Zhinz
El relámpago bailaba en torno a las torres de vigilancia, sombríos colosos dispuestos en hilera tras el perfil dentado de la montaña. Una falange de estructuras de acero sostenía en alto un cable sobre el que chispeaba la lluvia.
Zhinz extrajo los prismáticos de su marsupio y se los colocó frente a los ojos. Odiaba las noches sin lunas. Deseó poseer la tecnología necesaria para explorar la oscuridad como si estuviese a plena luz del día, como había visto hacer una vez a su respirador de oxígeno favorito, un humano llamado Jules Van Zan, con quien había apostado unos litros de veluvona a que jamás volvería a poner las patas en aquel lugar. También había apostado por muchas otras insensateces en otros momentos de su vida, arrebatos de juventud que con la distancia parecían incluso justificables e inteligentes, pero ninguno tan arriesgado como la solemne promesa que estaba violando en esos instantes.
Siguió con la vista el perfil montañoso hasta detenerse en una quebrada, al pie de una cascada de unos doscientos metros. Por esa caída se había desplomado la nave de los aerobios meses antes, al tratar de despegar para huir del hostigamiento de una patrulla urtiana. Los desgraciados lo habían pagado con sus vidas. Aún se podían ver los restos del navío a los pies de la cascada, flotando como una abandonada isla de cromo. Se encontraban bastante lejos, a casi mil metros de su posición, pero Zhinz no deseaba acercarse más a las quebradas donde moría la selva; ya corría suficiente riesgo activando un aparato electrónico tan cerca de las torres. Sólo la escasa potencia de su batería y el fuerte componente eléctrico de la tormenta lo escudaban de los ojos urtianos.
Un picor detrás del segundo conjunto de orejas (las largas y cónicas, que le colgaban por detrás semejando las de un cuadrúpedo, cosa que le hacía mucha gracia a Jules) hizo que se rascase un eccema de la piel. Un par de insectos de alas brillantes volaron entusiasmados en torno a sus dedos; al rascarse, Zhinz concentraría aún más la sangre en esa zona de su cuello, y ellos se volverían a posar para libarla por osmosis. No les interesaba el plasma en sí, que jamás podría atravesar la piel sin un corte, sino los pequeños elementos que aquél transportaba.
El marsupial ni siquiera se había percatado de la molestia, más allá del picor: todos sus sentidos, hasta los más improbables, estaban puestos en la cascada y en las nubes de tormenta que se condensaban amenazadoramente por detrás. Una vocecilla insistente le repetía una y otra vez que él no tendría por qué estar allí, metido en aquel lío. Los asuntos de los aerobios eran demasiado complejos y peligrosos para que otras especies se vieran involucradas, y tenían que lidiar con ellos a solas. O más bien, deberían hacerlo, por propia voluntad y para ahorrar sufrimientos a los demás. Era una simple cuestión de moral que los inventores de ese concepto, los humanos, olvidaban a menudo. Zhinz estaba de acuerdo con esos argumentos, pero a pesar de todo, le tenía demasiado cariño a su gran amigo Jules como para abandonarlo justo cuando se estaba jugando la vida.
Su mente regresó involuntariamente a unos meses atrás, cuando había visitado el mundo nido y su genoplia. Llevaba preparando el viaje desde hacía años, soñando con él como una de esas experiencias que le devuelven a uno la perspectiva sobre el lugar que realmente ocupa en el universo, en el complejo y misterioso esquema de las cosas. Pero no fue así. Cuando Zhinz llegó por fin a su antiguo hogar y paseó al estilo de su raza, dando grandes saltos de canguro sobre las ramas de los enormes árboles juk, viendo cómo había cambiado el paisaje con el paso de las estaciones, sintió que el sentimiento de bienestar que le producía estar allí era en buena medida falso. Se estaba forzando a sí mismo a sentir cariño y bienestar al cruzar de una ciudad colgante a otra y escalar los kilométricos troncos de los juk, al visitar los nidos y asimilar a través de la piel la dulce canción de las feromonas maternas. No era un sentimiento contradictorio, sino más bien una ausencia de sentimientos, la misma falta de algo que a menudo Jules pretendía suplir con copas de licor. Una especie de vacío hormonal y psicológico. Ya no se sentía en casa en aquel lugar.
Y a eso se sumó la tristeza. Un marsupial sin nido era como un aerobio sin colchón en el que reposar su dolorida y mal diseñada espalda por la noche. ¿Tanto había cambiado en aquellos años de corretear por el cosmos? O mejor dicho, ¿tanto lo habían cambiado las experiencias vividas junto al impredecible Jules? El humano le había salvado la vida años atrás, cierto, y desde entonces se habían convertido en algo parecido a compañeros de camada; pero aquel fatídico día del regreso al hogar, Zhinz se asustó por cómo había cambiado. Ahora era más Jules que Zhinz, en ciertos aspectos. Y no sabía si quería seguir siéndolo.
La señal que aguardaba apareció de improviso, tan débil que casi la pasó por alto. En la quebrada, a cien metros de la nave, un destello rojizo parpadeó tres veces en rápida sucesión. Luego se extinguió. Pasaron unos segundos y volvió a palpitar de nuevo.
A Zhinz se le aceleró el corazón.
Una figura bípeda se encaramó a un risco. El marsupial la enfocó con los prismáticos: era un humano, polaridad masculina del sexo. Desde su posición dominaba toda la nave. Estaba tan cerca que casi podría saltar encima. El casco yacía tumbado sobre su cuaderna derecha con un brazo estabilizador apuntando al cielo. El brazo gemelo permanecía bajo el agua, anclando el pecio a la cuenca; eso evitaba que la corriente lo arrastrase.
La figura se ciñó unos guantes de escalada, contrajo sus piernas y saltó. Voló unos metros desde el risco hasta dar con sus huesos contra el casco de la nave.
Zhinz apretó los dientes. Consultó su cronómetro: dieciséis minutos. Dentro de dos comenzaría otra exploración rutinaria de los centinelas. Si el humano no estaba dentro de la nave para entonces…
Algo atravesó la cascada por el extremo opuesto. Los prismáticos volvieron a enfocar rápidamente al humano, que tosía y trataba de recuperar el aliento. Montaba a horcajadas los tensores de titanio, dando la espalda a la pared de espuma. Manipuló algo a sus pies: una esclusa de vacío.
Zhinz apuró el teleobjetivo. Sí, era posible que lo consiguiera. Había tardado… ¿cuánto tiempo? Consultó el cronómetro.
Dio un respingo. Había estado casi tres minutos bajo la cascada. ¿Cómo era posible? No podía haber avanzado tanto en…
Enfocó las torres. Las nubes descargaban con feroz contundencia, iluminando los cables tendidos entre ellas.
Con terror, Zhinz vio que unos ojos se deslizaban velozmente por los cables. Dos se detuvieron sobre la vertical de la cascada. Sus misteriosos controladores, fueran quienes fuesen, observaron atentamente la nave de los respiradores de oxígeno.
El humano no se había percatado de la presencia de los espías y seguía manipulando la esclusa. Giraba el pivote hidráulico que la abriría sin necesidad de usar electricidad. Cansado, sacudió sus brazos y miró arriba, a la montaña. Debió notar algo, porque inmediatamente se ocultó bajo la cascada, sus hombros aplastados por el martilleante caudal.
Los centinelas se presentaron en el lugar en un tiempo inusitadamente corto. Una distorsión de gran volumen en el aire, visible gracias a que la lluvia impactaba sobre ella, flotó sobrevolando el risco hacia el humano. El patrullero urtiano se hizo visible en cuanto sobrevoló el lago, apagando su campo de ocultación. Semejaba una terrible ave de presa celestial con el fuego de las microondas chisporroteando sobre el casco, un ave hambrienta e imparable que no tardaría en sacar las garras.
Unas hormiguitas se movieron en la selva, junto a la orilla del lago: carroñeros humanos de chatarra que habían divisado al monstruo y echaban a correr por acto reflejo, huyendo hacia el interior del bosque. Mala idea, pensó Zhinz: sus instrumentos eran especialmente sensibles a los movimientos bruscos. Se suponía que los clanes de chatarreros que vagaban por la selva, buscando restos de naufragios y de naves derribadas por los urdanos, tenían mucha experiencia en pasar desapercibidos, pero el miedo era una pulsión traicionera, con la que no se podía razonar. Cuando un ave de presa urtiana aparecía de repente a cincuenta metros sobre tu cabeza, el hipotálamo (ese santuario para todo lo que la evolución supuestamente olvidó) tomaba el control y te hacía cometer errores fatales. Errores que normalmente se pagaban con la vida.
Ignorando a los humanos, el patrullero viró lentamente. Sobrevoló el pecio tan cerca de la cascada que, por unos instantes, ésta se combó hacia dentro por la presión de los campos. Otro rayo cayó sobre un árbol y lo cercenó de raíz.
Zhinz vislumbró un movimiento, posiblemente Jules (o quien quiera que fuese aquel estúpido explorador). Estaba tratando de huir de allí. Sólo tenía dos posibilidades: o se lanzaba al agua y nadaba desesperadamente corriente abajo, rezando porque el río lo arrastrara a un lugar cubierto entre los meandros, o continuaba en su empeño por abrir la esclusa.
El humano no saltó.
Un panel chorreante se descorrió en la panza del acorazado. Jules miró al cielo y vio que el asesino le apuntaba con sus armas. Giró frenéticamente el pivote de la esclusa, pero algo fue mal. Incluso a esa distancia, Zhinz pudo distinguir que un engranaje que debía haber funcionado se atascaba.
El acorazado disparó. Sólo fue un destello azulado, un chispazo de longitudes de onda próximas al ultravioleta que ardían con un fuego frío, pero toda la superficie del lago saltó por los aires. El último tramo de la cascada explotó en una nube de gotas que se transformaron en rastros de vapor. Los restos del navío siniestrado se convulsionaron, perdieron su anclaje, y el estabilizador que apuntaba a los cielos se desplomó sobre el lago. Un brillo acompañó a una humareda muy negra.
Cuando la lluvia disipó el humo, Zhinz, tan aterrorizado que su marsupio estaba contraído en un rictus muscular, no pudo distinguir forma alguna sobre el cuello de la nave. Donde antes había una malla de titanio y una esclusa, ahora sólo quedaban hierros retorcidos y una mancha negruzca.
No había rastro del humano. No podía saber si había conseguido entrar o si la descarga lo había vaporizado, como a todo ser vivo en un radio de veinte metros.
Impotente, Zhinz observó cómo los urtianos olvidaban el pecio y dirigían su proa hacia las formas que huían a través del bosque.
Mel
¡Mel, despierta!
—¿Qué?
Despierta, eres necesario.
Informe horario nº.: 6557002 /P114
PREGUNTA: ¿Qué es el Mar de Bolzai? Respuesta simple: acumulación de gas con densidades del orden del millón de moléculas por centímetro cúbico. Nebulosa que rodea la Variedad en todas direcciones, con una extensión similar a la de seis galaxias espirales encadenadas, completamente imposible de franquear por medios comunes. No se conocen cuerpos estelares importantes en su interior que pudieran servir como oasis de repostaje para expediciones futuras. Ninguna nave estelar ha logrado atravesarlo nunca, o al menos no hay ningún viaje exitoso documentado por las especies sofontes.
PREGUNTA: ¿Qué es el Mar de Bolzai? Respuestas populares más extendidas: el infierno, la nada, el Vacío de Barda Kathira, el lugar al fin de la Eternidad, los desiertos infranqueables, Esa Jodida Inmensidad […]
No es posible definir con exactitud qué originó un cúmulo de nebulosas no activas y vacíos encadenados de tal extensión. Éste es el primer gran escollo que los estudiosos del Bolzai encuentran cuando tratan de hallar una explicación al enigma que rodea los mundos de la Variedad. ¿Quién diseñó esta isla de soles? ¿Quién colocó las cincuenta mil estrellas en su centro para que iluminaran los mundos que giran a su alrededor? Si el Mar es infranqueable, ¿cómo llegaron hasta aquí las Quince Especies, y cómo pudieron hacer frente a los primeros milenios de oscurantismo y barbarie?
No son preguntas fáciles. Tal vez sea ese afán por ver más allá lo que impulsa a los cazadores de mitos de la Frontera, héroes románticos que luchan por rescatar fragmentos de la cultura perdida a costa de sus propias vidas.
Esta investigadora tuvo la ocasión de enrolarse en uno de esos grupos mientras trataban de capturar un Ángel en las profundidades del Bolzai. En Ciudad de Cruces y el resto de los enclaves civilizados, los misterios del cosmos están domesticados, atrapados en cárceles de enciclopedias y leyes de indiscutible causalidad. Pero en el Bolzai las cosas son distintas. Un fallo desconocido puede matarte antes de que descubras su existencia. La vida y la muerte son fortuitas en el Bolzai. No hay segundas oportunidades, no hay terceras, a veces ni siquiera primeras. Tú no decides tu suerte: él permite que avances hasta que lo considera oportuno.
Quizá tantos mitos agrupados en un único entorno sea lo que favorece la existencia de Ángeles, así como la de la gente que los persigue. Es posible que el peligro extremo sea el hábitat perfecto para los sueños de todos aquellos que, a pesar de las abrumadoras posibilidades de morir, siguen creyendo en la magia […]
¿Posees más datos sobre esto?
—No sé qué ocurrió en el interior del Bolzai —bostezó el hombre, frotándose los ojos—. Sé que ella estaba allí, en nuestra nave. Sé que no volvió cuando regresamos. El resto es oscuridad.
Debes hacer un esfuerzo por recordar, Mel. Es importante para muchas personas.
—¿Cuántas personas?
Todas, Mel. Todas las que puedas imaginar.
* * *
Informe horario n.° 6557043 / P114
[…] Registramos un contacto al vigésimo día de búsqueda. Se trataba con toda seguridad de un Ángel. La tripulación de nuestra nave, el Lazirian, estaba muy nerviosa y excitada. Los relatos de taberna de los viejos astronautas no mencionan un ser tan enorme que pudiera dejar rastros con la intensidad que registraban nuestros instrumentos.
El Ángel apareció a las tres en punto de la madrugada, horario de a bordo […]
Aquí termina la narración de Agnes Anncourt sobre los hechos acontecidos a bordo del Lazirian en la fecha referida. El único superviviente de la expedición, el segundo oficial Mel Pankratis, aún permanece en fase de recuperación en el hospital. Lo único que ha permanecido grabado al final de los discos de memoria fueron las últimas palabras del (táchese lo que no proceda: difunto / desaparecido) capitán, Valasnian Yerkog. Su significado es desconocido. Su propósito, desconocido. A quién iban dirigidas, desconocido: «Herido iba el venado. Herido iba… herido iba…»
Mel, eres necesario ahora. Debes decidir qué hacer con estos datos y arrojar algo de luz sobre los puntos oscuros. ¿Qué ocurrió en realidad con Agnes? ¿Por qué desapareció de la nave en pleno vuelo? ¿Qué os sucedió a todos vosotros en el interior del Bolzai?
—Herido iba el venado, herido iba…
¿Adónde fue el sujeto Agnes Anncourt cuando contactó con la anomalía llamada «Ángel»?
—Herido iba…
Zhinz
Una hora después de que el acorazado urtiano hubiera abandonado el valle, Zhinz sacó la cabeza de su escondite.
El paisaje que habían abandonado la lluvia y los sucesivos arco iris que vinieron después, asaeteando el valle con sus flechas cromáticas y sus claves ocultas para el apareamiento de miles de insectos, era hermoso. Hermoso pero letal. Las nubes se dispersaban rápidamente, y la luna declinaba clara y luminosa; un parapeto de quejigos y melojos formaba una muralla donde ni los linces tauro eran capaces de encontrar un paso, y donde ni siquiera el sol habría podido clavar una pica. El cielo abierto sobre la selva se desteñía de azul a turquesa y de ahí al color oscuro del mar, un paño aterciopelado que hacía resaltar aún más las estrellas.
Zhinz estiró unos centímetros el cuello, oteando. De la inacabable extensión verde de árboles, aquí y allá, surgían volutas de humo de incendios prácticamente extinguidos. No había rastro de los carroñeros. Los ojos electrónicos acoplados en las torres también se habían ido, deslizándose en silencio como gotas de aceite por sus cables, una vez que comprobaron que ya no quedaban presas con las que divertirse.
Zhinz sacudió la cabeza, lamentando la suerte de los humanos. ¿Por qué se habrían arriesgado a acercarse tanto a la frontera? ¿Acaso con el avanzado órgano que albergaba su cráneo no eran capaces de intuir el peligro? Tal vez el pensamiento a esos niveles fuese algo demasiado complejo para que el pobre Zhinz lo entendiese. Un hermano de la camada le había asegurado una vez, con orgullo, que el hecho mismo de que se hiciese esas preguntas ya denotaba una inteligencia aguda, pero para él no era signo de nada. Los humanos estaban locos, ésa era la explicación más sencilla, y en la mayoría de las ocasiones no había necesidad de buscar otros motivos para su estúpida conducta.
Se concentró en el lago. La nave siniestrada, tras haber sido golpeada por la descarga, perdió su anclaje en el fondo del lago. La esclusa por donde había tratado de penetrar Jules no se veía desde su posición: había quedado sumergida cuando la nave escoró.
Miró al cielo, buscando siluetas en la tormenta que se alejaba. La tecnología Ur podía ocultar sus naves de la luz, pero no del impacto de la lluvia. Lamentablemente, apenas quedaba lluvia en suspensión en cantidad suficiente como para que delatase al enorme cazador, al menos en las cercanías de la cascada.
Guardó los prismáticos en su marsupio y echó a correr colina abajo. Sus patas lo propulsaron a base de potentes saltos, lanzándolo de roca en roca hasta que sus pies chapotearon en la orilla del río. Zhinz recobró el equilibrio instantáneamente, ayudándose de la cola, y examinó la nave. Pudo distinguir la esclusa a un par de metros bajo la superficie.
Contrajo el morro con fastidio. A los individuos adultos de su especie no les agradaba demasiado el agua. Preferían la sequedad de los bosques pétreos de su mundo, donde la tierra era pobre en nutrientes pero agradecida para con las débiles precipitaciones que caían una docena de veces al año.
Preguntándose por enésima vez por qué demonios no se había quedado en el árbol-madre cuando lo visitó, el marsupial se preparó para un salto largo desde la roca. Flexionó sus potentes patas, doblando la rodilla. Treinta grados hacia atrás y ganaría casi un cuarto de impulso extra. Tomó aliento y se lanzó hacia la nave como un resorte de piel moteada.
Voló más de diez metros. Pasó por encima de las olas que impactaban contra el casco y aterrizó limpiamente sobre su estabilizador de babor. La estructura se balanceó unos centímetros, produciendo un suave chapoteo, pero al cabo de un momento recuperó el estado de reposo.
Zhinz sonrió. Aún estaba en forma. Cinco años antes (años de su mundo, un poco más cortos que los del calendario aerobio estándar), cuando acababa de concluir el ciclo de apareamiento, llegó a dudar seriamente de que fuese a saltar otra vez. La tensión que soportaban los músculos de los concelebrantes en la ceremonia del parto era tan brutal, tan desmedida, que muchos de ellos terminaban lisiados e ingresaban de manera natural en la siguiente fase de aquel proceso: en cuanto sus cuerpos se daban cuenta de que habían perdido la mayor parte de la fuerza en los tendones, mutaban espontáneamente de sexo en cuestión de pocos meses y se convertían en hembras, aptas para fecundar pero no para cazar. Envidió a las mujeres humanas, diseñadas para hacer lo mismo ellas solas y en períodos de hasta nueve meses.
Zhinz inclinó el morro hasta casi tocar el agua. La olió. Luego se sumergió lentamente, con infinito cuidado, sujetándose bien al fuselaje con las cinco extremidades. Introdujo el resto de los enseres electrónicos en su marsupio y contrajo los músculos para aislarlo. Tras descender apenas medio metro, el agua se volvió completamente negra, como si alguien hubiese apagado las estrellas. Había cierta fosforescencia animal o vegetal allá abajo, en el lecho del lago, pero no era más que un fantasma en la distancia: paisajes submarinos de vida etérea, fluctuando delicadamente en misteriosas corrientes. Zhinz palpó el fuselaje de la nave, tratando de usar el sentido del tacto para guiarse.
Por los dioses terrenos, aquello estaba destrozado. ¿De verdad había tenido la más mínima oportunidad Jules de colarse por aquel agujero para evitar la muerte?
Milagrosamente, no hubo problemas; pudo sortear la compuerta derretida. Nadó a través de la cámara de descompresión hasta encontrar los mandos y activó la secuencia de presurización. La cámara rotó noventa grados y dragó el agua, sustituyéndola por aire. Aire humano básico, sin mezclas añadidas. Zhinz tosió. Su especie no era capaz de respirar esa mezcla de gases de manera natural. Él se había hecho instalar pulmones para realizar incursiones en los mundos aerobios, pero había veces en que la pleura no refinaba bien las sustancias antes de pasarlas al torrente sanguíneo. Sentía como si la sangre le pesara en los brazos.
La cámara volvió a rotar, abriendo la compuerta interior. Detrás apareció un pasillo apenas iluminado, un túnel lóbrego cuyo aspecto le contrajo aún más el marsupio.
El silencio era sobrecogedor. Ni siquiera el impacto de las olas contra el casco se transmitía a las dependencias internas. Y hacía bastante calor.
Se golpeó la frente, contrariado. Otra vez estaba metido en aquella situación; y de nuevo le fallaba todo el entrenamiento mental que siempre ensayaba para la siguiente. Suspiró. Solía rendirse al miedo al principio, aún a sabiendas de que el consabido coraje de los marsupiales acabaría apareciendo. La nave estaría llena de cadáveres, cierto, los de los tripulantes y el medio centenar de refugiados que trataban de huir cuando los motores fallaron y se precipitó por la cascada. Aún no los había encontrado, pero toparse con ellos era inevitable. El olor de la descomposición era tan potente que cerró los orificios de su nariz y procuró respirar por la boca.
Abandonó la cámara, avanzando por el pasillo inclinado. El maldito coraje aún no había hecho acto de presencia. No encontró huellas húmedas de pies ni de manos. Si Jules había conseguido entrar, no había dejado señales de su paso por aquellas dependencias.
Quiso gritar su nombre, pero se impuso la prudencia. Creyó oír un ruido, un tintineo de metal lejano. Su cuerpo se paralizó totalmente. Permaneció atento a cualquier sonido durante dos minutos. Nada. El coraje perdió todo el terreno ganado hasta entonces, y fue a esconderse como una nutria cobarde al fondo de su cerebro, justo detrás del pánico.
Con extrema cautela, el marsupial se obligó a caminar de nuevo. Llegó hasta el cruce principal, un anillo de cambio de gravedad diseñado para ayudar a los bípedos cuando la nave se encontraba en órbita. No había agarres adicionales para un apéndice trasero, como en las naves diseñadas por su especie, pero sí una escalinata para manos y pies.
Allí encontró los primeros cuerpos.
Dos hembras humanas, jóvenes, abrazadas una a la otra y atadas por la cintura. Tal protección no les había servido para amortiguar los terribles golpes del zarandeo: sus cráneos estaban quebrados y hundidos por uno de los senos. Seguramente habrían rebotado como peonzas durante la caída, muriendo al instante al fallarles la protección de las manos, y habrían seguido rebotando durante mucho tiempo después, ya muertas.
Frutos podridos en las ramas de un árbol de titanio.
¿Por qué siempre se los encontraba cuando su miedo había alcanzado el clímax? ¿Por qué no un poquito antes, cuando la promesa del tesoro aún prestaba algo de firmeza a sus rodillas?
Procuraba no mirar nunca a los cadáveres a la cara: no soportaba aquellas bocas tan abiertas, su grito tan silencioso, los rictus congelados en una expresión a medio camino de ninguna parte.
Sacudió la cabeza, despejándose.
Los humanos decían que respirar hondo cuando la tensión te estaba venciendo ayudaba, pero a él sólo le provocaba un incremento en el peso de la sangre.
Examinó los controles de los anexos. Recordaba bien en qué posición estaban la última vez que estuvo allí.
Casi en seguida dio con uno que había sido manipulado.
Era la boca de la esclusa veintiséis.
Comunicaba con una zona de la nave en la que no se había aventurado nunca: las salas de esparcimiento de la tripulación.
Accedió al habitáculo. Casi al instante se arrepintió. Tuvo que dar media vuelta y apoyarse en el umbral, controlando las arcadas.
La sala estaba abarrotada con lo que parecía una sencilla y desorganizada montaña de cadáveres. El hedor lo golpeó como un puño de gases que hirió sus fosas nasales con una contundencia absolutamente tangible.
Lo comprendió. Era lógico, tratándose de una de las cubiertas más amplias de la nave. Allí se habían refugiado la mayor cantidad de tripulantes. Se contaban por docenas, todos horriblemente inmóviles. Al volcar el pecio se habían amontonado contra la pared de babor.
No pudo soportarlo más.
Había algo que le llamó poderosamente la atención, un objeto indefinible que emitía luz al fondo de la sala, pero Zhinz cerró los ojos demasiado rápido para que su cerebro tuviese tiempo de averiguar qué era.
Algo se apoyó en su cuello, un objeto afilado que amenazaba con cortarle la cabeza si osaba hacer el menor movimiento, a la vez que una mano caía sobre su boca, reduciéndola al silencio.
Una voz entrecortada le susurró al oído:
—Ésta es tu última incursión entre los despojos, hiena…
Mel
La pesadilla lo despertó justo cuando el sol asomó su disco por el horizonte. La macilenta luz se iba concretando, y la manta de atmósfera onduló alrededor del astro, llenándose de arrugas y pliegues.
Mel Pankratis se apoyó en el borde del sillón, desorientado. Como había aprendido a hacer en los largos años de viaje por el espacio, cuando todo se mantenía igual y a la vez mutaba a cada segundo, se situó en tiempo y lugar muy rápidamente.
Análisis: aún estaba en el hospital de Ciudad de Cruces, en el segundo continente por orden de extensión de su planeta adoptivo, Ionosis. Estado: humm… ya no era un paciente.
Los recuerdos florecieron con lentitud. Le habían dado el alta aquella misma noche. Se había quedado dormido en el mullido sillón de la sala de recepción mientras esperaba a que un transporte viniera a recogerlo. Iban a llevarlo al Instituto Clerv, donde estaban siendo analizados los restos de su nave. Sólo un corte en la mano, ahora vendado, le recordaba las heridas que había sufrido cuando la cápsula de salvamento del Lazirian se estrelló.
¿Había caído del cielo?
Su mente era una nube de recuerdos fragmentados, que batallaban entre sí como avispas en celo. Le llegaban destellos de un suceso traumático, un aterrizaje abortado, tal vez un incendio a bordo… y algunas imágenes que eran demasiado extrañas. En lo más profundo de esos recuerdos, en la zona de penumbra que acababa de entrever en la pesadilla, se movía algo que carecía de palabras para describir; algo que estaba fuertemente vinculado a los sucesos del Bolzai.
Me alegra que estés despierto, Mel.
El auricular implantado en su oído desgranaba las palabras de Gill en copos tan perfectamente muestreados que adquirían la textura de cristales sonoros.
—Yo también estoy contento de oírte, Gill —respondió. En realidad, no hacía falta que hablase para que ella lo entendiera, pero le gustaba escuchar su propia voz. Una conversación sólo resultaba satisfactoria si se oían las dos partes—. ¿He dormido mucho?
Has pasado varios meses en coma. Despertaste anteayer, y tu cerebro se ha recuperado a un ritmo exageradamente eficiente desde entonces. Ninguno de los médicos puede explicarlo. ¿Puedes tú, Mel?
—No me hagas reír…
Mel se acercó a un espejo que colgaba de la pared, un elemento decorativo sin ninguna justificación en medio de aquel pasillo. Su propio reflejo lo examinó con ojos azules, profundos y preocupados. No le gustó lo que vio en aquellos ojos; desde que tenía uso de razón, la gente lo había definido por su mirada ligeramente acerada, como si su forma de ver el mundo lo definiera a él. Al igual que la de su padre, su nariz era chata y con ventanas muy abiertas. Desde la mata de pelo azabache hasta los pies, su cuerpo exhibía la tez dorada y veteada de estigmas rojos que provenía de la herencia genética de algún antepasado. ¿Qué habría hecho ese ilustre ancestro para que alguien maldijera a su linaje con una marca cutánea tan evidente? Una vez su abuela le dijo que traficaba con la glándula pineal de pájaros loke, inductora de sensacionales orgasmos tántricos y de visiones sobre el futuro, pero no el de uno mismo, sino el de la persona que uno pudo llegar a ser si hubiese tomado otras decisiones a lo largo de su vida. Lo habían colgado de la rama más alta que encontraron por vender esas glándulas a los miembros de una secta que habían renegado de la experiencia sexual, la cual redescubrieron a su pesar en forma de una insidiosa adicción química. Continuaron siendo una secta, sí, pero abandonaron sus creencias religiosas. Desde aquella época todos sus descendientes llevaban el estigma carmesí en la sangre. Su pizpireta abuela solía decir (no sin cierta jactancia) que si uno podía imaginar la existencia de un pecado imperdonable, éste se hallaba sin duda en los anales de su familia. Mel se preguntó por enésima vez por sus cromosomas, y si acabaría jactándose de los pecados heredados, igual que ella.
Gill solía preguntar por Agnes, su antigua novia. Tenía esa rara costumbre. Mel nunca había sabido qué contestar. Era difícil ocultar a una presencia que estaba dentro de su cabeza los secretos sobre aquella relación que quería que continuasen siendo secretos. Mel se había espabilado mucho gracias a la cercanía de Agnes, contagiado por su humor dicharachero y su manera luminosa de entender la vida. Hacía años ofrecía el aspecto de un hombre hosco a quien lo mirara, con una chispa de locura en sus ojos, que tenían una expresión que indicaba brumas heladas, noches sin dormir y arrebatos de pasión irracional. Otra herencia genética que no controlaba. Agnes cambió todo eso. Con ella habían llegado los amaneceres radiantes, los besos limpios, las frases cortas, los sobreentendidos inocentes, el perfume a lirios. Agnes podía haber sobrevivido al incidente del Lazirian y haber llegado a tener una cara vieja y arrugada, pero la ilusión jamás se habría borrado de la suave curva cínica de su sonrisa.
«Sobrevivido».
—Justo antes de partir en este viaje consulté con un heptólogo —confesó, sintiéndose la persona más idiota a este lado del Bolzai. Gill sabía a qué se dedicaban esos augures, sabios estadísticos que vaticinaban la buena marcha de una misión basándose en unas complicadas fórmulas que desgranaban las posibilidades teóricas del universo—. Me prometió que todo iba a salir bien. Que regresaríamos a casa sin mayor percance…
Eso es como vaticinar la lluvia por el vuelo de los pájaros, Mel.
—No —sacudió la cabeza, sabiendo que las connotaciones eran mucho más profundas—. Es como ver Ángeles en medio de la nada.
En una ocasión tuvo un sueño, un anhelo de juventud: quería ser bailarín y moverse como mecido por un viento hecho de música ante un público cuyo cabello engominado relumbrara. En ese escenario, demasiado bosquejado para ser una metáfora del escenario de la vida, huecas resonancias trepaban por el foso de la orquesta, y sus miembros se doblaban en posturas imposibles. Ese era el baile que Mel, el Manchado, imaginó de niño: una danza hecha de dientes de criaturas alienígenas.
Ahora, mientras reflexionaba sobre los augurios, se preguntó en qué momento los pianofortes habían dejado de tocar.
El transporte apareció un minuto después. Era una barcaza para diez pasajeros, abarrotada de personal militar. El oficial encargado de escoltarlo se presentó y lo acompañó a bordo, haciéndole preguntas sobre su estado de salud que sonaron muy artificiales. Mel contestó lo mejor que pudo, suponiendo que el oficial consultaría los informes del hospital para rellenar los agujeros.
Seguro que, en ese momento, cualquiera sabía más sobre su vida y su estado de salud que él mismo. Incluida Gill.
* * *
Ciudad de Cruces tenía el aspecto de un sueño hecho piedra, con edificios con forma de manos suplicantes que brotaban del suelo y se llenaban poco a poco de ventanas, y rascacielos apoyados unos sobre otros mediante brazos gigantescos de factura indudablemente humana, provistos de dedos e insinuaciones de músculos que filtraban astutamente el sol y la lluvia. Altos pilares y muros cóncavos servían de puntos de enganche para los aleros que separaban la anatomía de un edificio y otro. Era el sueño (o más bien la pesadilla) de un arquitecto loco al que le hubieran dado carta blanca para erigir en cemento su paranoia. Mel había disfrutado muchas veces de ese paisaje urbano, esa línea de edificios que en la distancia parecía un baile de almas en pena, y ya no lo impresionaba. La aberrante geometría de dedos, ojos, espaldas y pies gigantes… eran constantes agradables en un mundo por otro lado hostil a la vida humana si uno abandonaba la relativa seguridad de la urbe y se internaba en las selvas que había más allá…
Mel prefirió no imaginarlo. Esas selvas prehistóricas tenían un profundo conocimiento del tiempo, tanto de su fluidez como de su inmutabilidad. Y habían decidido permanecer congeladas en una época pretérita donde los indefensos simios lo habrían tenido muy difícil para sobrevivir.
El transporte lo llevó al otro lado de las pistas del astropuerto, donde hangares de un kilómetro de largo perdían su silueta en la distancia frente a naves posadas que eran tan grandes que se divisaban como manchas difusas en la neblina. Una luz prismática se reflejaba en los motores de aquellos ingenios, subrayándolos con esquejes de fosforescencia que chorreaban con vida propia. Zánganos robot subían y bajaban por la geometría del metal, reparando pequeñas taras y haciendo comprobaciones de rutina. Algunos caían en la trampa de luz y eran asimilados por la estructura atómica de la nave, como si siempre hubiesen formado parte de ella. Estas bajas eran reemplazadas al momento por nuevos zánganos inmunes a tal parasitismo, diseñados y construidos por las fábricas de herramientas antígenas.
Mel evitó mirar los impulsores, esas máquinas gigantescas que movían las circunnavegadoras, pues lo que albergaban no tenía una lógica comprensible, sino que era un complejo inasible de mecánicas cuánticas, de normas quebradas, de instantes de luz y calor que apenas eran describibles como «reales». Conceptos del viaje espacial en los que más valía no pensar para no volverse esquizofrénico.
El hangar donde yacían esparcidos los restos del Lazirian era uno de los mayores del complejo.
En el extremo opuesto a la enorme entrada, separado de la zona de inspección, el corpachón de un C-92, un transporte civil, era recorrido por grúas llenas de obreros. Aún había espacio para otro gigante más en la vasta área de trabajo, pero ésta estaba ocupada por miles de diminutas piezas etiquetadas. Alguien se había tomado muchas molestias por recuperar el cadáver del Lazirian y practicarle una autopsia.
En medio de aquel muestrario de catástrofes se levantaba una pequeña oficina, un edificio aislado entre las montañas de piezas. A su alrededor, pequeños grupos de personas y androides parecían interpretar escenas vivientes en las que todos eran el forense de la nave.
«La disección de las entrañas, Psicología de una mente artificial, Secretismo y conspiración de ingenieros…»
Un sargento acompañó a Mel hasta la espartana oficina y golpeó con los nudillos en la puerta.
—Adelante —invitó una voz.
El sargento dejó a Mel con dos hombres que trabajaban intentando poner un poco de orden en aquel caos. No conocía a ninguno, pero en cuanto cruzó el umbral uno de ellos le tendió la mano.
—Mel Pankratis, ¿verdad? —dijo a modo de saludo.
—Me temo que sí.
—Es un alivio verlo tan recuperado tras esos días en el hospital.
—Yo estoy más contento que usted, créame —bromeó Mel, aceptando el apretón—. ¿Qué está pasando aquí?
El militar contempló a Mel unos segundos de más, dejando claro que aquella no era una pregunta fácil. Parecía un aristócrata chapado a la antigua, alto y delgado, con un flequillo juguetón que apenas aguantaba unos minutos pegado por la colonia y que luego se descolgaba por la frente a modo de crin. Era un hombrecillo ciertamente gracioso, de no ser por el respeto (y el temor) que sus modales refinados inspiraban en Mel. Algo le decía que tras aquella fachada de gentileza había unas intenciones mucho menos afables.
—Permítame que me presente. Soy el comandante Delmor Zayb, ingeniero en jefe de la sección de Investigación Astronáutica de Cruces. Me he ocupado personalmente de examinar su antigua nave, el carguero Lazirian. No sé si sabía que flotaba abandonada en una zona prohibida de la frontera con el Bolzai…
Mel iba a explicarse, pero el militar levantó una mano.
—No hace falta que se excuse. Mi trabajo no es averiguar por qué motivos volaron hasta allí. Sólo quiero que me facilite algunos datos referentes al cómo y al qué. Hay muchas incógnitas que nos gustaría desvelar acerca de cómo fue destruida su nave, y qué encontraron en su persecución de la anomalía.
—¿La anomalía?
—El «Ángel», como ustedes lo llaman. Yo prefiero usar un término neutro hasta que averigüemos exactamente lo que son esos seres, si es que están vivos… —El inicio de una frase apareció en sus labios, pero la cambió por—: ¿Lograron acercarse lo suficiente a él como para comprobar de qué estaba hecho antes de… ya sabe?
Mel empezó a sentirse incómodo. El comandante lo miraba a los ojos de un modo extraño, sin parpadear, como si quisiera asegurarse de que estaba allí.
—Está dando por sentado que fue el Ángel lo que destruyó nuestra nave —comentó.
—¿Y no es así?
Mel trató de escarbar bajo la fachada amable del comandante. Los modales gentiles seguían constituyendo una férrea defensa, y ocultaban con eficacia todo lo que pudiera haber detrás.
«Otra vez estoy siendo paranoico —pensó—; pero no me importa. La paranoia es buena, una amiga fiel. Me ha mantenido vivo durante estos años. Me salvó del Bolzai».
—No estoy tan seguro. —Se encogió de hombros—. No recuerdo lo que ocurrió. Bien pudo haber sido él… u otra cosa completamente distinta. Tal vez fuera un fallo de los motores lo que provocó la explosión.
—Si es así, ¿cómo es que desapareció del interior de la cabina de mando la investigadora Agnes Anncourt, aparentemente volatilizada, mientras que el resto de la tripulación permaneció intacta?
Zayb le mostró varios documentos.
—Hemos detectado un flujo de energía residual emanando de los mamparos de la nave —explicó—. Mediante las grabaciones de seguridad podemos determinar la hora en que los tripulantes supieron que algo raro pasaba con Agnes Anncourt. Desde luego, fueron muy conscientes de su desaparición repentina.
Mel se cruzó de brazos, asintiendo como si aquel dato no fuese un simple lugar común. Desde que había despertado, en el hospital, la gente no hacía más que mostrarle pruebas y hechos, demostraciones y testimonios, cuando la única verdad era que ninguno de ellos había estado allí.
—Se refiere a que la tripulación la llegó… la llegamos a echar de menos.
—Agnes Anncourt desapareció del interior del Lazirian durante casi cincuenta minutos. Luego volvió a materializarse de nuevo. —Zayb se rascó la nariz, meditabundo. Realmente no albergaba duda alguna sobre aquellos datos, era sólo para ver cómo reaccionaba Mel a la fría exposición de los hechos—. Y volvió a desaparecer otra vez. La conclusión a la que hemos llegado —recalcó el plural— es que pudo tratarse de un error de las grabaciones, un fragmento de información ignorada o sustraída, pero esta energía remanente es demasiado inusual como para que los tripulantes del Lazirian pudieran generarla sin un equipo muy sofisticado.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Nada —sonrió el militar—. Como usted, queremos encontrar a su pareja sentimental, la señora Agnes.
—¿Cómo demonios saben…?
—O tal vez no fuese un accidente, como usted ha recalcado —derivó Zayb, dirigiendo la conversación a su antojo—. Hemos detectado la presencia de naves urtianas en las proximidades de ese sector. Puede que considerasen que habían invadido un espacio neutral y los atacaran.
—¿Estoy detenido? —lo interrumpió Mel, hastiado de la conversación.
—En absoluto. Usted no era el propietario de la nave, ni hemos encontrado evidencias de contrabando entre los restos, así que no podemos exigirle responsabilidades. Pero le ruego —recalcó esa palabra— que no abandone la ciudad hasta que hayamos concluido la investigación. Es posible que se me ocurran más preguntas que hacerle.
Un alférez acompañó a Mel al exterior del recinto. Hacía un espléndido día de verano, el sol brillaba alto y las pocas nubes condensadas al amanecer se habían esfumado.
Necesitaba descansar, quitarse aquella ropa sucia y darse una buena ducha… pero ¿dónde? Había vendido su piso cuando se enroló en el Lazirian, y no tenía familiares en la ciudad a quienes acudir. Le quedaban algunos amigos, pero hacía ya dos años que no recibían noticias suyas, y en los planetas el tiempo transcurría infinitamente más rápido que en el espacio. Ni se acordarían de él.
Acabó por resignarse. Si lo pensaba bien, sólo tenía un sitio adonde ir, uno donde quizá pudiera encontrar algunas respuestas.
Zhinz
—Esta va a ser tu última incursión entre los despojos, hiena.
El cuchillo tanteó la piel de su cuello. Zhinz giró lo que pudo los ojos hasta que apareció una cabeza humana, adosada a un hombro ancho y un brazo muy musculado.
—¿Ju… Julaysan? —preguntó, la voz temblorosa. El extraño encendió una linterna, abandonando las sombras. Apuntó directamente al rostro de Zhinz.
—¿Marsupial?
El cuchillo se apartó de su cuello. Zhinz respiró aliviado, reconociendo a su viejo amigo respirador de oxígeno.
—¡Jules-maestro-de-serpientes! —dijo en cumular uno, el idioma preferido por los humanos—. ¡Sigues vivo! ¿Cómo no moriste / falleciste bajo descarga de urtianos?
—Si tenemos tiempo esta noche, te lo contaré. Ahora hay cosas más importantes de las que ocuparse. ¿Dónde está el pecio en este instante? —preguntó el explorador. Su calva relucía cubierta de gotas de sudor, una exudación fría que resbalaba mejillas abajo humedeciendo su barba. Zhinz había oído opinar a otros humanos sobre el aspecto general de su amigo (sobre todo a las prostitutas, cuya compañía parecía ser indispensable cuando estaban de regreso en la civilización), y aunque él mismo no disponía de herramientas para saber cuándo un humano era guapo o feo, atractivo o amenazador, las mujeres dejaban claro que el caso de Jules era el de la fealdad extrema convertida en encanto. La hosquedad seductora del bárbaro de los pantanos, o algo así de romántico. Y, desde luego, rudeza sí que sobraba en su figura salpicada de tatuajes: unos rasgos duros, repasados a buril; un rostro anguloso perdido en algún punto entre los treinta y los treinta y cinco; un cuerpo enorme, muy musculado, de culturista… y sobre todo aquellos ojos, unas diademas grises que te escrutaban con el silencio sagrado de los rituales.
—Nave desprendida / deshecha de su asidero inicial —resumió Zhinz, rápidamente—. Flotamos río abajo / por debajo de anclados en meandro irregular / lo siento / no hay palabra alternativa para definir esto…
—Hemos descendido arrastrados por la corriente hasta encallar en un meandro, vale —comprendió el humano. A veces, la forma de desgranar el lenguaje de los marsupiales, exponiendo todo el árbol de ideas a la vez en lugar de elegir la interpretación más simple, le ponía de los nervios—. ¿A cuánta distancia estamos de la cascada?
—Unos… dos kilómetros, menos… tal vez… tú no matar Zhinz, ¿vale?
El humano rompió a reír.
—No, hiena, no te mataré. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Tú no recuerdas señal / impulso que emitiste bajo cascada, ¿verdad? ¿No fue dirigida a Zhinz?
—Ah, sí, la señal. Era para avisar a los carroñeros de que se mantuvieran a distancia. No imaginé que tú también la verías. Espera —chasqueó los dedos—, espera, espera, espera… A lo mejor fue eso lo que atrajo al destructor… —caviló, molesto consigo mismo y con sus prisas de novato.
Se suponía que un carroñero experimentado se ejercitaba en muchas artes de combate y cultivaba virtudes que luego le salvarían el pellejo en las zonas. Disciplinas intelectuales y físicas que los humanos consideraban nobles y dignas de ser transmitidas de padres a hijos, o de maestros a alumnos, la más importante de las cuales era la paciencia.
Zhinz notó que pisaba la mano de un cadáver. Nervioso, apartó el pie. Apenas apartó la vista de ella, sintió que algo o alguien en la montaña de cadáveres giraba la cabeza para mirarlo.
—Zhinz no tiene otro remedio que volver / retornar. En mi pueblo pasar hambre ahora. Cinco crías haber sobrevivido de la última camada / prole en lugar de las tres habituales, así que no haber recursos para todos. Sólo quería registrar vieja nave de los humanos por si…
—¿… Había sobrevivido algo a la masacre de los urtianos? Me temo que no, amigo. Los muy hijos de una cerda tumefacta hicieron bien su trabajo. A menos que…
Sus ojos brillaron. Zhinz contuvo el aliento y siguió con la vista la dirección que marcaba su dedo.
—… A menos, claro, que te interese eso.
Apuntó hacia el lugar donde flotaba el artefacto brillante, que había llamado la atención del marsupial segundos antes de que el destello del puñal rompiera las tinieblas. Era un objeto que emitía una luz que resbalaba por la retina sin penetrar en ella, salvo por algunos destellos que se colaban en el iris cuando las longitudes de onda coincidían. Eso hacía que el objeto (que no se parecía a nada, absolutamente a nada que Zhinz hubiese visto antes, y había visitado muchos mundos) fuera percibido por sus cerebros como una sucesión de instantáneas que taladraban el tiempo, en lugar de como algo sólido y real. Su fulgor adquirió la consistencia de una letanía que se expandió por el espacio cóncavo de la sala, retumbando con tonos de fotones. Mirarlo (o más bien, intentar encuadrarlo en la realidad usando el sentido común) tenía efectos colaterales en el cerebro, como degustar unas hierbas alucinógenas cuyo efecto era inmediato e intenso. Zhinz se sintió como si estuviera atravesando una puerta existencial desconocida.
Ambos, el marsupial y su amigo el carroñero, se quedaron estupefactos cuando el objeto pareció desvanecerse en la nada y su figura, más un espejismo que un sólido, dejó de derramarse por sus retinas.
Mel
El segundo oficial del Lazirian abrió la puerta del apartamento de Agnes usando la tarjeta que ella escondía en la lámpara del pasillo. Se subió a un macetero, desenroscó con cuidado el plafón y sacó la tarjeta de su escondite.
—¡Ay! —protestó Mel. Aquel trozo de metal estaba ardiendo. Eso implicaba que las luces habían estado encendidas recientemente y durante un largo período de tiempo.
Con cautela, entró en el apartamento. Agnes vivía en uno de los locos edificios humanoides de Cruces, tras el inmenso pabellón de piedra de una de las orejas. La rotundidad de aquella piedra estaba disimulada por enredaderas, árboles y bejucos plantados en terrazas, que constituían un verdadero derroche de colores y formas en un entorno tan plano.
Lo primero que Mel notó al entrar en el apartamento fue el hedor. Un olor particular, una especie de almizcle con notas de enebro y humo y deposiciones de pájaros, que se estrelló contra su rostro como un muro sólido y lo obligó a detenerse. Agnes era de esas personas que se preocupaban, y mucho, por la limpieza del entorno que les servía de hogar, de residencia habitual o como ella quisiera llamarlo. Su apartamento era una promesa de tabiques sin construir, sus líneas sólo estaban trazadas en el suelo. Era un piso de soltero, una única habitación muy grande con el dormitorio mezclándose con la cocina, que a su vez invadía la sala de estar. Lo único que estaba apartado del resto era el excusado, y una habitación adyacente que Agnes usaba como trastero.
De la parte de debajo de aquella puerta surgía un trazo de luz intenso, como dibujado a lápiz, que contrastaba con el suave ambiente del resto. La domótica había encendido las luces tenuemente cuando Mel entró, iluminando los muebles con una luz grisácea, lunar, impregnada de una plomiza melancolía. Dudaba de que aquello hubiese sido programado así por alguien tan vivaz como Agnes.
Intentó encontrar el origen del hedor. Sobre el mostrador de la cocina había un plato a medio acabar, un guiso de fécula espesa junto al cual descansaba un gato muerto, medio podrido. Mel se llevó las manos a la boca, conteniendo las arcadas. Era Grozpo, el gato de Agnes. Pero aquello no tenía sentido. Una persona tan meticulosa como ella jamás se habría marchado de viaje dejando a su animal abandonado en el piso. Ni platos a medio consumir que atrajeran todo tipo de insectos. Allí había sucedido algo malo.
Un movimiento le hizo dar un respingo. Un gato se subió al brazo del sofá, se lamió una pata y se quedó allí, mirándolo, los bigotes pintados de gris por la luz del plafón.
Mel sintió miedo por primera vez. No era inquietud, ni turbación ni una leve congoja, sino miedo de verdad. Aquel animal era Grozpo, no había duda. Lo había acariciado muchas veces sobre aquel mismo sillón, después de hacer el amor con Agnes (un acto que se traducía en aromas que su cuerpo emanaba y que el felino parecía disfrutar), como para no darse cuenta. Pero también era el mismo gato que estaba sobre el mostrador, cadáver, con gusanos en la tripa y en las orejas, y las mismas manchas de nacimiento en el pelaje.
¿Qué cojones estaba pasando allí? ¿Cómo podía estar un gato vivo y muerto, en dos sitios a la vez?
De repente, la puerta que comunicaba con la otra habitación vibró, como si un viento que no afectara a nada más en la casa hubiese presionado la madera. Con cautela, Mel se acercó al trazo de luz. Pegó el oído a la puerta, por si había algo moviéndose al otro lado, pero lo único que oyó fue un inclasificable zumbido.
Se giró. El gato seguía allí, mirándolo en silencio. Estaba muy cerca de su otro yo, pero el vivo no le prestaba la menor atención al muerto, como si no pudiese verlo ni olerlo.
Con extremo cuidado, Mel abrió la puerta.
—Hola, Mel. Por fin has llegado.
De todas las cosas que en aquel momento pasaban por la mente del astronauta, de todos los peligros que había imaginado llegar a encontrar, ninguno se parecía ni lo más mínimo a lo que vio allí dentro.
La habitación estaba vacía salvo por un objeto. Era un óvalo de cristal de tonalidades entre naranjas y rojas, más ahusado por su extremo superior que en la base, que flotaba en medio del habitáculo. Rotaba lentamente sobre su eje irradiando destellos eléctricos y, aunque pareciera una locura, había pronunciado su nombre con la voz de una persona que Mel conocía bien.
—¿A… Agnes? —balbuceó.
—¿Dónde estás, cariño? —dijo el objeto flotante—. No puedo verte con claridad.
La voz del artefacto sonaba tan irreal como la aterciopelada luz que emanaba de él. Parecía como si la mujer le hablase desde el interior de una cueva lejana, profunda y reverberante.
Cuando su lengua por fin consiguió despegarse de la garganta, Mel preguntó:
—¿E… eres tú, Agnes? ¿De veras? ¿Dónde estás?
—Pues… aquí, creo. —La voz dudó—. En mi apartamento. ¿No es éste mi apartamento?
—Lo es —confirmó Mel, acercándose. En realidad todo su ser clamaba por hacer otra cosa (correr, tal vez, en dirección al salón, donde lo esperaba el gato cuántico), pero sus pies no respondían.
Cuando estuvo a un metro del objeto tuvo que detenerse por fuerza. El calor que emanaba de su interior era muy intenso. Por la forma como parpadeaba y flotaba en el aire, a Mel se le antojó que aquella especie de huevo no estaba avanzando junto con él en el tiempo normal, segundo a segundo, sino que estaba rebobinándose, avanzando hacia atrás en el tiempo mientras él lo percibía como una sucesión de estampas; ecos en una sinfonía de relojes estropeados.
—Agnes —lloró—, ¿qué te ha ocurrido? ¿Eres realmente tú? ¿Qué es este…?
—Preguntas, preguntas… —susurró el artefacto—. Mel, necesito que vengas a buscarme. Estoy aquí… pero no sé cómo salir.
—¿Salir? ¿De dónde?
—Del laberinto. Necesito que vengas a buscarme. Que seas mi faro en la noche. —Se oyó un lamento lejano—. Por favor, no me dejes sola.
—No te entiendo… ¿Realmente estás aquí, en esta habitación, dentro de ese chisme?
—Sí.
—Pues… dime cómo puedo llegar hasta ti. Cómo rescatarte de donde quiera que estés.
—Tienes que llegar por el camino correcto. Debes ir hasta el Bolzai y girar por los mismos lugares por los que yo pasé. Si no, jamás entrarás.
El astronauta miró al artefacto en silencio durante casi un minuto. Minuto en el que el objeto retrocedió aún más en el pasado.
—¿Me estás diciendo… que tengo que dar un rodeo de cientos de años luz para volver a esta misma habitación? ¿Por qué?
—Es un simple paso, amor mío. Él me ha enseñado cosas, Mel. Cosas que ninguno de nosotros estaba preparado para conocer. Eso me ha hecho daño. Ahora quiere seguir mostrándome la Verdad, pero yo no seré capaz de soportarla. Por eso necesito que me rescates, antes de que me vuelva loca.
—¿Él? —Mel se quedó rígido. La sola idea de que alguien o algo pudiese estar junto a ella, dentro de esa cosa, se le antojó aterradora—. ¿Quién es «él»? ¿Es la persona que te ha raptado?
—El Ángel. Me ha traído hasta aquí. Ahora estoy detrás de sus ojos. Veo la realidad tal cual es. Estábamos equivocados, cariño. Ellos son los únicos que lo comprenden, los que pueden ver más allá de las ilusiones. Y pensábamos que sólo eran criaturas mitológicas sin alma…
—¡No te vayas! —exigió Mel, acercándose todo lo posible al artefacto. Tuvo que detenerse a medio metro de distancia, o el calor le habría provocado quemaduras. La música de luz que emitía se enredaba en las circunvoluciones de su cerebro—. ¿Qué es lo que ves, Agnes, por todos los dioses? ¿Adónde quieres que vaya?
—Has decidido no ver en lugar de ver lo que ofende a tus creencias. Lo entiendo. Yo antes era así, también.
De repente, el objeto dejó de rotar, y desapareció el calor.
—Tócame, Mel —suplicó la voz—. Acaríciame como hacías antes. Hazme el amor con tus dedos.
—Agnes…
—Tócame, amor. Siénteme con tu piel, encadéname con tu sangre. Por favor.
Vacilante, el astronauta alzó una mano. Extendió los dedos hacia la superficie reflectante del objeto y…
* * *
… estuvo allí, en el espacio profundo. Era como un espectador situado ante el escenario de un gigantesco teatro, una pantalla geodésica que le mostraba imágenes en tiempo real del espacio profundo. Flotaba cerca de una estrella doble, una gigante roja y otra mucho más pequeña, y con un quinto de su masa. Ésta desgarraba con invisibles garfios de gravedad un caudal de materia de su hermana mayor, un río del espacio que las enlazaba mediante cordones umbilicales de plasma.
Y lo que sus desorbitados ojos vieron frente a aquella descomunal escarapela de llamas fue una gigantesca batalla: enormes naves luchaban unas contra otras sin cuartel. Trazos de cinética, puntos de calor, estallidos de rabia orgánica y tecnológica; muerte y resurrección de la materia y de la esperanza. A simple vista había sólo dos bandos. Uno lo componían los urtianos, de eso estaba seguro: la forma agresivamente agudizada de sus aves de presa era reconocible por cualquier humano, incluso por los niños, pues era la protagonista de los cuentos de terror que las madres les contaban por las noches, olvidados ya los lobos parlantes y los horrores folclóricos del pasado. El enemigo de los urtianos ni siquiera parecía racional, pues semejaba una simple cáscara de metal que surcaba el vacío entre las estrellas. Eran manchas de mercurio, entes alienígenas del tamaño de pequeñas lunas, instantáneas de sombras que disparaban haces de energía y se tragaban (literalmente) a los destructores urtianos como remolinos de un océano de nada.
Mel estaba mirando con ojos que no eran suyos, con sentidos que habrían estado prohibidos a cualquier humano. Lo que él percibía como tonos de color eran sin duda ondas de radio, vibrantes campos de electromagnetismo y otros fenómenos que se disolvían en un complejo muaré de remolinos, vaporizaciones de color y líneas entrelazadas. Lo que percibía como canicas que chocaban locamente entre ellas era en realidad radiación; partículas casi tan rápidas como la luz, cuyo ínfimo tiempo de vida las hacía entregar su masa en forma de energía.
Se estaba desplazando a gran velocidad por el campo de batalla, cerca de pecios atrapados en la escarapela. Muchas naves urtianas vagaban a la deriva, horriblemente destrozadas por las armas del enemigo, partidas en dos limpiamente o desgarradas por manos invisibles de energía. Cruzó ante un destructor cercenado en dos, el cual, mientras rotaba a la deriva, iba expulsando un caudal de máquinas y de fluidos densos y cristalinos al espacio.
¿Quién sería el testigo de todo aquello? ¿Sería el Ángel del que había hablado Agnes? ¿Y qué terrible enemigo era aquél capaz de poner de rodillas a la invencible armada urtiana, tan poderosa como todos los ejércitos de la Variedad juntos?
Ese pensamiento lo llenó de congoja. Como cualquier habitante de los mundos aerobios, Mel veía a los urtianos como invasores, la facción que atacó primero en una guerra que duraba ya varios siglos. La humanidad había aguantado todo lo posible su embate, y eso la hacía crecerse, sentirse orgullosa de no haber capitulado ante el avance de unas fuerzas tecnológicamente superiores. Pero ahora se daba cuenta de la verdad: tal vez los urtianos no hubiesen llegado al espacio del hombre con ansias de conquista, sino huyendo de otros seres aún más peligrosos que ellos. Seres que habrían destruido sus mundos y su estrella original, obligándolos a refugiarse en la Variedad.
Entonces la visión cambió, y Mel pudo ver la nave. La nave en la cascada. Una tumba volante llena de cadáveres, con una tripulación de sapientes de dudosa reputación. Y frente a la cascada…
* * *
… Mel cayó al suelo, gritando. Un dolor atroz laceraba su cabeza. Poco a poco fue remitiendo, pero aún pudo oír una voz de mujer que reverberaba en su cerebro.
—Háblame, Mel. ¿Va todo bien?
Tardó unos instantes en reconocerla.
—¿Gill?
—Lamento haberte dejado solo, pero al cruzar el umbral algo cegó temporalmente mis engramas de memoria. Permíteme sugerirte que apartes la mano de delante de tus ojos. Si no veo nada, no podré analizar la situación.
—Oh, sí, perdona. —Obedeció, parpadeando varias veces y enfocando bien el entorno. Seguía en el piso de Agnes, en la habitación contigua al salón, pero el gato (los dos) había desaparecido.
—¿Qué ha ocurrido en estos ochenta minutos?
Mel se sentó en la alfombra. Su sentido del equilibrio regresaba, a duras penas y chirriando. Tardó unos segundos en procesar la pregunta de Gill.
—¿Ochenta minutos? —se asombró—. ¿Tanto ha durado la visión?
Miró en derredor, buscando el artefacto.
Había desaparecido.
—Hay un cambio de planes, Gill —murmuró—. No nos vamos a instalar aquí.
—¿Ah, no? ¿Adónde iremos, entonces?
—Nos marchamos a la frontera con el puesto permanente de los urdanos. Debemos buscar un río que nace al pie de una cascada.
Esta vez le tocó a Gill guardar silencio. Mel se asomó a una ventana. Vio la parte interior del pabellón auricular del edificio y los jardines de la ciudad que se extendían más allá, con un esplendor derrocado.
—¿Tan cerca de los urtianos? ¿Qué piensas encontrar allí? —preguntó Gill, inquieta.
—Un billete de ida hacia Agnes… donde quiera que esté.