Informe horario n.° 6557184 / P 114
[Senda idiomatica: graamic interlac à cumular tres]
Éste es un mensaje cifrado / protegido de dirigido a las especies aerobias de la Rejilla Pancultural. Hemos detectado / descubierto una grave perturbación en la radiación procedente de lentes gravitatorias situadas a cinco mil millones de años luz / UMCs, más allá del Mar de Bolzai.
Se están deformando. Repetimos: se están deformando.
El hecho ha sido confirmado / validado por cinco telescopios gemelos al nuestro. No parece / asemeja ser un efecto circunscrito a una única región del cielo. Dos anillos de Zharappa (galaxias situadas frente a otras con distribución / repartición de masas simétrica) están mutando. Su imagen cambia / conmuta, como si una violenta alteración del espacio a su alrededor los afectase.
Este fenómeno es teóricamente imposible de observar / catalogar, a menos que la expansión del universo se haya invertido de repente. Según nuestros cálculos, una repentina contracción violenta podría explicar / justificar estas observaciones, pero nos produce gran turbación.
Dada la tremenda importancia del suceso / acontecimiento, seguiremos observando unos días más, pero corremos grave peligro: frentes tormentosos de rayos gamma en nuestro sistema amenazan la integridad / pervivencia de este puesto. Por favor, si hay alguien escuchando que pueda tomar el relevo en la vigilancia, póngase en contacto con nosotros inmediatamente.
Aunque sabemos de lo arriesgado / precipitado de esta afirmación, tememos que algo terrible le esté pasando al confín del universo observable.
Mel
—¿Ha habido algún cambio?
El comandante Delmor Zayb se inclinó por encima del hombro de su subordinada. La alférez Acrisia ajustó la imagen del sensor espía.
—Pankratis acaba de revelar lo que sabe a un psiquiatra amigo suyo. Ahora está en su consulta.
—¿El ente ha despertado?
—Sí. La actividad del cerebro de Mel se ha incrementado en un setenta y uno por ciento. Ahora emite un momento magnético capaz de ser rastreado.
—Ahórrame la tecnojerga, Acri.
—Lo siento, señor. —La alférez señaló la pantalla. Mel y su amigo abandonaban en ese momento la consulta psiquiátrica con evidente prisa—. Gill ha hablado a través del señor Pankratis. Les ha exhortado a dirigirse lo antes posible a las afueras de la ciudad. A las selvas.
—¿El psiquiatra también los acompaña?
—Es el único que posee EV propio. Lo necesitan para desplazarse.
El comandante arrugó la frente.
—Piensan ir a algún lugar lejano, entonces.
—¿Aviso a la policía de tráfico para que los detenga?
La voz de Zayb se redujo a un murmullo:
—No. Quiero ver adonde nos lleva todo esto. Tal vez hayan descubierto ya nuestro truco del Lazirian.
* * *
Charlemagne Ulner no era un hombre propenso a fantasear, pero al sentir la mirada del ente Gill observándolo a través de las pupilas de su anfitrión, se preguntó si el fantasma de su antigua paciente no habría regresado para atormentarlo.
Bajaron en ascensor hasta el estacionamiento subterráneo. Una vez acomodados en su EV (un elegante deportivo Kilogray de cuatro impulsores, fetiche de sus sueños desde la adolescencia), Ulner cargó la configuración de pilotaje en la computadora. El asiento se ajustó a la distancia óptima para sus brazos, el salpicadero mostró sólo los controles que le gustaba usar para conducir, y el parabrisas se oscureció para corregir la luz incidente.
Mel se ajustó el cinturón. Vio que Ulner guardaba bajo el asiento una libreta, junto a una docena de papeles de caramelos. La cogió sin pedir permiso.
El vehículo se elevó. Antes de incorporarse a la aeropista, la vieron pintada sobre el parabrisas en forma de cientos de flechas parpadeantes que delimitaban una ruta. Al situarse en ella, el ordenador enlazó con la señal de tráfico y pilotó en automático. Los demás vehículos voladores del tráfico matinal aparecían rodeados por números y flechas que indicaban su velocidad y su trayectoria estimada. Ulner soltó los mandos.
—Vale, ahora me vas a contar qué demonios está pasando —gruñó, aunque Mel no supo si se dirigía a él o a Gill—. ¿Por qué quieres que te acompañe?
Dile que necesitaré sus conocimientos dentro de poco. Estoy experimentando profundos cambios a nivel de bioware, que requerirán asistencia técnica.
Mel lo hizo.
—No soy psicólogo IA —respondió el doctor—. Hay gente especializada en eso en la universidad.
—Dice que ya lo sabe, pero que no hay tiempo para buscar a nadie más —dijo el astronauta, agotado de tanto correr con el corazón en un puño de un lado para otro. La confortable seguridad del EV le sugería que se relajase y durmiese un par de horas, pero no podía. Aún existía peligro.
—Dile que se vaya a la mierda. Si llego a saber que causaría todos estos problemas no te la instalo, Mel.
—A buena hora vienes a darte cuenta —rezongó. Luego señaló otra aeropista que apareció dibujada en el parabrisas, sobre sus cabezas—. Debemos torcer a la derecha y arriba.
Ulner tomó el siguiente desvío. Los cúmulos de nubes aparecían llenos de destellos de relámpagos coloreados en verde, rojo y azul. Eran los otros EVs, acoplados a la pista aérea a diferentes altitudes y velocidades.
—¿Adónde vamos? —quiso saber el psiquiatra.
—Saldremos de la ciudad, rumbo a la selva.
—¿A la selva? —Las cejas dieron un brinco sobre sus párpados—. ¿Estás loco?
—No me eches la culpa. Sólo te transmito las palabras de Gill.
—¿Y desde cuándo te has convertido en su esclavo?
Mel bajó la vista.
—Desde que la vi matar a aquellos dos hombres en la calle. Creo que aún no te has dado cuenta de la gravedad de este asunto, Char.
El psiquiatra miró por la ventanilla. No había ni un solo sensor aéreo de policía en las cercanías al que poder emitir la señal de socorro.
«Malditos agentes, nunca están cerca cuando los necesitas», pensó.
—Ya lo estoy haciendo, ya… Debe de ser la nueva ola de la filosofía médica: aplica la tecnología de curación aunque ésta se vuelva esquizofrénica y te mate. Tendré que escribir un ensayo sobre eso, algún día.
El deportivo sorteó la baliza que delimitaba el área urbana. El piloto automático solicitó que se le indicara qué red de posicionamiento aéreo debía seguir, y ofreció una lista de las disponibles. Ulner pasó a control manual.
Mel respiró tranquilo. Por un momento temió que en cuanto rebasara la frontera de la ciudad, decenas de EVs de la policía o de los militares se les echarían encima. Estaba violando una orden directa de no abandonar Cruces, que le había dado expresamente aquel tal Zayb en el hangar del astropuerto, pero ya no importaba. Sólo quería llegar al fondo de aquel asunto y ponerse en contacto con Agnes. Aunque le costase la cárcel. O su cordura.
Sobrevolaron unas granjas. Bajo la panza del aparato corrieron amplios campos dorados en los que maduraban los cereales. El viento azotaba las hileras de castaños, suspiraba entre los arbustos y peinaba las extensiones de maíz. Durante la siguiente hora y media rebasaron pistas terrestres, fábricas automatizadas, aerovías de tren y ciudades pequeñas que habían logrado mantener intacta su identidad durante cientos de años, resistiéndose a los vaivenes culturales de la capital. Mel las felicitó en silencio por eso con una media sonrisa. Tal vez pudiera buscarse una casita junto a alguno de aquellos campos labrados, algún día, si lograba salir ileso de aquel monstruoso lío. Comprarse un terreno no demasiado extenso y cultivarlo junto a Agnes. Vida sencilla y gustos sencillos, ése era su premio ideal tras haber vagabundeado por el espacio durante tantos años, dando tumbos de estrella en estrella. Y no se arrepentiría si lo consiguiese. ¿Y Gill?
Se la instalaría al perro, o a la tortuga que pensaba tener como mascota. O la convertiría en el sistema domótico maestro de los cerdos. Y si estaba captando estos pensamientos ahora mismo, pensó con malicia, ojalá se estremeciera de miedo.
—En veinte años que llevo ejerciendo la psiquiatría —comentó Ulner—, éste es el primer caso que veo en que un trauma cerebral adquiere conciencia de sí mismo y secuestra al paciente, ¿sabes?
Mel sonrió.
—Gill acaba de hacer un comentario muy gracioso respecto a eso, pero no te lo voy a decir.
—Me alegro. Necesito unas coordenadas.
—Dirígete a la desembocadura del Elos. Vamos a remontar el río unos quinientos kilómetros.
Ulner echó un vistazo al indicador de combustible.
—No sé si podré volar tanto.
—Gill dice que una vez que lleguemos a la nave espacial tendremos combustible de sobra, que no te preocupes.
El psiquiatra dio un respingo.
—¿Nave? ¿Qué nave, Mel?
—Creo que estoy empezando a sospecharlo —meditó—. Gill opina que… ¿cómo? —La pregunta era retórica. Mel atendió a lo que le decía una vocecilla inaudible durante unos segundos y miró a Ulner—. No lo entiendo. Dice que o nos ayudas a llegar hasta el final o se las arreglará para que la policía registre el mueble bar de tu consulta.
El psiquiatra se atragantó. Tosió.
—¿A qué se refiere, Char? —preguntó Mel—. ¿Qué tiene que ver tu mueble bar en todo esto?
Charlemagne hundió los hombros, perplejo.
—Nada… es jerga médica, no hagas caso.
Sintió un roce en la pantorrilla. Era la mano de Mel, que le tendía un papel.
Lo cogió disimuladamente, mientras su amigo perdía la vista más allá de la ventanilla. Mentalmente lo felicitó por la estrategia: mientras mantenía la cara sonriente y los ojos fijos en el paisaje, sus manos trabajaban escribiendo frases en la libreta.
El papel decía:
Yo también deseo llegar hasta esa nave, Char. Más que nada en el mundo. Estoy convencido de que es la puerta que puede llevarme a encontrar a Agnes. Una vez que lleguemos allí huiré, poniéndote a salvo de Gill.
—¿Qué te parece nuestro plan, entonces? —preguntó Mel.
—Dentro de lo que cabe, no me puedo quejar. Además, estar cerca de Gill podría ayudarme a ganar el premio Ehinzmer. Si es que se deja tratar.
—Gracias. Deberíamos hablar con aquel experto en IAs al que llamaste, de todas formas. Él o su equipo podrían aportar algo.
Otro papel:
Cuando vuelvas a Cruces, cuéntales a los militares lo que ha pasado. Diles que tuve un encuentro con aquella cosa alienígena en el apartamento de Agnes y que quiere que vaya a la frontera con el Bolzai. Algo muy raro está ocurriendo en territorio urtiano, y sospecho que está íntimamente ligado con ese chisme luminoso.
—No sería muy conveniente, Mel. Esa gente no es de fiar. Pasan todo el tiempo encerrados en sus despachos, experimentando con ratas. No tienen experiencia de campo.
—¿No será que quieres el premio ese para ti sólo? —rió el astronauta.
Debes alejarte de mí en cuanto puedas, o Gill te matará. Alguien tiene que avisar a las autoridades. Si tienes un plan para desconectarla o liquidarla, es mejor que lo sugieras ya. Hace un rato volví a probar la llave somática y no funcionó: debe de haberse vuelto inmune al cerrojo.
—Efectivamente, lo quiero todo para mí. Ni que estuviera loco y necesitara una lobotomía.
Ni se te ocurra, imbécil. Antes de dejar que me metas tus bisturís me dejo arrastrar por Gill al confín del Bolzai.
Ulner rió.
—Era broma. Pero a veces los remedios más radicales son los más efectivos.
Ni hablar.
—Gill dice que cortemos la cháchara. Estamos entrando en la selva. —Mel se arrellanó en el asiento del copiloto. Un dilatado paisaje de mesetas semejantes a vasijas sin asa, cubiertas por una arboleda de color esmeralda, se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista. El lejano zarpazo de agua del Elos partía en dos la selva a lo largo de una ancha y sinuosa cicatriz—. A partir de aquí sólo hay territorio virgen. Y letal.
Zhinz
La mantis cartilena se había posado en la nave, zarandeándola. Con su fino oído, Zhinz podía oír incluso el rozamiento de sus enormes patas rematadas por cuchillas contra las planchas de plástex. El dinoinsecto las estudiaba buscando cualquier fisura, cualquier imperfección donde clavar los espolones. Quería abrir aquella lata para obtener su premio.
Jules fue cojeando hasta lo que había sido la cabina del capitán, y extrajo de un armario una pistola de bengalas. No era mucho, pero en aquel momento constituía todo su armamento.
El marsupial gimoteó. El olor de la mantis era agresivo, y aterrador. Olor a selva, a prehistoria, a instintos primordiales de muerte y destrucción. A depredador irracional de varias toneladas de peso capaz de rajar el vientre de una nave estelar y rebuscar en su interior con su monstruosa boca, para devorar cada ápice de carne…
—¡Sssht! —Jules le mandó callar, tapándole la boca—. ¿Oyes eso?
—¿El qué, arrojado-amigo-Jules? ¿Cosa horrorosa llena de dientes / incisivos que espera encima de nuestra tumba?
—No, idiota. ¡Eso!
Zhinz afinó el oído; podía discernir los sonidos transmitidos por el casco mejor que el humano, pero el terror abotargaba su percepción. Pero sí, allí fuera había algo… Además del sonido martilleante del insecto, se oían golpes, punzadas, un ligero rozamiento de cuerdas contra el plástex.
Eso le extrañó: ¿para qué querría cuerdas un insecto gigante?
Jules se dirigió a la esclusa de salida. Zhinz lo detuvo.
—¡No, amigo-Jules, por favor!
—Tranquilo, hiena —dijo el humano—. No creo que eso que hay arriba sea un bicho.
Abrió la compuerta. Por un instante su ánimo vaciló: estaba a menos de quince centímetros de lo que aguardaba al otro lado, sea lo que fuere. Tal vez exploradores de los carroñeros… o un monstruo prehistórico. Las cartilenas alojaban a sus víctimas en una especie de placenta que dilataba su abdomen, manteniéndolas vivas hasta que llegara el momento de la digestión. Jules había conocido una vez a un cazador que había aguantado seis semanas en el interior de uno de aquellos monstruos, respirando a través de una mucosa y comiendo y bebiendo del plasma de la mantis. Un grupo de carroñeros había matado al animal y lo había sacado de dentro. Su sorpresa fue mayúscula cuando advirtieron que el pobre desgraciado seguía vivo, con las piernas medio disueltas por los ácidos y sin el menor rastro de cordura en el cerebro.
Jules trató de no pensar en ello. Pegó la oreja a la esclusa: rozamientos y un tabaleo lejano que sólo podía significar…
Pasos.
Golpeó el metal con la culata de la pistola de bengalas.
Silencio. Los pasos se extinguieron.
Volvió a probar, esta vez con una secuencia de números: un golpe, dos y luego tres.
Una secuencia de cuatro le respondió al otro lado. Esperanzado, Jules giró el mando de apertura.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo una voz seca—. Parece que nuestro pecio tiene ratas.
Un grupo de hombres vestidos con prendas de camuflaje le apuntaba con grandes ballestas. Permanecían de pie encima de la nave, atándola con cabos cuyos extremos desaparecían en la selva.
Jules se alegró de ver a sus congéneres, aunque en el fondo sabía que sus posibilidades de sobrevivir eran tan escasas como con la mantis.
* * *
Los carroñeros guiaron la nave hasta una laguna. Era un remanso de paz en la corriente, un espejo de aguas claras flanqueado por la selva.
Jules distinguió construcciones destartaladas al abrigo de raíces aéreas. Los carroñeros poseían amplios conocimientos en el arte de sobrevivir en la selva, pero eran seres casi salvajes. Dado su talante de feroz independencia, nadie podría convencerlos para limitar su libertad; la mayor parte de la gente con la que trataban en los mercadillos los consideraban locos, y se limitaban a tratarlos con un desprecio tolerante. No eran gente frívola, pero sus duros semblantes parecían propensos a la melancolía, a aceptar a cada minuto la idea de que en cualquier instante ellos o sus amigos podrían acabar esperando la muerte en el interior de una mantis, rezando porque la deglución empezara pronto. No había profesión más miserable que la suya en toda la Variedad, pero parecían sentirse orgullosos de ser los únicos en desempeñarla.
Muchos pares de ojos los contemplaron al pasar. Manipulando las bridas de la walab, sus captores condujeron la nave al interior de la laguna, dejándola flotar mansamente en el centro. Un hombre se acercó en una motora: era tan musculoso como Jules pero de menor estatura, con una cabeza extrañamente formada, de la que brotaba una mata de cabello del color del jengibre.
Cuando la lancha se acercó lo suficiente, saltó sobre la nave. Contempló a los prisioneros con mucha atención, tratando de obtener visualmente la suficiente información sobre ellos como para no tener que hablarles.
El experimento no debió ser muy exitoso, pues ladró:
—Humano y marsupial juntos, abandonados en mitad de la nada. Qué extraños presentes nos ofrece la corriente.
Jules recordó que el río era femenino para aquellos hombres. Creían que, al igual que los ciclos menstruales de las mujeres, la fuerza de su caudal también se regía por las fases de las lunas.
—Te saludo y te respeto —dijo Jules con humildad—. Me llamo Van Zan, y penetré en este tramo de la selva huyendo de los urtianos. Esta nave me pertenece.
Zhinz dio un respingo. Era peligroso desafiar a los carroñeros, pero Jules parecía saber lo que hacía al delimitar claramente su identidad y propiedades. Puede que aquella gente tomara esos datos muy en cuenta.
El líder se acuclilló al borde del ala.
—La nave que cayó por la cascada. Creímos que había sido destruida por los urtianos.
—Sigue aquí.
—¿Eres tú quien mandó el mensaje previniéndonos de acercarnos a la frontera?
Jules asintió. Zhinz recordó el momento crítico y angustioso en que había visto la silueta de su amigo nadando hasta el pecio, en la base de la cascada. Jules, en efecto, había emitido unas señales luminosas dirigidas a los humanos de la selva.
—Noté vuestra presencia al acercarme a los sensores espía. Imaginaba que la nave urtiana os tenía cercados.
El líder lanzó una breve risa.
—Hace falta mucho más que una nave de patrulla para acabar con el pueblo de la corriente. De todas formas, te lo agradecemos.
—Me alegro de que lo tengas en cuenta —suspiró Jules. Los nudos de la soga le cortaban la circulación—. ¿Puedes liberarnos?
—Aún no he decidido si sois o no peligrosos. —Desplazó todo su peso hasta su pie zambo—. O qué hacer con esta chatarra flotante.
—¡Por favor, tú no dañar / perjudicar nosotros! —gimoteó Zhinz—. Esta nave no contener nada útil para pueblo / noblegente. Nada de interés para carroñeros.
Jules le dio un codazo para que se callase. El líder nativo sonrió.
—¿No? ¿Entonces por qué esforzarse tanto por arrastrarla en tan peligroso viaje? —Agarró al marsupial de la lengua, extrayéndola casi treinta centímetros fuera de la boca—. Hablad u os usaré de carnaza para la próxima incursión en las galerías nido de las cartilenas.
—¡Déjalo en paz! —Jules tensó las cuerdas—. Él no sabe nada. Cree que la nave oculta un tesoro, pero sólo contiene cadáveres. Lo usaba para ayudarme a transportarla hasta Puerto Kaidok. Pensaba dejarlo allí y largarme después con las piezas.
—Pego, gguen amiggojugges… —balbuceó el marsupial, su lengua aún atrapada entre los dedos del carroñero.
Éste la soltó y el apéndice se contrajo como un resorte.
—¿Cómo pensabas sacarle beneficio? —preguntó el líder.
—Vendiéndola por piezas en los astilleros. Los cadáveres también se pueden colocar: hay pueblos nómadas que los usan para fabricar carbón, quemándolos como combustible en las calderas de sus trenes.
—Ya veo. No sois muy respetuosos con la memoria de vuestros muertos.
Jules entornó los ojos.
—Ayudadme a proseguir la senda río abajo y os regalaré la montaña de cadáveres que contiene la bodega para que los uséis de carnaza en vuestras cacerías —propuso Jules—, además de todo objeto que no esté soldado y las piezas de tecnología que podáis cargar.
—Todo eso podría cogerlo ahora mismo, si quisiera. ¿No puedes ofrecer nada mejor?
Jules torció el gesto. Miró a la selva, con su sexto sentido lanzándole estridentes advertencias. Algo le decía que aún no estaban a salvo. La masa forestal era una muralla oscura, impenetrable, de contornos difusos a pesar de que cada estrella de aquel cielo sin nubes le regalaba una chispa de su luz. Podía ocultar (y de hecho, los ocultaba) mil peligros desconocidos que podían saltar en cualquier momento sobre ellos.
—Mírame —dijo con voz lastimera—. Estoy atado en un podrido cenagal. ¿Crees que puedo apelar a algo aparte de tu bondad y generosidad para con los de tu misma especie?
—¿Sabes lo que pienso? —El líder escupió en el agua de la laguna, creando ondas—. Que si alguien se arriesga tanto por un montón de chatarra, es porque oculta algo. Y quiero saber qué es.
Agarró al humano por el cuello. Jules tensó los brazos, pero la soga que lo sujetaba era muy firme y no se partió. Los demás arponeros les apuntaron con ballestas. Zhinz se encogió como un gato asustado, rezando a sus pintorescos dioses.
Los dos humanos se sostuvieron la mirada en silencio. Jules dio gracias por estar hablando con un carroñero dotado con la suficiente cultura y don de gentes como para no haberlo asesinado de inmediato. Otro miembro de su tribu lo habría decapitado con su kush de doble filo a la menor señal de impertinencia en la conversación.
El líder, cansado de tanto protocolo, acercaba ya la mano a la empuñadura de su cuchillo cuando oyó el ruido.
Todos elevaron la vista. Unos kocras, aves zancudas que los carroñeros usaban para dar alertas, graznaron inquietos en sus jaulas.
Los arponeros se situaron en sus puestos. Un grupo de mujeres corrió hacia los extremos del campamento, detonando pequeñas cargas mediante control remoto en lugares estratégicos. Estas rompieron frascos llenos de una sustancia volátil que se sublimó en cuestión de segundos, cubriendo el campamento con una humareda macilenta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jules.
El líder ordenó guardar silencio.
Al principio no ocurrió nada. Treinta segundos después de la liberación del gas, cuando la nube ya empezaba a caer a tierra, un par de enormes siluetas irguieron sus descomunales torsos por encima de la jungla, a menos de seiscientos metros. Eran mantis de piel dorada, con dos pares de extremidades delanteras aserradas y alas ligamentosas.
Zhinz se convirtió en una estatua. Tenía el corazón a punto de salírsele del pecho.
Las mantis dirigieron sus pequeñas cabezas hacia la nube química, explorándola con sus racimos de antenas.
Jules creyó entender la sabiduría que se escondía tras la maniobra de los carroñeros: las mantis habían evolucionado hacia un sistema de visión que desdeñaba la luz, sustituyéndola por una compleja mezcla de sensibilidad al componente galvánico del aire. Aquel gas seguramente la inhibiría.
Tras unos segundos de incertidumbre, uno de los monstruos decidió que no valía la pena molestarse por un espejismo, y volvió a tumbarse en la selva. El otro lo imitó al poco rato, alterando el color de su piel.
Un centenar de pulmones expulsaron el aire retenido.
El líder le dijo a Jules, en voz baja:
—Si se os ocurre hacer el menor ruido os degollaré. Permaneceremos un par de horas en silencio hasta que la temperatura baje cinco grados. Entonces sus sentidos no estarán tan aguzados, y las atacaremos.
Jules asintió, preparándose para soportar el frío nocturno. Atacar a una pareja de mantis nunca era buena idea, pero los carroñeros no podían dejarlas establecer un nido tan cerca de su campamento. Las circunstancias, como todas las situaciones en el escenario de la selva, se habían simplificado hasta su mínima expresión: matar o morir. No había vuelta de hoja.
La discreción, en aquel momento, era su mejor arma. Jules, por su propio bien, decidió seguirles el juego, e hizo un gesto con la cabeza al marsupial para que contuviera sus grititos histéricos.
Sin embargo, a los pocos minutos de iniciada la estrategia de silencio, sus oídos captaron un leve rumor de suspensores.
Algo se acercaba volando en dirección al campamento.
Un EV deportivo, totalmente ajeno al peligro, dio un par de vueltas sobre sus cabezas y se posó en la ribera, en un espacio libre de árboles. De su interior descendieron dos personas que ni Jules ni Zhinz habían visto en su vida: un hombre de metro setenta con la apariencia desgarbada y la precisión gestual de los pilotos espaciales, y uno más alto, enjuto, vestido con ropas bien combinadas pero totalmente inapropiadas para aquel entorno, que parecía un médico o un profesor de universidad.
Nada más poner un pie en el suelo, el desgarbado preguntó:
—Eh… ¿alguien de los presentes entiende mi idioma?
Apenas había terminado la frase cuando las mantis se alzaron sobre las copas de los árboles, chasquearon sus mandíbulas con un sonido estridente, como si estuvieran triturando rocas, y saltaron como colosales buldózers sobre el campamento.