Capítulo 6

Informe horario n.° 6557188 / P 114

Cripto:
5 (máxima seguridad)
Asunto:
(Rw: rw: rw)³ Detectada grave anomalía / extravagancia estelar en la frontera lejana con el Mar de Bolzai. ¿Qué está pasando ahí fuera?
Extensión:
2,037 Lymes; 1,831 segundos de anchura de canal (subvencionado por el Ministerio de Comunicación y Relaciones Panculturales de Ciudad de Cruces).
Adjunto:
Vídeo y audio indexado.
Remite:
Equipo de investigación científica avanzada en Theta Coriolis.
Persona a contactar:
Pfra. Adyanti, Valeris, doctora en astrofísica.
Texto:

[Senda idiomatica: cumular uno à transneuronal Kimmush à alineal seis à graamic interlac]

Nuestro equipo corrobora oficialmente el hallazgo de los otros observatorios. Aunque parezca inverosímil, algo extraordinario está sucediendo en el confín del universo. Más bien, y por usar una variante más precisa del lenguaje, le está pasando al confín del universo.

No queremos alarmar a las autoridades con este comunicado, aunque recomendamos máxima discreción en lo tocante a la población civil, ya que un suceso de tamaña importancia y amplitud podría desencadenar una catástrofe si cundiera la idea de que el universo, sin motivo aparente, se está desplomando sobre sí mismo a una velocidad difícil de comprender.

Aunque la mayoría de los detalles se encuentran en el informe interactivo adjunto, en esta entradilla me limitaré a exponer lo básico: la luz de lentes gravitatorias distantes está llegando hasta nosotros deformada, como si las inmensas estructuras cósmicas que provocan estos espejismos estuviesen experimentando una transformación. O, para ser más exactos, una recolocación: los espectros de cuásares lejanos se distancian del rojo, como si su velocidad disminuyera drásticamente. Estos fenómenos no se pueden interrumpir. Debido a la distancia de la que nos llega su imagen, ya ocurrieron hace miles de millones de años, sólo que ahora alcanzan por fin nuestros aparatos.

Recomendamos máxima discreción. Les mantendremos puntualmente informados en tanto vayamos descubriendo cosas, pero algo es seguro a estas alturas: dada la cantidad de ojos que surcan los senderos de la Variedad, este asunto no tardará en ser descubierto por la población civil. Para entonces deberá estar listo un plan de emergencia, con el objeto de evitar que el horror masivo e irracional y la incertidumbre causen estragos en nuestras respectivas civilizaciones.

No sabemos qué está pasando ahí fuera, pero, sea como sea, llegará hasta nosotros en un plazo de tiempo muy breve.

Norte

Zula estaba esperándolo en su tienda.

Lo había visto salir de la casa de Rek y mirar al Cubo en la noche. Ella era un año más vieja desde la primera vez que viera al anciano, y más sabia en la misma proporción. Eso le permitió identificar la mirada de desafío que Norte arrojó al monstruo, prometiéndole que al día siguiente sería el momento.

El momento crucial.

Norte trepó por las maltrechas escaleras de adobe hasta llegar a la puerta de Zula. La joven se cubría con una manta para el frío, cosida en colores tan planos como el resto de los atuendos de aquella gente. Norte se había preguntado por aquella costumbre, la de no decorar la ropa, hasta que un día lo comprendió: cuando la piel está pintada con un laberinto de formas y circunvalaciones de metáforas, toda decoración resulta redundante.

Zula le permitió pasar a su casa y tendió bajo sus pies su propia alfombra hecha a mano. No cosía tan bien como la vieja Rek, se notaba en las puntadas de los bordes, pero para Norte el gesto era aún más tierno e importante que el de la tatuadora.

—¿Será mañana, entonces? —preguntó ella, sentándose en una elevación cúbica del suelo, un saliente con la textura de la madera anudada. Se arrebujó aún más en la manta, porque el frío de la madrugada se había colado en la habitación al abrir la puerta.

Norte se acuclilló en el centro del cuarto. Se preguntaba por qué Zula aún no había elegido a ningún compañero en todos aquellos meses. A aquella casa le faltaba la parte masculina de la decoración y de los enseres (había útiles cotidianos que sólo podían ser usados específicamente por un sexo u otro), y estaba como vacía. La relación entre ambos se había hecho más estrecha, cierto, hasta alcanzar una dimensión que iba más allá de la amistad, pero Norte no dejaba de ser un galandha, un extranjero, alguien que, por definición, no podía quedarse para siempre. Se lo había recalcado en varias ocasiones, pero Zula hacía todo lo posible por elevar defensas a su alrededor, que sólo bajaba para dejar pasar a Norte.

Se preguntó si Zula había confundido la presencia allí de un galandha tan sabio como él con otro mito viviente, igual que su gente hacía con el Cubo.

—Será mañana —corroboró él—. Procuraré no correr riesgos, no te preocupes. Sencillito.

Un velo de preocupación aleteó en el rostro de la joven. No, no preocupación: tristeza. Como si llevase tiempo esperando aquella respuesta, pero no hubiese sabido cómo prepararse para ella.

Zula sabía que cuando el anciano utilizaba diminutivos —«sencillito»—, el trabajo al que aludía no tenía nada de insignificante. Parecía demasiado seguro de sí mismo, como un adolescente tras haber llevado a cabo una travesura con éxito. Es más, solía exhibir tres tics cuando le preocupaba algo: le temblaban los pelos de la nariz, el sudor se acumulaba en sus poros, y soltaba un ocasional suspiro, casi inaudible y sin darse cuenta, al desperezarse. Esa noche, desde que había entrado en casa de la muchacha, Zula le había visto dos de ellos.

En mitad del coito que siguió a esa frase, Zula sintió que le clavaba las manos en la espalda, dejando profundas marcas, como si tratase de aferrarse a algo. Lo hizo sin cuidado, sin esa delicadeza innata en él que, no sabía por qué, de un tiempo a esta parte se había esfumado.

Normalmente los sorprendía la estrella Nubla cuando hacían el amor. Era un astro especialmente brillante que sólo remontaba el horizonte a altas horas de la noche, como un centinela que saliese a vigilar que el resto de sus hermanas estuviesen en paz y en silencio. Norte se sintió un poco fuera de sí aquella noche. Era como si aquel cuerpo que penetraba violentamente en el amoroso regazo de la joven, haciéndolo suyo, hiriéndolo en lo más profundo, no fuera el que lo había acompañado desde la infancia. Entre tinieblas, vio a Zula sentada sobre él, sacudiendo su talle y gimiendo de un modo algo fingido, elevando la voz como a él le gustaba, aún a sabiendas de la cercanía de los vecinos. En todo momento mantuvo los ojos abiertos, y mientras su garganta emitía sonidos exagerados, aquellas pupilas, oscuras como el terciopelo, lo escrutaban, analizándolo, adivinando de alguna misteriosa y femenina manera que aquel hombre al que montaba emanaba esa noche un aire sutilmente distinto.

Que ya le pertenecía más a la Xfinge que a ella.

Cuando acabaron de hacer el amor, Zula reposó sobre el pecho de Norte, cubierta de sudor y con el pelo convertido en eslabones de cadenas. De improviso, y sin mirarlo directamente a la cara, preguntó:

—¿Por qué tú?

El anciano cerró con la punta del pie la contraventana, para que las vaharadas de viento frío de la noche no se les clavasen. Miró a su compañera con desconcierto.

—¿Por qué yo… qué? —preguntó. Desde su posición no podía verle la cara, sólo un nido de bucles negros del cual, en cualquier momento, podía despegar un pájaro.

—¿Por qué has de ser tú quien se enfrente a esa cosa? Estás haciendo ahora, a plena luz, algo que prometiste que sólo harías en sueños.

—Soy el Mystes. Ése es mi principio rector.

Zula se apartó los mechones de la frente.

—Nunca me habías mencionado esa palabra.

—Un Mystes es… digámoslo así, un experto en meterse en problemas filosóficos. Mi destino es encontrar las Xfinges y matarlas. He nacido para eso.

—¿Y no puedes renunciar, dejar que otro se encargue?

Una media sonrisa estiró los labios de Norte.

—Si supieras todo lo que he visto durante mis largos años de viajes… Cosas que tú, simplemente, serías incapaz de concebir. —Norte pronunció esa frase en un tono que no denotaba la más mínima condescendencia o menosprecio hacia Zula, por ser hija de una ortodoxia cerrada en sí misma, sin balcones al inmenso y complejo mundo exterior; sencillamente, estaba constatando un hecho—. No podría vivir sin esas perlas de conocimiento. Como te he dicho… he nacido para ello.

La joven meditó su respuesta durante unos minutos. Desde debajo de su melena surgió un «chik» «chik» que Norte conocía bien: era ella mordiéndose las uñas, un sonido muy ligado a sus momentos de introspección.

—Cuéntame una de tus historias —le pidió, abrazándolo con fuerza—. Una sobre lugares donde yo nunca he estado. De criaturas que nunca he visto.

Norte le pasó una mano por los hombros y apoyó los dedos en sus pechos.

—Bueno… no sabría por dónde empezar. Podría hablarte de los fotóvoros, unos seres que comen luz y que viven cerca de agujeros negros o gigantes azules. O podría contarte la gesta de las IAs de la Genoplia, que un bardo me contó una vez en una taberna de Ionosis.

—¿Genoplia?

—Es una especie de sociedad de IAs que habitaba… o habitará, no lo tengo muy claro, en una porción muy lejana de este universo. Ellas creían, o creerán, en un dios llamado Principio Iatrópico, que viene a decir que las inteligencias artificiales son la máxima expresión de lo creado. Pero se encontraron, o se encontrarán, con unos seres de una dimensión paralela llamada «energía oscura», con otro principio similar y opuesto al de ellas.

—¿Y qué pasó, o pasará?

Norte soltó una risita.

—Lo de siempre. Cada vez que dos credos que tratan de ser absolutos chocan, sus correligionarios se enfadan y acaban peleándose. Hubo una guerra. O la habrá.

—Siempre hay guerras por todo —masculló la joven—. No me gusta.

—Si te soy sincero —la besó en la frente—, a mí tampoco.

El anciano siguió contándole historias un rato más, hasta que el silencio se impuso por sí solo. Mientras Zula dormía, Norte pasó esas horas de desvelo pensando en la pregunta. No la pregunta, sino La Pregunta. La que le formularía el monstruo. ¿Sería capaz de contestar? Con todos sus conocimientos y su profunda sabiduría, ¿sería capaz de amansar a la bestia?

En el exterior, la Nubla, testigo involuntario de su amor, ya se esfumaba tras el resplandor del alba. Y Norte creyó haber descubierto quién había sido el primer tatuador de los Axha, aquel de cuyo nombre ni siquiera Rek se acordaba.

Pronto llegaría el momento de enfrentarse a él.

Lina

La Eurídice empleó sólo hora y media de cielo en regresar al espacio normal. La capitana, aún sin aliento, obligó a su corazón a recuperar una cadencia pausada. Los hologramas del Halo reposaban sosegados como telas de colores cálidos sobre sus manos.

—No puedo creer que estemos vivos —comentó Heith, hundido en el diván de aceleración. No se lo estaba recalcando a ella. Simplemente, lo decía por decir. Por asimilarlo mejor.

Sin mediar palabra, Lina salió del pozo de hologramas y se impulsó hacia la salida del puente. Cuando llegó al pasillo, sus pies encontraron gravedad.

—¿Adónde vas, cariño? —se extrañó Heith.

Lina descendió a la bodega. Por el camino sacó de unos armarios unos instrumentos de medición, rudimentarios comparados con los que empleaban los inspectores de aduanas, pero efectivos para lo que ella pretendía hacer. Su novio la siguió; al cruzar las distintas cubiertas, se dio cuenta de que la Eurídice no era una nave pulcra y limpia hasta el extremo de la obsesión. Es más, distaba mucho de ser un entorno aséptico y ordenado. Por doquier, su vista se posaba en envoltorios de chicles, envases vacíos de bebidas, cordones de botas, un prendedor para el pelo con algún diente roto y cosas así. Ahora que se fijaba, Heith vio restos de algunos regalos que él mismo le había hecho en ocasiones especiales, como aniversarios y cumpleaños (bisutería comprada en los zocos de la Clepsidra y chucherías de enamorados), reconvertidos en parte integrante de la estructura, o en parches para tapar zonas quemadas.

Saltaba a la vista que la Eurídice necesitaba urgentemente una puesta a punto en un astillero. Y un tapizado nuevo. Las consecuencias de los combates contra los Ur, y quién sabía cuántas más facciones peligrosas, habían dejado su huella allá donde uno mirase. De ahí que Lina estuviese tan obsesionada por sacar dinero de donde fuese, en cantidades más grandes e inmediatas que las que podía dejar el honrado comercio interestelar. Eso no quitaba, desde luego, que ella, en su fuero interno, actuara como una desordenada crónica, y en un espacio sobre el que tenía potestad absoluta —su nave—, dejase la ropa interior y los calcetines flotando en los lugares más insospechados.

—El inspector dijo que la energía que requisé amablemente a los urtianos manifestaba una especie de libre albedrío —musitó la capitana—. Que respondía de alguna manera inteligente a su sensor. Me pregunto qué demonios les habré robado en realidad a esos malnacidos… —se estremeció.

—Un cargamento de enlaces por nucleón, ¿no? Era lo que llevaban en las bodegas.

—Eso pensaba hasta que llegué a la Clepsidra, sí. —Lina cargó el bastón-escáner como quien amartilla una escopeta—. Tenemos que consultar con algún experto, alguien capacitado para investigar qué rayos es esto y cómo ha podido afectar a mi nave. Algún científico.

—No creo que resulte seguro regresar a la estación —apuntó Heith, tratando de seguirle el paso a su novia. No estaba tan entrenado en las maniobras cero G como ella, y la Eurídice sólo mantenía la gravedad artificial en los planos paralelos a su ecuador, no en los anillos de cruce entre cubiertas o en los pozos de mecánica—. Los urtianos aún deben estar vigilando la zona.

Llegaron a la bodega. La capitana no abrió la compuerta, sino que enarboló ante ella el bastón y recogió unas lecturas insólitas.

La expresión de su cara no auguraba nada bueno.

—¿Qué ocurre? —preguntó Heith—. ¿Algo va mal?

Lina se sentó en el suelo del pasillo y miró al techo.

—Todo va mal —respondió—. Todo. Esa cosa se ha salido del contenedor en el que la metí y ha invadido el volumen entero de la bodega. Prefiero no abrir esta puerta —la palpó con suavidad; estaba fría—, no vaya a ser que se extienda por el resto de la nave.

Heith miró con resquemor la compuerta, como si un depredador alienígena, un secreto militar sólo conocido por los urtianos, pudiese estar aguardando a sus presas al otro lado.

—¿Entonces?

Lina se puso en pie y le entregó el bastón.

—Un científico. Eso es lo que más nos convendría ahora. Y uno de los buenos.

Regresaron al puente. Lina pidió al Halo que le facilitase un listado de los puertos estelares disponibles en un radio de cien años luz. La lista incluía varias Clepsidras —la mayoría administradas por aerobios, lo cual era una buena noticia—; una estación de tránsito perteneciente a una corporación comercial; dos puentes concatenados de Ching (cadenas de capacitadores de salto para astronaves lentas o sin capacidad de impulso R, que oficiaban de toboganes hacia otros destinos); nueve mosaicos culturales creados por mercaderes que se unían para vender sus productos; una catedral melódica Zaghos (músicos autómatas que vagaban por la galaxia en busca de nuevas vibraciones para las cuerdas de sus instrumentos), y un puesto militar elandi.

Lina sacudió la cabeza. Nada de aquello servía. Cualquier puerto comercial estaría vigilado por los urtianos, a la espera de que ellos mismos cayeran en sus redes. La Eurídice tenía los depósitos llenos, así que podrían resistir hasta un año en el espacio sin tocar puerto, pero seguía sin armamento pesado. Otra opción era volar haciendo parábolas R sin ir a ninguna parte, para que la deuda temporal externa se incrementase. Así pasarían meses o incluso años, mientras que para ellos sólo sería una inquieta espera de pocas semanas en la que el único enemigo a vencer sería el aburrimiento. Puede que entonces se cansaran de buscarlos.

Pero no podía hacer eso. Tenía que saber qué había robado por accidente a los urtianos. Qué descomunal secreto ardía en su bodega, lo suficientemente valioso como para que todo un crucero de batalla se hubiese atrevido a violar el tratado.

Mucha gente inocente había muerto en la Clepsidra por su culpa, y ella no iba a dejar correr aquel maldito asunto sin hacérselo pagar a los urtianos. O, al menos (si lo anterior era imposible), sin sacar tajada.

—Espera, espera, espera… —murmuró—. Podríamos acercarnos a ese puerto de segunda categoría —opinó, ampliando un cuadrante donde llamaba la atención un astillero solitario, a muchos años luz de ninguna parte—. Y alquilar los servicios de un tasador. Hay gente muy buena en los mercados del Borde, acostumbrada a lidiar con todo tipo de mercancías.

—¿Qué tal este otro? —apuntó Heith, señalando un cuadrante anexo. La información contenida en la biblioteca situaba un monasterio Tetsoiden en un anillo de asteroides. Sus sacerdotisas tenían fama de excelentes videntes en asuntos relacionados con la ciencia.

Lina arrugó el entrecejo. No le gustaba tratar con hidrobios. La diferente velocidad de su metabolismo los hacía interlocutores difíciles.

—Si no hay más remedio… ¡aguarda un segundo!

—¿Qué has visto?

—Aquí, a sólo diez años luz. Un puesto científico sobre una luna de Theta Coriolis.

Tras ponderarlo, a Heith le pareció una buena opción: científicos razonablemente aislados de las rutas comerciales, inmersos en quién sabía qué proyecto que sólo entendían ellos. Seguro que hacía mucho tiempo que nadie les hacía una visita.

—Servirá.

—Tal vez puedan decirnos qué está ocurriendo en mi bodega —se entusiasmó Lina, tan inclinada sobre el Halo que parecía a punto de zambullirse de cabeza en él—. Hemos tenido suerte, no creo que los urtianos se atrevan a acercarse tanto a…

Se tapó el rostro con las manos. Alarmado, Heith tiró de su pantalón hasta sacarla del Halo.

—¡Lina! ¿Qué te ocurre?

Ella inspiró profundamente. Luego se relajó.

—Nada. Es el bajón de toda la adrenalina, la tensión acumulada —sonrió—. Además, está a punto de venirme la regla. Supongo que tantas emociones me la han adelantado.

—¿Necesitas que te ayude?

Ella hizo una mueca, divertida.

—Aprendí a usar los productos de higiene femenina durante la adolescencia, gracias.

El abogado se sonrojó.

—Eh… no quería decir eso. Yo…

—Te has puesto colorado.

—No es verdad.

—Sí lo es —rió ella—. Anda, ven aquí y bésame.

Lo arrastró al interior del Halo. Las cascadas de datos rozaron sus caras como paños de muselina, ocultando sus movimientos en baja gravedad.

Hicieron el amor durante las dos horas de cielo hasta Theta Coriolis. La Eurídice aceleraba acompañada por un ronroneo de motor, una brisa cálida deslizándose por un bosque de juncos. La familiar calina crepuscular de la fase alfa empezó a brotar del bloque de motor, contrapunteando los gemidos de Lina y adormeciéndola en los brazos de Heith… aunque la capitana no dejó de pensar en ningún momento (ni siquiera durante el doble orgasmo que tuvo apoyada en la consola de instrumentos) en que tal vez llevara polizones a bordo.

Por precaución, y con un último movimiento antes de caer exhausta y sudorosa sobre las cortinas de hologramas, aseguró las compuertas de la bodega.

Verk

Era la segunda vez en su vida que Samuel Verk rebasaba las puertas del Paraninfo de la Armonía Fractal. Como la ocasión anterior, el sentimiento fue de congoja.

Los urtianos habían construido en las colonias nueve palacios proyectados para que funcionasen como una pirámide de necesidades. Las murallas externas sólo cumplían una función básica, la de soportar los pesos. Las interiores iban adquiriendo poco a poco otras más refinadas: suministro energético, apoyo vital para los no hidrobios, defensa interior y exterior, espacios de intendencia, salas de protocolo y de reuniones. Todas ellas eran de una inopinada belleza.

El sínodo nuclear, una torre de noventa pisos, culminaba en una terraza con capacidad para albergar a veinte mil visitantes. En los salones de cristal repartidos por esta inmensa construcción, artísticas estilizaciones compensaban los excesos de masas. Por todas partes florecían sorpresas sutiles: riesgos arquitectónicos que pasmaban las mentes, cuadros de formulaciones matemáticas abstractas…

Verk paseó entre ellos sin prestarles la menor atención.

Los acontecimientos se precipitaban. Hacía cien segundos, mientras ascendía por las escaleras de los últimos pisos, Samuel había tropezado con otros observadores culturales de razas afines a la causa. Por boca de esos observadores se había enterado de las incursiones de la flota urtiana en territorio Zeska y Stramli. Desde el término de aquella charla, varios mundos ictio sapiens habrían sido conquistados o destruidos, sin que hubiesen representado más que un breve alto en el camino, dejando las banderas de sus sistemas estelares en manos del vencedor.

Era una desgracia necesaria. Él lo daba por hecho. Los urtianos eran plenamente conscientes de que se arriesgaban a una guerra abierta contra el resto de los sofontes, pero no les importaba. Su arrogancia iba pareja al poder de su tecnología y de su pulsión por la independencia. De hecho, un viejo adagio de la Variedad afirmaba que las Quince Especies catalogaban las estrellas por si los urtianos tenían el capricho de añadir o quitar alguna. Los estrategas Ur tenían los ojos puestos en un único lugar, sobre el cual Verk jamás había oído hablar a nadie. Ningún ministro en los círculos de manufactura de datos lo nombraba. No sabían nada, no escribían sobre él ni daban ninguna orden específica, pero Verk compartía con ellos aquel secreto: sabía que el lugar existía, que se encontraba más allá de la frontera con el Bolzai, y que la civilización entera de sus amos estaba dirigiendo sus esfuerzos combinados hacia él.

Era un misterio, el mayor acertijo que Samuel había entrevisto de una civilización fundamentada en enigmas, en planes que englobaban misterios encerrados en laberintos y ocultos tras altas murallas. Puede que aquella inesperada reunión en el sínodo con representantes de otras especies fuese un primer paso para calmar los ánimos. Todos habían visto lo que sucedía en el confín del universo. Todos querían respuestas. Los urtianos aún estaban reuniendo sus tropas y debían conservar a sus aliados.

Samuel llegó jadeando al último piso, la gran terraza de los Tiempos. El Paraninfo de la Armonía Fractal estaba atestado de embajadores. Pese a lo nutrido de la concurrencia y la rotundidad de algunas paredes, no resultaba un lugar agobiante. Las filigranas de cristal lo volvían menos agresivo a la vista.

Algunos de los invitados lo sorprendieron: uno de ellos, el más inesperado a sus ojos, ocupaba la tribuna central.

Era un humano.

Un traje monoclima lo protegía de los rigores de la atmósfera de hidrógeno. Aparentaba unos cuarenta años (modificaciones genéticas aparte) y se veía alto, delgado y sus ojos tenían un color indescifrable. Su rostro era famoso. Verk recordaba haberlo visto en diversas ocasiones en simposios sobre guerra corporativa de alto nivel.

El epígrafe informativo lo informó de su nombre: Joviann Fust, presidente de AREAN&TERRA. Un hombre muy poderoso e influyente, ideológicamente más cercano a los aerobios que a los intereses urtianos.

¿Qué estaba haciendo allí?

Verk se acercó para escuchar su discurso.

—… y nos ha llamado la atención que entidades que no revelan su posición ni sus intereses específicos —decía— difamen los esfuerzos estratégicos de la Alianza del Éxodom. Durante mucho tiempo, siglos no subjetivos, la Alianza mantuvo protegidos a sus simpatizantes durante el período de reagrupación. Tenía que concederles tiempo para que avanzase la tecnología y se descubrieran ciertas ramas de la ciencia teorizadas generaciones atrás, pero que hasta ese momento nadie había desarrollado. Durante ese intervalo la Alianza fue débil, y pudo haber sido destruida por sus enemigos de no ser por el apoyo de los urtianos. Por ello deseamos darles las gracias y ofrecerles nuestra ayuda. Es bien sabido que el registro de hechos de esa época, el Sheetor Mun, se encuentra a buen recaudo en los archivos del Consorcio Hidrobio y a libre disposición de los presentes.

«Viene en representación de la Alianza del Éxodom: los kodan y los andaras —caviló Verk—. ¿Por qué han elegido a un humano como portavoz? No tiene sentido».

—Nuestros analistas se preguntan, sin embargo —prosiguió Fust, disfrutando de la vista del mar de cabezas y tentáculos que se veía desde la tribuna—, por qué un simple corsario merece tanta atención de nuestros servicios secretos. Sabemos que la Eurídice, un balandro fletado en Vai Surugy, pertenece a una mujer llamada Lina Kolbrand, una delincuente con un amplio historial de contrabando. Pero hasta la fecha, nadie se había tomado en serio su amenaza. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho la propietaria de ese navío para que cambien las tornas?

»Solicitamos, pues, que la asamblea capitular nos muestre todos los datos de los que dispone para que la Alianza pueda trazar sus propios planes. El apoyo de nuestra flota está garantizado, así como las redes de suministros y espionaje kodan situadas en los dominios aerobios. Pero necesitamos, antes que nada, saber qué está ocurriendo.

La cognoscitiva Ur le indicó que su tiempo había concluido. Fust descendió de la tribuna y ocupó un lugar en la fila de embajadores. Descubrió a Verk, medio escondido entre una delegación de kodans, pero sólo le dedicó un fugaz arqueo de cejas.

El representante kodan se hizo con la palabra. Su discurso no variaba fundamentalmente del que había ofrecido el humano, aunque algunos detalles diferían. Los kodan estaban preparando una gran nave generacional que partiría hacia las profundidades del Bolzai en pocos siglos. Trasladaría quinientos billones de miembros escogidos de sus veintiséis razas, además de información genética sobre la diversidad ecológica de su mundo de origen. La nave sería inmensa: los ingenieros pretendían demoler dos planetas de su sistema y utilizar los fragmentos para fabricarla. Emplearían cien años para su construcción, doscientos setenta para acelerarla, y treinta más para modificar su ruta hacia el Bolzai. Luego sería cuestión de esperar.

Verk sacudió la cabeza. Cuando un terremoto sacude una pecera, los aterrados inquilinos tratan de huir a sabiendas de que no les espera nada más allá. Se preguntó si, en el fondo, los urtianos no estarían planeando una maniobra parecida, aunque megalomaníaca, como les gustaba a ellos.

A pocos metros de Samuel, Fust no paraba de juguetear con sus gemelos. Parecía nervioso. Por su expresión, Verk supo que era el único entre los presentes en temer que el factor tiempo no los acompañase.

Háblanos, Samuel Verk. Dinos qué ves —pidió la cognoscitiva.

Fust sabía algo que los demás no. Lo tenía claro, a tenor de sus gestos y la mirada de preocupación que dirigía a los demás cónsules, pero no se atrevía a decirlo en voz alta por más que fuera un hombre bien situado y no sujeto a responsabilidades legales tan extremas como el resto de los presentes. Parecía más libre que ninguno de hacer lo que quisiera a expensas de las leyes de la Variedad.

Si los urtianos buscaban un aliado en los mundos aerobios, sin duda Fust era el candidato perfecto. Pero habría que investigarlo: nadie traiciona a su raza por placer, sino por una buena razón. Una razón más poderosa que la vida misma.

Verk sabía mucho de eso.

Se acercó a él.

—Pocos humanos han visto el Paraninfo de la Armonía desde esta perspectiva y han vivido para contarlo —comentó.

—He estado varias veces en este lugar —precisó Fust, sin mirarlo a la cara.

—¿Cuándo?

—En el pasado, mis empresas proveyeron a los urtianos de cierta tecnología. Fue hace mucho tiempo, pero esto apenas ha cambiado desde entonces.

—Le preocupan las propuestas de las otras delegaciones, ¿no es cierto?

Fust lo miró glacialmente.

—¿Quién es usted?

—Samuel Verk. Un observador no culturalmente inercial.

—¿Qué es eso?

—Alguien cuyo dictamen sobre la civilización urtiana es absolutamente ecuánime. No estoy mancillado por sus convenciones sociales o culturales, ni por sus limitaciones biológicas. Los urtianos valoran mucho mis opiniones, siempre que las enuncie sin trabas.

—Como los bufones.

El símil lo cogió desprevenido.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Me refiero a los bufones de las cortes de los antiguos monarcas. Eran los únicos capaces de mofarse de ellos en sus propias narices sin que los reyes ordenaran que los ahorcaran. —Sonrió—. Ya habrían deseado los hombres más respetados de su tiempo ser capaces de tal proeza.

—Pues… sí, supongo que es toda una hazaña.

Fust se separó de la barandilla, ajustándose el traje monoclima.

—El aire de aquí dentro empieza a estar viciado. Creo que voy a retirarme.

—¿Volveré a verlo? Mis amos me pedirán una opinión sobre usted, y si no conversamos no podré dársela.

—Cuidado con las opiniones, observador —le advirtió Fust—. La inmunidad del bufón nunca está garantizada al cien por cien.

Y le dio la espalda, marchándose silbando bajo los techos acristalados.

Jules

Las mantis proyectaron sus colosales cuerpos hacia el cielo, en un prodigioso salto que las llevó a aterrizar en medio de la laguna. Al caer, provocaron una ola de considerables dimensiones que sacudió la nave. Dos hombres cayeron por la borda, aterrizando en el agua o sobre la motora. Los demás lograron agarrarse a algo y cargaron las ballestas con metódica velocidad. Era increíble lo bien entrenados que estaban para combatir a su principal enemigo: el pánico.

Jules rodó hacia el estabilizador de babor, resbaló por el borde de ataque y, aún con las manos atadas a la espalda, logró afianzar las piernas en una posición que frenó su caída. A pocos metros, Zhinz se aprovechaba de su constitución no humana para impulsarse con la cola.

La mantis más cercana los observó con calma desde una atalaya que algún naturalista habría tenido el valor de llamar «cabeza».

Jules la estudió con fascinado horror: jamás había tenido a uno de aquellos monstruos tan cerca como para notar que su piel no era lisa, como parecía en las fotografías, sino tatuada con un mosaico de celdillas hexagonales. Era un detalle que se habría alegrado de no descubrir por sí mismo.

El animal alzó las patas, desplegando las monstruosas pinzas dentadas. Zhinz gritó algo en su lengua natal. En un prodigio fruto de la desesperación, sorteó de un único y descomunal salto la distancia que lo separaba de la orilla, y aterrizó junto a un puesto de arponeros.

Estos apuntaron a la mantis más cercana y abrieron fuego. Los proyectiles envenenados volaron, pero no fueron los únicos. Si al notar su predilección por las armas arcaicas un extranjero suponía que el pueblo carroñero despreciaba las ventajas de la tecnología, cometía un error. Varios hombres y mujeres corrieron por la ribera hacia unos sacos de arena. Tras ellos estaban instaladas unas ametralladoras. Los servidores acoplaron las cintas de munición y retrocedieron, dejando que los artilleros abrieran fuego.

Los dinoinsectos no permanecieron inmóviles en el centro del lago, dejando que los bombardeasen. Confundidos sus sentidos por los restos de la nube tóxica, saltaron a ciegas hacia la orilla. Uno aterrizó sobre una maraña de raíces aéreas, destrozando varias casas destartaladas construidas al amparo de ellas. El otro fue a parar justo encima de uno de los enclaves de ametralladoras, y dio buena cuenta de los artilleros con sus formidables apéndices.

Todavía encima de la nave, Jules vio que varios cuerpos destrozados de hombres caían a la laguna. Las mantis recibían constantes impactos, pero no las afectaban hasta el punto de detenerlas. Le pareció encomiable el valor de los carroñeros: pese al caos reinante y la increíble velocidad de sus enemigos, se tragaban el miedo, masticándolo bien y extrayendo algo positivo de él: armaban los arpones y se lanzaban con decisión a la batalla.

El líder, ladrando órdenes entrecortadas, logró subirse de nuevo a la motora. La puso en marcha y rodeó a una de las mantis, la más cercana a la linde de la laguna. No llegó muy lejos: el monstruo destrabó sus patas de la maraña de raíces, sacudió la cabeza como para despejar su diminuto cerebro y giró en redondo. Algunos hombres le lanzaron arpones envenenados, que atravesaron su piel, quemándole con las mezclas químicas la carne y los músculos. Cinco hombres y dos mujeres estallaron en pedazos cuando la zarpa más cercana realizó un barrido a escasa distancia del suelo. El líder, que saltaba en ese momento a tierra, logró clavar su poderoso cuchillo en el tendón de control de la garra, imposibilitando al monstruo para efectuar el famoso movimiento de pinza con el que aquellas criaturas desgarraban a sus enemigos. Pero ese esfuerzo le costó la vida; al acercarse tanto a aquella guillotina dorada, no pudo evitar que el filo lo partiera en dos.

Nadie se detuvo a llorar su muerte. Ni los demás carroñeros ni sus prisioneros. Cada cual tenía sus propios problemas.

Procurando que ninguno de los atareados guardas se fijase en sus movimientos, Jules se arrastró hasta el filo del ala. Éste era lo suficientemente aguzado como para cortar las cuerdas que le sujetaban las muñecas, aunque la inclinación de la nave dificultaba la tarea. Y ya había perdido suficientes dedos en aquella aventura como para sacrificar más.

Mientras frotaba las cuerdas contra el metal, escudriñó la ribera. Zhinz había logrado llegar, no quedaba duda. Localizó su tembloroso cuerpo arrastrándose bajo el EV que había desatado el caos. Sus tripulantes habían vuelto al interior, pero parecían tener problemas para elevarse. Iracundos, discutían el uno con el otro haciendo aspavientos.

Jules se preguntó quién sería aquella gente, y por qué demonios habrían recorrido tanto camino en un utilitario de lujo para llegar a aquel rincón del infierno.

Lina

Theta Coriolis poseía doce planetas, cinco de los cuales eran gaseosos. El segundo en orden de importancia se dejaba agasajar por un cortejo de lunas. Fue orbitando alrededor de la cuarta donde la Eurídice encontró señales de vida. Un laboratorio orbital de mediano tamaño, con capacidad para unas cincuenta personas, destacaba su contorno ahusado contra los océanos trufados de compuestos de azufre de la superficie.

Lina envió señales de amistad por todos los canales. Los científicos no solían ser gente belicosa, pero nunca estaba de más tomar precauciones.

La llamada dio sus frutos cuando el rostro de una mujer de unos cincuenta años apareció en la pantalla. Vestía un funcional mono de trabajo verde, con un cuello alzado y tubular que le llegaba hasta la barbilla. Mechones de cabello argentino bien cortado, una nariz larga y recta, y una barbilla aristocrática proporcionaban dignidad a sus facciones.

—Su identificación no es válida para este sector —anunció.

Lina tuvo la sensación de que la habían interrumpido en mitad de algo importante.

—Lo sentimos, pero buscamos apoyo científico inmediato. Es muy urgente. Queremos consultar con ustedes la naturaleza de… eh… —Lina estuvo a punto de decir «esa maldita cosa que arde en mi bodega», pero abortó la frase en el último segundo—. …de un tipo de energía inclasificable que llevamos a bordo.

—Sobre eso es precisamente de lo que va el experimento que tenemos en marcha —insistió la mujer del cuello alto, de mal humor—, y que corre peligro de fastidiarse si su nave sigue revoloteando con sus motores R por las cercanías. Están introduciendo una variable muy peligrosa en el espacio de control. Tienen que marcharse.

—¡Escuche! —suplicó Lina, antes de que la imagen de la científica se desvaneciera—. Déjeme explicarle: no queremos causar problemas. Si tienen un experimento en marcha, díganos cuánto durará. Tenemos combustible para esperar dos o tres días fuera del sistema. —Era mentira, claro; tenían capacidad para permanecer a la escucha durante muchas semanas, pero no quería que ese dato diera pie a que se los quitaran de encima. La nave podía esperar, pero su paranoia no.

La científica la miró con aire cansino.

—No sé si bastará. Retírense de las órbitas interiores y, antes de acercarse de nuevo, emitan un mensaje cifrado. Entonces les autorizaré… ¿qué ocurre? —Desvió la vista hacia algo o alguien fuera de campo. Un ayudante le enseñó unos datos, y su expresión cambió del frío distanciamiento a un paroxismo cercano al terror.

—¡Rápido, salgan de ahí! —les exhortó—. ¡Abandonen este sistema ahora mismo!

—¿Qué ocurre? —preguntó Lina, sobresaltada. Su dedo se acercó al símbolo del Halo que activaba las contramedidas—. ¿Qué está pasando?

—¡Sea lo que sea lo que ustedes traen, está llamando su atención!

—¿Su atención? ¿La atención de quién?

—Por los dioses —susurró Heith, señalando la pantalla principal—. ¿Qué jodida cosa es ésa?

Lina también lo vio.

Por detrás del disco planetario surgió un aro de luz agresivamente blanco, cuya circunferencia delimitaba un área de casi treinta mil kilómetros. Era un anillo resplandeciente de luz pura, un collar de energía que flotaba en el vacío.

Lina y su novio contuvieron el aliento mientras el objeto se acercaba a ellos. A simple vista su circunferencia era absolutamente perfecta, pero había una lacra en su perímetro, un cuerpo de grandes dimensiones que chisporroteaba con cascadas de radiación.

Aquel cuerpo no se parecía a nada que la capitana hubiese visto antes: el aro ya era en sí mismo algo insólito, y aquel insecto —cuyo tamaño engañaba: comparado al del anillo parecía diminuto, pero debía medir varios kilómetros de longitud— era, no obstante, algo difuso, de remoto parecido a una mancha solar. Estaba atrapado en el borde del anillo como una mosca en una red, pero luchaba por desprenderse de él.

Y, por la dirección de sus esfuerzos, parecía querer salir disparado hacia la Eurídice. Directamente.

—Sabe que estamos aquí —dijo Heith.

La capitana giró la nave en redondo, programando una ventana de salto instantáneo a un lugar seguro. Mientras el ordenador revoloteaba por la enmarañada madeja de cálculos, ellos siguieron monitorizando el objeto con los sensores de largo alcance.

—¿Qué mierda es eso? —exclamó Lina.

El ser alienígena, aún sujeto al anillo de luz, lo hizo rotar hasta que adquirió suficiente velocidad como para desviarlo de su órbita. Ambos, objeto y anillo, comenzaron a caer hacia la cuarta luna.

El Halo les confirmó lo que Lina ya había intuido a ojo: si seguía con la actual trayectoria, el anillo y la estación de los engreídos científicos coincidirían en la órbita en breves minutos. No estaba segura de si el anillo era sólido o un espejismo inocuo de tamaño colosal, pero no podía arriesgarse. La estación quedaría destruida si colisionaban.

Maldiciendo, abandonó la ventana de salto y puso proa hacia la superficie de la luna.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Heith.

—Trato de salvar a esa gente. —Su memoria descargó todo el adiestramiento de emergencia en su cerebro, inundándolo con un remolino de reflejos aprendidos. Tecleó secuencias y manipuló los controles tratando de sacar algo racional de toda aquella confusión. ¿Cómo era el refrán? «Nunca te acerques a los fenómenos del espacio que no puedas comprender, o a los que nunca hayas visto antes, porque aunque tú no sepas cómo destruirlos a ellos, ellos sí que sabrán cómo destruirte a ti». Sí, era un buen consejo—. Escucha, cariño, necesito que bajes a la sala de máquinas y la prepares para expulsar el contenedor de esa cosa alienígena.

—¡Pero así perderás todo el botín!

Ella resopló.

—Ya estoy harta de ese maldito cargamento. Será mejor que nos libremos de él cuanto antes o acabará por matarnos.

—Estoy de acuerdo —repuso Heith, y no discutió más. Se marchó corriendo hacia la bodega.

La Eurídice voló hasta penetrar en la tenue atmósfera de la luna. Las nubes que tenía justo debajo escupieron lenguas verticales de fuego nebuloso. Cuando las atravesó, sisearon ferozmente a su alrededor como olas de agua hirviendo. Lina se aproximó a tierra y zigzagueó velozmente entre cadenas montañosas. Los remolinos cegaron parcialmente las pantallas y mordisquearon las antenas, pero la integridad estructural del casco seguía al máximo.

El Halo confirmó sus sospechas: la cosa apuntaba hacia ellos, haciendo un esfuerzo consciente por perseguirlos, ya que varió el ángulo de caída del anillo y lo alejó de la estación.

En lugar de darle las gracias, la doctora (cuyo rostro, pecoso de estática, aún seguía asomado a su pantalla) le espetó:

—¡No se acerque al planeta! El anillo es demasiado volátil. Podría explotar si golpea la superficie.

—¿Explotar? ¡Defina «explotar»!

—No sabemos cómo se comportará cuand… —la estática acalló el resto.

—La trayectoria del aro es demasiado oblicua —argumentó Lina. Aún podía sentir la vibración de sus dientes—. O lo hago virar o chocará contra ustedes. Elijan.

La doctora se mordió el labio. En el radar, vio que el anillo penetraba las capas altas de la atmósfera lunar, descendía a tierra y rozaba con su delgado cuerpo una planicie blanco amarillenta.

El aro penetró limpiamente en la corteza planetaria. Cortó en dos un macizo montañoso y provocó un geiser de tierra y rocas que se elevó varios kilómetros. Parecía una explosión nuclear controlada. El anillo no se comportaba como un bisturí, separando bloques de masa continental, sino como un fino hilo que se hundiera en una masa de gelatina. El planeta lo dejaba pasar, pero se cerraba tras él debido a su propio peso, sin dejar apenas una cicatriz.

La Eurídice volaba al máximo de sus posibilidades en entorno atmosférico. Hizo polvo el mach diez y dejó una doble estela blanca detrás, suspendida entre nubes y helada como nitrógeno líquido. El anillo seguía rodando sobre su eje, incansable. Lina sintió turbación, sobrecogimiento, una mezcla de sensaciones que se le atragantó en el pecho. Mientras pilotaba salvajemente entre macizos de sulfuro, gritó a Heith:

—¿Estamos preparados para descargar?

La voz de su novio le contestó por el intercom:

—Cuando tú quieras.

Comprobó una última vez la pantalla trasera y creyó ver algo. Algo imposible.

—¿Lina? —preguntó Heith, muy nervioso—. ¡Estoy esperando la orden! ¿Qué estás haciendo?

La capitana acercó el zoom a la mancha solar de mercurio, y en su interior distinguió algo.

Era la silueta de un hombre.

—No puede ser… —murmuró. A medida que enfocaba la imagen, la figura aparecía más nítida.

—¿A qué espera? —apremió la doctora, desde la estación—. ¡Suéltelo ya! ¡Capitana!

Lina se despejó. Miró al frente y vio que las montañas le cerraban el paso.

A una velocidad endiablada, remontó el vuelo y dio la orden a Heith para que expulsase la carga. Los compensadores de inercia vibraron al límite de sus posibilidades, tratando de que su cuerpo no quedase convertido en pulpa bajo la presión del giro cerrado a mach diez.

El abogado manipuló unos controles. Las puertas de la bodega se abrieron como pétalos de metal, y el cilindro que albergaba el contenedor, con el tesoro robado a los urtianos en su interior, salió disparado hacia el vacío.

Lina lo vio caer y cómo lo engullía la mancha de mercurio.

El contenedor se desintegró como cera al contacto con la llama. Una brutal explosión levantó media cordillera por los aires, partiendo en dos el anillo de luz, que se deshizo en copos de nieve cuántica. Sobre el cráter resultante llovió una granizada de chispas de energía, quemando la tierra y evaporando el azufre.

Rota la tensión superficial, los dos mil kilómetros de circunferencia del anillo se desplomaron, volatilizándose en cuestión de segundos. Desde órbita, el planeta lucía una nueva cicatriz muy delgada y perfectamente rectilínea que atravesaba uno de los continentes de extremo a extremo e iba esfumándose lentamente.

Y, en el centro de aquel cráter, había quedado algo.

Lina descendió, posando la nave. Un grupo de lanzaderas procedente de la estación fue a su encuentro. Entre las personas que bajaron a tierra se encontraba la doctora del traje verde y la mirada de reproche; tanto ella como Lina descendieron de sus respectivas naves enfundadas en trajes monoclima.

La doctora le tendió la mano.

—Muchísimas gracias. Jamás habría creído que tal proeza fuera posible.

—De nada —dijo parcamente Lina—. En cierto modo es culpa nuestra. Si no hubiésemos entrado repentinamente en el sistema, puede que el anillo no se hubiera desestabilizado.

—O puede que sí. De todos modos, gracias por salvarnos la vida. Soy la doctora Valeris Adyanti.

—Capitana de primera clase Lina Kolbrand. —Hizo un gesto en dirección al centro del cráter—. ¿Qué era eso, esa especie de mancha solar?

—No lo sabemos con seguridad, pero parece el culpable de las interferencias en la red de materia oscura del sistema. Lo mismo que estaba volviendo locos a nuestros instrumentos.

—¿Y ese descomunal anillo de luz?

El rostro de Valeris reflejó cierta desazón.

—El anillo… sí, una verdadera lástima. Era nuestro escalpelo de Lindstrom, una herramienta para trabajar a escala planetaria. Tardará un tiempo en regenerarse por sí mismo. Se lo explicaré con más calma en otro momento.

Lina puso cara de haber entendido algo, aunque fuese un poquito.

—En realidad, lo que necesitábamos…

—¡Vengan a ver esto, rápido! —gritó uno de los científicos. Valeris, Lina y Heith corrieron hacia el centro del cráter.

Allí, medio enterrado en el polvo de azufre, yacía el único residuo de la reacción entre la mancha de mercurio y el contenedor de la Eurídice.

Un ser humano.

Lina y Heith compartieron una mirada estupefacta. La doctora Valeris se aproximó, examinando el cuerpo.

Parecía estar vivo y en buen estado de salud, aunque sin sentido. Era un varón de unos treinta y cinco años, bien parecido y de constitución atlética, con una larga melena color azabache recogida en una coleta. Vestía un uniforme parecido a una sofisticada armadura de combate ceñida al cuerpo, que jugueteaba con la luz de tal manera que los ojos eran incapaces de enfocarla correctamente, y que mantenía a su ocupante aislado del vacío.

Valeris se inclinó sobre él. En la ropa llevaba adherido un parche con su nombre y graduación, en un alfabeto conocido por ellos: