DE PÚRPURA

Las etimologías falsas son a menudo más instructivas que las verdaderas. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que la palabra «posh»[5] procede de las siglas de «Port Out Sarboard Home», una expresión que indica la cubierta más deseable y menos soleada del barco durante la larga travesía imperial de ida y vuelta a la India[6]. Lo que todo el mundo sabe, sin embargo, es sociológicamente pintoresco, pero etimológicamente infundado. (The Oxford English Dictionary remite a los dubitativos al Mariner’s Mirror (1971) de George Chowdharay-Best[7], enero 91-92.)

Algo parecido ocurre con «remolacha forrajera»[8]. Empezó su andadura como «mangold-wurzel», literalmente «raíz de la remolacha», pero la gente (es decir, los alemanes) lo entendía como «mangel-wurzel», «raíz de la escasez». Esto tenía su lógica, pues uno sólo comería una remolacha si el suelo estaba congelado y las tripas le hacían ruido. Como era de esperar, esta transformación auditiva y ortográfica se abrió camino en inglés. Los franceses, con su típica propensión a defender su lengua, lo tradujeron literalmente y dicen razine de disette[9], que preserva en gelatina la falsa etimología. «Raíz de escasez»: los franceses siempre han tenido una relación desequilibrada y altanera con los tubérculos. Hallan en el nabo virtudes exageradas; por otra parte, todavía no he conocido a ningún francés que haya comido a sabiendas una chirivía. Una francesa me dijo hace poco que nunca había comido una aguaturma, y mucho menos un colinabo, pero había oído hablar de desventurados que se vieron obligados a roerlos durante la guerra. Lo confirma Simple French Food de Richard Olney, que tiene un par de recetas de nabo, pero ninguna de chirivía, aguaturma, colinabo ni tampoco remolacha. Elizabeth David, en French Provincial Cooking señala fugazmente que la chirivía se «emplea en cantidades muy pequeñas como planta aromatizante para el pot-au-feu o para sopas».

Quizá tenga algo que ver con las palabras mismas. «Colinabo» (swede) suena más comestible en inglés —como si ya casi estuviera en forma de pure mientras que le rutabaga (colinabo) es un trabalenguas de fonemas indigestos. Lo mismo ocurre con le topinambour (aguaturma), cuyas letras exteriores contienen la palabra tambour (tambor) y, por ende, parecen sugerir la explosión de timbales de las flatulencias del colon que causa una aguaturma realmente enérgica. El vocablo «Jerusalem» —ya que estamos con el tema de las etimologías engañosas— no alude a un supuesto lugar de origen, sino que es una transcripción errónea del francés «girasol» (girasol), que está genéricamente emparentada con la pedochofa.

Recuerdo mi sorpresa, la primera vez que visité Francia, ante una señal de tráfico que vi con frecuencia en zonas rurales: un triángulo rojo de advertencia con la sola palabra BETTERAVES (remolacha). ¿Por qué los agricultores franceses cosechaban y transportaban este cultivo admirable tan al desgaire que se convertía en un peligro viario? De hecho, la señal, casi con toda certeza, se refería a la remolacha azucarera; aun así, poner a las betteraves en un pie de igualdad con esas otras amenazas no comestibles para el tráfico, como gravillon (gravilla), chutes de pierres (caída de piedras) y chaussées deformées (asfalto irregular), parecía un poco despectivo.

Lo cierto es que la remolacha ha sufrido en su carrera notables altibajos. Édouard de Pomiane refiere que Oribasius, médico de la corte de juliano el Apóstata, hablaba muy mal de ella. Mencioné de pasada este dato abstruso en un e-mail al erudito aristotélico Jonathan Barnes, y él me contestó que «la mayoría de los textos de Oribasius son pasajes copiados de Galeno». Oh, pues muy bien: Galeno echaba pestes de la remolacha. Pensaba que había que hervirla dos veces para que supiera a algo, y su alabanza casi pasa inadvertida: «Me extrañaría que, después de hervida, fuera menos nutritiva que cualquier otra planta del mismo género.» También: «Como laxante, yo diría que no es ni eficaz ni nociva.»

Cuando fue introducida en Gran Bretaña, en el siglo XVII, se la consideró un placer azucarado y de aplicaciones diversas: existe incluso una receta del siglo XVIII de «galletas Carmesí de remolacha roja». Pero el puritanisrno nativo intervino en algún momento posterior: puesto que es una verdura cuyo sabor natural es agradable y dulce, hagámosla repulsiva y agria. La señora Beeton sólo ofrece dos maneras de cocinarla: encurtida y hervida, aunque también cita la receta poco apetecible del doctor Lyon Playfair: pan moreno ordinario que se hace raspando la remolacha y mezclándola con una cantidad igual de harina. Y por si no bastara para aborrecer esta hortaliza, había incluso métodos más sofisticados. Un corresponsal de Oldham me dijo que su abuelo paterno se negaba a probar la remolacha porque en su juventud había visto que la utilizaban para decorar arriates en los cementerios. Las connotaciones funerarias anularon durante toda la vida sus papilas gustativas.

Durante la mayor parte del siglo XX, generaciones de colegiales aprendieron a mirar con disgusto los redondeles rancios que manchaban en sus platos la deliciosa carne de cerdo enlatada. En mi caso asocio la remolacha con el tenedor para encurtidos de mi abuela, unos de esos cubiertos con dos dientes, de níquel plateado, con un travesaño deslizante para desalojar el alimento ensartado. Todo lo que aquel instrumento ensartaba era una inmundicia imposible de digerir para mi mente infantil. De hecho, cabía deducirlo de la propia naturaleza del invento: había que utilizar el mecanismo porque nadie en su sano juicio se prestaría a tocar con los dedos los asquerosos encurtidos de cebollas, pepinillos, remolacha o lo que fuera.

En aquella época sólo se hacían patatas fritas con patatas; hoy día mascamos un surtido mixto de tubérculos, y hay gente que desecha el colinabo y el apio y prefiere los que lucen púrpura cardenalicia. Asimismo, en aquellos tiempos hervíamos la remolacha en cazuelas de aluminio y adoptábamos la precaución de arrancar las puntas retorciéndolas en lugar de cortarlas, ya que así tendríamos un sangrado suave en vez de una completa hemorragia; ahora la asamos en un horno a fuego lento y desprende poca sangre. En aquel entonces alguien, una noche de invierno, podía lanzarse a preparar un bortsch; ahora podría ser hasta el refinado y exquisito consomé de remolacha en gelatina, con nata agria y cebollinos, de Simon Hopkinson. Apenas puedes revolver una ensalada mixta en un restaurante sin descubrir varias hojas que tienen arterias y venas violetas. Hay gratín de remolacha y tarta Tatin de remolacha. Desafiando a Galeno —que sostenía que la remolacha a medio cocer «produce flatulencia y dolor de estómago, y algunas veces retortijones»—, hay una receta de risotto de remolacha en la que cueces desde el principio la mitad cruda y rallada y añades la otra mitad hacia el final; siempre me ha salido bien y nunca he visto a nadie correr en busca del bicarbonato.

Los franceses van un poco por delante. Según Elizabeth David, fue Pomiane el primero que rompió el arraigado prejuicio contra esta hortaliza. La servía con liebre y caliente decenios antes que Michel Guérard. También la mezclaba (caliente) con nata y vinagre, «una combinación nada francesa», observa David, «y en modo alguno la única de sus sugerencias poco convencionales en el dominio del cocinado de verduras que despierta el desprecio de los reaccionarios».

Pero ¿ha llegado la remolacha a su apogeo? Una vez rescatada y puesta en boga, ¿es ahora un tópico? Puede serlo, desde luego, en manos de uno de esos chefs decoradores de platos, donde no pasa de ser una útil tonalidad adicional, carente de importancia culinaria. Todo tiene su ciclo de moda, hasta las cosas sencillas y necesarias. Por ejemplo, las patatas nuevas: antes las rallábamos, después las dejábamos sin pelar, después las frotabamos, por así decirlo, para dejar tiras de piel artísticamente aleatorias; antaño las cocíamos, después las horneábamos, después las asábamos, etc. Materias primas inferiores se ponen o pasan de moda de un modo aún más contundente.

Quizá a la remolacha le llegue una tregua, al igual que al kiwi, el limoncillo, los tomates secados al sol y las piernas de cordero. Nos consuela que, por lo general (al contrario que en tiempos de guerra y hambruna, cuando nos vemos reducidos a «raíces de escasez»), un alimento desaparece del mercado sólo porque ha surgido otro nuevo. Tal vez llegue pronto el turno de la pacana Carvi, el colinabo, el perejil de Hamburgo y las amadas coles silvestres de Jane Grigson. Y quizá algún día hasta los franceses se permitan descubrir la chirivía.