Capítulo 4

Informe horario n.° 6557183 / P 114

Cripto:
0
Asunto:
Esos misterios de la infociencia
Extensión:
2,107 Lymes; 1,001 segundos de anchura de canal (subvencionado por el Ministerio de Comunicación y Relaciones Panculturales de Ciudad de Cruces).
Adjunto:
Video y audio (cumular dos).
Remite:
Una emisora anónima de cultura gratuita y enseñanza técnica básica en los alrededores de la Clepsidra de Horus.
Texto:

La ciencia de la informática consiste en una huida hacia delante, una carrera contra el tiempo y el espacio: tiempo de ejecución y espacio de almacenamiento. Curiosamente, los técnicos han tratado de eliminar los componentes físicos de las computadoras con el fin último de hacerlas desaparecer. Al menos a nivel físico. Con el software de estados complejos (SEC), el sueño de mantener las prestaciones pero eliminar el soporte se ha hecho realidad. Estos programas corren sobre tejido vivo: sólo necesitan el permiso del portador para instalarse en su red neuronal (o incluso en el sistema vascular, siempre que éste se encuentre lo suficientemente ramificado), o en último extremo sobre la piel. Los entes psicométricos, o servodoctores, son un ejemplo de esta tecnología que ya está aplicándose con éxito en el campo de la psicología clínica.

Para que los programas se ejecuten en la epidermis, sin embargo, se necesita mantenerla convenientemente húmeda, bien sea bañándola en agua o con una inyección periódica de sudor. Debido a ello, no es de extrañar que a los primeros portadores de SEC se los conociera popularmente con el sobrenombre de «apestados». Créanme, el mote no tenía nada de alegórico.

Norte

Aquel Cubo no se parecía a ninguno de los que Norte hubiese visto antes.

Por lo general, el monstruo tenía siempre una forma de interfaz por la que se accedía a sus misterios. Esa especie de llave conceptual sólo respondía a la persona que la empleaba si ésta formulaba las preguntas adecuadas. ¿Y qué eran unas preguntas para un artefacto alienígena que estaba más allá del tiempo y espacio?

Para cada Cubo, la respuesta a esa pregunta también era diferente.

Norte vivió durante más de un año con los Axha hasta descubrir por dónde tenía que empezar a pensar si quería acceder al Cubo. Todas las Xfinges tenían un gran misterio encerrado en su seno, y también una pregunta, que formulaban a los sabios que intentaban acceder a esos misterios. Por eso Norte las llamaba monstruos: porque mataban, eran entes despiadados que estaban por encima del bien y del mal. Sólo guardaban misterios. Y muerte. Una muerte eterna y definitiva.

Pero un año después de sentarse por primera vez en una duna a mirar fijamente el Cubo, tratando de averiguar cuál era la forma de aproximarse a él y escuchar su pregunta… Norte dio con una solución. Una bastante obvia, además.

Los Axha.

El tatuador de sus mandalas era la más anciana de la tribu (lo que equivalía a que era veinte o treinta años más joven que Norte), una antigua cazadora llamada Rek. Esa mujer conocía los secretos de la piel humana. Los conocía tan a fondo que era la única capaz de dibujar los ramidabras sobre sus congéneres, de forma que no sólo no se borrasen con el tiempo, sino que, a medida que el poseedor del tatuaje fuera creciendo, éste también crecería con él. Y no sólo en tamaño, sino también en complejidad matemática.

Norte había hablado muchas veces con Rek, e incluso había sido invitado a su casa a tomar jugo de blys en polvo. Pero hasta que el viajero no dio con una posible solución al enigma del Cubo, no acudió a ella para preguntarle directamente por el ramidabra.

—¿Qué quieres saber, amigo mío? —preguntó ella, extendiendo a sus pies una alfombra que había cosido con sus propias manos. Era uno de los enseres más valiosos de su hogar, y siempre lo ponía a disposición de Norte para que se encontrase lo más cómodo posible.

El viajero, agradecido, aceptó ese honor y el vaso de jugo que ella le ofrecía, completando la fórmula ritual de la amabilidad antes de responder:

—Necesito saber qué dicen en realidad los tatuajes de tu gente. Los he leído muchas veces, interpretando su álgebra cabalística, pero nunca te he preguntado de dónde surgieron. Quién escribió el primer ramidabra.

Rek hizo memoria, con dificultad. No había escritos de ningún tipo sobre aquella parcela del conocimiento; a ella posiblemente le habría contado la historia el padre de su padre, cuando era muy pequeña, y nunca la había vuelto a oír desde entonces. La llamaban La Historia Más Antigua, y sólo podía ser escuchada una vez.

—El padre de mi padre me contó que, cuando el primer Axha vio a su dios —evocó—, desenterró de su sombra en la arena las respuestas a muchos enigmas de la vida. Esas respuestas residían en la propia forma de Dios, pues Su forma es perfecta, y ninguna otra expresión puede albergarlo.

—Geometría arcana —entendió Norte—. En ciertos paradigmas, sus ecuaciones tienen soluciones enteras. Pero la Xfinge es en realidad un hipercubo, ¡un teseracto espiritual! Tiene muchos significados, dependiendo de las dimensiones que se le presupongan…

La mujer asintió. En realidad, pese a su apariencia externa de anciana iletrada, entendía perfectamente su razonamiento, e incluso podía llegar más allá sin esfuerzo.

—Pero no olvides el dogma primario —dijo Rek, sonriendo—: El dios no es nada sin su gente. La gente no es nada sin su dios. Él está aquí, y posee esa forma, para que nosotros podamos verlo como tal. Sólo puede existir en sí mismo, y sólo puede existir por sí solo. Si no nos concediera esa dádiva, su forma sería tan incognoscible como su naturaleza, y ni siquiera podríamos verlo, mucho menos tocarlo y sentir su calor.

Norte asintió lentamente. La perspectiva antropocéntrica de aquellas personas, su forma de ver el mundo, iba más allá de la mera vanidad. Ellos sabían, o al menos lo intuían, que en el universo existían muchos niveles de complejidad diferentes, la mayoría de los cuales no podían ni siquiera ser entendidos por los seres vivos. Que había algo que las matemáticas no permitían olvidar, y era que por muchas máscaras que se derribasen en el anfiteatro de lo real, lo que había debajo no pasaba de ser una máscara más, la tramoya de otro espectáculo distinto.

Era lógico pensar, entonces, que si una deidad se tomaba la molestia de existir en todos esos niveles a la vez, incluyendo los que sí podían apreciar ellos (vista, tacto, olfato…), era porque estaba allí para ellos. Que los Axha adorasen al Cubo porque podían verlo no era un accidente. Así como tampoco lo era su religión. Ellos estaban allí para adorar a la Xfinge. La Xfinge existía para que ellos la adoraran. Y daba igual que otros pensadores visitaran de vez en cuando el planeta cacareando sus herejías. Sólo había una verdad, al menos para los Axha.

Lo cual lo llevó a pensar…

Norte se puso en pie. No hizo falta decir nada más, ni siquiera despedirse. Rek le dedicó la sonrisa ambigua que se dibujó en sus labios, recogió el cuenco de la bebida y acompañó al viajero al exterior.

La mole del Cubo descansaba plácidamente en la noche, ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. Esperando. Por el contrario, a su alrededor el aire palpitaba con una acumulación de tensión, similar a la que precedía siempre a una tormenta.

Norte se despidió de Rek y fue a ver a Zula. Aún no era el momento de enfrentarse al monstruo. Mañana sería un buen día. Ahora necesitaba poner en orden sus ideas, y sobre todo algunos conceptos que todavía no tenía claros sobre la forma de vida de aquellas gentes.

Hizo un gesto muy sutil con la cabeza hacia la Xfinge, a modo de saludo y promesa.

Cuando amaneciera.

Lina

Retrospectivamente, Lina Kolbrand entendía que su destino era ser capitana de una nave estelar. Estaba escrito en una especie de memoria ROM del universo, una tablilla santa que si no había sido destruida ya por los profetas de tiempos remotos, no habría fuerza en el mundo capaz de borrarla a estas alturas.

Durante su infancia en Vai Surugy solía pasarse las horas muertas admirando los dibujos que salpicaban los volúmenes de la biblioteca del espacio. Aprendió a leer con los relatos de los navegantes de la Era de los Viajeros, tiempos de gestas heroicas en los que las Damas de Mandria y sus peregrinos habían guiado a la humanidad hasta la grandeza. Aprendió a soñar con las imágenes desvaídas de grandes hazañas del pasado, y de los gloriosos nombres que las acompañaban, como el de la legendaria capitana Volhé Sairyan y su corcel cuántico, el Desafío Final, o el de su hija, la no menos intrépida Filhas Sairyan-Med, que, según aquellos libros, fue la primera piloto en ver con sus propios ojos la Entidad de Carbono Pensante y datar su antigüedad con los instrumentos de a bordo, una cifra aún mayor que la del propio universo.

Cuán lejanos parecían aquellos tiempos de los actuales días de crisis (tanto económica como ideológica) de la especie humana. Si es que habían existido alguna vez.

Cuando aún no habían cumplido los trece años, su hermana Geishel y ella hicieron público, en un acto solemne celebrado en la cocina, su intención de hacerse pilotos. Se habían pasado muchas tardes en el patio de atrás jugando a ser corsarias, a la cabeza de un clan de piratas de rancio abolengo, jugándose el pellejo en arriesgadas misiones en territorio Ur. Ambas comprendían que las hazañas de las Damas se perdían en la noche de los tiempos, pero aún creían en el espíritu de aquellas leyendas.

Iban a hacer grandes cosas juntas, cosas por las que sus nombres entrarían por méritos propios en los libros de historia, y el de su nave pasaría a engrosar la lista de corceles célebres que harían soñar a otros niños. No todos confiaban en aquel sueño, claro, pero de no haber sido así no habría sido un sueño. Los insoportables gemelos que se metían con ellas en la logoaula pensaban que estaban locas, y se mofaban pisándoles los dibujos que hacían de naves estelares, y los planes de viajes garabateados que por aquel entonces ya empezaban a urdir sus influenciables cerebros. Lina defendía a su hermana cada vez que podía, hinchando ojos y doblando brazos con una fuerza que era más propia de un chico que de una damita del espacio, pero qué demonios, las Damas de Mandria eran mujeres muy fuertes, que no le temían a nada. Ni a las misteriosas entidades divinas que se escondían en el centro de la galaxia, ni a los mocosos gemelos de las logoaulas de provincias.

Con el paso de los años, la realidad se impuso: Geishel acabó regalando su virginidad a un joven sin dos dedos de frente llamado Neit, que se atrevió a irrumpir en sus vidas dejándola preñada cuando aún no había alcanzado la mayoría de edad. El primero de sus tres hijos llegó entonces, en medio de una tormenta de llantos y deudas de juego que el marido había traído como ajuar. En contra de la opinión de él, lo llamaron Jask, en honor al explorador que había descubierto la Espingarda Púrpura. La audaz piloto Geishel Kolbrand colgó entonces su casco y su traje de vacío en el armario, junto con los delantales y pañales, y se labró un futuro como comercial en una empresa textil.

Durante los años que siguieron, la actitud de Geishel hacia su hermana fue agresiva, intolerante en ocasiones, pero guiada por una determinación que Lina jamás había descubierto en su propio corazón. Nunca quiso explicarle los motivos, pero cuando Lina alcanzó la adolescencia y la fase de exploración del sexo opuesto, Geishel se interpuso entre ella y sus amantes. Constantemente estropeaba sus citas, aparecía en los momentos románticos y entorpecía el desarrollo de sus redes sociales. Parecía inmersa en una cruzada personal cuyo objetivo era que Lina estuviese siempre sola.

Enfadada, su hermana acabó por retirarle la palabra, pero Geishel no cejó en su empeño. Atrapada entre varios frentes, un matrimonio en crisis (las escapadas de su marido al casino y sus constantes líos con otras mujeres acabaron por mermar su salud, aunque Geishel esperó unos años para plantear el divorcio, hasta que sus hijos fuesen suficientemente mayores como para entender las razones), y la enemistad de su propia familia, acabaron por conducirla a la bebida. Establecerían una frágil reconciliación años después, pero para entonces Lina ya había ingresado en la Academia Espacial; ya había subido al puente de su primera nave, y estaba a punto de graduarse como piloto de segunda clase.

El día de su graduación, Lina entendió muchas cosas. Geishel fue a verla, sola, sin niños ni marido, sin representantes de la vida que ahora conformaba la totalidad de su mundo. Al verla allí, de pie entre la multitud, Lina supo por qué se había entrometido en su vida. Por qué había impedido repetidamente que los hombres se interpusieran en el camino hacia su sueño.

En aquel momento, Geishel disfrutaba del triunfo de su hermana como si fuera la culminación de sus ilusiones personales. Como si fuera ella la que, en lugar de Lina, estuviese de pie en aquella tribuna, recogiendo su permiso de vuelo, dispuesta a tomar un transporte a la Clepsidra más próxima para desaparecer de un plumazo entre las estrellas.

Aunque le había costado toda una década de errores y desprecio, al menos su hermana se había convertido en una Dama de Mandria.

Luego murió Jask.

Lina intentó convencer a Geishel para que lo dejara todo atrás y se fuera con ella. Le prometió que las dos vivirían en la nave y se harían comerciantes, tal vez corsarias. Pero sus otros hijos estaban ahí, y Geishel no quería que Neit ganase su custodia. A cambio, la hizo prometer que visitaría Vai Surugy tras cada viaje y que le traería regalos de mundos exóticos. Así podría acostarse cada noche mirándolos, e imaginar que había estado allí para ver los zocos llenos de maravillas alienígenas, y los cielos cuajados de planetas anillados.

Con el paso de los años, Lina se deshizo de aquel vetusto primer carguero. Geishel y Neit se reconciliaron. Llegó la época de la piratería. Las incursiones contra los convoyes urtianos le reportaron mucho dinero, que empleó en adquirir la astronave de sus sueños: aquella en la que ya montaban su hermana y ella a los doce años, en el patio de atrás. La llamó Eurídice en honor al sobrenombre que Geishel empleaba cuando enviaba mensajes en clave a los piratas de la Espingarda (el suyo, menos majestuoso, era Dardo azul). Era la mejor nave corsaria que jamás había surcado el Bolzai, con la más sofisticada tecnología de las diferentes especies impulsando su contorno de flecha, y suficiente armamento como para enfrentarse a cualquier peligro. Incluso si venía en forma de maridos con deudas y propensión a la infidelidad.

Así fue como Lina Kolbrand terminó a quinientos años luz de su tierra, llamando hogar al espacio.

* * *

Heith se reunió con ella en la oficina de aduanas. La encontró sentada en una silla, releyendo el formulario que debía cumplimentar para que su carga fuese revisada por segunda vez, y por un equipo diferente de técnicos.

Cuando le explicó lo sucedido, el abogado no pudo por menos que mostrar su asombro:

—¿La fuente energética que rob…?

—¡Ssshhh! —Lina le tapó la boca con la mano.

—Perdón. ¿Dices que esa cosa… ha respondido a las exploraciones de los técnicos del muelle como si estuviese viva?

—Eso parece —resopló Lina—. Los tipos del departamento de cuarentena están que trinan. Creen que lo mejor es catalogar lo que lleva la Eurídice como mercancía peligrosa y requisarla.

—Es comprensible.

—¡Nada de comprensión! Son unos desgraciados. Lo único que quieren es robarme. —Lina soltó un bufido. Un funcionario cejijunto la observó desde el otro lado de la ventanilla.

Heith no estaba seguro de entenderlo.

—A ver si me centro. ¿Quieren intervenir la carga y ni tan siquiera pagarte la tasa de indemnización? El seguro de nuestra nave cubre esta eventualidad.

—Sí que me van a pagar, pero una miseria. Hace un rato, un niñato con corbata intentó convencerme para que firmara un acuerdo de compensación de diez mil fiduciarios. Me dijo que la compañía aseguradora no estaba dispuesta a soltar una cantidad mayor por una mercancía que no podía revenderse.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que hay un montón de cosas que yo tampoco estoy dispuesta a soltar por diez mil fiduciarios. Incluyendo mi orgullo.

Heith asintió. Cogió el formulario y la carta de derechos adjunta, y les echó un vistazo profesional. Los documentos implicaban una compunción pro forma de la actitud de la capitana, pero los argumentos que se argüían carecían de convicción. Si Lina la firmaba, estaría admitiendo solapadamente que se sentía culpable por no delegar toda la responsabilidad sobre su carga a las autoridades portuarias.

—Hiciste bien en negarte. Este botín vale mucho más.

—¿Bromeas? —Bajó la voz—. ¡Son quince mil megatones con degradación cero! ¡Podemos sacar varios millones si jugamos bien nuestras cartas!

Heith se la llevó a un lado, lejos de las ventanillas.

—Escucha, Lina. He estado cerrando todos los negocios que tenía pendientes en la Clepsidra. Si la cosa se complica y los de aduanas avisan a la policía, estaremos en un aprieto.

—Lo sé. —Le acarició la mejilla—. Heith, lo siento muchísimo. Debí haberte hecho caso la última vez. Soy un desastre.

—Está bien. Ya hablaremos de eso, pero ahora hay que largarse. Este asunto está despertando muchas sospechas, y no tardará en llegar a oídos de los urtianos.

La capitana torció el gesto.

—Bah, no se atreverán a venir. Esta Clepsidra está bajo la supervisión del Condominio Mouliz. Sólo pueden…

—Pueden hacer lo que les venga en gana —la interrumpió Heith, mirando de reojo al funcionario. Éste intercambiaba unas palabras con los inspectores aduaneros—. Tienen el ejército más poderoso de la Variedad, eso los autoriza a todo. —La agarró del brazo—. Vamos, tenemos que irnos ya.

La capitana abandonó el insulso formulario en una papelera. La pareja se dirigió hacia la puerta de salida, hasta que fueron detenidos por uno de los inspectores.

—¡Un momento! ¿Adónde cree que va, capitana?

—¿Le importa? Tengo asuntos urgentes que atender.

—Todavía no puede marcharse —la conminó el funcionario—. Los almacenes del muelle seis están paralizados por su nave. Tiene que firmar los permisos de desestibaje para que podamos liberarlos para otros capitanes.

—Lo sé… —Desvió la vista a una puerta con la rúbrica «lavabo de señoras»—. Pero mis «otros» asuntos urgentes no pueden ser postergados —sonrió.

Altanera, se llevó a Heith de la mano, metiéndolo también en los servicios. Un par de mujeres lo miraron ruborizadas.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el abogado, cubriéndose los ojos con la mano, pues algunas funcionarias estaban subiéndose las bragas o se empolvaban la nariz con extracto de hierba Hut.

—Haremos como en los relatos de Mandria. Saldremos por la puerta de atrás a toda prisa, procurando hacer el menor escándalo posible.

—¿Quién es Mandria?

Lina lo ignoró y lo condujo a la ventanilla de los lavabos. A duras penas pudo arrastrarse por ella (meneando el trasero para que cupiese por el estrecho ventanuco). Las otras mujeres inmediatamente abandonaron el reservado. A Heith le costó más.

—Uf… tengo que adelgazar —rezongó.

Estaban subidos a un alféizar desde el que se divisaba el área de contenedores. El edificio que albergaba el departamento de aduanas, un bloque cuadrado de espuma de hormigón, alcanzaba una altura de diez pisos.

Algunas grúas multípodas caminaban como enormes arañas a pocos metros de sus pies. Lina señaló una que se acercaba desde su izquierda. Era un engendro de seis patas y dos potentes turbinas de cuyos colmillos pendulaban contenedores de plastiacero preñados de símbolos comerciales.

—Tenemos que saltar —decidió Lina.

—¿Estás segura?

—¿Prefieres esperar a nuestros amigos? —contestó ella, señalando el lavabo. Las mujeres hablaban con un guardia de seguridad armado con una contundente porra.

Heith tragó saliva y siguió a su novia en el corto salto hasta el andamiaje de la grúa. Estaba más cerca de lo que parecía, apenas unos metros en caída libre, pero el enorme armazón no dejaba de moverse. Heith voló con el aliento contenido en la garganta hasta que sus pies tocaron metal, rezando porque la menor gravedad de la estación (comparada con el estándar artificial de las naves) los ayudase en la maniobra.

Recuperó el equilibrio tras unos instantes de terror, agarrándose a las vigas. Lina, un poco más adelantada, le hizo una señal de triunfo y siguió avanzando por encima del costillaje. La cabina del piloto, una semiesfera de cristal que colgaba de unos raíles, se desplazó en su dirección.

El operario aún no había advertido la presencia de los polizones.

—¡Cuidado, Lina! —exclamó Heith.

Pero ella no le prestó atención. Estaba concentrada en el movimiento de la cabina. Si continuaba retrocediendo, su corpachón se interpondría entre ellos y la escalerilla que descendía a lo largo de las patas traseras, su única posibilidad de bajar a tierra.

Por desgracia, el piloto de la grúa no detuvo el cubículo hasta que estuvo tan atrás en el pescante como para ocultar la escalerilla. Aún no se había fijado en ellos, aunque Heith pensó que no tardarían en avisarlo por radio. Miró atrás y vio la cara estupefacta de un guardia de seguridad mirándolo desde el ventanuco del lavabo. Probablemente estaría decidiendo si su sueldo cubría los riesgos de seguirlos en tan absurdas acrobacias, o si era mejor pedir refuerzos.

Optó por esto último, ya que se limitó a informar a través de su intercom a la central, sin quitarles ojo de encima.

Heith desplazó la mirada hacia la torre de control. A través de las ventanas, pudo ver siluetas de operadores que se llevaban las manos a la cabeza y los apuntaban con el dedo.

—¡Muévete, cariño! —urgió Lina.

Heith la siguió hasta el empenaje de raíles. La capitana hacía equilibrios, acercándose a base de gráciles saltitos a una enorme madeja de cables, de la que partían los cabos de acero que la grúa usaba para afianzar los contenedores.

—¿Qué vas a hacer?

—Bajaremos por aquí. Sígueme.

Ese fue el momento en que el operario de la grúa los vio. Giró la cabina hasta encararse con ellos, con su expresión oscilando entre la estupefacción más absoluta y la indignación, mientras su mano derecha se alargaba hacia la radio.

Heith sonrió, sintiéndose como un estúpido, y lo saludó con una mano. El operario le devolvió el saludo, mientras Lina descendía a tierra en rappel.

El abogado la siguió. Su aterrizaje fue muy poco grácil y rodó por el suelo hasta un charco de aceite. Lina lo ayudó a levantarse y echaron a correr hacia el muelle.

—¡La policía nos viene siguiendo! —avisó la capitana, sin aminorar la marcha. Heith esquivó unas cajas, se apoyó en una para recuperar el aliento y echó un vistazo atrás.

Efectivamente, una escuadra de vigilancia encendía en ese preciso instante los motores de su EV y salía en su persecución. El vehículo, una chalupa descapotada con capacidad para nueve personas, era lo suficientemente pequeño para maniobrar con facilidad entre el laberinto de contenedores.

Preguntándose por enésima vez cómo se había metido en aquel lío, el abogado zigzagueó entre acantilados metálicos y pilares de cabrias. Un exoesqueleto de carga, pilotado por un darsenero lleno de tatuajes, avanzó unos pasos en su dirección intentando cerrarles la vía de escape. El hombre manipuló los brazos de su máquina, abriendo todo lo posible las falanges dentadas.

Lina blasfemó y, en lugar de esquivarlo, corrió directamente hacia su pecho, encaramándose a él de un salto. El darsenero, que no lo esperaba, hizo un ademán de retroceder que el androide mimetizó. Lina se sujetó al arnés del operario, mirándolo fijamente a los ojos.

El hombre le mostró unas encías despobladas. La capitana odiaba a los de su calaña, sus modales de macho sudoroso y la asquerosa grosería con la que le gritaban, alabando sus tetas, cada vez que recalaba en un puerto estelar. Devolviéndole la sonrisa, destrabó el pequeño extintor manual que colgaba junto al arnés y se lo estampó en la cara.

El exoesqueleto también emuló el gesto de dolor que siguió. Lina saltó a tierra, rodando para no hacerse daño, y lo contempló desplomarse cuan largo era. Una docena de cajas volaron por los aires.

La capitana se sintió satisfecha por haberse librado de él, pero la única salida directa al muelle de la Eurídice quedaba ahora bloqueada por los restos de la lucha.

—¡Lina, por aquí!

Heith trató de buscar una salida alternativa. La chalupa policial le cerró el paso, rodeando los contenedores en un amplio giro justo al límite del campo de fuerza presurizado de la Clepsidra. A escasos metros por detrás se abría el acantilado que marcaba el final del muelle, y tras él sólo los campos de contención de oxígeno y el espacio.

Aún no habían disparado. Se limitaron a usar los altavoces para advertirles que se detuvieran, pero Heith pudo ver que algunos hombres armaban sus rifles de contusión.

Lina se arrastró por debajo de una tubería hasta salir por el otro lado. Heith la siguió, metiendo barriga.

—¿¡Adonde diablos estamos corriendo!? —jadeó.

Lina señaló el muelle seis, con la flamante Eurídice anclada a la grúa de servogravedad.

—Si llegamos, creo que podré dejar atrás a las patrullas.

—No vamos a llegar —se lamentó el abogado, sudando a chorros y manchando su elegante camisa de seda—. Ese EV nos cortará el paso.

—No si vamos hacia…

Lina mantuvo la boca abierta, pero no emitió más sonidos. Estaba paralizada, mirando hacia un punto en el espacio. Sus mejillas perdieron color, volviéndose pálidas como el mármol de Huik más puro. El abogado siguió la dirección de su vista, para averiguar qué podía ser más impresionante o aterrador que una chalupa policial en persecución ingrávida.

Casi se desplomó en el suelo de la impresión.

El ciclópeo perímetro erizado de antenas y cañones de un destructor urtiano emergió lentamente desde detrás de la Clepsidra, espantando al enjambre de naves de carga como un carnívoro andando entre pacíficos rumiantes. Medía casi seiscientos metros de eslora y cien de manga, y su característico perfil pretencioso seguía conservando una elegancia natural bajo las enormes redes de gravedad que le habían incrustado en cada extremo, las piezas de artillería que asomaban por todas partes y la aparatosa extensión que, a modo de ariete, surgía como un espolón cromado de la proa.

Los operarios del muelle se paralizaron también, mirando con una mezcla de estupor y pánico al recién llegado. Incluso el EV de la policía se posó, desconectando motores. Desconectándolo todo.

Aunque durante toda la persecución se había negado a admitirlo por puro impulso adrenalínico, en ese momento Lina supo con absoluta claridad que las cosas no iban a salir bien.

* * *

Samuel Verk examinó con desdén la estación de los aerobios. Humanos, gobys, marsupiales, elandis… Si había un lugar en la galaxia donde su apestosa mezcla de residuos gaseosos se combinara hasta el límite de la embriaguez, eran las Clepsidras, esos enormes bulevares donde se aglutinaba lo peor de sus mundos.

A través del ventanal fue testigo de la desbandada: centenares de cargueros y yates de lujo huían cabalgando estelas de impulso, manadas y supermanadas de naves tratando de organizarse para escapar con un asomo de orden. Casi podía oír el vertiginoso latido de sus motores, palpitando en la frecuencia del terror, de la desesperación, incluso de la traición. Cuántos de aquellos desgraciados no estarían ahora mismo dejando atrás a sus propias tripulaciones o familias, para salvar sus traseros antes de que fuera demasiado tarde. Era patético.

No tuvo que sugerírselo: la cognoscitiva Ur localizó a los balandros que quedaban anclados en la estación cuya descripción correspondía con la del supuesto agresor del convoy. Había catorce candidatos, tres de los cuales estaban inicializando sus sistemas. Nueve más ya estaban volando, mezclados con el enjambre, y otros dos permanecían en pista.

No tardarían en despegar también.

Verk esperaba que los urtianos no abrieran fuego sin más. Las Clepsidras, como puertos comerciales usados por casi todas las especies sofontes, gozaban del estatuto de zona neutral. Una paz consensuada que sería peligroso romper, atrayendo sobre sus puestos avanzados las iras de muchas facciones militares. Todo dependía del interés que sus amos tuviesen en recuperar aquel cargamento.

Algo debió suceder. Posiblemente el destructor se había comunicado directamente con la torre de control de la estación, porque ésta radió instrucciones urgentes a las astronaves para que no abandonaran el sistema. Los cargueros zumbaron nerviosos, pero ninguno se atrevió a desafiar las órdenes.

El destructor se aproximó a la Clepsidra. Sin ganas de buscarse problemas, la torre puso a su disposición todos sus privilegios, incluyendo los tankers de combustible y los servicios de reparaciones.

Incluso hubo quien trató de aprovecharse de la situación, pequeños minoristas que radiaron sus ofertas en todas las frecuencias por si a los urtianos les interesaba comerciar.

La cognoscitiva ignoró las llamadas. Se limitó a analizar con detalle la espectrometría de la Clepsidra, sus índices de radiación. Buscaba en silencio.

Un pequeño balandro utilizaba la maniobra Carohus para inyectar potencia en los motores sin ser detectado. Aquel estúpido seguramente pensaba que eso bastaría para engañar a los sensores del destructor. La cognoscitiva analizó la nave, para asegurarse de que la carga misteriosa ya no estaba en sus bodegas. Efectivamente, parecía haber sido desestibada.

Fríamente, apuntó los cañones hacia el balandro.

—Déjame hablar con ellos —solicitó Verk. Aún quedaban algunos segundos antes de que aquel capitán decidiera suicidarse. Podía sonsacarle algo de información.

Catorce segundos, Samuel Verk.

—Suficiente. —Verk se aclaró la garganta—. Hablo al propietario del balandro que trata de escapar. No deseamos hacerle ningún daño. Va a ser abordado y su carga requisada. Si no encontramos lo que buscamos, podrá irse con total libertad.

La nave no respondió. Seguramente pensaría que no valdría la pena; que, tanto si se dejaba atrapar como si trataba de huir, estaba perdida.

—La que está tomando es una mala decisión —insistió Verk. Sabía que a la nave fugitiva apenas le quedaban cinco o seis segundos antes de que el destructor la abatiera—. Si trata de escapar será destruido. Sólo queremos saber dónde consiguió ese cargamento, quién se lo vendió. No tenemos por qué culparle a usted de haberlo robado.

Ésa era, probablemente, la mayor mentira que había dicho en años, pero confió en que el capitán del balandro se lo tragara. O sería peor. El balandro, ignorando sus advertencias, siguió un rumbo errático hasta una ventana de lanzamiento. La cognoscitiva apuntó a su popa.

—¡Deténgase! —gritó Verk, pero el canal de respuesta permanecía mudo—. No sea…

El balandro aceleró, haciendo centellear su arboladura de impulso.

Un quinto de segundo después reventó en una nube de partículas.

Verk sacudió la cabeza, entristecido. Pero lo lamentó aún más por el futuro de sus pesquisas: si aquel pobre desgraciado era el culpable del saqueo, ahora sería más difícil seguirle la pista a la mercancía.

* * *

El resplandor cogió por sorpresa a los que contemplaban la escena desde los muelles. Un ahogado murmullo de consternación se elevó de mil gargantas. Lina y su novio cruzaron una mirada de pánico: la nave atacada era un balandro de línea sospechosamente similar a la Eurídice.

—Vienen a por nosotros —dijo la capitana.

—Te lo advertí.

—Ahora no necesito sermones —gruñó ella, lanzándose a correr hacia la nave. Heith soltó una maldición y la siguió, pasando ante las mismísimas narices de los policías.

Nadie se preocupó por detenerlos. Las fuerzas de seguridad recibieron órdenes de reagruparse: los urtianos habían roto el tratado, abriendo fuego en cielo neutral sobre una nave independiente. Lina dedujo que el asunto estaba a punto de ponerse muy feo a nivel político.

Escaló la rampa de acceso, rozó el panel y tecleó una clave. Al instante, la compuerta de entrada de la Eurídice se cerró. Lina dio la orden casi de inmediato, dejando apenas medio segundo de tiempo a Heith para que la franqueara.

Una vez que el abogado estuvo a salvo dentro, la capitana corrió hacia el puente de mando, ladrando órdenes al Halo:

—¡Conecta los impulsores! ¡Salimos de aquí de inmediato!

La cognoscitiva obedeció, insuflando potencia a los motores. Al llegar al puente, Lina no se detuvo, sino que se lanzó de cabeza hacia el panel de mandos.

Como casi todos los centros vitales de la nave, el puente permanecía en gravedad cero. Eso facilitaba los trabajos de reparación en caso de accidente, pues los técnicos podían acceder a cualquier zona dañada aunque estuviese al nivel del techo.

Lina flotó, acercándose al pozo de hologramas. En cuanto lo alcanzó, sintió que los invisibles tensores de gravedad se entrelazaban sobre su torso y piernas, anclándola al Halo. El puente entró en modo de máxima interactividad, dibujando siluetas holográficas en torno a las manos y la cara de su capitana: cualquier gesto suyo podría ser recogido y tramitado, ahorrando preciosos segundos de verbalización de las órdenes.

—Anclajes fuera. Presión cinco en los impulsores —comunicó mediante gestos—. Prepara una ventana a un año luz, lo más lejos de aquí que puedas. Pero no la actives hasta que te dé la orden.

El Halo realizó los complejos cálculos en tiempo récord. Su mente se llenó de esferas qubit naturales. Encontró una ventana de salida en dirección al gigante gaseoso, lo cual alegró sobremanera a la capitana.

—Muy bien. A ver si nos cogen ahora esos cabrones.

La Eurídice despegó, quedando abandonada a su propia fuerza motriz. Muchos otros cargueros y naves en tránsito hicieron lo mismo: era una estampida. Nadie quería quedarse cerca de un destructor urtiano cuando enseñaba los dientes.

Las fuerzas de defensa de la Clepsidra entraron en escena. Las baterías automáticas apuntaron al destructor, prestas a abrir fuego, pero Lina no subestimaba las defensas urtianas: posiblemente serían capaces no sólo de desviar sus proyectiles, sino también de devolvérselos a sus atacantes a una fracción de su velocidad inicial.

Las naves de patrulla cercaron al destructor. Ninguna abrió fuego: estaba claro que no deseaban forzar el siguiente movimiento.

Verk calificó de vergüenza lo que sentía ante el lamentable patetismo de sus congéneres de raza. Aquella Clepsidra era propiedad de los elandis de Tyr, a quienes creía menos impulsivos que los humanos, pero su reacción ante el peligro venía a ser la misma. Manos a la cabeza y polvo en los pies. Y si se podía, hacer sangrar un poco al enemigo.

Qué decepcionante.

Observador no culturalmente inercial, dinos por qué se comportan así —solicitó la cognoscitiva.

Samuel rió sin ganas.

—La mente de los aerobios es una sinfonía de oxidaciones de combustible. A cada aliento que toman generan basura, desechos que son expulsados en forma de decisiones irritantes. Jamás vais a poder cambiar eso.

La pantalla parpadeó. La imagen que se asomó a ella fue la de la Eurídice, maniobrando para esquivar a otros cargueros en aceleración.

Detectamos un balandro cuyo patrón energético coincide al noventa y siete por ciento con los residuos de enlaces por nucleón.

—Ya lo tenemos —asintió Verk.

La cognoscitiva apuntó hacia la nave furtiva, pero no abrió fuego. En lugar de eso, las bahías de atraque descorrieron sus blindajes. De la panza del destructor surgió medio centenar de cazas con aspecto de manta raya. Se agruparon formando un remolino y rebasaron el perímetro defensivo, destruyendo algunas patrulleras. Las baterías de la Clepsidra abrieron fuego. Los proyectiles rebotaron contra los campos de fuerza del destructor, dibujaron ochos en el vacío y acabaron por perder cinética.

Las patrulleras se enzarzaron en un combate cerrado contra los cazas. Estos se movían como si fuesen un solo ente, un banco de pirañas fluctuando de un lado para otro, rodeando a sus presas y atacándolas desde todas direcciones. Como estaba previsto, los algoritmos de burbuja de sus computadoras resolvían el conflicto sumando las necesidades de cada combate individual, no considerándolo por separado.

Las fuerzas en el bando contrario eran velozmente diezmadas, pero ni Verk ni sus amos perdían de vista aquella simple nave que trataba de huir aprovechando el caos.

* * *

—No vamos a salir de ésta —se lamentó Lina.

A su alrededor, el Halo se había convertido en un rosario de puntos luminosos. Lina flotaba en medio de aquella constelación, sobrecogida por el espectáculo de la batalla: cientos de naves bailando y muriendo como destellos en una tempestad. Pilastras de rubí sólido desgarrando las distancias, estelas de impulso amputadas violentamente por murallas invisibles. Muerte en el espacio.

Heith llegó hasta el puente, casi rebotando contra las paredes debido a los bruscos giros que Lina ejecutaba para esquivar a los atacantes. Se dejó caer en un diván, cuya espuma semiorgánica se ciñó a su cuerpo. Apenas veía la fantasmal silueta de su novia a través de las cascadas de holografía.

—¡Lina! ¿Cuánto falta para la ventana?

—No me distraigas ahora, cariño —murmuró la capitana.

El destructor urtiano puso proa hacia ellos. Una escuadra de cazas se desligó del grupo principal, sorteando la barrera de patrulleras, y aceleró.

Les cerrarían el paso en menos de cinco segundos.

Lina gesticuló en el aire. El Halo tradujo su movimiento y la Eurídice ejecutó un tonel, burlando el radar de la Clepsidra y rodeando con una elegante elipse su ecuador.

Los cazas la siguieron como si olfatearan su rastro. Eran más lentos, pero su número les confería ventaja. Previeron su estrategia y se adelantaron rebasando el eje de giro. Lina se los encontró de frente en la siguiente vuelta.

Maldiciendo, pivotó en 3D, haciendo que la nave rotase sobre sí misma para reubicar el «arriba», y ascendió con un furioso estallido de plasma hacia la enorme columna central.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Heith, viendo cómo se dirigían a velocidad endiablada directamente hacia el armazón de la estación.

—¡Lo que puedo! —Las emociones convirtieron la voz de Lina en un graznido.

—Este trasto tiene armas, ¿no? ¿Por qué no las usas?

—Agoté casi toda la munición pesada en el asalto contra el convoy. Sólo nos quedan algunas armas menores. Haz el favor de callarte y dejarme hacer mi trabajo —le ordenó Lina, sonriendo como una posesa. Había un fuego infernal en sus ojos, una confianza demente en sus posibilidades que aterró a Heith hasta lo indecible. El flujo de números que discurría sobre los lectores de datos se estaba volviendo más denso, y se solidificaba poco a poco formando las arcanas combinaciones que abrirían la quíntuple cerradura de las dimensiones.

Dos milisegundos después, la imagen de la pantalla ya no estaba allí. El abogado tardó en comprenderlo: la Eurídice se estaba aprovechando de las reglas de combate en gravedad cero. Lina cerró la potencia principal de las aspas de impulso, dejando que su balandro siguiera avanzando con la misma trayectoria y velocidad, pero modificando la orientación: el morro se alzó, invirtiendo su posición hasta que la proa se convirtió en popa.

En la pantalla apareció de frente la escuadra de cazas urtianos, disparando ferozmente sobre ellos.

Lina los bombardeó con una salva de torpedos de masa digital. La interferencia sólo duró medio segundo (tal como le había advertido aquel furtivo en las profundidades de la nebulosa, esa arma tenía escaso efecto sobre los procesos lógicos de las cognoscitivas Ur), pero fue suficiente para nublar sus sentidos.

Los cazas no pudieron virar a tiempo. Estaban demasiado cerca del armazón de la Clepsidra y su trayectoria era muy cerrada. La mitad de ellos se estrelló contra el andamiaje que rodeaba la columna de rotación, desapareciendo entre nubes de escoria metálica, sin fuego ni gases. La Eurídice, con la proa apuntando en dirección contraria, aceleró hasta esquivar por milisegundos la colisión, pero su capitana no se detuvo ahí. El resto del enjambre de cazas apareció de la nada, arremolinándose en torno a ellos. Todas las salidas estaban bloqueadas: el espacio en cualquier dirección era un torbellino de cuchillos dirigidos hacia el corazón del balandro.

Heith se encontró rezando a dioses en los que no creía. No había escapatoria.

Entonces Lina hizo virar la nave. La elipse que recorrió acababa justo en la base de la Clepsidra, en la abertura de entrada a su interior, abarrotado por los engranajes de un gigantesco reloj cósmico.

Algunos cazas la persiguieron. Unos pocos rozaron con sus bordes de ataque la pared del tubo, desequilibrándose y estallando sin remedio. Otros lograron entrar, siguiendo al balandro a máxima velocidad por aquel conducto que atravesaba la estación de punta a punta: su columna vertebral, donde se escondían los secretos de la cronomancia.

Lina dejó de respirar cuando las paredes del tubo engulleron a la Eurídice, y permaneció así en lo que duró su periplo hasta la abertura opuesta. Sólo había una forma de hacer aquello, y no admitía error posible. Podía haberle pedido al Halo que calculara la trayectoria, pero no había tiempo: a la velocidad a la que iban, y dada la disposición de la maquinaria que colapsaba aquel angosto túnel, la maniobra tenía que ser perfecta e instantánea.

Así que Lina Kolbrand frunció el ceño, contuvo la respiración y vació su mente de todo: Heith, los urtianos, su cargamento, aquel estúpido burócrata de la aduana con la boca llena de gente… Un blanco celestial sustituyó a su percepción del cosmos. El tiempo pareció ralentizarse.

Con absoluta precisión, hizo girar su muñeca unos grados a la izquierda, mientras con la otra controlaba la profundidad. La Eurídice obedeció, encarando el único ángulo posible para atravesar el túnel y esquivar las máquinas que articulaban el tiempo en su interior.

Lina cerró los ojos. Sus párpados se descorrieron a medida que un recuerdo se hacía fuerte en el blanco absoluto de su cerebro.

Damas de Mandria. Cuánto las había envidiado durante todos aquellos años. Cuánto había deseado tener su propia región de espacio sin cartografiar, su propia singularidad conectada con otro universo virgen. ¿Sería digna ella de ingresar en sus huestes, de portar el estandarte con orgullo sobre el dorado mascarón de proa?

Sea como fuere, estaba a punto de averiguarlo, y las vidas de dos personas dependían de ello.

«Damas de…»

Cuando se atrevió a mirar de nuevo, la luz del sol reflejada en el gigante de gas la saludó en toda su gloria.

Estaban en el otro lado.

Habían cruzado.

Y seguían de una pieza.

Se giró para compartir su alegría con Heith, pero sacudió con pena la cabeza: el abogado se había desmayado.

—Desde luego, los hombres de hoy no aguantáis nada —sonrió, comprobando el radar.

Ninguno de los cazas urtianos que la habían seguido en tan absurda maniobra había logrado sobrevivir. Todos se habían desintegrado en el interior de la torre, dañando el reloj. Eso suponía una complicación, pues los cálculos de los vehículos entrantes y salientes tenderían a solaparse. En un astropuerto en crisis, éste suponía el mayor de los problemas imaginables.

Lina se resignó: el destructor estaba sobre ellos. No había alternativa. La lucidez que seguía a las grandes descargas de adrenalina tenía el curioso efecto de hacer que el fatalismo pareciera no tener sentido.

Facilitándole las últimas instrucciones al Halo, le dio permiso para iniciar el salto. Como en tantas y tantas ocasiones anteriores, el universo quedó reducido a ella y al Halo, y a la tarea de conducir la nave a través de otra violación de las leyes físicas.

* * *

Samuel Verk contempló la maniobra de la Eurídice con sincera admiración. La vio desaparecer en el interior de la Clepsidra como un proyectil azulado, emergiendo un segundo después por el extremo contrario. En cuanto alcanzó la ventana de salto, desapareció, dejando tras de sí apenas un levísimo rastro de plasma.

Nadie comentó nada, ni la cognoscitiva, ni los sistemas pasivos, ni él.

No hacía falta.

Con las manos enlazadas a la espalda, se dirigió a sus aposentos. Samuel se sintió obligado a ofrecer algo a aquel piloto suicida, aunque sólo fueran unas emociones.

Su risa retumbó cavernosa en las cámaras presurizadas del acorazado.