UNA VEZ BASTA

Estaba encargando por teléfono carne de venado a una granja de carne biológica. Como era mi primer encargo, pregunté qué otros productos tenían. La voz femenina enumeró una lista que terminaba en «ardilla». Esto me despertó cierto interés. Yo andaba buscando algún método práctico de vengarme desde que esas sabandijas se comieron todos los retoños de una camelia en mi jardín. La carne de la alimaña parecía notablemente barata (como tenía que ser) y me aconsejaron que era preferible una cocción larga y lenta. Después me preguntaron si quería el bicho descuartizado.

—¿Cuál es la ventaja? —pregunté.

—Bueno —me respondieron—, si no está descuartizado se parece mucho a una ardilla.

Lo encargué despedazado.

Un par de días más tarde llegó la caja de espuma de polietileno y escarbé por debajo del venado en busca del amue-gueulé[4] de cola tupida. Abrí el paquete de plástico. Uy, uy. Se habían olvidado de cortarla en pedazos y parecía… sí, igual que una ardilla desnuda, muerta y desollada. Intenté hablarle con rudeza —«No eres más que una rata con buena imagen pública», cosas así—, pero eso no la hizo más apetecible. Al final se la regalé a un estudiante pobre con aficiones de silvicultor. Y nunca he vuelto a encargar otra.

Hay cosas que, por mucho que uno se empeñe, no es capaz de comer ni de guisar; o bien de volver a hacerlo, si lo ha hecho alguna vez. Tengo una amiga omnívora que se niega a comer sólo dos cosas: ostras cocidas y erizos de mar. Cuando le preguntaron qué tenía contra este último, contestó: «Sabe a moco caliente.» Esta descripción obró en mí cierto efecto profiláctico durante una serie de años, aunque a la larga sucumbí a un soufflé de erizo de mar en un restaurante de París donde pagaba otra persona (y la cuenta no fue moco de pavo). Sabía a… no, no, era realmente muy… vaya, no encuentro palabras.

Una vez compre una anguila a un pescadero chino en Soho, la llevé a casa en la Northern Line y después comprendí que había que despellejarla. He aquí cómo se hace: la clavas en el marco de una puerta u otra madera sólida de tu domicilio, le haces una incisión en cada agalla, coges sendos alicates en las manos, aferras con ellos los dos cortes practicados, afirmas el pie contra la puerta, a la altura de la cabeza de la anguila, y le arrancas poco a poco la piel, que es firme y elástica, como una espesa cámara de aire. Después me alegré de haberlo hecho. Ahora sabría qué hacer si me obligaran a sobrevivir en algún lugar con una anguila, dos alicates y el marco de una puerta por toda compañía; pero por lo demás no necesito una actividad tan crucial en mi vida. Ahumada, estofada, en barbacoa, mi plato da la bienvenida a la mayoría de las formas de la anguila, pero en adelante prefiero que otros le arranquen la piel.

He comido una vez serpiente, cocodrilo y búfalo de agua. También he comido una vez esos huevos de cien años de edad que los chinos entierran en el suelo y luego (como ardillas) exhuman al cabo de una o dos estaciones, y que a mi paladar le saben como viejos huevos duros que han estado enterrados mucho tiempo. Comí canguro en una comida literaria en Australia con Kazuo Ishiguro, que lo pidió con estas palabras: «Siempre me gusta comer el emblema nacional.» («¿Qué come en Inglaterra?», me gruñó un poeta que estaba cerca: «¿León?») Tengo intención de comer grajo ahora que ha empezado la temporada de senderismo: hay un pub en las Chilterns que lo prepara por encargo. Hasta he comido una vez un Big Mac, pero no rebajemos el tono de este artículo.

Nada de esto impresiona a mi amigo, el escritor de viajes Redmond O’Hanlon, para quien comer cocodrilo es algo tan normal como un arenque ahumado. A lo largo de los años, su tubo digestivo ha alojado Caimán, capibara, rata, agutí, armadillo, mono, varano, gusanos, larvas de palmera y otras formas de vida. Pero esto, a su vez, tampoco impresiona a Galen, su hijo adolescente. La última vez que su padre recitó pensativo la lista de exotismos gastronómicos, Galen le interrumpió diciendo: «Sí, pero no tienes papilas gustativas, papá, así que no tiene ningún interés lo que hayas comido.»

Por lo general, si comes algo una vez y no vuelves a probarlo, es más por falta de ocasión que por desagrado (el cocodrilo, que yo recuerde, era de una diversidad singular: sirvieron tres pedazos diferentes en el mismo plato y uno de ellos tenía un sabor como de carne, otro como de pescado y el tercero como entre carne y pescado). Sin duda, el altruismo condenará en el futuro, por vergonzosos, asquerosos e incomprensibles, algunos de nuestros hábitos alimenticios; algo parecido sentimos al saber que a finales de la Edad Media y en el Renacimiento se comían las garzas; más aún, que adiestraban halcones para que las cazasen. Los ingleses asaban la garza con jengibre, los italianos con ajo y cebollas; los alemanes y holandeses la transformaban en empanadas; los franceses consideraban de mala educación servirla sin ninguna salsa, y La Varenne sugería además decorar el plato con flores para hacerlo más apetecible. Estas curiosidades proceden de The Wilder Shores of Gastronomy, una mordaz antología de la revista de Alan Davidson Petits propos culinaires.

Hay también platos que cocinas una vez y que, en cierto modo, salen razonablemente bien: se producen los desastres de costumbre en la preparación, pero nada extraordinario, nada que te impida saber cómo sabrían en un mundo perfecto. Sin embargo, por motivos ajenos al cocinero, ni siquiera puedes pararte a pensar en volver a hacerlos. Quizá uno de tus invitados vomitó en la calle; de todos modos, surge un nimio impedimento psicológico cada vez que, al cabo de uno o dos años, el libro de cocina se abre de nuevo por casualidad en esa página.

En una ocasión guisé una liebre en salsa de chocolate para un almirante jubilado. ¿Les parece una buena elección para un menú? Era, desde luego, cuestionable, ya que nunca había intentado guisar este plato para nadie. El almirante era un setentón furibundo y apuesto a que poseía un determinado historial amoroso. Desde la mesa de la cena miró alrededor y advirtió que había cuadros en la pared.

—Mi padre también tenía esa… afición artística —comentó.

Yo sabía —y él sabía que yo sabía, y yo sabía que él sabía que yo sabía— que su padre había sido uno de los más famosos pintores ingleses de su época. Se estaba estableciendo una especie de hito. Cuando quedó claro que el perfeccionista estaba aquella noche a cargo de la cocina y que, además, proponía un plato principal que parecía cocina sencilla pero embrollada, me sentí objeto de una mirada algo menos que ecuánime.

La receta era del Good Things de Jane Grigson. Cuando la liebre está estofada, se prepara la salsa derritiendo azúcar en una cazuela hasta que adquiere un tono dorado claro; luego se añade un poco de vinagre de vino. En teoría, se forma un sirope denso al que se le agregan chocolate, piñones, piel de fruta confitada y otros ingredientes. Pero lejos de eso, con una insubordinación violenta, la mezcla despidió una andanada de fogonazos y silbidos y se convirtió ipso facto en una especie de guirlache amargo. No había escapatoria de aquel atolladero. La liebre aguardaba a un lado, los ingredientes finales en el otro; sólo podían reunirse con ayuda de aquella salsa mediadora.

Saqué otra cazuela y estaba derritiendo con aprensión el azúcar cuando oí que el almirante declaraba su pasión por la mujer para quien cocina el perfeccionista. Fue algo tan inesperado para mí como para ella y, a juzgar por el tono, para el propio almirante. Su voz era sonora y precisa, como corresponde a quien está acostumbrado a dar órdenes.

—¿Qué hace uno cuando se enamora? —preguntaba, sin la menor retórica, y sus palabras se me quedaron grabadas.

El azúcar empezó a derretirse al tiempo que mi corazón, lo confieso, se endurecía un poco. Tenía la nariz metida en el manual de cocina, pero quizá mi concentración no estuviese en su apogeo, porque mis oídos apuntaban hacia el comedor. Llegué de nuevo al momento clave de la gastro-fusión y se produjo el mismo estallido que antes. ¿Era una especie de maldita metáfora? Pues lo siento, almirante, pero el menú ha cambiado. Vamos a tomar liebre con chocolate, pero sin la salsa. La salsa está en la sentina. Oh, y mucho cuidado con los huesecillos peligrosos que se pueden atascar en la garganta.

Y desde aquella noche no he vuelto a verme tentado de guisar liebre con salsa de chocolate. Aunque de vez en cuando me he preguntado a qué sabría un almirante asado. Sospecho que a ardilla.