El viajero ya había estado antes en aquel lugar. O en uno tan parecido que habría resultado imposible separar un recuerdo de otro y decidir cuál era real y cuál no.
Avanzó por la calle con un andar rápido y enérgico, una actitud que contrastaba con su cabeza agachada y oculta por una capucha gris. Sus atuendos no llamaban la atención en aquel entorno, lleno de los más variopintos ejemplares humanos y alienígenas, pero se obligó a andar más despacio, con menos resolución, porque en aquel feudo de fracasados y soñadores sin esperanza era delito saber con tanta claridad adónde se dirigía uno, y qué pensaba hacer una vez que llegara.
Lyndur era una ciudad cambiante, tanto como sus habitantes. Pero también tenía aspectos inmutables, como sus habitantes. Uno podía caminar por las callejuelas de sus barrios, admirar los ejemplares humanos que se amontonaban en la periferia de un sistema social que era a su vez una periferia de otra cosa, y pensar que había llegado más allá (en todos los sentidos y dimensiones de esa palabra) que ninguna otra persona de su entorno. Que había viajado lo más lejos que una nave comercial podía llevarlo jamás… Y no andaría desencaminado. También podría pasear por las amplias avenidas llenas de tiendas caras y de clínicas de neurocortado que brotaban radialmente del espaciopuerto —verdadero corazón ardiente de la ciudad— y sentir que la condición humana era una barrera invisible contra la que estaba chocando a diario. Sentir que sólo por ser un bípedo de cerebro bicameral y mente apoyada en un sucio montón de circuitos de carbono, ninguna nave podría llevarlo más allá. Ya no había mundos colonizables después de Lyndur, sólo un angustioso vacío que tenía tanto de eterno como las cualidades que esos mismos amasijos de carbono atribuían a los dioses, a las leyendas y a las canciones.
Sentirse un humano, un ente vivo, abandonado en las frías calles de esa ciudad, era la condición más baja, la más terrible a la que se podía aspirar; la única que te garantizaba no poder seguir viajando para perseguir unos sueños que a todos les venían impresos como equipaje racial, grabados en el mismo cerebro que no dejaba de inventar nuevas formas de estar siempre pasando página. Viajar sólo le estaba permitido a la materia que no estuviese viva. Soñar no.
El viajero paseó rumbo a su bar favorito. Era una figura alta y fibrosa, oscura en sus ropajes y en su modo de desplazarse, como si tuviera miedo de que alguien pudiese apartar de golpe su capucha y reconocerlo. Llevaba seis días en aquella ciudad, varado como un pecio, y ya ardía en deseos de abandonarla. Pero aún no tenía la información que necesitaba.
El cielo estaba azul y radiante, más de lo que parecían permitir los edificios. Varias circunnavegadoras solares caían a la tierra desde un lugar que él conocía bien: una órbita donde la luz de estrellas era como el acero templado. ¿Hermosas? Todo lo que volara era hermoso, sólo por eso. Con su geometría de piña atrofiada, las circunnavegadoras eran de las pocas naves capaces de transportar humanos de un planeta a otro sin matarlos en el proceso; pero eran lentas, muy, muy lentas, y jamás tendrían la capacidad de una naveluz para atravesar el Vacío. El viajero las vio aterrizar, cabalgando tecnología Ur o Lamsoniana, y se preguntó cuántas almas perdidas estarían admirando la ciudad desde sus ojos de buey en aquel instante. ¿Habría neuro-operadores especializados en sueños en los catálogos de los turistas? Y si era así, ¿eran legales o había que sobornar a alguien para sacarlos de sus madrigueras?
En el aire flotaba un tenue olor a pescado rancio. Era el olor del código que rezumaban las naves mientras caían, amortajado en crípticos abismos de matemáticas. El viajero aspiró aquel perfume de computación, esperando, como siempre, que aunque él no pudiese entenderlo su cerebro sí lo hiciera. Pero era un anhelo imposible, incluso para el consabido «algún día». Sólo las naves podían aspirar, transpirar y entender su propio código. En él viajaba camuflada la comprensión del cosmos, la noción misma de las estrellas y su dédalo de fisión, otra de las maravillas que los humanos tenían prohibido asimilar.
El viajero no sabía qué hora era, pero el bar estaba en plena ebullición. Incluso las tiendas de comida rápida estaban abiertas, regalando atisbos de paredes de color fucsia, cascadas de anuncios personalizados y áreas de degustación instantánea, donde el regusto final de una comida era transmitido a través del oído en lugar de pasar por el sentido del gusto.
En esencia, el bar era un tugurio como cualquier otro, a la vera del astropuerto y con todo lo que ello implicaba, pero tenía algo especial, único, que atraía a la gente del negocio como moscas a un abandonado terrón de azúcar. Poseía una barra, sí, y un viejo cartel (no inteligente, sino plano y sin luces) que anunciaba una bebida retro que no se comercializaba en ningún planeta. Era un antro embarcado en un largo viaje hasta la madrugada, cuyo plato insignia era mejor no probar hasta que hubiese macerado.
El viajero entró. Localizó una mesa libre y esperó a que alguien viniese a atenderlo. Los altavoces zumbaron y un negro enorme armado con un saxo surgió de ellos para cuestionarles cosas tan básicas como el amor, la soledad o el placer de ver cómo se va derritiendo un helado. El viajero deslizó una mano dentro de sus ropajes, raídos como si hubiesen visto muchos horizontes antes de quedarse anclados en aquella silla. Extrajo un objeto que se esforzó por ocultar bajo la mesa, a salvo de miradas ajenas, mientras lo acariciaba. Era un trozo de metal partido, con unas extrañas inscripciones en su superficie que brillaban en un espectro que el ojo no podía captar. Estaba frío al tacto, y una leve vibración se transmitía en oleadas por su superficie, haciéndole cosquillas.
—Ya estamos cerca… —dijo el hombre en un volumen tan bajo que casi pareció que lo había soñado. Agitó sus afilados dedos, estudiando el retorcido trozo de metal como si contuviera un secreto—. Nuestro viaje por fin va a concluir.
Otras personas entraron en el bar. Exploradores. Gusanos del Margen, los llamaban. Era fácil reconocerlos por su aire de desorientación constante, y por sus ojos, radicalmente distintos a los suyos, lastimados, como si su encuentro con la consabida mujer fatal ya hubiese tenido lugar. Justo la clase de personas con las que necesitaba charlar.
Los gusanos también debieron de reconocerlo como uno de los suyos porque se aproximaron (tras echarle sólo dos o tres miradas de soslayo) y, sin pedir permiso, ocuparon las sillas libres. El viajero los miró.
—¿Vienes o te vas? —preguntó uno de ellos, un hombre de mentón enérgico y ojos rendidos. Sostenía una copa con un líquido que o bien era invisible o bien lo habían servido en tan escasa cantidad que ni zarandeándolo llegaba al borde.
—Estoy tratando de irme —contestó el hombre de la capucha.
—Aquí todos estamos igual… Pasajes muy caros o falta de rutas. Una de dos.
—Yo sé a dónde quiero ir, y tengo dinero para comprar el pasaje —puntualizó el viajero—. Pero necesito confirmar una cosa. Una información.
El segundo gusano, un joven que parecía estar madurando al revés, pues lo que se le caía de la cabeza eran las canas y no los cabellos marrones y fuertes, arrugó el entrecejo.
—¿Qué clase de información?
El viajero se cernió tanto sobre su copa que pareció que iba a caerse dentro. En tono confidencial, dijo:
—Cuentan que hay un planeta no lejos de esta estrella, con un anillo muy delgado de detrito espacial. Chatarra sin valor. —Se acodó sobre la mesa—. Dicen algunos pilotos que en uno de los continentes de ese planeta se ha divisado… bueno…
—¿El Cubo?
El viajero alzó la cabeza y miró al gusano a los ojos. La capucha se le deslizó hacia atrás, sin llegar a despegarse de su pelo pero revelando un rostro anciano, de ángulos fuertes y decididos, unos labios finos y apretados y una nariz torcida.
—Sabes de lo que estoy hablando. —No era una pregunta.
El gusano que maduraba al revés sacó un pequeño puerto de datos de su mochila. Lo encendió y buscó una imagen en la memoria.
—Yo estuve una vez allí —aseguró.
Su compañero lanzó un bufido.
—¡Mentiroso!
—¡Es verdad! —reaccionó el primero, enseñándole la fotografía que había seleccionado. Era una imagen desvaída, como si la misma antigüedad del soporte hubiese corrompido el fichero. El viajero se dio cuenta entonces de que el joven se parecía tanto a su compañero que lo podrían haber confundido con su hermano, o con su hijo. Una vez había conocido a dos personas así, corredores del hielo de Praxis que se deslizaban a tal velocidad que, según contaba la leyenda, algunos se desdoblaban en entes gemelos.
—Abandoné en aquel maldito desierto a una mujer que amé —aseguró—. Hace tiempo.
—Enséñame esa imagen, por favor —pidió el viajero.
El gusano se la tendió, reticente, pero no puso objeciones cuando lo que recibió a cambio fue otra copa de lo que fuera que estaba tomando. El viajero tomó el puerto de datos y lo sostuvo con ambas manos, con dedos firmes, como si a pesar de su poco peso se le pudiera escurrir y romperse.
No podía creerlo. Era cierto lo que contaban en el gremio de exploradores, hogar de los gusanos y de las rémoras que llevaban siempre pegadas a sus naves. Aquella imagen estaba llena de estática y parecía tomada desde un vehículo que se moviera haciendo piruetas, pero servía para mostrar una gran estructura poligonal apoyada en una planicie desierta. No había modo de averiguar cuál era ese mundo, pero en la base de aquel cubo gigantesco (si los rumores no mentían, tenía trescientos metros de arista y estaba hecho de un mineral desconocido, igual que el pequeño fragmento con el que jugueteaba con sus dedos) se apreciaba algo, un amontonamiento de pequeñas formas geométricas. Por el tamaño y los pequeños pozos de oscuridad que horadaban aquí y allá sus fachadas, el viajero dedujo que eran viviendas: las casas de adobe de un poblado que había crecido apoyado contra el leviatán. Y si los pequeños puntitos que mostraba la foto eran lo que parecían, aquel conjunto de covachas estaba habitado.
—El Cubo —murmuró el gusano del mentón enérgico. Dejó que la palabra hiciera su efecto durante un momento, como un ambivalente monolito verbal—. Es un asesino. Algunos afirman que no es más que una leyenda. Hay mundos enteros que han basado sus mitologías más arcaicas en estas… cosas.
—No es una leyenda —refutó el viajero—. Existe. ¿Tienes las coordenadas de este sitio?
Los gusanos soltaron un exabrupto, los dos a la vez, y exclamaron:
—¿Estás loco? ¿De veras quieres ir allí?
—Llevo años buscándolo. Sé que allí hay una pregunta esperándome.
—Escucha, amigo, esas cosas no son de este… este… —le costó elegir una palabra que expresase la suficiente alienidad—. Son monstruos, monstruos despiadados, y matan a la gente. No sobrevivirás al contacto con semejante engendro.
Un resplandor extraño cruzó la mirada del viajero de izquierda a derecha.
—Conozco los riesgos —aseguró—. Por eso quiero ir.
—Allá tú —dijo el hombre de las canas marrones—. Si estás lo suficientemente loco, puede que nada pueda pararte.
El viajero se puso en pie, apurando la copa.
—Ya me he enfrentado antes a esas cosas —sonrió—. Y también mataré a ésa.
* * *
El nombre del planeta era Gemish III. No había transportes regulares que lo visitasen, así que el viajero tuvo que emplear casi todo el dinero que le quedaba en alquilar (después de una discusión bastante acalorada) una nave privada que lo llevase. Ahora, mientras la veía despegar y hacer polvo el mach doce al salir de la atmósfera, supo que había hecho bien. Mientras menos constancia quedase de sus movimientos, mejor.
Sus botas se hundieron un centímetro en la arena con un sonido que evocaba alfombras de corcho. Un abanico de luz dorada hizo su aparición cuando el sol rebasó el horizonte. En pocos segundos, todo el espectro de colores llenó de vida a un mundo antes mortecino. El viento, que levantaba una película de polvo a pocos centímetros del suelo, adquirió un brillo blanco; las nubes parecieron aureoladas de un contorno azul de arco voltaico; la lejana muralla de picos de una cordillera se cubrió de diversos tonos de oro y esmeralda, y el mundo mismo pareció exudar un calor que surgía de dentro, del corazón de la tierra, y no de su estrella amarilla.
Y en el horizonte, más cerca de lo que la perspectiva de sus aristas parecía indicar, estaba el monstruo.
El viajero inició su lento andar hacia la sombra que proyectaba el coloso. Le había pedido al piloto que lo dejase a pocos kilómetros de su objetivo, pues dudaba de cómo reaccionaría éste a la física de unos motores cercanos. Podría haber destruido la nave, quizá, o no haber hecho nada en absoluto, como el elefante que ve pasar una mariposa por encima de sus orejas sin que ésta signifique nada para él.
El monstruo aparecía difuminado por una especie de neblina. La mole perfectamente cúbica no estaba posada horizontalmente en la arena, sino inclinada, medio hundida por una de sus aristas. Tenía el mismo color que el desierto, aunque el viajero supuso que se debía a la arena estratificada que lo cubría como una mortaja. En su base, alrededor de la esquina que desaparecía tragada por las dunas, crecía el poblado. Era una acumulación de espacios deformes, abigarrados, como barro derretido que los siglos hubiesen petrificado a su capricho. No se podía hablar de edificios, sino de una pelea de habitáculos a cual más caótico y peor diseñado.
Cuando los moradores divisaron al encapuchado, salieron a recibirlo. El viajero se encontró con una fila de hombres y mujeres, todos humanos, vestidos a la usanza de los cava-aguas del bosque de oasis del sur, con túnicas blancas y vaporosas que flameaban al viento. Tenían la piel cubierta de tatuajes, y aunque aún estaba demasiado lejos de ellos para verlas bien, el viajero creyó reconocer en esas marcas sutiles correspondencias matemáticas.
Uno de los nativos lo saludó, adelantándose. Tenía una nariz puntiaguda, con dos fosas nasales en forma de hendiduras, y una boca que parecía una grieta en un tablón de madera. En el aire había un olor particular, una especie de almizcle con notas de enebro que no arrastraba el viento.
—Saludos, extranjero —dijo el nativo en una lengua que recordaba a otras más antiguas y comunes a los planetas del Borde. Su voz, parecida al viento que atravesaba las viejas piedras, hacía pensar en un interminable lamento solitario—. ¿Por qué te ha traído el sol?
El viajero alzó la vista hacia el coloso, sobre cuya cima comenzaban a arremolinarse unas nubes pardas.
—He venido para responder a la pregunta.
El nativo afiló los ojos. No interpretó las palabras del extranjero como nuevas o insultantes. Seguramente habría oído esa bravata infinidad de veces, en boca de otros errantes a los que escupió el desierto.
—Sabes que si lo haces morirás, ¿verdad? —le advirtió.
—Lo sé —dijo el viajero—. Pero estoy decidido a intentarlo.
—Si ésa es tu voluntad… —se resignó el nativo, con aire de tristeza (¿decepción, tal vez?). La fila de personas se partió en dos, y entre todos, hombres, mujeres y niños tatuados, condujeron al insensato extranjero hasta la base del Cubo.
El viajero se paró delante de él y lo contempló con respeto. Alzó una mano y lo tocó. Era áspero, pero reconfortante a la vez. Era como palpar algo que se sabía a ciencia cierta que no podía existir, y encontrar placeres ocultos en la misma paradoja.
En cierto modo, también era su dios. Y a su fría y analítica manera, el viajero también lo adoraba.
—¿Cuál es tu nombre, extranjero? —preguntó una mujer.
El viajero se echó hacia atrás la capucha. Una melena rizada y canosa se desplegó alrededor de su rostro.
—Me llamo Norte —contestó—. Y he venido para matar a vuestro dios.