La segunda mañana del juicio por difamación que Oscar Wilde emprendió contra el marqués de Queensberry, hubo un diálogo curioso entre el dramaturgo y el abogado del marqués, Edward Carson. Carson le estaba interrogando sobre Alfred Taylor, que había proporcionado chaperos a Wilde, y al que Carson pretendía describir como un personaje a todas luces turbio. Por ejemplo, vivía sin criado en la parte de arriba de una casa (y por lo tanto no era un caballero); mantenía corridas sus cortinas dobles incluso durante el día (o sea, un esteta); quemaba perfume en su domicilio (peor que un esteta); tenía amigos jóvenes, etcétera. Y, además, lo siguiente:
CARSON: ¿Cocinaba el mismo?
WILDE: No lo sé. Nunca he comido en su casa.
CARSON: ¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?
WILDE: No y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente. Me lo ha preguntado como si fuera un hecho. Le respondo que no lo sé, pero nunca lo he visto, Señor.
CARSON: Yo no he insinuado que fuera algo malo.
WILDE: No, cocinar es un arte. (Risas.)
CARSON: ¿Otro arte?
WILDE: Otro arte.
Carson, por supuesto, sí estaba sugiriendo que en cocinar podría haber algo malo. Unido a todo lo demás, el hecho de que un individuo estuviese tan familiarizado con una sartén podría obrar como un argumento decisivo de que no era de fiar. Y la risa suscitada en la vista por la inocua afirmación de Wilde de que la cocina es un arte indica que Carson era muy consciente de los posibles prejuicios de un jurado inglés.
Cocinar suele considerarse una actividad moralmente neutra, cuando no totalmente positiva; y escribir de cocina, como una ocupación incluso más inmune a los entredichos de Carson. En 1925, la mujer de Joseph Conrad, Jessie, publicó A Handbook of Cookery Small House. El prólogo de su marido comienza así:
De todos los libros creados desde tiempos remotos por el talento y la industria humanos, sólo los que tratan de la cocina escapan, desde un punto de vista moral, a toda sospecha. Podemos debatir, y hasta desconfiar, de la intención de todos los demás pasajes en prosa, pero el propósito de un libro de cocina es único e inconfundible. Es inconcebible que su objetivo sea otro que acrecentar la dicha de la humanidad.
Es una declaración grandiosa, como corresponde a un marido muy dócil, y quizá nos diéramos por convencidos si Conrad no socavara enseguida sus propias palabras con la confesión siguiente: «Confieso que me resulta imposible leer entero un libro de cocina.» Hay otras salvedades que hacerle. Para empezar, imaginamos otros ejemplos de prosa cuya aspiración indudable es aumentar la felicidad humana, desde manuales de apicultura y técnicas de relajación hasta libros sobre el modo de reparar un tejado. Segundo, la idea de que los libros de cocina se escriben por motivos más puros que los demás es menos clara hoy que en la época de Conrad: observen al famoso chef egocéntrico promoviendo un libro relacionado con su programa de televisión y serán testigos de una ambición material tan clara como en cualquiera de esos otros libros publicados por celebridades. Y tercero, es perfectamente posible concebir un manual culinario que a mucha gente le parezca activamente inmoral: uno dedicado, pongamos, a formas de preparar la carne de especies en peligro de extinción.
Pero sabemos, en esencia, lo que está diciendo Conrad. Digámoslo de nuevo: «La buena cocina es un agente moral.» Ejem: esa palabra, «buena», ¿qué quiere decir exactamente? «Por buena cocina entiendo la preparación meticulosa de la sencilla comida cotidiana, no la invención más o menos habilidosa de festines frívolos y platos raros.» Aquí percibimos una vaharada de férreo puritanismo, de calzoncillos de tweed. Es de suponer que si la señora Conrad servía a Joseph un huevo de corral pasado por agua con un poco de pan casero sería un buen almuerzo; por el contrario, ¿podría considerarse un plato raro y, por ende, malo, si ella, el día del cumpleaños de su marido, fuera a Fortnum & Mason y comprara huevos de chorlito y salicornia y —qué se yo— la asperjara por encima de los huevos ligeramente escalfados y se los sirviera con una ciabbatta de aceitunas?
En este punto del prefacio es donde el argumento de Conrad se vuelve un poco más endeble. Dice que la cocina sana conduce a la buena digestión (cierto); y esto, arguye, nos hace alegres y razonables. Para probarlo con un ejemplo opuesto, aduce la dieta de los indios norteamericanos.
El noble piel roja era un cazador poderoso, pero sus mujeres no dominaban el arte de la cocina meticulosa; y las consecuencias fueron deplorables. Una virulenta dispepsia hacía estragos entre las siete naciones alrededor de los Grandes Lagos y las tribus de las llanuras… [y] la vida doméstica de los wzg-wom se veía enturbiada por la taciturna irrirabilidad que se deriva de consumir comida mal guisada.
Esto es lo que causó la «violencia irracional» de los indígenas norteamericanos. Por oposición, sin duda, a la violencia razonable de los británicos, franceses, belgas, alemanes y de los imperialistas norteamericanos de aquel tiempo, cuya dieta era tan sensata. El argumento es similar a los que atribuyen el carácter nacional al clima o el genio a la enfermedad: generalidades no falsables, pero palmarios disparates. El abate Prévost, autor de Manon Lescaut pensaba que la predilección inglesa por el suicidio podía explicarse por el consumo de carne de buey a medio hacer (así como por los fuegos de carbón y el sexo excesivo). Del mismo modo podríamos sugerir que el actual celo militar norteamericano es una consecuencia de su amor por la comida rápida, en cuyo caso es probable que la viuda de un soldado de infantería pusiera un pleito a la hamburguesería más cercana. Y si hay alguien tentado de establecer un vínculo automático entre las proteínas y la agresión, no hay que olvidar que Hitler era vegetariano.
Con todo, seguimos sabiendo y aprobando lo que Conrad postula: simplicidad; meticulosidad; comer para vivir en vez de vivir para comer. En el corazón gástrico de muchos de nosotros subsiste una fantasía rural de autosuficiencia: la casita en un valle a resguardo, con un huerto y gallinas, donde uno viviría y comería con arreglo al auténtico ciclo de las estaciones, cavando, plantando, cosechando, cocinando, consumiendo; produciendo suficiente para sus necesidades y un pequeño excedente para trocarlo por otras mercancías. Esto era más o menos factible todavía en la época de Conrad. Su gran amigo Ford, Madox Ford, vivió esa vida en West Sussex después de la Primera Guerra Mundial. Compartía una casa de campo llamada Red Ford con la pintora australiana Stella Bowen, y escribió sobre la experiencia con lirismo y sin sensiblería. Tenían un chivo y un cerdo, un chico que les ayudaba a cavar, y —como Ford era Ford— hacía planes magnos y delirantes que superaban sus capacidades. Uno era cultivar patatas libres de enfermedades, otro descubrir «la piedra filosofal de la agricultura», un método de «suministrar a las plantas nutrientes sin desperdicio».
Era también el señor de la cocina. En su autobiografía, titulada Drawn from Life, Bowen describía a Ford como «uno de los grandes cocineros». Era asimismo «totalmente desmedido con la mantequilla y reducía la cocina al caos más absoluto. Cuando guisaba, no le bastaba con un ayudante de cocina. Pero no le importaban nada las molestias, y nunca malgastaba sobras. Cada hebra de grasa era derretida, y cada cogollo de col iba a la olla del caldo sempiterno que hervía en el fuego del cuarto de estar».
Ford siguió cocinando hasta el final de sus días. La víspera de la Segunda Guerra Mundial, tras una conferencia literaria en Boulder, Colorado, cocinó chevreuil des prés salés como cena de despedida. Entre los presentes se encontraba el joven de veinte años Robert Lowell. Un cuarto de siglo más tarde, dijo que había sido «la mejor cena que probó en su vida». Como Ford era un gran novelista, había también un serio elemento de ficción en sus guisos. «Nunca adivinarías», agregaba Lowell, «que el venado de Ford era un cordero.»
El poeta inglés Philip Larkin creía que «la poesía era una cuestión de cordura», lo contrario de lo que él llamaba (según una expresión de Evelyn Waugh) la «loquísima, la muy sagrada» escuela. Cocinar es también una cuestión de cordura; incluso literalmente. En una ocasión, Stella Bowen conoció a un poeta en Montparnasse que había sufrido una depresión nerviosa y había sido recluido en una clínica. Cuando le dieron el alta, vivía en un cuarto que daba a una calle en la que había una boulangerie[11]. El poeta fechaba su curación en el momento en que, asomado a la ventana, vio a una mujer que entraba a comprar pan. Sintió, le dijo a Bowen, «una envidia indescriptible del interés con que ella elegía una hogaza».
De esto se trata. De elegir un pan. De untar mantequilla a diestro y siniestro. De sembrar el caos en la cocina. De no malgastar sobras. De dar de comer a tus amigos y a tu familia. De sentarte a una mesa donde se celebra el irreducible acto social de compartir alimentos con otros. A pesar de todos los reparos y salvedades, Conrad tenía razón. Es un acto moral. Es una cuestión de cordura. Que él diga la última palabra: «La íntima influencia de la cocina meticulosa» escribió, «fomenta la serenidad de ánimo, la galanura del pensamiento y esa visión indulgente de los defectos del prójimo que es la única forma de genuino optimismo. Tales son sus títulos de nobleza.»
En realidad, tengo también uno o dos reparos que poner a esto, pero… tengo algo en el fuego. Debo vigilarlo. Tengo que preparar un festín frívolo.