pero walab haber huido durante la refriega. Nos quedamos sin tracción animal.
El puño de Jules se estrelló contra la palma de su mano.
—¡Perfecto! Arriba todos, hay que salir de aquí. Es nuestra última oportunidad de regresar a la Lazirian.
El grupo abandonó la seguridad del laberinto. El aire de la noche los saludó con una fragancia combinada de millones de insectos en celo. Zhinz saltó hasta el centro de la laguna, sobre el corpachón de la nave. Desde allí señaló los restos del EV de Charlemagne, medio hundidos en el fango.
El psiquiatra se llevó las manos a la cabeza. Corrió hasta lo que quedaba del vehículo y comprobó los sistemas. Nada funcionaba. El caro EV había sido aplastado por una mantis y ametrallado sin piedad por los descontrolados carroñeros.
Llorando, golpeó su frente repetidas veces contra el salpicadero. Jules lo miró con desprecio y arrancó el sillón del copiloto, para extraer el botiquín.
—Aquí tiene su botiquín —dijo Jules, divertido—. ¿No estaba deseando cogerlo?
Charlemagne le lanzó una mirada de odio, pero no se atrevió a replicar. En aquel momento deseó más que nada en el mundo ser capaz de coleccionar hombres, además de mujeres, pero el asco que tal acto íntimo le producía era tan grande…
Ya encontraría otra manera de librarse del insufrible Jules. Seguro. Y lo haría antes de volverse loco él también, como el pobre Mel.
Por su parte, el astronauta se entretenía en dar unos pasos erráticos por la orilla, escuchando voces. Sólo por decir, dijo:
—Graciosa es la mariposa que revolotea sobre la hoguera. ¿La veis? Tiene las alas de color Agnes.
De repente se desorientó y cayó de rodillas. Jules corrió a su lado y lo sostuvo.
—¡Mel! —exclamó—. ¿Se encuentra bien?
—Gill me está hablando. Dice que me fíe del Hombre Escondido, que él conoce todas las respuestas. ¡Estuvo también allí, al otro lado de la barrera, mientras yo dormía!
—¿Qué hombre escondido?
—No le haga caso —rió Charlemagne—. Su psicólogo neuronal se ha vuelto tan chiflado como él. —Presionó el control de latitud del EV con el pie, sin resultado. Ninguno de los servomecanismos había sobrevivido a la embestida de la mantis—. Me han destrozado el puto coche. Malditos hijos de perra.
Mel sonrió; un hilillo de baba le caía por la comisura de los labios.
—Todas las preguntas que el universo pueda soportar en una hora… —balbuceó, y por un momento pareció tener sentido.
Incapaz de entender nada, Jules se planteó seriamente la posibilidad de dejar a sus nuevos compañeros allí y continuar el periplo río abajo con Zhinz. Al fin y al cabo, a él no le importaba lo más mínimo que el desquiciado de Mel cumpliera o no con la misión que las malditas voces interiores le habían encomendado.
No tuvo tiempo de tomar esa decisión.
Lo primero en llegar fue el sonido, un leve zumbido de suspensores antigravitatorios que, como de costumbre, le hacía cosquillas al tímpano humano. Luego, los EV del ejército descendieron en elegantes espirales sobre la laguna y descargaron en un tiempo inusitadamente corto a una veintena de hombres. Zhinz escondió la cabeza bajo la bancada de proa de la nave, pero su cola quedó al descubierto.
Jules levantó las manos, para mostrar que no llevaba armas, y esperó a que los militares comprobasen el perímetro.
El que portaba los galones, un hombre taciturno con estrellas de comandante, descendió de su EV y ordenó que los reunieran cerca del lugar de aterrizaje y los mantuvieran vigilados. Cuando sus subordinados hubieron comprobado que no existía peligro, se dignó a hablarles.
—Soy el comandante Delmor Zayb, de la Policía Secreta de Cruces. Desde este momento me hago cargo de la custodia de la nave siniestrada.
—¿Qué van a hacernos? —gimoteó Charlemagne, a punto de orinarse encima. Imágenes de cortes marciales y juicios sumarísimos se desbordaron en su mente.
—Pasarán a disposición judicial para ser interrogados. —Zayb se encaró con Mel—. A usted le ordené que no abandonara la ciudad. Tendrá que explicarme cómo y por qué mató a aquellos dos hombres en el callejón, antes de hacerlo frente al juez.
El astronauta cayó de rodillas, sollozando. No paraba de repetir:
—No puedo decirle eso, cariño, no puedo… no me obligues, por favor…
—¿Qué le ocurre? —preguntó el comandante, mirándolo con el mismo asco y desprecio que a una cucaracha.
—Sufre demencia —intervino el psiquiatra—. Sea indulgente con él, por favor. ¡Y conmigo! Me obligó a llevarlo en mi EV hasta la selva para satisfacer a sus voces interiores. Lo único que hice fue seguirle el juego para…
Zayb lo silenció con un gesto.
—Conozco las circunstancias del secuestro —aseguró.
—Es el mal del espacio —dijo Jules, aunque no sabía bien por qué sentía esa necesidad de ayudarlo. Tal vez fuese porque los militares le caían aún peor que los astronautas chalados.
—Eso está aún por demostrar. ¡Sargento! —llamó Zayb. Un oficial se cuadró a su lado—. Que entren en el EV.
—No lo toquéis.
Todos se volvieron hacia Mel. La voz que surgía de sus cuerdas vocales era femenina y metalizada.
—Pero ¿qué…?
—Ha llegado el momento de abrir todas las cajas. Esperad unos segundos más —solicitó ante la estupefacción general—. Sólo unos segundos.
—¿Gill? —preguntó Charlemagne, aterrado.
La cara de Mel se contorsionó, como si los dedos de un marionetista tirasen de todos sus músculos a la vez, dolorosamente.
—Deja de llamarme Gill de una vez. No conozco ese nombre.
—¿No… no eres Gill? ¿Entonces quién…? En ese momento, un estruendo barrió como una onda sólida la superficie de la laguna. Los militares alzaron los fusiles hacia el cielo, donde una ominosa silueta desconectaba el campo de hipertransparencia que la protegía y adquiría fisicidad y color entre las nubes.
El comandante Delmor Zayb musitó una plegaria. Sus hombres retrocedieron, apuntando a la panza de la lanzadera de descenso urtiana cuya sombra cubría la totalidad de la laguna.
Lo último que Mel sintió antes del ataque fue que la voz de Gill repetía una frase en su cabeza:
—Agnes. ¿Por qué no me llamas por mi nombre, Char? Me llamo Agnes…