Capítulo 2

Informe horario n.° 6557092 / P114

Cripto:
0
Asunto:
«Por allí resopla», dice Ishkan (No hay datos aclaratorios).
Extensión:
4,501 Lymes; 0,0023 segundos de anchura de canal (subvencionado por el Ministerio de Comunicación y Relaciones Panculturales de Ciudad de Cruces).
Adjunto:
Sólo audio.
Remite:
Astronave NCP Zindell (número de identificación disponible para personas autorizadas) en ruta hacia la frontera con el Mar de Bolzai.
Texto:

[…] cosa jodidamente grande! Bloqueó nuestra pantalla de aceleración con su estela. Nunca habíamos visto nada igual. Triangulamos nuestra posición con los púlsares P8234+4197 y P1003-9180 por si hay más naves cerca que puedan confirmar el avistamiento. Nos ha venido siguiendo media docena de zánganos urtianos desde que rebasamos el núcleo cometario de Langs. Hay mucha actividad en la frontera. ¿Me está recibiendo alguien? Creo que ellos también lo han visto. Tiene que ser real, el maldito hijo de p… […]

Norte

El pueblo del Cubo no parecía incómodo con su presencia, ni tan siquiera molesto por su ofensiva declaración de intenciones. «He venido para matar a vuestro dios», les había dicho Norte, y en cierto modo era cierto, aunque las probabilidades de conseguirlo se le antojaban ínfimas. Seguramente, eso era lo que los tranquilizaba. Aquellos hombres y mujeres tatuados sólo estaban allí esperando acontecimientos y ofreciéndole hospitalidad, como el tipo de gente noble y sencilla que hacía eones desapareció de los libros de historia.

Se llamaban así mismos los Axha. A Norte le gustaba aquel nombre. En varios dialectos arcaicos que él conocía, esa expresión podía traducirse más o menos por «la síntesis de todos los dogmas». Era más un principio filosófico que un indicativo de lugar o de procedencia, y era lo que definía a los moradores de aquel poblado que crecía apoyándose en los márgenes del Cubo. Por qué entre ellos sólo había humanos, y no otros sofontes de cualquiera de las Quince Especies, era algo que aún se le escapaba. Pero en el poco tiempo que llevaba a su lado, como huésped, ya había averiguado cosas interesantes: que eran personas muy religiosas, que gran parte de los misterios de fe a los que rendían pleitesía eran variaciones matemáticas, y que veneraban por encima de todo a lo que creían que era el resumen hecho piedra de los misterios del universo: el Cubo.

Aquella gente, sin embargo, tenía un motivo distinto al recelo o al miedo para no quitarle ojo de encima: la pura y simple curiosidad. Norte era un anciano, una persona vivaz y muy fuerte pero que no podía en modo alguno ocultar que había rebasado los setenta. La persona más vieja de los Axha, en contraposición, no superaba los cincuenta años.

Él ya se había encontrado antes con ese fenómeno en comunidades aisladas: se llamaba «obsolescencia evolutiva», un mecanismo de supervivencia de algunas comunidades ante la falta de recursos y la dificultad para transmitir la información genética. En eras pretéritas, los ancianos de la tribu permutaban su valor como cazadores y recolectores con el de pozos vivos de sabiduría. Dejaban de ser fuertes, o ágiles, pero eran necesarios para servir de ancla moral e intelectual de los jóvenes, como libros vivos que podían instruirlos sobre el pasado y el futuro. En las tribus aisladas modernas no sucedía así, y la culpa la tenía el desarrollo del lenguaje.

La capacidad de los sofontes para transmitir ideas, bien a través del boca a boca generacional, bien en un soporte cifrado (como libros o terminales de datos), implicaba que el precioso tesoro intelectual de los ancianos podía ser asimilado por los jóvenes en un tiempo inusitadamente corto, y con una efectividad fuera de toda duda. Ya no hacía falta la presencia física de los mayores para aconsejar a la tribu; bastaba con recurrir a los escritos, cuyo lenguaje era tan complejo que podía sintetizar cualquier idea, por extraña que fuese. Esa versatilidad de la palabra provocaba que la vejez se transformara en una enfermedad, en un estado de decrepitud sin valor evolutivo, y la propia evolución se encargó de erradicarla. En tribus como la de los Axha, las personas morían al alcanzar determinada edad. No se sabía por qué, ni cómo, simplemente se marchaban de sus casas para que se los tragara el desierto. En ocasiones, era el desierto el que acudía a ellos para llevárselos. Su legado verbal era lento y torpe, y su final una tumba en un cementerio perdido lleno de antiguos marfiles.

Norte se preguntó, mirando al Cubo, si aquel artefacto no sería lo único que el desierto no podía arrebatar a sus fieles, lo único que no podía arrastrar con sus vientos hacia la nada y el olvido.

* * *

Se llamaba Zula. De todas las jóvenes recientemente tatuadas, era la que permanecía más tiempo cerca de Norte. No había visto, por lo que le había contado una tarde, un hombre tan mayor como él en toda su vida. La primera vez que lo vio desnudo, aseándose en una bañera con agua de lombriz de arena, el estupor se le propagó por la cara como un incendio descontrolado. El anciano se estaba frotando la curtida piel; el enrejado de sus costillas daba la impresión de que el pecho le sobresalía, pero sólo era la delgadez propia de la edad. Su envoltorio era una piel que parecía un campo de arcilla; sus motores, músculos que formaban protuberancias sobre los huesos. Había tanta distancia entre su cuerpo desnudo y la vibrante juventud de Zula como entre los estilos de vida de sus planetas natales. Pero a la joven esa fealdad intrínseca no parecía molestarla. La primera vez que sorprendió a Norte en la bañera se marchó corriendo, asustada por la promesa de lo que el tiempo podía llegar a hacer con su cuerpo, pero las siguientes veces permaneció a su lado, e incluso lo ayudó a lavarse.

En una ocasión, en la tercera o cuarta semana de su estancia allí, le preguntó:

—¿Por qué has permitido que le pasase esto a tu cuerpo, lanhut?

Norte estaba sumergido hasta la cintura en la secreción de lombrices, y tenía el cabello cubierto por aquel líquido hediondo. Los Axha lo usaban en lugar del agua porque dejaba una pátina de aceite sobre la piel que protegía contra los rayos UVA y la abrasión de la arena del desierto. Zula le estaba frotando la espalda con una esponja de helechos mientras contemplaba absorta sus arrugas. El mapa de su senectud.

—No es que yo lo haya permitido —sonrió Norte, contento porque ella lo llamase así, lanhut, «la duna lejana», una metáfora sobre lo que no se entiende, lo abstracto—. Es que las cosas naturales son de esta manera. Me temo que he llegado a la fase en que la vida reduce a un hombre a lo elemental. No puedo quejarme, porque en cierto modo disfruto de una salud que ya quisieran muchos.

—No lo discutiré, pues nada sé de estas cosas —murmuró la joven. Los tatuajes que lucía sobre los pechos desnudos brillaban con el aceite del lapsa (así se llamaba el jugo de lombriz), creando mandalas que bailaban al sol—. Pero ¿por qué te empeñas en conservar esta carcasa? ¿Por qué no reciclarte y renacer en una nueva expresión de tu alma?

Ésa era una parte del misticismo de los Axha que a Norte le había costado bastante esfuerzo comprender. Ningún Axha temía a la muerte porque creían firmemente en la reencarnación, aunque ésta sólo se aplicaba a la esencia del individuo, no a sus recuerdos ni a un hipotético karma acumulado en vidas pasadas. A diferencia de otras religiones, la de los adoradores del Cubo contemplaba una limpieza total del espíritu cuando morían, para regresar limpios y libres en una nueva manifestación de su yo. Nadie arrastraba recuerdos, pecados o culpas de un ciclo al siguiente. De ahí que el ramidabra, esos mandalas que contaban la historia de cada uno en su piel, se hiciera desaparecer al morir.

—Es un punto de vista interesante —asintió el viajero—, pero no casa con mi forma de ver la vida. Compréndelo, llevo muchas décadas acumulando experiencia y sabiduría, reuniendo la mayor cantidad de bits de información que me fuera posible, como para borrarlo todo de un golpe y nacer otra vez para aprenderlo. Para mí sería un enorme esfuerzo desperdiciado.

—La vida nunca se desperdicia. Se vive —dijo ella, como si fuese una verdad que los niños nacían sabiendo. Norte se puso en pie y dejó que ella le frotase las nervudas piernas. Zula ya lo había visto desnudo muchas veces, pero no dejaba de asombrarse por sus codos (tan redondos que parecían albergar cojinetes de bolas aceitadas) o por los huecos en hombros y caderas, un relieve del que colgaban unos genitales apergaminados y casi reabsorbidos por el cuerpo. Cuando se los tocó para lavárselos, Zula le preguntó si aún era capaz de concebir hijos.

—La verdad es que nunca me he preocupado por eso —reflexionó Norte—. He viajado por tantos mundos y he visto tantas cosas que supongo que mi único vástago será la herencia de conocimientos que deje tras de mí.

—Eso es triste —opinó ella—. Con un montón de libros no puedes jugar al «ven, que te persigue la lombriz». O sentir su calor cuando es de noche y estás durmiendo bajo la duna.

Norte asintió.

—Es cierto. No puedes. Un niño es como un libro en blanco esperando a que escribas en él. Absorbe datos, no los da.

—Sí que los da. —Las frases de Zula eran cortas y contundentes, sin malicia pero sin posibilidad de discusión. Era la forma de hablar de aquella gente, producto de años y años de observar la vida sin sacar conclusiones. De acumular ideas simples y enseñanzas básicas. Norte se descubrió incapaz de sostener una conversación razonada con ellos, pero no porque no quisieran escucharlo, sino porque, por primera vez en su vida, no tenía argumentos para impugnar sus discursos.

—Los niños enseñan muchas cosas —prosiguió la joven, exprimiendo la esponja de helechos en un recipiente. Allí no se desperdiciaba nada, y mucho menos el agua, ni siquiera la sucia—. Nos hacen recordar experiencias que creíamos olvidadas, y que en su momento fueron importantes para que entendiéramos el mundo. Los niños hablan a todas horas, aunque no conozcan palabras.

—¿Has tenido hijos, Zula? —preguntó Norte, intrigado. Aquella joven era apenas una adolescente, pero hablaba como alguien con muchos más años y experiencia vital. Le gustaba.

—Aún estoy esperando a mi pareja adecuada —fue su respuesta. Tan sencilla y directa como todo lo demás en ella.

Zula acabó de lavarlo y le tendió algo parecido a una toalla. Era sólo para que se quitase el aceite de los ojos, ya que el resto del cuerpo debía secarse al sol, sin frotar, o la pátina protectora desaparecería.

La joven se despidió de él y fue a atender sus demás quehaceres. Su hermano de mandala (un joven cuyo tatuaje matemático expresaba un corolario al de la propia Zula) la estaba esperando para que lo acompañase a cazar lombrices de arena. La sombra del Cubo cayó sobre ella y unos niños que la rodearon mientras se dirigía a su cubículo, como si la oscuridad fuera una égida que protegiera a aquellas personas de los peligros de la necedad o la sinrazón.

Norte no pudo sino coincidir con el criterio de aquellas gentes. Teniendo jóvenes tan ilustrados y decididos, ¿quién necesitaba viejos?

Lina

La Eurídice completó el salto hasta la Espingarda Púrpura, a poca distancia de un gigante gaseoso al que los pilotos habían bautizado como Horus por su semejanza con un colosal ojo verdinegro. Tuvo que hacer cola junto a su delgado anillo de polvo, esperando a que la torre de control de la Clepsidra le diera permiso para aproximarse. Tras tantas semanas en el espacio, a su capitana se le antojó una demora insoportable, pero era consciente de los motivos: los túneles que usaban las naves de gran tonelaje tendían a interferirse unos con otros, dificultando las maniobras de atraque. Las cognitivas de cada nave mapeaban la estructura del tiempo local, cartografiándola con malabarismos cuánticos asincrónicos, y lo atravesaban como una dimensión espacial más. Por eso, las estaciones no eran otra cosa que gigantescos relojes cósmicos, en torno a los cuales las especies sapientes habían edificado sus muelles mientras navegaban al son de su música. Los humanos mantenían funcionando uno de segunda categoría en la Clepsidra, justo por debajo de su ecuador de giro.

Lina soportó la demora y dirigió su balandro al hangar principal, cayendo hacia el reloj como un arpegio en una sinfonía de cronomancia tecnológica. Los pilotos comenzaron a enviarse sus respectivas imágenes, de nave a nave, mientras hacían cola, y pronto hubo cabezas flotantes de mercaderes, contrabandistas, fugitivos, cazadores y cartógrafos en todos los Halos. Lina creyó reconocer a algunos. Una mujer cuyo pelo crecía formando palabras sobre su cráneo la saludó mientras comía bombones. Sus palabras fueron apenas comprensibles, una burbuja de saludos y buenos deseos a través de una boca llena de chocolate masticado. Lina la saludó también, a sabiendas de que esa mujer era en realidad un corsario que le había tirado los tejos en más de una ocasión. Era muy raro que un piloto cambiase de corcel a lo largo de su vida.

En cuanto tuvo vía libre hizo un picado sobre la pista y ancló la nave en una grúa de gravedad. El bullicio de los muelles estimuló en su cerebro algo parecido a un sentimiento de nostalgia, de regreso al hogar. Esquivó exoesqueletos de carga, cruzó los raíles de enormes grúas y saludó a un viejo conocido antes de entrar en los edificios de la colonia. Penetró en atestados pasillos que olían a polvo, vino rancio, cebollas y pescado. Era un verdadero placer volver a respirar aire refinado, el olor del césped artificial y el del pan recién horneado, el perfume a conversaciones sin prisa en salones llenos de tazas humeantes. Su mente le decía que allí no había tantos seres humanos como parecía, que el rumor del hormiguero era un efecto colateral de los meses de aislamiento dentro del Halo; pero Lina disfrutó observando aquellos enjambres de humanidad mientras iban de un lado para otro, como invasiones planificadas de chinches, intercambiando bienes materiales o intelectuales y anécdotas de sus respectivos viajes. Cientos de pilotos que normalmente estaban esparcidos por el cúmulo como diamantes arrojados al océano, se reunían para engarzar sus propias vidas con las de otros desconocidos, una fricción de la que no sólo surgía sexo, hambre, venganzas, amor, hijos, odio o hagiografías de personajes famosos, sino algo mucho más sutil. El sentimiento de pertenecer a algún sitio, a una especie, a un colectivo. A una idea.

Lina cogió número para ser atendida en la oficina de aduanas, e intentó convencer al funcionario para que le concediera un visado de prioridad en la inspección. El hombre frunció el ceño de cuatro o cinco maneras complejas, y decidió que no merecía la pena molestar a los tasadores antes de su descanso del mediodía. Su expresión era imposible de describir, una especie de estupor reacio a comprender los garabatos que Lina le mostraba en las casillas del formulario, como preguntándose qué argucia tenía en mente. Además, el tipo tenía algo realmente perturbador en su sonrisa: caras. Caras de gente. Aquel individuo, siguiendo probablemente los cánones de un ritual o una moda absurda surgida de la contracultura más teológica, se había tatuado rostros humanos en el esmalte de los dientes. Puede que fueran los de su familia o amigos, la gente que más quería en el mundo y a los que quería mostrar al mundo orgulloso, o los de aquellos a quienes más odiaba, para darse el gusto de masticarlos a diario, pero lo cierto era que cuando sonreía su boca parecía una manifestación.

De allí poco más iba a sacar, aparte de un asco que le estaba revolviendo el estómago. La capitana esperó a que le diera la espalda para enseñarle la lengua, y se marchó al cubículo que tenía arrendado en la estación.

Esa traba administrativa complicaba las cosas: mientras más tiempo permaneciera la carga quemándose en sus bodegas, mayores serían las posibilidades de que algún oficial de aduanas notara que algo raro pasaba con el nivel de radiación del muelle. Debía encontrar un comprador antes de seis horas o todo se perdería. Para ello, era necesario que los tasadores abandonaran su pútrido bar de camioneros, movieran sus orondos culos hasta el lugar donde esperaba la Eurídice, e hicieran su trabajo. Una hazaña.

Llegó al bloque residencial. Bajó de la acera móvil y esquivó un grupo de somnolientos gobys. —¿Qué hacían allí? ¿No estaban enemistados con los demás aerobios?— que entonaban sus cantos de apareamiento en medio de introspectivos cambios de sexo. Una mujer limpiaba los cristales de su negocio mientras otras dos, de edad similar, parecían censurarla con sus miradas por motivos que escapaban a la comprensión de Lina. Alguien hizo una pausa para reírse de un chiste y siguió pregonando los precios de la fruta madura.

Enjambres de humanidad, entremezclándose como cartas barajadas, caminaban sobre trampillas de las que manaba vapor. Supervivientes sobre unos agujeros que abrían sus bocas a canales de desagüe medio embozados por el uso. Lina se preguntó cómo era posible que aquella semblanza de civilización, aquel chiste sin desenlace, funcionara; cómo tanta gente podía vivir junta, hombres y mujeres apretados unos con otros, sin una válvula de escape, sin una nave con la que huir despavoridos hacia lo desconocido cuando la presión se volviera insoportable.

De repente se consideró una persona muy, muy afortunada, y de esa sensación brotó un efecto sedante. Como el chocolate.

La capitana sorteó el primer estrato de gente y subió las escaleras hasta el cuarto piso. La disposición radial de los edificios hacía que diera la impresión de que querían huir hacia el espacio como obeliscos de arte centrípeto.

Al llegar a su puerta, un silbido la puso en guardia: el sonido de una cafetera expulsando aire llegaba nítido a través del panel.

Lina sacó una pistola de su mochila. Miró en derredor: salvo alguna que otra cucaracha y el pliego del papel que se desprendía de las esquinas, no había más movimiento en aquel ala del edificio. Los campos de fuerza del cargador del arma le hacían cosquillas en la mano.

Cogió su tarjeta y abrió la puerta. Al instante, una alegre musiquilla tintineó a modo de timbre.

Apretó los dientes: se había olvidado de desconectar aquel estúpido regalo de cumpleaños. Cuando entró en el apartamento —palabra generosa para describir aquel espacio compartido por una cocina, un salón-dormitorio y un minúsculo aseo—, sorprendió a un hombre poniéndose un delantal.

—¡No te muevas! —ordenó.

El hombre miró la pistola.

—¡Lina! No pretenderás usar eso conmigo, ¿verdad?

La capitana notó el brusco descenso en la actividad de su corazón.

—¡Heith…! Maldición. Acabas de darme un susto de muerte. ¿Qué estás haciendo aquí?

El hombre miró el arsenal culinario desplegado en la encimera, como si fuera obvio.

—Tostadas, café y unas galletas que encontré en la despensa. Traté de aprovechar un cartón de leche que había en el congelador, pero como no lo donemos a la ciencia…

—Anda, cállate —dijo ella, melindrosa, y se arrojó a sus brazos. Lo besó apasionadamente, explorando con ansiedad cada centímetro de su boca, sorbiendo cada gotita de saliva que desprendía su lengua. La pistola dio un golpe sordo al caer sobre la alfombra.

Heith. Heith abrazándola y dándole la bienvenida al hogar. Heith sosteniéndola en alto contra la cocina mientras encajaba sus caderas entre las suyas. Heith ocupando todo su mundo. Era un hombre delgado, fibroso, de mentón triangular y pómulos resaltados. Sus ojos gris pálido poseían el don de permanecer siempre brillantes, dispuestos a subrayar sus ademanes diestros, casi impertinentes. Dependiendo del ángulo de la luz se volvían dorados, y cuando la miraba a ella parecían adquirir siempre ese color. Lina sentía que el corazón le temblaba cada vez que él abría sus brazos y la dejaba penetrar en ese espacio vital junto a su pecho donde resonaba con tanta fuerza su corazón.

Su novio sonrió y la obligó a apartarse, tratando de intercalar unas palabras entre el bombardeo de besos.

—Despacio, cariño. Aún no me has contado cómo te ha ido durante estas semanas.

—¿Para qué? —dijo Lina, abalanzándose de nuevo sobre él. Heith retrocedió y no tuvo más remedio que tumbarse en el sofá mientras ella le desabotonaba la camisa. Unos cachivaches hicieron ruido cuando ella golpeó los estantes que había sobre la cama plegable—. Ya habrá tiempo para las palabras. Ahora quiero tu amor, tu tacto, tu poesía…

—No sospechaba que me hubieses echado tanto de menos —logro articular él, medio asfixiado.

Lina se montó, muy erguida, a horcajadas sobre su cintura. Deslizó la nariz por los bucles de su pelo, mientras reseguía los contornos de su columna vertebral, sus hombros y sus costillas. Él le besó la oreja. Su lengua era como el hocico de un animal travieso que le hacía cosquillas.

—Ni te imaginas lo sola que puede sentirse una persona en el espacio —dijo gravemente. A continuación bajó la cremallera de su uniforme y liberó sus pechos, pequeños y separados. Se irguieron como masas de harina deseosas de ser moldeadas por las ágiles manos de Heith. Éste atrajo el torso de Lina hasta su cara, hundiendo el rostro en el espacio de carne flanqueado por los pezones. Su lengua se deshizo de las palabras que tanto había esperado pronunciar, y se convirtió en un mero instrumento capaz de encender todos y cada uno de los poros de la capitana como si en ellos durmiera un dragón enfurecido.

Las horas transcurrieron rápidamente.

Zhinz

—Dime, Jules-maestro-de-serpientes, ¿qué premio fantástico estamos buscando / escrutando?

El musculoso humano ignoró la pregunta y se acercó con precaución a la montaña de cadáveres. El artefacto alienígena había estado allí hacía unos segundos, no cabía duda: aún se advertía ozono en el aire, cierto paroxismo de color en los fotones del ambiente. Pero se había volatilizado. Sin más. Sin fogonazos simétricos ni generación de calor ni ninguno de los efectos colaterales de la desintegración de la materia. Jules cortó el aire con sus manos en la zona que había ocupado el objeto y sintió una sensación extraña en la piel, como si ésta se congelara y bullese en pequeños segmentos microscópicos.

Zhinz reunió el valor suficiente como para adelantarse. Caminaba anadeando, con las piernas separadas, temeroso de pisar los cuerpos. «Siguen mirándome, siguen mirándome, siguen mirándome». Sus fosas nasales se dilataron; junto con el olor a ozono (o más bien, por debajo de él) se escondía un perfume a flores del desierto, abanicos de estambres de arena propios de su mundo. Pero ¿qué demonios hacían allí?

Jules comentaba cosas para sí mismo, con los resoplidos nasales propios de los adictos a la hierba nuht:

—No puede haberse volatilizado, joder. Esto es cosa de magia.

—¿No hay premio fantástico?

—Dímelo tú. También has estado aquí.

El marsupial contempló en silencio a su amigo mientras escalaba la montaña de cadáveres y buscaba huellas de quemaduras por radiación en los cuerpos de arriba, los más expuestos al artefacto. Suspiró. Uno de los escasos pero contundentes rasgos de carácter que definían la personalidad de su amigo era la terquedad. Se habían conocido años atrás en la Espingarda, a medio camino entre el consabido «¿Adónde vas?» y el inevitable «A ninguna parte». En un momento de sus vidas en el que Zhinz necesitaba de un guía que le evitase complicaciones en el inmenso patio de juegos de la Variedad, y Jules todavía era dos personas distintas: él y su hermano gemelo, un paralítico llamado Kharos. Inseparables, irreductibles, irresponsables y… y muchas otras cosas que empezaban por «i». Ambos recorrían los mismos mundos y vivían las mismas aventuras. La minusvalía de Kharos nunca supuso un problema para Jules, no importaba cuán extrema o peligrosa fuese la experiencia; es más, el carroñero parecía encontrar en las flaquezas de su hermano nuevos estímulos para hacerse más fuerte, más astuto, más previsor, y mantener con vida, con sólo dos piernas y un par de cabezas, a semejante asociación de individuos. Zhinz entró en la disparatada ecuación Jules más / menos Kharos cuando se topó con ellos en la recuperación de un pecio en la frontera, y sus habilidades físicas resultaron determinantes para escapar con vida del cerco de los urtianos. Jules no era tonto, y sabía que de la alianza con semejante criatura, un marsupial con pulmones falsos procedente de un mundo no reclamado por ninguna especie navegante, tendría más ventajas en una dirección que en otra. Y esa dirección era hacia sí mismo.

Al principio, los hermanos lo adoptaron casi como a una mascota. Le dijeron que era el tercer vértice en un triángulo donde todos eran iguales, pero no que ese triángulo tenía un arriba y un abajo, y que el vértice que él ocupaba era el que apuntaba hacia el suelo. Le hablaron con aire de suficiencia incluso cuando Zhinz ya hubo dominado lo suficiente su idioma como para captar los giros y los modismos. Incluso lo invitaron a sus juergas sexuales, desquiciadas orgías en tugurios donde Jules fornicaba delante de su hermano y éste gemía como si ambos fuesen un solo cuerpo, y compartiesen la santa dualidad de los orgasmos.

Zhinz los observaba con espíritu de antropólogo, mientras trasegaban la cerveza y Jules sujetaba con ambas manos a una mujer, moviéndola como si fuese una marioneta sobre la cintura del paralítico, mientras éste aullaba de placer y entonaba viejas canciones de piratas. La mecha de aquella vida sin brújulas no tenía más remedio que ser corta, y cuando por fin llegó a su final lo hizo de la manera más dolorosa concebible: el hermano de Jules murió durante un bombardeo de los urtianos. Desapareció sin más en el destello súper energético de una bomba K. Zas, como si nunca hubiese existido. Zhinz todavía creía reconocer un atisbo de estupefacción mezclado con agonía en la mirada de su amigo, estuviese o no rememorando aquel trágico día, cuando el vino llegaba más adentro que de costumbre.

Dejó atrás sus pensamientos. Su agudo sentido del olfato captaba otra señal: un componente gaseoso inusual manaba de alguna fisura en las paredes. Conforme pasaron los minutos, se hizo tan fuerte que la pleura de sus pulmones apenas pudo procesarlo. Jules, por el contrario, no parecía percibir nada con su nariz, pero sí que veía cosas que el marsupial no. A veces bajaba la cabeza como esquivando algo, y otras hacía el gesto de acariciar una superficie que para Zhinz, desde luego, no estaba allí.

El marsupial se preguntó qué les habría hecho aquella cosa para alterar así su percepción del entorno. A ellos y a la propia nave. ¿Acaso su presencia era tan aberrante que distorsionaba la realidad, haciendo que cada cual la percibiese de manera distinta?

—Por favor, gran-amigo-Jules —suplicó—, movámonos / desplacémonos antes de que esa cosa vuelva.

El humano sonrió de medio lado, como las barracudas.

—¿Tienes miedo de un pedazo de piedra luminoso, hiena?

—Sí —corroboró el marsupial, con la mayor sinceridad del mundo.

Una vez, un anciano muy sabio, un venerable de la tribu, le había confiado una perla de sabiduría que se le había grabado a fuego en la mente: es muy difícil enfrentarse a lo desconocido porque acabas combatiendo contra tus propios miedos. Cuán acertadas habían sido esas palabras.

—Haces bien… —aprobó Jules—. Pero esa cosa quizá valga millones, puedes apostar tu cola. Sólo porque no sé lo que es, y porque jamás he oído hablar de que exista nada parecido, te prometo que nos la tasarán al alza.

—¿Y si se nos come? —Esa pregunta, ese miedo cerval a ser devorado por otra criatura, era hasta cierto punto infantil si provenía de un aerobio, pero muy normal en boca de un marsupial. Jules recordó que, en su mundo, el pueblo del que provenía Zhinz no constituía, ni de lejos, la cima de la cadena alimenticia.

—Nadie te va a comer, hiena, a menos que tú metas la cabeza a propósito dentro de su boca. Confía en mí. Ésta es la oportunidad de nuestras vidas para hacer un buen negocio.

—Jules… ¿crees que urtianos abatir / destruir nave aerobia por causa de ese… objeto?

Jules se detuvo un momento. Ya se lo había planteado, pero la idea era muy improbable.

—Lo dudo mucho —aseguró—. Si hubiesen derribado este pájaro por algo que llevaba en la bodega, ¿crees que lo habrían dejado abandonado después a su suerte? No. Dudo mucho que los urtianos supieran que esa cosa estaba a bordo. —Frunció el ceño—. Aunque me pregunto por qué no detectaron semejante flujo de energía con sus sensores…

Jules dio por concluida su inspección de los cadáveres. Salió con rapidez al pasillo y selló la esclusa. Zhinz lo siguió, preguntándose por qué no agarraba algo, cualquier cosa, y abandonaba aquella tumba de una maldita vez. Recordó un axioma de los buscadores: hay tesoros cuyo valor no compensa. El gusanillo de su estómago comenzó a etiquetar al pecio con ese aforismo, aunque su cerebro aún no lo había hecho.

—Tenemos que conseguir arrastrar este montón de chatarra hasta Puerto Kaidok —dijo Jules—. Es una ciudad de madereros colindante al río. Tengo amigos allí.

—¿Qué vamos a sacar de estos restos / cementerio, Jules? ¿Qué de valor queda ya, aparte de cadáveres de tu propia gente?

—Podemos vender los motores por piezas. Conozco unos talleres donde desmontan viejos trenes robot; apuesto a que pueden reducir este trasto a chatarra.

—Pero ¿cómo vamos a arrastrar / tirar de la nave? Tan pesada es que ni con tren robot poder moverla…

—¿Quieres averiguar qué hacía aquí esa maldita cosa brillante?

Zhinz vaciló.

—Eh… Claro. Decir Jules que cosa extraña poder valer / ser tasada por mucho dinero. Cosa extraña poder regresar o tener similares.

—Pues cierra el marsupio y sígueme.

Lo condujo hasta las dependencias de popa. Aunque toda la electrónica y los paneles espejo de chips estaban quemados, el ambiente se mantenía seco. Zhinz calculó que se encontraban a diez o doce metros bajo la superficie del río. Por fortuna, éste era caudaloso, una verdadera serpiente de agua de escamas iridiscentes y bordados de espuma que trazaba su camino a través de la selva durante varios cientos de kilómetros.

—Bien, no hay fisuras en el casco —comprobó Jules, satisfecho—. Podremos navegar a favor de la corriente si logramos apartar la nave de este recodo.

—¿Vamos a convertir / transformar nave en balsa?

—Ésa es la idea. Pero hasta que no nos alejemos lo suficiente de las montañas, tiene que parecer casual. Que los urtianos crean que el río se lleva este despojo igual que arrastra los troncos de los madereros.

Registraron el almacén. Una de las virtudes de los depósitos de abastecimiento de las naves estelares era que estaban muy bien aprovisionados, pues la tripulación tenía que estar preparada para cualquier contingencia que se presentase en el espacio profundo. Tras desprecintar unas cajas, Jules consiguió dos ovillos de alambre de alta resistencia y una pistola de goma adherente.

—¿Qué hacer con eso? —se interesó Zhinz.

Jules se quitó la camisa. Las marcas de antiguos interrogatorios aún trazaban mapas de cicatrices entre sus omóplatos. Zhinz veía en esos mapas una clave de los días en que su hermano aún estaba vivo, y sobre todo de los años posteriores a su muerte; una época de rabia arrolladora en la que Jules se volvió más salvaje e incontrolable que nunca.

Usando esparadrapo, el humano se fijó al pecho una botella de oxígeno. Le arrancó la mascarilla adosada y rompió la válvula de presión, tapando el agujero con un poco de goma.

—Quiero que ates fuertemente los extremos de estos cables a los puntales del tren de aterrizaje —le ordenó—. Son los mejores puntos de tensión que podremos conseguir. Si no te sirven, prueba con el costillaje. Suéldalos si hace falta, pero que no se desprendan, ¿vale?

—Entendido / Asimilado por. ¿Y tú…?

—Voy a nadar, a ver si encuentro un poco de tracción animal que nos saque de aquí.

Espoleado por la determinación del humano, Zhinz obedeció. Corrió a los encastres de los estabilizadores y se sumergió en el agua. Los compartimentos que albergaban los patines del tren de aterrizaje estaban inundados, aunque la presión de campana impedía que el líquido se filtrase al resto de la nave.

Zhinz soldó los cables. Se llevó un susto de muerte cuando una sombra pasó buceando junto a su cola.

La sombra emergió: era Jules.

—Muy bien —aprobó, escupiendo un chorro de agua entre los dientes—. Afianza el otro cable y corre hasta el empenaje de cola. Voy a necesitarte allí para que maniobres el canard a modo de timón.

El marsupial asintió. Jules tomó aire y volvió a sumergirse, buceando hacia el lecho del río. Se había calzado unas botas de astronauta con dedos sindáctilos, unidos por una pequeña membrana, para impulsarse mejor.

Zhinz corrió hacia el empenaje de cola. Era mejor no discutir con su amigo cuando tenía esa mirada, la mirada de las grandes ideas. O de las grandes locuras.

Las astronaves de clase Esturión poseían dinámica atmosférica, capacidad para planear en atmósferas que superaran los trescientos torrs de presión; eso implicaba que existía un empenaje de cola y una superficie móvil. Localizó el conjunto de servos que manipulaban la superficie horizontal de la cola e introdujo sus dedos en las válvulas de aire. Cuando éstas rotaron, Zhinz se permitió un resoplido de triunfo: la cadena hidráulica movió el canard de arriba hacia abajo. El plan de Jules tenía posibilidades.

Sin embargo, la presión disminuyó rápidamente. Aterrado, Zhinz se quedó inmóvil: había creído oír un leve siseo, como si su prueba hubiese destapado una grieta por la que se filtraba el aire de los servos.

—Oh, no… Amigo-Jules va a hacer bolso muy bonito de mí —sollozó.

* * *

El humano buceó con cautela hasta el fondo del río. El corpachón de la nave apenas era distinguible entre las cortinas de partículas terrosas y los crustáceos, como si fuera una enorme sombra que flotase sobre las cascadas del color de las algas. Las mareas de luminiscencia que había visto Zhinz al sumergirse eran ahora más suaves y extensas, un circo de color tan diáfano como un arco iris nocturno, a medida que las algas colonizaban el lecho del río y su quimiosíntesis se adaptaba al ritmo del caudal.

El lecho estaba plagado de vida. Algas y miríadas de pequeños animales de caparazón blando formaban un ecosistema tan complejo en sí mismo como toda la selva que los rodeaba. Era el entorno perfecto para que las hembras walabs, enormes y peligrosas mantas de agua dulce, desovaran. Esos animales constituían, por desgracia, su única oportunidad de sacar la nave del atolladero, pero si no tenía cuidado una de aquellas aplicadas madres iba a convertirlo en su cena.

Una convulsión en el fango llamó su atención. Apenas un metro por delante, la tierra rieló y se descorrió como una cortina, perfilando el caparazón (una especie de exoesqueleto fibroso) de una enorme manta-raya con la envergadura de un caballo. El ser abandonó su nido, una depresión con forma de cóclea que recordaba a un caracol aplastado. Un batallón de pequeños crustáceos se desencajó de su perfil de ala delta, regresando a la arena del fondo para enterrarse y continuar con otro ciclo reproductivo, después de haber tomado de la piel de la walab todos los nutrientes necesarios.

Jules aspiró un poco de aire de la botella. Su corazón latía frenético, pero hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Había hecho aquello otras veces, aunque nunca ofreciéndose él mismo como cebo. Si quería que el animal tirase con fuerza de la nave tenía que enfurecerlo a conciencia.

Deshilvanó los ovillos de cable, agarró sus extremos con la zurda y empuñó la pistola. La walab probablemente se habría percatado ya de su presencia, pero aparte de orientar hacia él una de sus antenas, no hizo nada más.

Jules nadó hasta colocarse sobre su vertical. Su inquietud aumentó cuando otras formas se movieron en la oscuridad: un enjambre de afiladas puntas de flecha evolucionaba a su alrededor, trazando elipses salpicadas de destellos eléctricos, con la curiosidad del cazador que se sabe dueño y señor del territorio. Había invadido un nido lleno de machos.

El corazón de Jules latió aún más deprisa. Eso no era bueno para él, pues los walabs veían la electricidad que circulaba por el cuerpo de sus víctimas, y sus miembros estaban generando en ese momento tanta corriente como para encender una bombilla. Fijó la vista en el caparazón de la walab. La base de su espina bífida sobresalía entre el escudo cartilaginoso. Era el lugar ideal para anclar los cables.

Con una contracción de piernas se lanzó hacia abajo. Las membranas sindáctilas de sus botas hicieron su trabajo y le proporcionaron el impulso que necesitaba. Rozó un conmutador en la culata de su pistola; la pila interna comenzó a calentar el cañón. Un pequeño rosario de burbujas dibujó una estela en el agua. En cuanto se puso al rojo, Jules apretó el gatillo, descargando borbotones de goma adherente sobre el caparazón. La sustancia se endureció, soldando el extremo de los cables al animal.

Este se revolvió furioso. La goma se había filtrado hasta unas zonas tan sensibles como sus lóbulos branquiales, y los estaba quemando. Jules se colocó en la dirección hacia la que deseaba que el animal tirase con fuerza de la nave, y apartó con el pulgar la ventosa que tapaba la válvula de la botella.

Al instante, el aire escapó formando un chorro de burbujas. La walab se revolvió, abriendo unas espantosas fauces dentadas, y mordió el lugar que ocupaban las piernas de Jules apenas un segundo antes.

El humano se dejó propulsar. Rotó sobre su eje para formar un torbellino. Sabía por experiencia que eso pondría aún más furiosa a la manta.

La manada de walabs se irritó. Ocho ejemplares más surgieron del fango, cortando el agua con el afilado borde de sus aletas. La hembra que Jules había enganchado se propulsó con una potente sacudida de cola hacia él, convirtiendo todo su cuerpo en una flecha submarina, dispuesta a arrancarle ambas piernas por su osadía.

Jules cerró los ojos, rezando porque hubiera calculado bien las distancias. Cuando el animal estaba a menos de un metro, los cables alcanzaron su máxima longitud y lo frenaron con un estampido. El cable latigueó, dejando un vector de burbujas en las tinieblas.

El humano calculó que disponía de unos veinte segundos más de impulso antes de que el aire de la botella se agotase. Adoptando la postura de una flecha, igual que sus perseguidores, dirigió su cuerpo hacia la zona del río opuesta al lugar donde permanecía varada la nave.

Lentamente, ésta comenzó a desplazarse, milímetro a milímetro, y cada vez más deprisa a medida que la inercia del impulso primario empezaba a funcionar. La walab tiraba de ella con furia, remolcándola sin pensar en nada más que no fuese capturar a su presa. Jules dio gracias a los dioses porque medio casco estuviese todavía por encima de la superficie: aunque se tratase de un cuerpo de gran tamaño, las leyes de la física permitían desplazarlo con una fuerza proporcionalmente pequeña.

Llegó el momento en que Zhinz tendría que empezar a gobernarla, para mantenerla alejada de los escollos, pero el timón no se movió. El empenaje de cola permanecía estático. Jules se preguntó qué demonios pasaba con el maldito marsupial, por qué no obedecía sus órdenes. ¿Habría metido la pata ese saco de despropósitos gemebundo? ¿O se habría estropeado el mecanismo hidráulico?

En aquel momento, con los pulmones casi vacíos, Jules comenzó a preguntarse si lo de arrojarse al agua y molestar a los walab no habría sido una mala idea.

Mel

La inquietud no desaparecía: por más que espiase de reojo, Mel Pankratis no lograba mitigar la sensación de estar siendo seguido, observado, controlado por cada figura que cruzaba la calle y cada ojo electrónico que se movía en su dirección.

Aún se hallaba en la zona metropolitana de Ciudad de Cruces.

Y aunque su objetivo final era salir de allí lo antes posible, no se atrevía a acercarse más al extrarradio. Fantasías de rostros surgiendo de los callejones y manos que lo arrastraban hacia las tinieblas lo acosaban cada vez que llegaba a un tramo desierto. La conversación que había mantenido con los militares en aquel hangar había calado hondo en su paranoia.

—Poner las ideas en orden, ahora… —musitó, en una espontánea declaración de intenciones.

Localizó la entrada de un pequeño bar, con una zona ajardinada en un ángulo protegido del viento. El paisaje era muy verde; había caléndulas, geranios, hortensias e incluso una mata de bambú. El lugar estaba decorado con gusto, con verbenas color limón colgando del techo y centros de flores en las mesas.

Mel tomó asiento junto a una arcaica estufa de hierro forjado. No había visto ninguna desde que era niño. Pidió al camarero una copa de licor y un lápiz, y desplegó una servilleta, anotando con caligrafía nerviosa las ideas que pasaban raudas por su cabeza:

Problema: Averiguar el paradero de Agnes.

Situación actual: ¿Perseguido por los militares? ¿Estaré metido en una absurda pesadilla de la que no puedo despertar? ¿Qué demonios quieren esos tipos trajeados de mí, si ya tienen lo que quedó del Lazirian?

Posibles soluciones:

a) Preguntarle a Gill qué ocurrió durante todo el tiempo que pasé en coma en el hospital. Si ella también navegaba en el Lazirian conmigo, ¿desapareció igual que los demás tripulantes? ¿Mantuvo Gill la funcionalidad dentro de mi cabeza durante ese intervalo crítico?

a.1) Espero que Gill no me esté ocultando información a propósito. ¿Habrá algo que no quiera decirme? (Nota A: Tengo que hablar seriamente con ella.)

b) Regresar al hangar y someterme a cualquier exploración o sondeo mental que deseen hacerme los militares. Si de todas formas piensan hacerlo, es preferible pasar el mal trago cuanto antes.

c) Obedecer al artefacto alienígena que apareció en el apartamento de Agnes (Nota B: Si empiezo a ver artefactos alienígenas flotando como si nada en el apartamento de mi novia es que estoy como un cencerro). Ir a buscar la misteriosa nave varada en la cascada, desobedeciendo la orden directa del comandante Zayb de no abandonar Cruces.

d) Mandarlo todo al carajo y meterme a monje.

De todas las opciones, la última parecía la mejor. Las otras irradiaban un aura de peligro que empezaba a parecer excesiva para un hombre de cuarenta años. Las aventuras estaban bien cuando uno tenía veinte o veinticinco, cuando sólo se piensa en comerse el mundo y no en evitar que el mundo se lo coma a uno. A partir de cierta edad, las acrobacias se vuelven más difíciles.

Quizá nada de esto habría ocurrido si no se hubiese enamorado de Agnes, pensó. Y hasta le pareció una idea razonable. Torpe, tardía, carente de sentido, pero de algún modo razonable en lo más profundo. Al fin y al cabo, si rebobinaba lo suficiente la madeja de circunstancias de su vida, hasta llegar a aquellos lejanos días en los que todas sus decisiones parecían tener sentido, fue ella la que lo puso todo patas arriba; la que le consiguió el puesto de segundo oficial en el Lazirian, al mando del vitriólico capitán Valasnian Yerkog. Este era un elemento del que se mantenían alejadas las personas honradas, un antiguo corsario metido a explorador por cuenta de la Panoplia Yenensis, un consorcio aerobio de científicos interesado en la cartografía del Bolzai. Esta abejera de lumbreras cargados de dinero estaba empeñada en averiguar si los grandes mitos de los que hablaban los pilotos borrachos (entelequias tan poco palpables como los Ángeles de alta energía, la misteriosa Entidad de Carbono Pensante o los esquivos Semilleros del Infinito) existían de verdad. Una forma tan tonta como otra de tirar el dinero, opinaba Mel, pero si parte de ese desperdicio iba a parar a sus arcas, qué demonios, bienvenido fuera.

El hecho —y algún día tendría que enfrentarse a ello— era que se había arrimado a Agnes porque su anterior matrimonio fracasó. Agnes no sólo representaba la oportunidad de abandonar un celibato al que estaba sometido contra su voluntad desde hacía tres años, sino que realmente le parecía bonita. Bonita e inteligente, el clásico cúmulo de promesas que acaba rompiendo el saco por alguna parte. Su antecesora en el cargo de «gran luminaria de su corazón» se llamaba Ilba, y era programadora de datos. Estaba en nómina de una empresa que llevaba a cabo una de esas labores que son imprescindibles para el buen funcionamiento de la sociedad, pero que suenan estúpidas si se describen en voz alta, como la redacción de los folletos de instrucciones de los medicamentos o el mantenimiento de las redes de datos de los anuncios automáticos de los edificios. Un trabajo carente de cualquier cualidad heroica. Y eso era lo que a Mel más le gustaba de ella, que era una persona sencilla.

Sin embargo, el sentimiento no era mutuo. Ilba le decía a menudo que lo había escogido a él, de entre todos sus pretendientes, por la posibilidad (bastante remota) de que algún día acabara por convertirse en alguien importante; el contrapunto que la mediocridad de ella necesitaba para sentirse realizada socialmente. La tercera vez que Mel se presentó ante el capataz de una nave y fue rechazado, ella tuvo la amabilidad de demostrarle cuán lejos y rápido puede irse una persona si se lo propone. Lo dejó plantado, con una sensación de fracaso planeando sobre su cama y su vida, y un millón de proyectos a medio acabar que de repente parecían las peores ideas del mundo. Pensó en llamarla y apabullarla con uno de esos discursos que engloban todas las súplicas conocidas por la razón, pero su dedo se enredaba en la terminal cada vez que intentaba marcar su número. La sensación de que aquel adiós era irreversible, de que no había disculpa ni promesa en el lenguaje de los hombres capaz de hacerla cambiar de opinión, le indicó que lo que los separaba era algo más que un fracaso laboral. Era un asunto demasiado profundo para plantearse cualquier tipo de intimidad futura, dentro o fuera de la cama.

Armisticios coléricos en lugares vacíos, en eso había desembocado su platónica historia de amor.

La consecuencia lógica de esa separación tenía un nombre: Agnes. Sólo que por aquel entonces Mel aún no lo sabía. Una ironía más que tuvo que soportar su ya rendida bandera fue su ingreso como oficial de intendencia en un carguero de salto lejano, pocas semanas después de la ruptura con Ilba. Al fin había logrado lo que su relación (no él, ni ella, por separados, sino la correlación entre ambos) tanto demandaba: podía salir al espacio y ganarse la vida como un ciudadano honrado.

Agnes ya era una periodista más o menos famosa cuando todo aquello ocurrió, y conoció a Mel en las circunstancias más indeseables que preverse puedan: encima de un prospector minero orbital, una especie de taladradora planetaria que se había estropeado y que, para colmo, tenía varios obreros en huelga de auxilio (es decir, que no estaban dispuestos a permitir que nadie los ayudase a salir de aquel embrollo) en su interior. Las autoridades hicieron lo que pudieron por sacarlos, pero fue una combinación de suerte y arrogancia, más la presencia de Mel y de Agnes en el momento y lugar adecuados, lo que salvó la situación. Mel creyó que podía hacerse el héroe ante aquella dama tan hermosa, y ella disfrutó del espectáculo de la hombría del caballero hasta que los cuerpos de rescate tuvieron que intervenir para salvarlos a ambos, y de paso a los mineros, antes de la hecatombe final.

Un fracaso con final feliz.

Todo fue como la seda entre ellos desde entonces. Mel sentía que, a escondidas, crecía en su interior un antiguo impulso. Agnes estaba un montón de pasos por encima de él en el escalafón social y profesional, y si acababan saliendo juntos, no lo regañaría por no hacerla llegar aún más alto. Ella ya lo veía todo desde arriba, en amplios y complejos panoramas, y por lo que le contaba, le daba igual salir con un accionista, un astronauta o un fanático de la filatelia. Lo que buscaba en un hombre no era el triunfo, sino respeto. A diferencia de Ilba, su autoestima no se basaba en la capacidad de su pareja para ganar dinero, sino en cómo prescindían para entenderse de las frases estúpidas de enamorados como «amarse no es mirar el uno hacia el otro, sino mirar juntos en una sola dirección», y tonterías así.

Pero también Agnes acabaría desapareciendo. Y Mel volvería a quedarse solo en una de las últimas líneas que el cruel libreto de la vida le tenía reservadas. Pero eso era otra historia, un drama distinto del que ahora sufría las consecuencias.

Por lo menos le quedaba el consuelo de que no era él quien abandonaba, sino quien era abandonado. No era el causante del sufrimiento, sino su lidiador. Se sentía un poquito mejor persona por eso.

La respuesta es no.

Dio un respingo. Su amiga interior había estado leyendo las anotaciones que garabateaba en la servilleta a través de sus ojos.

—¡Gill! —exclamó. Unos comensales lo miraron, extrañados. Él se refugió, encorvándose hasta desaparecer de su vista, tras los cilios de las verbenas color limón que colgaban del techo—. ¿Qué dices?

Que no. No te estoy ocultando nada que no debas saber. Es el segundo apartado de tu lista.

—¿Que no deba saber? —Aquello lo irritó aún más—. ¿Y cómo decides tú qué es lo que debo saber?

Te estás dejando llevar por el miedo, Mel. La situación no es tan crítica como parece.

Mel bajó la voz. Un hombrecillo de piel curtida por la intemperie y cara de pocos amigos lo observaba desde otra mesa. Sin pestañear. La paranoia volvió a hincar los dientes en su cerebro.

—Tenemos que hablar seriamente, Gill —murmuró—. No te ofendas, pero… creo que no me has contado toda la verdad. Tú estabas operativa durante el lapso de tiempo que estuve en coma, ¿verdad?

En efecto.

—¿Te aburriste mucho?

Apenas. Estuve poniendo un poco de orden en tu cerebro, eliminando las pesadillas y colocando en su sitio algunos recuerdos. Neuroformateando. Recuerda que estoy aquí para ayudarte a vencer el miedo a la compañía de tus semejantes. Tú mismo pagaste mucho dinero por esta terapia.

—¿Y en los días previos al coma? ¿Qué pasó a bordo del Lazirian?

No pude ver lo que ocurrió, ya que durante el intervalo crítico mantuviste los ojos cerrados. Pero conservo registros de entradas sensoriales… desacostumbradas.

—Explícate. Y sé lo más clara posible, por favor.

No hay nada que explicar.

Mel apuró la copa, enfadado. Ella sabía cómo tirarle de la lengua, pero el proceso inverso estaba resultando difícil. Cierto, se había hecho instalar hacía varios años aquella unidad psicométrica para que le sirviera de terapeuta, una especie de centinela que lo acompañase en su batalla contra el mal del espacio profundo.

Pero Gill mentía. Se lo notaba en la voz. Conocía más datos de los que quería revelarle, y eso lo ponía nervioso. Era como tener un espía dentro de su cabeza; un supuesto amigo íntimo, conocedor de todos sus secretos, en quien de repente no se podía confiar.

—Cuando desperté en el hospital me preguntaste por la última transmisión que envió Agnes. Me dijiste que era importante que recordara, que resultaría vital para la supervivencia de mucha gente. ¿Por qué?

Estabas soñando, Mel. Yo nunca te hice esa pregunta.

—¡Maldita sea, deja de jugar conmigo! —Golpeó la mesa con el puño, haciendo bailar su copa. El hombrecillo malhumorado le clavó la mirada.

Con las mejillas encendidas, Mel dejó un billete y se marchó sin esperar el cambio. La voz de Gill permanecía calmada, casi angelical:

¿Adónde vamos?

—A hablar con los militares. Si no logro resolver esta situación por las buenas, lo haremos por las malas.

No es una buena idea. Ellos habrán visitado también el apartamento de Agnes. Posiblemente nos están siguiendo porque no tienen ni idea de qué hacer a continuación, y están esperando que tú los conduzcas hasta ese curioso artefacto brillante.

—Qué idea. Parece de serial barato de detectives. Ahora sólo hace falta que me digas que te reservas información vital para la supervivencia de la especie humana.

Así es.

Mel se paralizó. La calle estaba desierta. El viento hacía rodar restos de periódicos viejos por la acera. Le pareció como si una cosa viva olisqueara y lamiera las fachadas.

—¿Qué acabas de decir?

Cuidado. Se aproximan.

Los localizó a través del reflejo del escaparate: dos hombres vestidos con guardapolvos. Sus duros ojos asomaron de la niebla que lentamente iba cubriendo la ciudad. Eran fantasmas, apariciones de pesadilla que venían a confirmar la peor noticia del mundo: que él no estaba esquizofrénico. Que el peligro que tanto sufría imaginando existía de verdad.

Mel les dio la espalda, se metió las manos con fuerza en su guardapolvo y siguió caminando. Llegó hasta una terminal de información pública. Tocó algunos botones, jugueteando con el icono de la policía, pero no lo pulsó. Los hombres seguían caminando en su dirección; iban a rebasarlo en breves instantes. Gill permanecía callada, como si sus frases pudiesen ser escuchadas de alguna manera por gente desconocida.

Los hombres pasaron de largo.

Mel contuvo el aliento unos segundos más. No había de qué tener miedo. Habían pasado de largo. Rió para sí, pensando en lo cerca que había estado de salir corriendo, chillando a pleno pulmón en la calle, ante los transeúntes y los atónitos vecinos.

Los hombres se volvieron en redondo, casi como si hubiesen rebotado contra una pared de viento. El tono de piel del astronauta se volvió tan blanco como la nieve.

—¿Adónde va, amigo? —preguntó el más alto. Eran dos seres humanos extraordinariamente dispares, casi de caricatura: uno era menudo, bonachón y de sonrisa fácil, embutido en un traje con chaleco. El otro era huesudo, enteco, semejante a un pedestal ambulante para el objeto que portaba, un maletín negro—. ¿No estará pensando en abandonar la ciudad?

El mundo cayó sobre los hombros del astronauta. Aquélla era la confirmación definitiva: sabían cuál era su nombre, lo perseguían. Estaban por todas partes, joder.

—N… no me iré.

Sí te irás.

—¡Cállate!

—¿Con quién habla, señor Pankratis?

Mel se llevó las manos a la cabeza.

—¡He dicho que me dejes en paz!

El pedestal viviente tendió hacia él una mano tranquilizadora.

—Tranquilícese. No queremos hacerle ningún daño…

Creo que no estoy siendo tan elocuente como debería, Mel. Voy a tener que recurrir a métodos más expeditivos para meterte en vereda. Sal corriendo ahora mismo de este lugar y vamos a esa cascada, por favor. Es la única manera de aclarar este asunto.

—¡No!

—¿Se encuentra bien, amigo?

Mel se acuclilló, como si una potente migraña estuviese taladrando su cerebro.

—¡Alejaos! —chilló, con una repentina certeza de lo que iba a suceder—. ¡Apartaos de mí, por lo que más queráis!

—Pero ¿qué…?

Sus ojos brillaron con un resplandor nacarado. Los hombres introdujeron sus manos en las sobaqueras en busca de sus armas, en un acto reflejo producto de años de entrenamiento, pero no tuvieron tiempo de sacarlas.

Generando una onda de calor que reventó los cristales de las tiendas y las dos primeras filas de ventanas del edificio, la energía surgió furiosa de sus ojos, en un caudal ardiente, incontrolado. Los cuerpos de los agentes se convirtieron en teas, ardiendo con una llama muy blanca, como de combustión de gas. Mel se tapó los ojos en un acto reflejo, pero su carne también ardió.

Gritando de dolor y miedo, Mel Pankratis desapareció entre las sombras de un callejón con una cancioncilla angelical resonando en su cabeza.

Lina

Despertó creyendo que estaba otra vez en el espacio.

El interior de la habitación (su habitación, la que tenía alquilada en la Clepsidra desde hacía meses) se le antojó un entorno Halo equívoco. Duro y dañino, no suave y acogedor como debía ser. Sumido en un horrible silencio, un silencio desprovisto de las canciones algebraicas que fundían su mente con la de la nave.

En el tiempo que sus ojos tardaron en acostumbrarse a la penumbra, vio haces de luz que se colaban por una rendija de la persiana, proyectando sobre el techo una imagen invertida de lo que había al otro lado. Vio gente boca abajo, vehículos EV que flotaban sobre las calles, una estampa distorsionada y caricaturesca de la vida en la estación. Trucos de la luz.

Laboriosamente, mientras su cerebro trataba de convencerse a sí mismo de que ya no estaba enlazado con la mente eufónica, sino que volvía a ser una entidad independiente y sola en el frío mundo exterior, apeló a un recuerdo de hacía varios años, de cuando surcaba las profundidades más densamente pobladas de estrellas de la Variedad. Lina acababa de instalar la nueva tecnología Centrom en los motores de la Eurídice, y eso la había llevado más lejos que nunca con sólo un par de saltos. Estaba eufórica. Las cincuenta mil estrellas de su isla de soles se le antojaron más cercanas que nunca —todas y cada una de ellas un diamante al alcance de la mano, esparcidas en un paño de terciopelo—, y su patio de juegos personal, un lugar asombrosamente pequeño que, en realidad, le provocaba claustrofobia.

Recordó a los fotóvoros. Ellos eran los protagonistas de aquel recuerdo, no la Eurídice: masas opacas recolectoras de luz de millones y millones de individuos que trazaban espirales en torno a una estrella amarilla, tambaleándose en órbitas concadenadas. Lina no los detectó en un primer momento, sino a sus detritos, cintas de polvo de fotones calientes que dibujaban una inmensa cabellera en torno al sol. Una cola de caballo peinada en forma de huso, con las puntas clavadas en nebulosas cercanas que hacían de coleteros para sus gigantescos rizos.

Cuando se acercó para analizar más de cerca aquel fenómeno, y vio por primera vez a los fotóvoros (criaturas parecidas a mariposas cristalinas con alas de miles de kilómetros cuadrados, cada una igual que una docena de naves estatocolectoras fundidas en un único motor), Lina sintió que algo cálido e importante nacía en su corazón. Una sensación de maravilla y de bienestar, inolvidable, que la hermanaba con todas las cosas creadas y desconocidas que había en el cosmos. Mientras su nave caía entre los capullos de fuego, hundiéndose en lentas espirales en los vientos de materia y luz derramados sobre aquel poético disco de acreción, y zigzagueaba en torno a los leviatanes —grandes como montañas pero livianos como briznas de humo—, Lina supo que formaba parte de algo muy grande. Una fuente de vasta riqueza que englobaba a todas las cosas vivas y muertas, al pensamiento y a la materia inerte, que medía su tiempo en eras celestes.

Todos formaban parte de ella, aunque no lo supiesen: los aerobios, los respiradores de nitrógeno, los urtianos, las máquinas pensantes… cualquier organismo capaz de ver a los fotóvoros y emitir una sentencia, un «qué bello es el universo infinito que nos rodea», formaba parte de una sola cosa. De una idea que aquellas pacíficas criaturas ejemplificaban con su silencio de brillos crepusculares.

Lina se preguntó si su presencia allí sería fortuita; si no habría encontrado a los fotóvoros por alguna razón. ¿Sería sólo ella la que cambiaría para siempre al incorporarlos a su memoria? ¿O estaba llamada a influir en aquel ecosistema de una forma involuntaria pero decisiva? Tal vez la Naturaleza la estuviera llamando a convertirse en una amenaza para aquellas cosas, su depredador natural. Ella no tenía la menor intención de hacerles daño, pero sin una sensación de peligro disminuiría la entropía, y con ella la diversidad. Las súper manadas no se adaptarían a los cambios que inevitablemente sufriría la madre que las alimentaba, la estrella amarilla. Se procesaría menos luz, se enfriaría menos masa. Puede que la estrella necesitase esa variación, ese parasitismo local, para pasar a la siguiente edad de su larga vida; donar su luz con fines más filosóficos que astronómicos para convertirse en otra cosa.

Lina sollozó, aunque no estaba sufriendo. Se sentía bien, en paz consigo misma y con sus recuerdos. Con la fuente.

Lo que la sacó de aquel sistema solar infestado de parásitos de luz y la situó sobre la cama fue el olor a sudor que brotaba de sus cuerpos desnudos. Se relajó al sentir la proximidad de otro ser humano, de Heith, el hombre que sabía estar allí cuando ella más lo necesitaba. El de las cejas espesas y los abrazos tiernos, que tocaba a su puerta incluso cuando ella se volvía loca y permanecía erizada de murallas, de barreras, de distancias. De espacio profundo y misterios de la Variedad.

Miró arriba, al tragaluz que enmarcaba un trocito de cielo: la estación había rotado hasta dejar el colosal disco del gigante gaseoso a su espalda. La segunda luna adelgazaba en una noche estrellada, matando la luminiscencia de su cohorte.

Lina se estiró. Heith captó el movimiento y abrió los ojos.

—Hola —susurró.

—Hola —respondió la capitana, acariciándole la mejilla. Un atisbo de barba la volvía áspera—. ¿Estás despierto?

—Casi. Tengo que ir al baño.

Lina apartó las sábanas, facilitando que se pusiera en pie y desapareciera tras la puerta del inodoro. La taza del retrete estaba tan pegada a la puerta que el trasero de Heith sobresalió durante toda la operación. Era muy gracioso, con aquella piel tersa como la de un niño, tan blanca que parecía de mazapán.

El pensamiento debió de apoderarse de su rostro, porque cuando Heith abandonó el inodoro se echó a reír.

—¿Qué es tan gracioso?

—Tu culo.

—¿Mi culo es divertido?

—Es adorable —sonrió Lina, mordiéndolo. Heith se tumbó de nuevo y consultó la hora en su reloj de pulsera.

Enfadada, su novia se lo quitó de las manos y lo arrojó al otro extremo de la habitación.

—El tiempo no aparecerá en este lugar si no lo convocas, tonto.

—Eso está bien. Ojalá pudiera quedarme para siempre.

Lina frunció el ceño.

—¿Acaso piensas ir a alguna parte, picapleitos? ¿Eh? —Le hizo cosquillas—. ¿Serás capaz de dejarme colgada durante las pocas horas que voy a pasar en esta escoria de puerto orbital?

Heith agarró sus manos.

—No, te lo prometo. Lo que ocurre es que hasta los abogaduchos tenemos que ganarnos la vida en este estercolero.

—Eso es algo que siempre me ha hecho gracia.

—¿El qué?

—Que aunque los humanos están muy abajo en la jerarquía de la Variedad, aún siguen necesitando abogados.

—Oye, no estamos tan abajo: somos la quinta especie más influyente, después de los urtianos, los kodan, los andaras y los elandis de Tyr.

—¿Y eso te parece importante? Media Variedad quiere aprovecharse de nuestros pulgares oponibles, mientras la otra conspira para hacernos desaparecer. Me sorprende que hayamos logrado mantener este statu quo durante tanto tiempo.

Heith se tiró de un pelo de una de sus cejas.

—Bueno… si acaban venciéndonos, no será porque preparamos mal los pleitos.

Lina se echó a reír a carcajadas.

—No es para tanto —se sorprendió Heith—. El chiste no era tan bueno.

Ella se limpió unas lágrimas.

—Ay, los abogados… es desternillante cómo tendéis a pensar que las leyes inventadas por los hombres son tan inmutables como las de la Naturaleza. Algún día, si quieres, te cantaré la hermosa balada de los fotóvoros.

—¿Los qué…?

—Nada, olvídalo. —Sacó de la cómoda un pañuelo y se sonó. Su pecho echaba de menos el aire limpio de la risa—. Gracias. Necesitaba esto.

Conectó el campo de hologramas y las paredes mutaron, vistiéndose con los ornatos de un bosque de jacintos. Lina buscó otro ambiente en la memoria.

—Tengo que descargarme un par de teraflops de paisajes interactivos. Estos ya se están quedando viejos.

Los árboles fueron sustituidos por velos de lluvia grisácea que barrieron los muebles. El sol salió e iluminó una ventana, a través de la cual se distinguía un viejo puerto con pesqueros amarrados. Al otro lado, la vista se circunscribía al manchón oscuro de una playa.

—Sólo falta un poco de música —aplaudió Heith—. ¿Todavía tienes aquellos memos de Oliv Jahs?

—En la nave. A veces los pongo a todo volumen hasta hacer temblar el costillaje. El Halo lo odia —confesó Lina.

—Qué sabrá esa estúpida máquina qué es buena música. Que se fastidie.

—¡Que se fastidie! —Volvió a besarlo en la boca—. Por cierto, ¿qué hora es?

Heith miró el reloj estrellado contra la pared.

—No lo sé. Exorcizaste el tiempo hace un rato, ¿recuerdas?

Lina se levantó, rascándose el espacio entre las nalgas, y fue hasta el reloj. Sus cejas se elevaron con espanto al recogerlo.

—¡Ya han pasado cuatro horas!

—Sí, ¿y qué?

Lina rescató la ropa interior y el resto de sus prendas del caos del suelo y se vistió apresuradamente.

—¡Le había prometido al funcionario de aduanas que haría revisar mi cargamento antes de seis horas o se degradaría! Tengo que ir al muelle ahora mismo.

Como el traje de vuelo apestaba a sudor, lo catalogó como baja de guerra. Abrió el ropero y seleccionó unos pantalones ceñidos a la cintura y acampanados por debajo de las rodillas. Se peinó y arrojó la ropa interior sucia a una cacerola.

—¿Qué harás ahora? —preguntó su novio, que la contemplaba desde la cama con expresión aburrida.

Lina se guardó la pistola en el pantalón y cogió sus credenciales.

—Espérame aquí. Voy y vuelvo en media hora. Si no logro que esos malditos tasadores me den un permiso de desestibaje, perderé un montón de dinero.

—¿Tan preciosa es la carga que has conseguido? ¿De dónde la sacaste?

—Eh… —titubeó—. Ya hablaremos de eso. Ahora tengo que marcharme.

—¡Espera! —Heith se levantó. La abrazó con cariño, aunque sus ojos ofrecían un discurso diferente—: No habrás vuelto a realizar «operaciones» peligrosas en la frontera, ¿verdad? —Elevó su mentón con un dedo—. ¿Verdad?

—Uh… no. —La mentira sonó tan falsa que hasta sus hombros se descolgaron.

—¡Lina, me lo prometiste!

—¡Y lo cumpliré! Éste ha sido el último golpe, lo juro. Después de esto ya no tendremos que preocuparnos nunca más por el dinero.

—Oh, por los dioses. —Heith ocultó el rostro entre las manos. La barba le raspaba como lija barata—. ¿Cuánto ha sido esta vez, y a quién se lo has robado? Sé sincera, por favor, o no podré protegerte. ¿Cien, doscientos megatones? Dime que ha sido a los gobys —imploró.

La voz de la capitana se volvió un delgado arroyo:

—Quince mil…

Heith sintió que el aire no le llegaba a la garganta. Con un ademán, invitó a su novia a acabar la frase.

—… A los urtianos.

Tirándose del cabello, el abogado hundió su cara dentro de la cacerola que usaban para la ropa sucia. Lina se mordió el labio y se despidió con un beso que fue como el roce de una nube en su cuello.

—Hablaremos después, ¿vale? Prometo volver cuanto antes y escuchar la bronca hasta el final. —Salió a toda velocidad por la puerta. Los gemidos de desesperación de Heith, parecidos a sollozos, fueron lo último que oyó antes de cerrarla.

Bajó hasta el nivel de la calle y subió a un transporte EV. Apenas le quedaba dinero, pero no podía confiar en las aceras móviles. Necesitaba rapidez.

Sonrió al pensar en Heith. Lamentaba hacerlo sufrir, pero era por el bien de los dos. Algún día le contaría la verdad sobre sus viajes, y él no tendría más remedio que quererla aún más. ¿Quién no se enamoraría perdidamente de una chica como ella, que era capaz de entregar más de un solo corazón a cambio? Porque todos los capitanes tenían dos corazones, el suyo y el de su nave estelar, que era al que recurrían cuando se lanzaban de cabeza al infinito, derechos al olvido o a la gloria.

El vehículo ascendió con un susurro de suspensores. La llevó sobre multitudes de comerciantes. Cruzó bajo puentes inopinados, dobló esquinas y descendió por callejones. Al cabo de un par de minutos, el muelle apareció con sus enormes naves ancladas a las grúas de servogravedad.

Lina pagó al conductor y corrió hacia la oficina de aduanas. Tuvo suerte: el mismo funcionario que la había atendido la primera vez bostezaba tras el mostrador. Así ahorraría tiempo en explicaciones.

—Creí que ya no vendría —gruñó el hombre.

Lina juntó las manos en un gesto de disculpa.

—¡Lo siento! Hubo un imprevisto, un incendio, un ataque terrorista y un EV chiflado que me…

—Ya, y también una inundación. En fin, aquí tiene.

Le tendió un dossier.

—¿Qué es esto?

—He hablado con los tasadores. Están esperándola junto al muelle treinta. Entrégueles esto y guíelos hasta su nave, ellos no sabrán encontrarla solos.

Si no le hubiera inspirado tanto asco aquel hombre de nariz hundida y potente halitosis, Lina se habría inclinado sobre el mostrador hasta plantarle un beso en la mejilla. Pero se limitó a recoger los documentos y despedirse con un satisfecho «gracias».

Tardó menos de diez minutos en encontrarlos: un trío de funcionarios panzudos. Calculó qué porcentaje de los beneficios podía permitirse invertir en sobornos.

—¡Hola! —saludó.

Los hombres la examinaron con desdén.

—¿No va a venir el capitán Kolbrand? —preguntó uno.

Lina contó hasta cinco.

—Yo soy la capitana Lina Kolbrand. Esta nave es mía.

—¿Es también la propietaria?

—Sí. Tengo toda la documentación en regla, si desean revisarla.

Los funcionarios suspiraron con desgana.

—Está bien. Veamos ese cargamento.

Lina los condujo al muelle donde esperaba la Eurídice. Las mangueras de aprovisionamiento ya se despegaban de su fuselaje, dejándola lista para despegar.

La capitana condujo a los funcionarios hasta la bodega, ocupada por un enorme tanque de almacenaje (a ella siempre le recordaba a un generador nuclear en miniatura), en cuyo interior crepitaban mareas de energía.

Los funcionarios accedieron al ordenador y extrajeron medidores de sus maletines. Tras una serie de rápidas comprobaciones, uno comentó, sorprendido:

—La cantidad de energía que tiene aquí es muy grande.

—Lo sé —dijo Lina, orgullosa.

El funcionario se dirigió a su compañero, arrugando la frente. Algo no parecía ir bien.

—Oye, Mher, échale un vistazo a esto.

El aludido pegó la nariz al medidor. Las gráficas se salían de los márgenes y caían a cero un segundo después.

Lina miró por encima de su hombro, inquieta.

—¿Sucede algo?

Los funcionarios repitieron la operación. Estupefactos, se apartaron para hablar en voz baja.

Con los nervios de punta, Lina gritó:

—¿Se puede saber qué ocurre? ¡Estoy harta de esperar a que hagan su maldito trabajo! ¡Quiero deshacerme del cargamento de una vez, así que tásenlo y ofrézcanme un buen precio o se acordarán de mí!

El que respondía por Mher se adelantó.

—Verá, capitana, nos gustaría atender a su petición, pero tenemos un… ligero inconveniente.

—¿¡Cuál!?

—Sé que va a sonar muy extraño, pero parece que lo que hay dentro de ese tanque no es solamente energía.

Lina se sentó en un saliente de la maquinaria.

—Oh —dijo.

—No sabemos a qué puede deberse, pero por lo que se deduce de los datos… Bueno, sea lo que sea, parece poseer algún tipo de libre albedrío.

La capitana lo miró de hito en hito.

—¿Cómo… —preguntó lentamente— cómo sabe eso?

—Porque está respondiendo a nuestra exploración.