Informe horario n.° 6557197 / P114
Si juzgan tus ojos
Del río cercano la tensa corriente,
Si buscan tus manos
En los tallos de la minutisa
¡Clavel de poetas!
La fresca simiente,
E implora como perdido nauta
Tu frente una sola estrella,
Soy yo, el que no viste su lazo,
Quien hago sangrar la vid no imaginada
De la que brotan ansias y enojos
En el pétreo perfil de sus antojos
Hasta sentir el poder de su mirada.
Agua fugitiva Ávida de calma,
Ufana de amores, que así anida en su alma.
Fust
Joviann Fust sabía guardar diversos tipos de silencio. Cuando se enfrentaba a adversarios empresariales escondía las palabras detrás mismo de la lengua, acumulándolas para liberarlas en una arremetida de furor léxico. Eso les ponía nerviosos. Otras veces se las arreglaba para que sus contertulios no supieran qué lenguaje emplearía a continuación, lo que les hacía prestar la máxima atención a sus palabras, buscando dobles o triples significados, distrayéndolos así de temas más importantes.
Ese día, Fust acababa de inaugurar un nuevo tipo de silencio. La secretaria, una joven medio elandi de rizos rubios y hoyuelos en las mejillas, se asustó tanto al entrar en su despacho y verlo allí, observando el horizonte, que se marchó sin echar siquiera azúcar en su café.
A menudo, la gente que no lo conocía lo identificaba como un caso trágico de caballero solitario y decadente, que dilapidaba sus últimos años al frente de todas aquellas empresas gigantescas. Pero más allá de las máscaras, de los códigos morales sutilmente violados, subyacía el verdadero Fust, un hombre cuya familia arrastraba un largo historial de casos de locura, y cuyo abuelo (un gran personaje y pájaro de cuenta) había renegado de la progenie, sin saber qué hacer con aquella caterva de hijos bastardos.
Por lo visto, todas sus insensateces habían saltado una generación, habiendo recaído sobre el propio Joviann.
El ejecutivo sonrió, mirando su propio reflejo en el cristal. Acusándolo de algo. Qué desprevenido había venido él al mundo, descansando plácidamente en aquella cunita de cristal que su madre aún conservaba en la mansión de Arisia. Cuán inadvertido sobre las traiciones y desengaños que le deparaba el futuro.
Su propia secretaria había huido del lúgubre despacho al verlo sumido en aquel silencio tan ominoso y que era testigo de hechos que amenazaban su cordura. Él mismo luchaba en ese momento por olvidar, por recelar obstinadamente de las pruebas que los urtianos habían colocado sobre su mesa.
Pero no podía. Era demasiado inteligente para dormir tranquilo sabiendo lo que sabía: el universo estaba muriendo, consumiéndose como el albumen de una semilla paradójicamente destinada a no dejar nada tras de sí. Como el pabilo de una vela que ya sentía llegar la bocanada de aire de su portador, y la anticipaba retorciéndose en un baile frenético.
Qué palabras tan insensatas. Qué horrible descubrimiento el saber que esos fenómenos eran reales, no meros espejismos. Y aún más, que tenían motivos.
La puerta del despacho se descorrió. Apareció Lanoi, su secretaria, temerosa de hollar aquel sanctasanctórum. Joviann la observó empleando los ojos que tenía en la nuca.
—Puedes pasar, Lanoi, tranquila.
Ella recogió la bandeja del café.
—¿Se encuentra bien, señor?
Fust dio la espalda a las torres iluminadas de Aeria Primus. La cristalera del despacho se alzaba casi cuatro metros, y estaba adornada con motivos del folclore local, dibujos de extravagancia y pasión mestiza no contenidas. Pocos sabían que aquel panel situado tras el escritorio ocultaba un pasadizo secreto hasta su pista de despegue privada, y a Fust le gustaba que así fuera. En la guerra corporativa había aprendido que la mayor arma que existe en el universo, a todos los niveles y en todos los campos de batalla, es la información. Y mientras la mantuviese circulando en los reductos más pequeños que pudiera, todo le iría mucho mejor.
Observó a la muchacha. Estaba realmente preciosa aquella noche, con un vestido de tafetán negro. O tal vez era la primera vez que se fijaba en ella como mujer, y no como empleada.
—Acércate, Lanoi.
—¿Deseaba algo, señor Fust?
—Sí. Descúbrete.
Aquella orden la cogió desprevenida. Fust nunca ejercía su poder para abusar de las empleadas. Sin embargo, la chica obedeció. Se destrabó los cierres del traje, apartó la tela y liberó sus pechos de madre primeriza. Tenía los pezones, de un ligero color marrón, erectos debido al frío. Permaneció de pie, inmóvil, mientras su jefe admiraba con cierto desdén sus atributos.
—Hace años soñé que era capaz de convertir mi palabra en ley —murmuró Fust, casi más para sí mismo que para ella.
—¿Perdón?
—Arrostrar las banalidades de los hombres y guiarlos hacia nuevos horizontes. Imaginé que mi intelecto, sin duda superior al de muchos, bastaría para conseguirlo. Sólo necesitaba tiempo, Lanoi —suspiró—. Sólo tiempo.
—No le entiendo, señor Fust.
El ejecutivo se desplomó en su silla.
—Vístete. Sólo quería comprobar si estarías dispuesta a hacer lo que te ordenara sin discutirlo.
Fust abrió su cartera, normalmente atestada de documentos clasificados. Ahora estaba vacía. Tan sólo contenía una vieja foto, la imagen de un niño en brazos de un anciano. Éste mantenía una expresión forzada, como si lo estuvieran obligando a posar para la posteridad con aquel infante delgaducho hacia el que no albergaba buenos sentimientos.
—Este era mi abuelo. Un cabrón sin sentimientos que, aunque parezca mentira, nos legó a mi padre y a mí las bases del imperio que ahora se extiende a nuestros pies. Siempre lo odié, incluso cuando era niño —recordó con una sonrisa—. No era más que un extraño que de vez en cuando acudía a las fiestas familiares, haciendo montones de promesas sobre el futuro que jamás veíamos cumplidas. Supongo que en eso consiste en parte tener familia: sobrellevar los malos momentos confundiéndolos con los buenos, y ser capaz de extraer de esa terrible mezcolanza una moraleja que te sirva de algo.
Una sección de la pared se descorrió. Detrás apareció una chimenea. Con un ademán la encendió y arrojó la foto a su interior.
Mientras la veía carbonizarse, Fust se mordió una uña. Lanoi jamás lo había visto tan abstraído.
—¿Ocurre algo grave, señor? —preguntó.
El ejecutivo rompió a reír.
—«Algo grave». Hermosa expresión. Bueno… sí, podríamos definirlo así.
—¿Tiene que ver con la OPA de Hisay? No debería preocuparse. Todo apunta a que nuestros intereses mineros y distribución en la Espingarda no corren peligro.
Fust le lanzó una mirada indefinible. Ella se estremeció. Aquella mirada le recordó un glaciar, pero sus bordes no habían sido pulidos por la intemperie, sino que estaban llenos de aristas.
—¿O tal vez es por mí, señor? —se ruborizó la joven—. ¿He hecho algo indebido?
—No, Lanoi, no te preocupes. Eres tan eficiente como de costumbre. Es que… —Escupió el trozo de uña en el cenicero de la mesa—. No puedo especificarte los detalles, pero sí, es lo suficientemente grave. Lo suficiente. Y hace que nada de esto importe en absoluto.
La joven abrió los brazos como quien se somete a lo inevitable.
—Si es un asunto personal y quiere hablar de ello, estoy dispuesta a escucharlo.
—¿Sabías, Lanoi, que el mundo empresarial es una tierra de lobos? Una jauría de mercachifles que se acechan unos a otros para, a la menor oportunidad, lanzarse dentelladas a la yugular. Todos, sin excepción, aguardan la oportunidad de alzarse con lo ajeno, con el talento fagocitado de otros.
—Los profesionales sabemos que los negocios son así. La realidad no asusta a nadie.
—¿Lo sabemos de verdad? Sí, tal vez sí. —Sonrió con un gesto sincero que ya había desaparecido de su rostro décadas atrás, y volvió a darle la espalda a la joven.
Contempló las torres de la arcología. Desde allí se divisaba una amplia terraza llena de estatuas y bellos rosales de intenso color que parecían querer agredir el gris perenne de los edificios. Aeria Primus era una ciudad flotante que navegaba sobre los océanos del planeta Uzan; eso permitía a sus habitantes disfrutar de bellos atardeceres a gran altitud, como aquel que extinguía ahora sus últimas luces sobre el mar de nubes.
—Estamos convencidos de que la ciencia nos conducirá definitivamente al laberinto de las utopías, Lanoi —divagó—. Una tierra donde los deseos se cumplan con sólo pensarlos. Pero no podemos luchar contra la naturaleza humana. Ese fetichismo tecnológico se convertirá en una feligresía de cultos, de poderosos caballeros del dinero inmersos en guerras caóticas. Nada será capaz de escapar a sus redes, a menos que el universo mismo haga algo inesperado por evitarlo. Algo… terrible.
La secretaria parpadeó. ¿Ésta era la nueva forma de hablar de Fust, llena de dobles sentidos y referencias profundas que sólo una persona muy culta podía entender? Pobres de sus enemigos, pensó, si su jefe iba a interpretar ese papel a partir de ahora.
—No alcanzo a comprenderlo, señor.
—Ése es el problema —comentó el ejecutivo—: No entendemos que la excesiva complejidad de nuestro crisol de civilizaciones acabará por derivar en un caos absoluto en cuanto uno solo de los pilares que lo sostienen se venga abajo. ¡Uno! El sofonte alzado sobre dos piernas, el maldito simio desnudo y loco por copular y sembrar el cosmos con su detrito, habrá cerrado entonces el círculo de lo que es capaz de dar de sí su inteligencia.
Extrajo un sobre sin marcas de un cajón del escritorio y lo lanzó a las manos de su secretaria.
—¿Qué es esto, señor? —preguntó ella, intrigada.
—Dinero. En gran cantidad. Cógelo y vete.
Lanoi estaba aturdida.
—Pero… ¿por qué? ¿Me está despidiendo? ¿Ya no le soy útil?
—Presta atención, Lanoi, como jamás lo hayas hecho antes —le suplicó—. Olvida lo que crees que sabes sobre la vida. ¿Qué pensarías si te dijera que dentro de muy poco todo lo que nos rodea, aquello que conocemos como naturaleza, desaparecerá, se consumirá en la nada como una llama se extingue al agotar su combustible?
—Me… me está asustando, señor.
Fust extendió su sombra sobre la de la joven como un pilar de negrura más intensa.
—Así es como me siento yo. Aterrorizado —confesó. Ya todo le daba igual. No había motivo alguno para seguir con aquella ridícula pantomima de las clases sociales—. Estoy angustiado hasta extremos indecibles, porque he visto el futuro y no hay ninguna esperanza para la humanidad. Ni para nosotros ni para el resto de los seres que habitan este pedacito del cosmos. —Agarró por la cintura a la muchacha y descorrió el panel que ocultaba el pasadizo secreto—. Los urtianos creen haber descubierto una solución, pero son unos ilusos. Como el resto de los seres vivos, cuando se saben acorralados, actúan a la desesperada, agarrándose a un clavo ardiente. Pero ellos también caerán, tarde o temprano. Ni el pez más fiero de la pecera puede sobrevivir a la destrucción de ésta, por muchos dientes que tenga.
—Señor Fust…
—Aunque estoy atado de pies y manos, puedo contártelo a ti. Eres lo suficientemente pequeña e insignificante como para que nadie lo note. El secreto estará a salvo contigo.
—¿Qué está diciendo? ¿Qué están haciendo los urtianos?
—Corre, pequeña. Y no mires atrás. —La empujó hacia el pasadizo—. Tal vez este dinero te sirva de algo, o tal vez no. En ese sobre hay muchos millones de fiduciarios, una fortuna como jamás has visto. Ya no importa. Cógelo y úsalo mientras siga conservando su valor. Empléalo para huir lo más lejos de este lugar que puedas.
La joven continuó protestando, pero Fust la obligó a penetrar en el túnel y puso en sus manos la tarjeta de activación de su carísimo EV privado. Confundida, Lanoi descendió en solitario a las profundidades.
Fust cerró el panel. Se sentía libre, satisfecho, ¡rebelde! Con unas ganas infinitas de acompañarla en aquel último viaje hacia ninguna parte. Pero era imposible. Él no podía desaparecer sin más. Sabía demasiado.
Su abuelo ya lo había intuido décadas atrás, nada más echarle un vistazo en la cuna: «Este insulso cabrón tendrá algún día el destino de nuestro linaje en las manos —se dijo— y no sabrá qué hacer con él».
Qué sabio era su abuelo.
Cuánto hubiera dado por matarlo entonces.
Jan
Despertó escuchando voces.
Al principio creyó que eran espíritus que venían a saludarlo, a escoltarlo en su periplo hacia aquello que lo aguardara tras la muerte, pero el lenguaje era demasiado coloquial. Durante la niñez había soñado muchas veces con criaturas de otro plano de la existencia, una suerte de guías para los guerreros muertos en combate, como los de las antiguas leyendas, dispuestos a iluminar senderos que no pueden ser entendidos por la razón, pero quizá sí por el alma. Sin embargo, jamás imaginó que esos guías pronunciarían frases como «el colapso hiperenergético del relé ha tenido que abrir un camino instantáneo hacia otro universo», o «sus niveles de radiación son naturales. Cuando vuelva en sí no sufrirá más que una resaca pasajera».
Movió la cabeza. Sus vértebras crujieron. Parecía que llevara años en un tanque de bioestasis, y alguien le hubiera zarandeado sin ninguna delicadeza para despertarlo.
La cháchara se dispersó en el aire. Varias docenas de ojos se clavaron en él a través de un cristal.
—¿Nos oye usted? —preguntó una de las voces. Pertenecía a una mujer madura con aspecto de científico, o de técnico cualificado en alguna rama de la astrofísica.
—Sí —contestó. Sentía la garganta reseca—. Los oigo.
—¿Cómo se encuentra?
El soldado se examinó a sí mismo, sentándose al borde del camastro. El dolor le aguijoneó las lumbares, pero se fue disipando poco a poco.
—Me duele mucho la cabeza. Y noto cierta deshidratación.
—Eso podemos arreglarlo.
Un servo robot apareció trayendo una bandeja con un zumo proteínico. Era de un modelo que el guerrero no había visto nunca.
Jan miró a su alrededor, confuso.
—¿Por qué estoy en un hospital?
—No es un hospital —le aclaró la mujer—, aunque esta área se utiliza para la investigación biológica. Le pedimos disculpas: tendremos que aislarlo hasta que verifiquemos que sus niveles de radiación son normales, y que no haya peligro de contagio.
—Me parece… agh —notó otro tirón muscular, esta vez en la pierna— que mi cuerpo no está en condiciones de contagiar a nadie.
—Lo sabemos. Lo que tememos es contaminarle nosotros a usted —precisó la científica—. Puede que en este ambiente haya bacterias a las que su organismo no se haya enfrentado nunca.
—¿Qué? —se extrañó—. ¿Cómo lo saben?
—Hemos leído el historial de sus linfocitos B. Su sistema inmunológico porta los identificadores de miles de agentes patológicos a los que ha vencido desde la infancia, pero ninguno corresponde con los tipos de bacterias habituales en este ambiente. Mientras dormía, le hemos inyectado una solución de nanomáquinas que actualizarán el registro de su sistema.
—Genial.
Jan contempló a aquellas personas a través del cristal. Enseguida advirtió las diferencias: el tono de piel, sutilmente más oscuro, los ojos más juntos, dedos con falanges alargadas. Aunque hablaban el mismo idioma, el acento se le antojaba irreconocible. Parecían pertenecer a otra raza de seres humanos, una que él jamás había visto.
Comenzó a preocuparse.
—Nos encontramos en el espacio —advirtió. Dejó colgar las piernas fláccidas por el borde de la camilla, sin ejercer la menor fuerza muscular, para ver hacia dónde caían—. En rotación. Noto la fuerza de marea.
Su interlocutora miró de reojo a otra mujer que permanecía callada a su lado, una joven de veintipocos años con uniforme de piloto.
—Es usted muy perspicaz —le confirmó la científica—. Se halla en una estación científica, en condición de invitado y paciente.
—¿En qué rejilla?
La mujer alzó las cejas.
—¿Disculpe?
—En qué rejilla. Coordenadas. Lo último que recuerdo fue aquel encontronazo con la Anomalía en torno a Fraal. ¿Ha concluido la batalla?
Los presentes se miraron. Tras cuchichear entre ellos, la joven con el uniforme de piloto se adelantó.
—Esto… hola. Soy la capitana Lina Kolbrand. Me parece que no le hemos entendido bien, señor. ¿Se refiere al suceso del aro de luz y al ente que lo arrastraba?
Jan recordó el aspecto de la Anomalía. El calor. El dolor. La fricción. El movimiento y el estallido final de luz. Todo parecía haber ocurrido hacía cientos de años.
—Eso es. No sé de qué aro de luz están hablando, pero seguro que vieron aquella cosa. ¿Recuerdan qué forma tenía?
—Parecía compuesta de mercurio. Y era muy grande.
—¡Exacto! ¿Qué ocurrió? ¿Consiguió destruirla la flota? ¿La sometieron al protocolo defensivo Kingdrom?
—Señor Delvian… —intervino la científica. El sutil arqueamiento de una de sus cejas indicaba que no estaba comprendiendo ni una palabra de lo que él decía.
La preocupación comenzó a dejar espacio libre a otra emoción más genuina, de una aleación más pura, en el pecho de Jan.
El miedo.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Lo lleva escrito en el traje, ¿recuerda? Verá, puede que su mente haya sufrido una desorientación pasajera. Aquí no ha tenido lugar ninguna batalla, ni hemos avistado ninguna flota —le aclaró—. Tampoco sé a qué rejilla se refiere, a menos que pregunte por la Rejilla Pancultural, pero eso queda muy lejos de este sector, justo en el centro de la Variedad.
—¿Variedad? ¿Qué es eso?
Lina colocó los brazos en jarras.
—Está claro que sufre amnesia.
—Puede ser —murmuró Valeris, llevándose la mano al mentón—. O tal vez aquí esté ocurriendo algo mucho más complejo. Mucho, mucho más difícil de comprender. —Se dirigió al soldado—: Por ahora descanse, señor Delvian, mientras su organismo se adapta y los nanocirujanos hacen su trabajo. Luego se reunirá con nosotras en la cafetería y le dejaremos tomar algo caliente, ¿conforme?
Se marcharon, dejando al paciente a cargo del equipo médico. Durante los siguientes minutos, la doctora permaneció tan absorta en sus pensamientos, tan perdida dentro de sí misma, que parecía sumida en un extraño coma.
* * *
Valeris y su equipo de consejeros, además de Lina y Heith, esperaban sentados en torno a la mesa de la cafetería. Los minutos se arrastraban como lentos gusanos en el reloj de la pared. Algo debía pasar con el procesador atmosférico de la estación porque el aire tenía un sabor dulzón, que a la larga embriagaba tanto como un vino de alta graduación.
Ajena a todo, la doctora Valeris hojeaba una y otra vez los informes generados por el equipo de sensores sobre lo que su huésped llamaba «la Anomalía».
—Delvian mencionó una rejilla, pero no ha oído hablar de la Conexión Hyteriax ni del Enclave Pancultural. Si no sufre amnesia, ¿dónde ha estado metido los últimos quinientos años? —se preguntó Lina, cruzando los pies sobre una silla—. Rejilla… No conozco ningún tipo de demarcación estelar que concuerde con ese nombre.
—Tal vez no sea una variable humana —apuntó Heith—. Otras especies de la Variedad poseen sus propios métodos de cartografía.
—Podría ser, pero yo jamás he oído hablar de un planeta llamado Fraal, dotado con una flota defensiva. Y te aseguro que conozco como la palma de mi mano las rutas de salto.
Un analista ayudante de Valeris se sentó junto a ellos, extrayendo unas tostadas del dispensador. Apuntó la posibilidad de una enfermedad mental que hubiese trastornado la percepción del mundo del paciente, a lo que Lina respondió:
—Espera, espera un minuto. Estamos pasando por alto un detalle importante.
—¿Cuál?
—El traje que llevaba puesto cuando lo encontramos. Parecía una armadura de combate, fabricada partiendo de una tecnología absolutamente desconocida para nosotros.
—¿La estáis analizando? —preguntó Heith.
—A fondo —dijo el analista—, pero avanzamos muy despacio. En ciertos aspectos es sorprendente lo mucho que se parece a la Anomalía.
Valeris levantó por primera vez la vista de sus papeles.
—¿Qué quieres decir?
—Que parece extenderse en varias dimensiones. Y no sólo el traje. Aunque sobre sus propiedades de reflexión de la luz podríamos escribir varios libros enteros… El traje parece conectado a algo que le suministra energía desde otra dimensión.
—¿Dimensión de qué tipo? ¿Física?
—Eh… hay que verificarlo, pero en principio se acerca más a la temporal —aventuró el analista—. Es un fenómeno asombroso: la armadura parece fluir a una escala cronomántica diferente a la de su portador. Nunca habíamos visto nada igual. La gente del laboratorio está afanada en preparar los informes sobre todo esto.
—¿De dónde ha salido semejante tecnología? —preguntó Heith, pasmado.
Lina cabeceó.
—A mí lo que me preocupa es que ese hombre pareció surgir del interior del monstruo. Yo lo vi, reflejado en la superficie de mercurio, un segundo antes de que se destruyera.
Valeris se inclinó sobre el respaldo de la silla, muy interesada.
—¿Lo viste?
—Era como si… —recordó Lina— lo estuviese contemplando a través de una ventana, de ésas con cristales esmerilados. Él se asomaba desde el otro lado; alargó su brazo, tocó el corazón de aquella cosa justo cuando el contenedor le cayó encima, y todo reventó en pedazos.
—Interesante —caviló la doctora, dejando los informes sobre la mesa. Su taza de café despedía una columna retorcida de vapor, que se anudaba sobre sí misma formando cordones blancos—. Si cada una de mis neuronas no me estuviese diciendo a gritos que es una locura, diría que sé de dónde proviene nuestro amigo.
—¿Y de dónde provengo? —intervino una voz masculina. Todos los presentes se levantaron para recibir a Jan, que entraba en la cafetería escoltado por dos guardas de seguridad.
Ya no vestía la armadura. El departamento de intendencia le había proporcionado un uniforme consistente en dos piezas de algodón sintético de color crema, que se ajustaba bien a su ancha espalda y a sus vigorosas piernas. El hombre era alto y fornido, pero de finos dedos. Por su forma de sujetar las cosas, Lina dedujo que había sido entrenado para manejar equipos de precisión.
—Se lo pregunto porque a mí también me gustaría saberlo —dijo Jan—. Tal vez así descubra dónde estoy.
—Bienvenido, señor Delvian —dijo Valeris, estrechándole la mano—. Siéntese con nosotros.
—Llámeme Jan, por favor.
—Como quiera. ¿Unas pastas?
—No, gracias, tengo el estómago revuelto. Es la quinta vez que voy al excusado desde hace un par de horas. Supongo que será un efecto colateral de los nanos.
—Sí. Aunque se degradan en proteínas inofensivas, tienden a provocar leves trastornos intestinales. Volviendo al tema que nos ocupa —la doctora se reclinó en la silla—, sería para nosotros de gran ayuda que nos aportara más datos sobre su lugar de origen. Por lo que sabemos, no procede de los mundos centrales, aunque su idioma es el mismo que el nuestro. ¿Cómo lo explica?
—No lo sé. Mi familia proviene de un planeta llamado Delos. —Tomó asiento y saboreó la infusión.
Lina hizo un mohín.
—No me suena, lo siento.
Jan pareció más sorprendido que antes, si es que tal cosa era posible.
—¿No? Pues en su tiempo fue la capital del Imperio, antes de ser sacrificado en la batalla de la Postconvolución. Por fuerza han tenido que leerlo en los libros de Historia. El actual Delos, un mundo terraformado en la Corona del León, recibió su nombre en homenaje al antiguo.
—¿Imperio? —sonrió Lina—. Lo único que nos faltaba era ponernos a hablar de oligarquías. ¿A qué Imperio se refiere?
Jan dejó lentamente su taza sobre la mesa.
—Está bien, ya basta de bromas. No sé por qué se empeñan en tomarme el pelo, pero va siendo hora de que me dejen hablar con mi gente. Estarán muy inquietos preguntándose dónde estoy.
Valeris se levantó, dirigiéndose al ventanal de observación. Al alzarse la plancha de metal que lo cegaba, un vasto tapiz de estrellas apareció llenando el cielo. Cuatro nodos de luz orbitaban en formación sobre el planeta cercano, dispuestos según los vértices de un rombo. Eran los delimitadores del escalpelo Lindstrom, que Lina había destruido, en estado latente. Su empuje los mantenía en lenta revolución, cruzándose como el soporte de un grandioso giroscopio.
—Como desee. Pero ya que entre nosotros no funciona bien la comunicación, será mejor que primero nos diga de dónde proviene —sugirió la doctora—. Entonces podremos ponerle en contacto con su gente.
Jan se aproximó al ventanal, risueño. A medida que iba escrutando las estrellas, no obstante, la sonrisa de suficiencia se desvaneció lentamente de su boca.
Lina se acercó a él.
—¿Algo va mal, señor Delvian?
El soldado tragó saliva.
—Sí —confesó—. Soy incapaz de reconocer ninguna de esas constelaciones.
Jules
El pozo era una angosta chimenea entre marañas de raíces petrificadas. Jules pensó que Zhinz, que hacía las veces de guía por aquel laberinto, acabaría extraviándose entre las fisuras, pero siempre era capaz de volver sobre sus pasos tras encontrar un obstáculo, incluso cuando carecía de puntos de orientación. Jules se preguntó cómo diablos lo hacía.
Los humanos que lo seguían avanzaban a gatas por el interior de un tronco hueco. Jules estaba acostumbrado a moverse por lugares angostos, deslizándose como una serpiente incluso cuando no parecía haber espacio por donde seguir avanzando. Pero los dos hombres con trajes de ciudad no lo tenían tan fácil: el que se había identificado como Mel estaba desorientado, sin ganas de seguir adelante. A veces hablaba solo, como lanzándose imprecaciones a sí mismo o a algo que se escondía detrás de su frente. El otro, un psiquiatra llamado Charlemagne (¿qué demonios hacía allí un maldito loquero, en medio de la selva?) era más lúcido, pero transpiraba mal humor. Y había algo en él, un rasgo indefinible, que a Jules no le gustaba nada, aunque todavía no sabía qué era… Pura intuición que lo mantenía alerta.
¿Y Zhinz? El tímido marsupial no opinaba. Se limitaba a guiarlos en busca de una salida de aquel dédalo natural cuya existencia estaba aún por demostrar.
Jules sabía muy bien cuánto le debía, tanto él como los otros. Otro favor más a añadir a la lista que algún día tendría que pagar al delgado marsupial. De no haber sido por él habrían perecido en aquella laguna, junto con los carroñeros. Tras la muerte de la primera mantis, llegaron otras dos. El campamento se convirtió en un infierno, hasta el punto de que los carroñeros supervivientes dejaron atrás las armas y desaparecieron reptando por los túneles. Ahora Jules entendía por qué habían elegido aquel lugar para edificar su puesto avanzado: la selva crecía estratificadamente sobre un esqueleto de conductos, fósiles de árboles cuya savia había circulado caliente por las raíces, para evaporarse, dejando espacios transitables de kilómetros de longitud, a modo de tobas volcánicas.
Zhinz había logrado sacar a los dos humanos del EV, antes de que fuese troceado por las zarpas de las mantis, y los había conducido al refugio. Ningún carroñero los había seguido, por lo cual Jules daba gracias. Cualquiera de ellos sería capaz de degollarlos como castigo por haber desatado la debacle.
Depósitos calcáreos multicolores subrayaban el contorno del túnel. El encontronazo de antiguas fuerzas vegetales había dejado marcas en forma de arabescos, inmensas verrugas compuestas por nudos erizados de pinchos y amasijos de dientes minerales. Aquél era un ecosistema distinto al de la superficie, en el que de vez en cuando se filtraba algún sinuoso rayo de sol que hacía que las arrugadas láminas de niebla se transmutasen en hojas de bronce bruñido. Sobre sus cabezas, a bastantes metros, la selva hacía de parapeto contra los depredadores de gran tamaño; manglares de troncos retorcidos y cubiertos de excrecencias sudaban veneno y reclamos olfativos cuya hermosura era capaz de atraer cualquier cosa para consumirla. La química implacable del reino vegetal imponía sus reglas.
Zhinz agitó la cola, indicándoles que descansaran, y se adelantó a explorar. Los humanos lo agradecieron, aunque les costó cierto esfuerzo hallar algún sitio cómodo y blando donde plantar las posaderas. Allá abajo apenas había luz, y la que lograba filtrarse poseía una cualidad desasosegante, entre lechosa y vagamente subterránea. Cuando el marsupial regresó traía dos animales pequeños en la mano. Eran del tamaño de unos topos pero cubiertos por una epidermis córnea, al estilo de los armadillos. Los mató retorciéndoles el cuello y, tras arrancarles las patas, comenzó a prepararlos.
Jules trató de hacerse una idea del paso del tiempo. En el mundo exterior ya sería de madrugada, y las paredes estaban absorbiendo lentamente la humedad del lago, enfriándose. Perdiendo el escaso calor que acumulaban durante el día. Dentro de poco la temperatura descendería muchos grados. Aunque, ahora que lo pensaba… si fuera era de noche, aquella débil fosforescencia que les permitía ver por dónde iban debía de tener otro origen. Química fotolítica, tal vez, o algo más… orgánico.
Charlemagne se alejó túnel adentro y fingió dormir. Jules aprovechó el momento para acercarse a Mel, que examinaba la comida cruda y de aspecto horrible, sin saber por dónde empezar a hincarle el diente.
—Permítame —dijo Jules, quitándosela de las manos. Examinó el caparazón y fue ensanchando las grietas de su cuerpo para acceder a la carne blanda que había debajo.
Mel le dio la gracias tímidamente y desgarró la carne. El sabor, mezcla de buharro y almizcle, resultó totalmente inesperado.
—¿Y bien? —preguntó Jules—. ¿Va a contarme su historia? ¿De dónde salieron ustedes, en ese EV de diseño? ¿Se han escapado de un manicomio y decidieron venir a hacer un picnic en los territorios de caza de las cartilenas? ¿Es ésa la última atracción para niños de papá sin nada que hacer en la ciudad?
—No hay mucho que contar —rezongó Mel, molesto por su tono condescendiente—. Buscábamos respuestas que estaban en esa nave.
—En mi nave, querrá decir —precisó el aventurero. Ya venía siendo hora de empezar a dejar claras algunas cosas. Establecer límites—. ¿Respuestas de qué tipo?
—De uno que en principio no planteaba demasiados problemas. Pensábamos que la nave estaría abandonada, y que sería llegar y tomar lo que quisiéramos, sin riesgos. Pero con esos monstruos rondando por allá arriba, no creo que podamos volver a acercarnos a ella.
Jules apoyó la espalda contra la pared del túnel. Estaba helada, así que volvió a separarse al instante de ella.
—¿Qué sabe sobre esa nave? ¿La conocía antes de que se estrellara en territorio urtiano?
—No —admitió Mel—. Pero la he visto en sueños.
Jules dio un respingo. De todas las respuestas que podía ofrecerle, aquélla era la más inesperada. Por primera vez temió que aquel tipo realmente se hubiese vuelto loco, más allá de las bromas que hasta ese momento había hecho a su costa, y no fuese más que un pobre desgraciado, un demente con una misión divina sin sentido a la que dedicar sus últimos días.
—Empiezo a comprender.
—¿El qué?
—El porqué del psiquiatra.
—¿Char? Oh, no —rió Mel—. Él no está aquí por mí. O bueno, sí, pero no directamente.
—Veo que a los de la ciudad les gustan los acertijos.
—Quiero decir que sus motivos tienen más que ver con Gill. Es un ente psicométrico que llevo implantado en el cerebro. En principio servía para curar el mal del espacio, una psicosis que ataca a los astronautas que pasan muchos años sin tocar puerto.
—¿Es astronauta?
—Lo era —asintió con la cabeza, sin demasiado entusiasmo—. Mi nave se estrelló y los militares la recuperaron. La última vez que la vi fue en un hangar, en Ciudad de Cruces. Le habían abierto las tripas como a un cadáver en una autopsia.
Jules había tratado con muchos mentirosos a lo largo de su vida, y sabía cuándo alguien falseaba la verdad u ocultaba parte de ella. Podía husmear la mezquindad en los argumentos de un hombre. Mel parecía estar practicando ese juego: su relato era sincero, pero faltaban detalles. Datos que había obviado a propósito para no darle pistas sobre sus verdaderas intenciones.
—¿Y ustedes? ¿De dónde han salido, de la selva o de la ciudad? —contraatacó Mel, desgarrando con los incisivos un pedazo de carne—. ¿Por qué estaban en esa laguna?
A Jules no le importaba responder; él sí que no tenía nada que ocultar, más allá del hecho de que le interesaba el pecio para venderlo por piezas. Le reveló parte de la historia, lo que juzgó necesario. Eso incluía el escape de los urtianos, el descenso río abajo y el encontronazo con los carroñeros. Lo único que se guardó de mencionar fue el objeto luminoso de la bodega, y lo que había ocurrido con él. ¿Sería eso lo que aquellos tipos estaban buscando? ¿Poseerían datos sobre esa cosa, y sobre qué papel jugaba en el funesto destino de la nave?
Jugaría esa carta más adelante, pero no ahora. Primero quería dejar que el otro hablase un poco más.
A Mel su relato de huidas y combates le sonó a fábula novelesca, a epopeya de buscadores de tesoros.
—Fascinante —dictaminó—. Así que son contrabandistas.
—Algo así. El pecio nos pertenece. Pienso desguazarlo hasta el último tornillo en cuanto alcancemos Puerto Kaidok.
El astronauta apartó la comida. Todo en él era anodino: su altura, su porte, sus maneras… pero su voz era la de un hombre obsesionado por algo, y con un gran secreto que ocultar. Eso lo diferenciaba de su colega, el psiquiatra que devoraba el animalillo que había conseguido Zhinz sin mediar palabra, que sólo parecía un hombre fuera de su entorno habitual y desesperado por volver a casa.
—Escuche, debo comentarle algo. —Mel se limpió la comisura del labio. Se cercioró de tener los dedos bien relamidos antes de continuar—. Si lo que quiere es deshacerse de la nave, evidentemente está en su derecho. Usted la encontró y es de su propiedad. Pero antes de venderla, o de desguazarla, necesito que me permita buscar algo. Por favor.
Jules se preparó. Por fin llegaba la parte interesante de la conversación.
—¿Buscar qué?
—Un… una… —Enmudeció. Para su sorpresa, fue Jules quien completó la frase. Ya era hora de sacar las manzanas del tiesto.
—¿Un objeto flotante y luminoso?
Mel estaba atónito.
—¿Lo ha visto?
—Zhinz y yo lo vimos en la bodega. Luego desapareció sin dejar rastro. No se ha vuelto a manifestar desde entonces.
Los párpados de Mel temblaban. Aquel dato sin duda contradecía algo que él daba por sentado, una parte fundamental de su visión que debía de haber permanecido inmutable, pasara lo que pasase. Eso pareció ponerlo más nervioso incluso que las cartilenas.
—¿Desapareció? —gritó, arrancando ecos—. Pero… no es posible. Ella me dijo que viniera a buscar la nave bajo la cascada. ¡Tendría que estar aquí, esperándome!
—¿Ella? —preguntó Jules—. ¿Quién es «ella»?
Mel se levantó, pero dio con la cabeza contra el techo y se volvió a sentar, dolorido.
—Tranquilo, amigo —rió Jules—. No se mate antes de tiempo. Si no me da más detalles, no podré ayudarle.
—Ella… el objeto luminoso que apareció en el apartamento de Agnes. Habló con su voz y suplicó que viniese a buscarla —resumió el astronauta—. ¡Tenía que estar en esa maldita nave!
—Alguien le cambió el nombre al carguero —comentó Jules distraídamente, mientras le robaba su pedazo del armadillo. Mel había dejado mucha carne aprovechable entre los espolones—. Me di cuenta porque se les olvidó modificar el chip del motor. Allí venía su número de serie original.
—¿Y qué nombre era?
—El…
Zhinz se aproximó de dos zancadas nerviosas.
—¡Alerta! —exclamó, haciendo gestos histéricos hacia el fondo del túnel.
—¡Zhinz! ¿Qué ocurre?
—¡Amigo-Jules, peligro! ¡Se acercan!
—¿Qué se acerca? —preguntó Charlemagne, asustado, regresando a gatas junto al resto del grupo—. ¿Mantis?
—No seas idiota —gruñó Jules—. ¿A qué distancia, Zhinz?
—Dos recodos. Veinte metros /UMTs hacia norte.
El humano gateó túnel adentro al encuentro de los intrusos, seguido del marsupial. Mel apretó los dientes y se dispuso a seguirlos, pero Charlemagne se interpuso.
—¿Adónde vas? Es nuestra oportunidad de dar esquinazo a esos chiflados y volver a la superficie.
—En la superficie sólo hay muerte, Char —dijo el astronauta—. Ellos nos han salvado la vida, y saben cómo buscar comida y agua.
—¡Son bárbaros! Despierta, Mel, aquí no nos protegen las leyes de Cruces. Las vidas de dos personas como nosotros no valen absolutamente nada en este lugar.
—Por eso debemos seguir unidos. Desde que hemos llegado a la selva, ellos son los únicos que no han tratado de cortarnos el cuello. Da igual que nos traten como a escoria o nos vendan como esclavos en Puerto Kaidok cuando lleguemos: sin ellos moriremos de hambre o envenenados al comer algo indebido, o se nos tragará alguno de los monstruos de allá arriba.
El psiquiatra siguió protestando, pero Mel lo ignoró y continuó gateando túnel adentro.
Encontró a Jules en un cruce lo suficientemente grande como para que varios humanos cupieran de pie. Se había topado con dos carroñeros, un hombre y una mujer, que habían llegado arrastrándose por conductos inundados y casi impracticables. El varón estaba en buen estado, pero la mujer había sufrido heridas en el combate.
Al ver a los recién llegados, el carroñero desenvainó un puñal. Era como mínimo tan corpulento como Jules, y vestía una camisa cuya tela había sido acuchillada estratégicamente para revelar y enfatizar sus músculos. Un collar de hirsuto pelo marrón asomaba por debajo de una especie de capucha de pico de cuervo.
—¡Vosotros fuisteis los causantes de esto! —rugió el hombre.
—No sabían dónde se estaban metiendo —los defendió Jules—. Su EV llamó la atención de las mantis por casualidad.
—Apártate —le ordenó el carroñero. Y no había espacio para réplicas o argumentos en su voz.
Jules comprendió que no habría forma de razonar con él: ya había identificado a Mel y al psiquiatra como los únicos responsables de la tragedia de su gente, y nada en el mundo evitaría que les cortase el cuello. Lo cual, hasta que Mel no soltase el resto de lo que sabía sobre la nave, no le convenía a Jules en absoluto.
En realidad, sólo había una salida lógica para aquel impasse.
Jules hizo una finta y se precipitó sobre el carroñero. Durante unos segundos, la confusión se impuso: una maraña de cuerpos apaleados, miembros que se agitaban y rostros contorsionados llenó el túnel. Zhinz, Mel y los demás retrocedieron por acto reflejo, dejándoles espacio. Jules esquivó una embestida y aprovechó la inercia del contrario para proyectarlo contra la pared. El techo estaba más bajo debido a la curvatura del túnel e impactó contra el rostro del carroñero, con lo que se le saltaron varios dientes. Éste emitió un rugido espantoso, se deshizo de la presa y hundió el puñal en el antebrazo de Jules.
Hubo más gritos. Ebrio de dolor, Jules pinzó las piernas de su adversario y lo hizo caer. Estrelló el puño contra la herida de su mentón, abriéndola. Agarró el pelo del carroñero, arqueándole el cuello hacia atrás, y golpeó repetidas veces su cabeza contra el suelo hasta que la frente se le llenó de sangre mezclada con fango y piedrecillas. A continuación retorció las vértebras hasta que alcanzaron su máximo ángulo de torsión.
Un crujido acompañó la ruptura de los huesos, y el cuerpo de su enemigo se relajó.
Jules aspiró parte del silencio que siguió a la pelea.
La mujer observó a su compañero caído sin derramar una lágrima. Zhinz apartó el puñal de su alcance, no fuera a cogerlo para proseguir la lucha, a pesar de sus heridas.
—Salgamos de este condenado laberinto —decidió Jules.
Charlemagne examinó la herida de su antebrazo.
—Es profunda. Si lográsemos acercarnos lo suficiente al EV, podría coger el botiquín.
—No hay tiempo. Tenemos que alcanzar la nave. Zhinz, ¿puedes encontrar un paso hasta la linde de la laguna?
—Yo intentarlo / tantearlo —prometió el marsupial—. Aunque esa región de las raíces estará inundada / anegada.
—No importa. Guíanos, y ya se nos ocurrirá algo.
Zhinz olfateó el aire y siguió el rastro de humedad. Un habitante de los túneles, una especie de rata con dos manos vestigiales delante de la panza, encontró en el marsupial un cierto parecido con sus predadores naturales y salió huyendo despavorido.
Mel ofreció su hombro. Jules se apoyó y juntos abandonaron aquella encrucijada de túneles, dejando a la mujer abandonada junto al silencioso cadáver de su compañero.
En un momento determinado, Mel le preguntó:
—Jules, ¿se llama así, no?
El aventurero asintió, en silencio.
—Antes me dijo que había descubierto el verdadero nombre de la nave.
—Sí. En el circuito de la planta de potencia principal.
—¿Cuál era?
Jules hizo memoria.
—Pues… Lazirian, o algo así. ¿Por qué?