Capítulo 3

Informe horario n.° 6557105 / P 114

Cripto:
3
Asunto:
Informe de daños.
Extensión:
2,330 Lymes; 0,898 segundos de anchura de canal (subvencionado por el Ministerio de Comunicación y Relaciones Panculturales de Ciudad de Cruces).
Adjunto:
Vídeo y audio.
Remite:
Capitán L. Moahed, oficial superior de la nave de suministros NCP Lamento locuaz, en órbita sobre los restos de la colonia minera Rylos II.
Texto:

Es un paisaje de pura desolación. Empezamos a sospechar que algo iba mal cuando la torre de control de la colonia no respondió a nuestras llamadas. En un principio supusimos que tenían algún problema con la antena, pero al sobrevolarla… (pausa de cinco segundos). Están muertos. Todos. Algo ha arrasado la colonia hasta los cimientos. No ha quedado nada, ni los complejos residenciales ni las granjas hidropónicas. La excavación minera, por el contrario, permanece intacta, aunque no hemos detectado señales de vida procedentes de los túneles. Sea lo que sea lo que los atacó, no estaba interesado en robar material […] Jamás había visto tamaña destrucción, y en mi vida he pasado por una guerra y he tenido noticias de al menos otras dos. Quienquiera que haya hecho esto, no demostró la más mínima piedad hacia los aerobios. Los dioses quieran que no hayan sido los urtianos, porque significaría que la guerra ha entrado en una nueva fase de crueldad sin límites.

Verk

Los cruceros urtianos reentraron en el espacio normal a dos años luz del cúmulo Sentrigys. Habían rastreado el objetivo a través de un laberinto de túneles subcuánticos, a medida que ejecutaba cabriolas destinadas a despistarlos entre los recovecos de la realidad.

¿O sólo estaba jugando con ellos?

En una sala presurizada del Ahmar, el observador no culturalmente inercial Samuel Verk asistía fascinado a las evoluciones de la maquinaria pensante Ur. A diferencia de las naves de guerra construidas por los humanos, el sistema de gobierno que regía los destructores Ur no estaba configurado de manera piramidal. No había un capitán, apoyado por consejeros a los que seguía una cadena de mando de enrevesada complejidad. Por el contrario, los centros neurálgicos urtianos parecían sofisticados patrones colmena.

Los seres humanos habían diseñado sus máquinas siguiendo una estructura heredada de los primates: un centro de toma de decisiones, grupos departamentales subordinados que se repartían tareas menores, y un sistema de locomoción autónomo para desplazar el cuerpo.

Las naves urtianas no tenían centro de mando. Carecían de sistemas esclavos. Al igual que los bancos de peces que poblaban los mares de su mundo, la compleja red pensante no disponía de guía, de líder de manada. El pensamiento surgía espontáneamente a partir de reglas muy sencillas de bajo nivel, destinadas a solventar problemas pequeños. Cuando millones de individuos dentro de la gran máquina ordenaban sus peticiones mediante un sencillo algoritmo de burbuja, el pensamiento era una expresión de la necesidad del grupo, una orden muy depurada que podía consistir, simplemente, en «girar veinte grados a estribor».

Verk había visto a los urtianos aplicar ese pensamiento emergente tanto a pequeña como a gran escala. Muchos de sus sorprendentes avances tecnológicos tenían su origen en este pensamiento depurado.

Eso lo asustaba.

Desde las profundidades no presurizadas de la nave (los urtianos habían tenido la amabilidad de rellenar con oxígeno aquella sala, pero el resto permanecía al vacío) llegó un mensaje. Verk se giró y admiró una profunda sima, rodeada de lo que parecían andamios líquidos de geometría cambiante.

La cognoscitiva Ur se comunicó con él. Fue un leve parpadeo, un mensaje alimentado directamente a su órgano de Corti:

Hemos localizado los restos del convoy. Según el informe de los patrulleros, han sido emboscados por piratas humanos. No queda rastro de la carga de enlaces por nucleón.

—¿Tendrá ese suceso algo que ver con la anomalía? —preguntó Verk.

La retumbante voz de la máquina Ur reverberó en las bóvedas de su cerebro:

Parece una acción propia de aerobios. Los restos hablan: la anomalía ha estado aquí con toda seguridad. Es posible que siga oculta en la nebulosa, en alguna parte.

—Entonces estamos en peligro. ¿Sigue claro el rastro?

Hay una variación anormal en la densidad de materia oscura del sistema.

—No sé qué demonios significa eso, pero no me gusta el cariz que está tomando la situación.

Eres un observador no culturalmente inercial, Samuel. Tu absoluto desconocimiento de la cultura Ur te convierte en el vigilante perfecto, en el consejero capaz de enunciar conclusiones no paralelas a nuestra lógica.

—Pero eso no servirá de nada si carezco de datos. Jamás había visto a un Ángel comportarse de esta manera. Parece como si nos estuviese estudiando. —Señaló a la zona más diáfana de la nube—. ¡Allí!

Concentraciones de gas ionizado, triptófanos y carboxilos. Materiales de construcción de aminoácidos. Los excreta en su estela de impulso.

—Sea lo que sea, es panespérmico —murmuró Verk, más para sí mismo que para la cognoscitiva.

Las naves de guerra hablaron entre ellas. Al minuto, el segundo destructor se adentró en el banco de dunas de la nebulosa, justo en la dirección que él consideraba más peligrosa.

—¡Un… un momento! ¿Qué están haciendo? —protestó Verk.

El destructor rebasó los anillos de chatarra, alejándose en solitario.

Sucedió de improviso, un movimiento rápido tras las cortinas de polvo estelar. Una sombra gigantesca se recortó contra el cúmulo perlado de Sentrigys. El ojo de Verk captó esa silueta, pero su cerebro no quiso aceptarla.

El crucero Ur disparó sobre la anomalía. Era la primera vez que la veían junto a una de sus naves: parecía medir cinco kilómetros de longitud y siete de anchura. El gigantesco ente de energía brilló con intensidad, absorbiendo las descargas del crucero, adquirió una forma pentagonal y se lanzó contra la nave urtiana.

Dos microsegundos después, la nave Ur era sólo un recuerdo.

Todo el proceso había durado menos de cuatro segundos. Con un espasmo, la figura geométrica que contenía al misterioso ente titiló, desapareciendo en un túnel R a voluntad.

El experimento se ha saldado con un rotundo éxito. Los datos serán analizados con detalle durante las próximas horas —dijo la cognoscitiva, sin ocultar un leve tono de satisfacción.

Verk sintió un escalofrío. Había decidido cambiar de bando hacía muchos años por motivos que nunca había querido revelar, pero aquel espectáculo de inútil sacrificio, de amputación voluntaria de un miembro de la flotilla a cambio de un simple vistazo del enemigo, hablaba por sí mismo.

Los humanos habían combatido valientemente a los urtianos durante muchas generaciones, pero aquella forma de pensar, la fría predisposición a sacrificarse por el bien del grupo y la precisión de sus estrategias de burbuja, vaticinaban a los aerobios un plazo de vida muy corto.

Charlemagne

La mujer era razonablemente atractiva. Había ascendido por los peldaños que separaban la consulta de la sala de espera ignorando el consejo que ofrecía el felpudo: «Límpiese los zapatos antes de entrar». Su cabello rojizo, que no parecía limpio, estaba sujeto en un moño descuidado, arreglado con prisas. Sin embargo, Charlemagne Ulner consideró que tan sutil descuido no desmerecía el conjunto.

—Señora Velnier —la saludó—. Es un placer verla de nuevo.

—Me alegro de que lo considere un encuentro agradable, porque yo he estado a punto de denunciarlo ante la oficina de protección psicosanitaria.

—¿Y por qué habría de hacer eso, si se me permite preguntar?

La señora Velnier se sentó frente a la mesa, en una silla ergonomica. La consulta estaba decorada para transmitir sobriedad, pero el doctor Ulner se permitía algunos lujos de cara a sus pacientes.

—He hablado con mi marido. O mejor dicho —corrigió—, no he hablado con él durante el último par de días. Cuando salió de aquí parecía haber experimentado una mejoría, pero de repente ha caído en un pozo negro. No come, no se baña… apenas es capaz de hacer nada aparte de montar sus estúpidos puzzles. ¡Se pasa horas mirando algún objeto sin importancia, y cuando lo retiro, sigue con la vista fija donde estaba, como si el objeto aún estuviese allí!

—Es un contratiempo bastante inesperado, en efecto —caviló el doctor, camuflando como asentimientos fugaces miradas a sus pechos—. Cuando firmé el alta de su esposo, había superado con creces los tests.

Ulner se recostó en su sillón, dejando que su vista se perdiera en los volúmenes de la biblioteca, que ocupaba dos paredes de la consulta. Repasó mentalmente varias explicaciones del suceso que sonarían científicamente complejas, capaces de dejar tan apabullada a su cliente que no se atrevería a discutirle ni una coma, pero decidió no practicar ese juego. La señora Velnier podría haberse informado mínimamente antes de acudir a él con su queja, así que decidió divagar en torno a la verdad.

—Verá, Ana… ¿puedo tutearla?

—A estas alturas qué más da.

—Hay determinados pacientes, como su marido —explicó, engolando la voz—, que permanecen la mayor parte del tiempo abstraídos, ensimismados en mundos interiores de gran complejidad. Esto dificulta nuestra tarea, la de los terapeutas, para acceder a ellos. En las preciosas ocasiones en que lo logramos, resulta muy complicado convencerlos para que abandonen ese maravilloso mundo interior que han construido, y remonten peldaños hasta la realidad.

Se levantó de la silla. Fue hasta un armario empotrado junto a unos cuadros de animales enzarzados en una violenta pelea. Extrajo un maletín nacarado y lo depositó sobre la mesa.

La mujer sonrió con la boca pequeña. No se había creído nada.

—Si usted lo dice, doctor. Pero me jode mucho esta situación. Yo he pagado por la curación, no por el tratamiento.

Ulner suspiró. El uso de aquel vocablo malsonante había logrado destruir el poco interés que la mujer había logrado despertar en él. ¿Por qué la gente de clase alta tendía a mostrarse tan simple, tan tosca, en cuanto sus instintos de supervivencia tomaban el control?

—En efecto, señora Velnier —admitió a desgana—. Ha pagado generosamente para obtener resultados. No me gustaría que se marchase hoy de mi consulta sin que yo le dé buenas nuevas, la verdad.

Sacó el escalpelo del maletín, y la mató de frente, disfrutando de la brusca sorpresa que reflejaron sus ojos. La Velnier probablemente no se daría cuenta de que estaba desangrándose hasta que el afilado instrumento hubiera cercenado ya su yugular, girando para dirigirse con fuerza hacia el esternón.

Con una mano apartó su molesto pecho izquierdo. Le resultaba curioso cómo funcionaba la mente humana: antes de admitir el hecho de que la estaba abriendo como a un animal, su refinado sentido común, forjado en el temple de las fiestas caras y los restaurantes de lujo, buscaría cien explicaciones alternativas. La sangre manó mucho antes que la comprensión, y la Velnier dejó de respirar sin caer en la descortesía de aullar pidiendo socorro.

Ulner se lavó las manos, no sin antes envolver el cuerpo en plástico, romperle los huesos y meterlo a presión dentro del mueble bar. Dejó el escalpelo, ya limpio, sobre la silla ergonomica y pulsó un botón: una pequeña escuadra de robots de limpieza surgió de nichos en las paredes, eliminando cualquier huella de sangre que la impertinente señora Velnier pudiera haberse olvidado en la alfombra.

Sus pensamientos viajaron hacia regiones sombrías y deprimentes. ¿Cuántas mujeres le habían contado el secreto de su infelicidad? ¿Cuántos ejecutivos de éxito había tratado, ayudándolos a descubrir su propia identidad, para verlos emerger luego con un aliento ingrato de las profundidades de un bar?

Sonó el timbre de la recepción. Su secretaria, la impávida señorita Glek, le pasó la llamada sin preguntar siquiera si deseaba recibirla.

Cómo odiaba a aquella mujer. Si al menos encajase en el perfil…

El doctor se sorprendió al reconocer el rostro sudoroso que llenó la pantalla.

—¡Mel! Qué agradable sorpresa. ¿Cómo te va, muchachote?

—Char… Gill ya ha comenzado a funcionar mal.

—¿Gill? Pero ¿qué ha pasado? —A pesar de la escasa definición de la imagen, advirtió que la piel de su amigo parecía sudorosa. Sus ojos se movían inquietos de un lado para otro, como si los márgenes de la pantalla pudiesen esconder algún peligro.

—Necesito verte. Ha ocurrido algo terrible. ¡Déjame pasar!

Charlemagne ordenó a su secretaria abrir la puerta. El Mel que apareció en el umbral, encorvado y con las manos envueltas en papel de inodoro público, no era el vagabundo estelar que él recordaba.

Lo ayudó a subir hasta su despacho (el dúplex apenas dejaba espacio para que una escalera de caracol enlazara los dos ambientes) y le permitió usar el servicio. Mel bebió del grifo, abrió el botiquín y se quitó el papel higiénico que envolvía sus manos.

Al ver las quemaduras, Ulner alzó las cejas.

—¡Mel, ¿qué te ha ocurrido?! ¡Debes ir a un hospital!

—No. —Sacudió la cabeza—. No, por favor. Te lo explicaré en un minuto, pero antes déjame vendar esto.

—Pero las heridas…

—Son superficiales. Déjalo estar.

Ulner le dejó hacer. Mel era un astronauta acostumbrado a la soledad del espacio, a cuidarse en prácticamente cualquier circunstancia. Se encaminó al mueble bar para servirse una copa de licor, pero giró en redondo a medio camino.

—¿No hay copa? —preguntó Mel, un poco más tranquilo.

—Tengo el refrigerador estropeado. Todo está a temperatura ambiente. —Recogió con naturalidad el escalpelo de la silla y lo guardó en el maletín.

—El asiento está caliente —observó Mel—. ¿Has tenido visita?

—Sí… una paciente muy pesada que no se sentía a gusto con los resultados de la terapia. La hice salir por detrás. ¿Y bien? —suspiró—. ¿No me vas a contar cómo te has hecho esas heridas?

* * *

Mel se lo contó todo con absoluto detalle, tanto que Ulner supuso que estaba añadiendo datos de su propia cosecha. Relató su odisea desde que despertó en el hospital hasta el espantoso encuentro con los agentes, y lo que había sucedido después. Varias veces tuvo que retroceder para aclarar puntos oscuros en el relato, pero al final todo parecía encajar. Era una clásica fantasía con tintes paranoicos.

Cuando terminó, el doctor Ulner parpadeó por primera vez en cinco minutos. Tomó notas en el ordenador e hizo preguntas sibilinas, con la intención de atraparlo en alguna contradicción que demostrase que le estaba mintiendo. Pero el astronauta sorteó todas las trampas: fuese o no una fantasía, lo cierto era que, en su cabeza, el relato parecía coherente.

—Así que… viste aquel artefacto brillante, flotando en el apartamento de tu pareja —resumió—. Junto a un gato que estaba vivo y muerto a la vez. Y justo después comenzó la pesadilla.

—Creo que ya había comenzado mucho antes. Los militares hablaron conmigo, me dieron a entender que algo raro sucedía con los supervivientes de la expedición del Lazirian.

—¿Supervivientes? ¿Hubo alguno más aparte de ti?

Mel se repantigó en la silla, que todavía conservaba el calor de la mujer asesinada. El sudor manaba sin control de su frente.

—No lo sé… No… —Se estrujó las sienes—. No recuerdo qué me dijo exactamente aquel militar. Todo se ha vuelto confuso. Desordenado.

—Entiendo.

Mel pareció sorprendido.

—¿De veras?

—No. Era un comentario de cortesía. Oye —se inclinó sobre la mesa—, dices que Gill tiene algo que ver con esto, ¿no? Que ya no es el programa de control psicométrico que te instalé hace años.

—Debe de quedar muy poco de eso en ella. ¡Mierda, me siento como si tuviera las manos atadas! Y la forma de matar a aquellos tipos es… fue… tan ilógica. Tan de… de pesadilla… —Cerró los ojos—. No usé las manos. Sólo me las quemé. Es como si llevase un asesino en potencia detrás de mi propia frente, peligroso hasta para mí mismo.

Charlemagne parpadeó al oír esa palabra.

—Puede ser que lo imaginaras todo, o que lo interpretaras de esa manera tan irreal porque ya cargabas con una retahíla de hechos confusos. A veces lo hacemos de manera automática para conferir un asomo de lógica al caos que nos rodea.

—Deja de psicoanalizarme, joder. Te digo que ella los mató. Gill. Expulsó algún tipo de energía a través de mis ojos que… —Enmudeció, dándose cuenta de lo ridículo de la idea. Estalló en carcajadas nerviosas—. Es increíble. Es el mal del espacio. Me está destrozando la cabeza, ¿verdad?

Ulner lo examinó, jugueteando con su pluma favorita.

—¿La has desconectado?

—¿A Gill? Creo que sí. Pronuncié la clave psicosomática que la desactiva, como me enseñaste.

—Perfecto. Sígueme.

Lo condujo a una habitación anexa, un pequeño laboratorio. Apartó una chaqueta arrugada de un taburete y sentó a Mel frente a una máquina.

Mientras se dejaba adherir unos electrodos a las sienes, Mel preguntó:

—¿Puedes extraérmela?

—¿A Gill?

—Sí. No quiero que esa zorra siga rondando por ahí dentro. Tengo miedo de lo que pueda hacerme.

—Me temo que no va a ser posible —carraspeó Ulner—. No sé si recuerdas el contrato que firmaste: las unidades psicométricas son juguetes demasiado complejos para desenchufarlos sin más. Son de inmensa ayuda para poner en orden tus problemas; pero una vez que aceptas a una como huésped, tiene que completar su vida útil y degradarse por sí misma. Hasta entonces no se puede extirpar.

—¿Cómo que no? ¡Podrías meter tu bisturí y cercenar su CPU, o lo que sea que gobierne esa cosa!

Ulner presionó unos botones y la máquina zumbó. Los resultados aparecieron en una pantalla. Mel vio una especie de patata atrofiada, irregular y llena de manchas violáceas, en nada parecida a los dibujos del cerebro que había visto en su época de estudiante.

—Está en falso color —explicó Ulner—. Las zonas blancas expresan una actividad de ochenta microvoltios. Es el umbral de lo que llamamos «pensamiento», lo que estás usando ahora mismo.

—¿Y las amarillas?

—Áreas de actividad latente. Zonas que tu cerebro usa como almacenes, para servir de apoyo a las principales. Estas otras —señaló las coloreadas en violeta—, son Gill.

Mel contempló el gráfico, estupefacto. El violeta se había extendido hasta abarcar amplias zonas de la masa cerebral. Se le antojó una suerte de cáncer, un tumor maligno con conciencia de sí mismo.

—¿Todo eso es ella? —exclamó.

—Ya te lo dije: Gill no tiene CPU. Lo tuvo en una época inicial, lo que consideramos la «infancia» de estos vigilantes. Pero para operar más fácilmente sobre ti ha tenido que expandirse. Ahora es todo software y neuroespacio.

—Es… increíble.

—Sin embargo, aquí se aprecia algo muy extraño. —El doctor señaló una zona pintada de gris.

—¿Qué es eso?

—No tengo ni la más remota idea —confesó Ulner con la voz muy tranquila—. Pero seguro que está relacionado con ella. Fíjate cómo rodea sus áreas más importantes y las enlaza con el resto, como un pequeño sistema de acueductos. Parece una minúscula obra de ingeniería.

—¿Y qué conducen esos acueductos, si puede saberse?

—Quién sabe —murmuró Charlemagne. Por primera vez parecía darse cuenta de que tenía algo realmente insólito ante sus ojos—. Puede que transporte información en forma de neurotransmisores. O memorias de caché apoyadas en las glías. Humm… —tamborileó con los dedos en su propia barbilla—. Jutnar Cesbron podría arrojar algo de luz sobre esto. Es el mayor experto en entes psicométricos que conozco —aclaró—. Enseña programación de neuroespacio en la Universidad de Cruces. Podría llamarlo, si no tienes inconveniente.

—Por favor, hazlo —invitó Mel.

Rápidamente, Ulner se puso en contacto con la secretaría de la universidad. Tardó unos minutos en conseguir que le pasaran con Jutnar. Un rostro orondo con una nariz torcida apareció en la pantalla. Su cabello se descolgaba en unas patillas el doble de largas de lo habitual.

Tras escuchar las esquemáticas explicaciones de Ulner, aventuró:

—¿Un polivirus?

—Poco factible —negó el doctor—. Había pensado en algún tipo de caché de intercambio de memoria. Puede que cultive neurotransmisores para uso propio, al estilo acuicultura.

—¿Y para qué iba a querer ese programa tanta capacidad de transmisión? Acuicultura de neuronas… No, no es lógico. Si me traes mañana al paciente, le echaré un vistazo.

—Gracias, Jutnar. Te debo un trago.

—Si algún día hiciéramos la cuenta de todos los que me debes… —sonrió el profesor, cortando la comunicación.

Charlemagne paseó sin rumbo por su propia consulta. Dudaba que su actual estado de excitación se debiera sólo al imprevisto enigma que Mel había traído a su consulta (cuando mataba, el disparo de la adrenalina siempre le duraba varias horas, como si se hubiera inyectado un cóctel de drogas), pero la sensación era embriagadora.

Gill, la vieja Gill. Le había puesto ese nombre cuando se la instaló a Mel en honor a su última víctima, una dama demasiado aficionada a empinar el codo. En aquel momento le resultó gracioso que el recuerdo de la víctima quedase navegando para siempre dentro de la cabeza de otro de sus pacientes, como una especie de vocecilla de la conciencia, un fantasma electrónico, dictándole las normas para ser buena persona y no hacer, jamás, jamás, lo que le habían hecho a él. Curiosamente, había sido aquella mujer, la Gill original, quien le había enseñado a apreciar con tanta pasión las virtudes del licor.

Cuando regresó al laboratorio, notó que algo sucedía: Mel se frotaba la parte de atrás del cráneo con los nudillos, tan fuerte que estaba a punto de hacerse daño.

—¿Qué te ocurre? —se alarmó.

—Está despertando.

—Eso es imposible. Gill no puede reactivarse a sí misma después de introducir la clave.

Mel se puso en pie, arrancándose los electrodos de la frente.

—Está despierta —dijo gravemente—. Siento cómo te observa a través de mis ojos.

El doctor Ulner lo miró y se sintió vigilado por alguien que no estaba presente. Alguien bautizado como una mujer asesinada.

Zhinz

El río abría un ancho sendero en la selva. Mientras Jules se curaba el pie con la sabiduría destilada en unos frascos que había encontrado en la enfermería, Zhinz se preocupaba en volcar todo su peso en la pértiga. La nave flotaba mansamente corriente abajo, guiada por el instinto de supervivencia de la walab.

Zhinz contempló a su amigo respirador de oxígeno, sentado sobre el estabilizador de popa. Estaba encorvado, aplicándose un ungüento en el muñón del pie derecho. En su arriesgada maniobra de enjaezamiento de la walab, uno de los machos le había amputado tres dedos de un mordisco.

—No se puede jugar con esos malditos bichos y salir ileso —mascullaba, contrayendo los músculos de la cara en un rictus de dolor—. Esto me pasa por imbécil. Mira que Lepp me lo advirtió.

—¿Quién ser Lepp, amigo-Jules?

—Un antiguo colega del gremio de recolectores, en Puerto Kaidok. Fue quien me enseñó a pescar walabs en los afluentes del Elos.

—Debe ser hombre valiente / arriesgado / …

—No es. Era. Se lo comió un macho con malas pulgas durante un desove. Aunque realmente fue culpa de él: se había agarrado una cogorza de miedo la noche anterior, y no se le ocurrió mejor manera de celebrarla que echarse al agua con un arpón. Los pescadores sacaron lo que quedaba de sus miembros con una red.

—Estúpido fue.

Jules asintió. Por motivos culturales complejos, los marsupiales no compartían la necesidad de honrar a los muertos que profesaban los humanos.

—Supongo que la estupidez está arraigada profundamente en todos nosotros, aunque no queramos admitirlo. Dime, ¿por qué te has callado la tercera acepción?

—¿De qué hablas, amigo-Jules?

—Me pareció entender que la palabra «valiente» es trisinonímica en cumular uno. ¿Cuál es la tercera acepción?

Zhinz bajó la vista.

—… /Idiota.

Jules soltó una carcajada.

—¿Lo ves? Hasta tú sabes de qué va esto, en el fondo. De idiotez pura y dura, nada menos.

Algo se acercó flotando por el río. Zhinz lo contempló con asco mientras lo rebasaban: era el cadáver de un cuadrúpedo de gran tamaño, un toro barbado. Flotaba panza arriba, con la piel llena de pústulas y abscesos, como si lo hubiera derrotado una violenta enfermedad.

—¿Ves eso, amigo-Jules? —preguntó Zhinz, intranquilo.

El humano inspeccionó la ribera.

—Probablemente habrá mantis cartilenas por los alrededores —gruñó—. Parece el efecto residual de su veneno. Ten cuidado a partir de ahora, no dejes de vigilar la selva.

Un acceso de miedo hizo temblar las robustas piernas de Zhinz. Había oído hablar de las mantis, enormes depredadores oriundos de las zonas tropicales del planeta. Eran reliquias del período carbonífero que habían sobrevivido alimentándose de mamíferos grandes cuando podían, y libando depósitos de hidrocarburos cuando no. La única forma conocida de matarlos era cercenando su cabeza y dejando que el cuerpo muriese de hambre a las pocas semanas.

Un chapoteo evidenció el nerviosismo que se había apoderado de la walab. Jules la espoleó aplicando electricidad al cable.

—También huele el peligro.

—¿Estaremos a salvo / protegidos de en el centro del río, amigo-Jules?

—No apostaría por ello. Las mantis pueden saltar docenas de metros. Si llamamos su atención brincarán sobre la nave y nos ensartarán. —Agarró con fuerza las bridas—. Podríamos escondernos dentro de la nave, pero nos arriesgamos a que nuestro corcel se vuelva loco.

El humano y su compañero prolongaron el silencio.

—Vamos abajo.

—De acuerdo / por narices.

Entraron rápidamente a través de la esclusa, asegurándola. Descendieron la escalinata hasta el pasillo central y cerraron también la compuerta. Puede que aquellas medidas de prevención fuesen sólo psicológicas, pero ambos suspiraron aliviados al sentir el peso de tantas planchas de plástex sobre sus cabezas.

—¿Qué hacemos ahora, sabio-amigo-Jules?

—No tengo la menor idea —dijo el humano, desplomándose sobre el suelo. Zhinz se sentó a su lado—. Esperar, supongo. Y confiar en que nuestra buena amiga walab nos remolque hasta que salgamos del territorio de esos monstruos.

—Este viaje / periplo no estar resultando como esperaba, no —se quejó el marsupial. Su gimoteo provocó un acceso de simpatía en Jules.

—¿Por qué abandonaste tu nido, Zhinz? ¿De veras estáis pasando tanta hambre en vuestra roca?

—Guerra / conflicto contra malditos urtianos cobrarse también bajas en nuestros campos. Hambre atenaza. Pequeñas crías mueren. Y otras que deberían haber muerto, sobreviven. Paradójico es.

—La guerra es una mierda.

—Lo es / serlo. Mi especie se siente impotente, incapaz de detenerla / pararla. No buscarla, no tener intereses en ella, pero sufrirla igualmente.

—No te preocupes, amigo. Si logramos llegar a Puerto Kaidok y descubrimos cómo sacarle partido a la cosa brillante que vimos en la bodega, te daré el trei… el veinte por ciento.

—¡Generoso-amigo-Jules!

—No me des las gracias. Estamos juntos en esto.

El humano se masajeó el muñón del pie. Volvía a sangrar.

—¿Puedo hacerte / formularte una pregunta, amigo-Jules?

—Dispara.

—¿Quiénes eran aquellos humanos que te acompañaban en la cascada?

—Carroñeros. Una banda que operaba cerca del afluente del Elos. Ellos se…

Jules se irguió.

Zhinz dio un respingo, mirando asustado en todas direcciones.

—¿Qué ocurre, amigo-Jules? ¿Mantis?

—¡No, carroñeros! Hiena, creo que acabas de dar en el clavo.

—¿Qué haber hecho ahora?

Jules cojeó hasta el puente, se aproximó a una mesa de cartografía y pulsó unos botones. Una imagen brilló bajo el cristal holográfico. Jules le propinó un puñetazo, tras el cual la máquina pareció funcionar mejor. Un mapa del río y sus tributarios se alzó crepitando.

Jules señaló un punto cercano a una confluencia de cascadas.

—Ahora estamos aquí. Si tenemos suerte, la corriente nos conducirá hacia este lago.

Zhinz observó el mapa. A casi un centenar de kilómetros de distancia río abajo esperaba Puerto Kaidok, en una estratégica posición desde donde podía interceptar los envíos de troncos que los madereros conducían por el río como bancos de revoltosos salmones.

—Tal vez pasemos cerca del campamento base de los carroñeros —continuó Jules—. Cuando me tropecé con ellos estaban instalados en torno a esta curva. —Siguió con el dedo una línea verdosa—. Sus arponeros cazan mantis en el linde de la selva.

—¿Y por qué se arriesgan en tan peligrosa / absurda empresa?

—¿Recuerdas el toro barbado? El veneno que inyectan en sus víctimas vale una fortuna. Creo que si ponemos proa hacia… ¡espera!

Zhinz también lo sintió: una leve inclinación hacia babor de la estructura.

Jules y el cruzaron una mirada de pánico. Sólo el peso de algo grande que de repente se hubiese posado sobre la nave podía inclinar el eje de flotación de esa manera.

El peso de un insecto monstruoso de más de nueve metros.