NO, ESTO NO LO HAGO

Estamos en la cocina de una familia de profesionales en Londres, a finales de 1995 o principios de 1996. Es la hora de cenar; los comensales entran y aguardan a que les coloquen en una larga mesa bien limpia. En un aparador hay un plato donde se agazapa algo circular, pardo y fangoso, y que a todas luces no parece en su apogeo: una especie de boñiga, la verdad.

INVITADO COMPRENSIVO: ¿Chocolate Némesis?

ANFITRIONA: Sí.

INVITADO COMPRENSIVO: ¿No le ha salido bien?

ANFITRIONA: No.

INVITADO COMPRENSIVO: Nunca sale bien.

ANFITRIONA: En su lugar, he hecho un par de tartas.

Los elementos clave de esta escena son:

1) La instintiva y sincera comprensión del invitado, que no hace mucho ha pasado por la tesitura de su anfitriona.

2) El hecho de que la tarta, a pesar de no haber salido bien, este expuesta a la vista, como prueba de que lo han intentado.

3) El hecho de que hayan preparado otras dos tartas para compensar este fracaso tan sumamente oneroso.

Los moralistas saben que el orgullo desmedido conduce a la némesis de forma inevitable, pero nunca antes se ha dado a la teoría una expresión tan literal. Un orgullo desmesurado por la pericia culinaria propia ha producido un chocolate desastroso. La tarta —por si hace falta que os lo recuerde— era un plato «insignia» (como dice la repulsiva expresión) del River Cafe. La gente había comido en el restaurante, descubrió este postre de lo más decadente (750 gramos de chocolate, 10 huevos enteros, 500 gramos de mantequilla y 650 gramos de azúcar), y cuando se publicó el primer River Cafe Cook Book, decidió hacerlo por su cuenta.

Nosotros, los nemésicos, nunca descubrimos por qué salió mal. La explicación paranoica fue que habían omitido adrede algún elemento clave de la receta para obligar así a los clientes a volver al restaurante en busca del postre auténtico. La más plausible fue que hay una diferencia entre el horno doméstico y el profesional, que ciertos platos exageran esta diferencia, y que el chocolate Némesis exageraba las exageraciones. Pero el fracaso solía ser tan espectacular que pocos superaban su desilusión y volvían a intentarlo.

Ésta es una de las primeras lecciones que aprender: hay algunos platos que es mejor comer siempre en restaurantes, por tentadora que parezca la versión del cocinero. En mi experiencia, resulta que estos platos son a menudo tartas. ¿La perfecta tarta de manzana con una base fina como pergamino, pero crujiente de por sí y el glaseado reluciente de encima? Olvídela. Ídem con cualquier cosa que dependa del principio de inversión del tatin. Ah, y hay un espectacular bizcocho de yogur en el restaurante Moro, en el norte de Londres, que la única vez que intenté hacerlo siguiendo la receta del libro sabía de maravilla, pero tenía el aspecto de algo regurgitado. Así que suelo leer las recetas de tartas, suspiro y saco otra vez la heladera.

Cuando apareció River Cafe Cook Book —el azul—, mereció grandes elogios seguidos de algunas pullas. Algunos sospecharon que les estaban lanzando un programa de estilo de vida; otros pensaron que hacer hincapié en aquel preciso aceite de oliva y aquel tipo concreto de lentejas era un poco desalentador. Como escribió por entonces James Fenton en el Independent.

«Desde hace semanas lo cojo y vuelvo a dejarlo. No puedo decir que me haya servido para cocinar. Más aún, lo que hago es decidir si puedo estar a la altura de sus normas exigentes.»

River Cafe Blue llevó a River Cafe Yellow y Green. Utilizo el Blue y el Green continuamente, aunque casi siempre para platos de pasta, risottos y verduras. Las recetas son claras y en gran medida a prueba de perfeccionistas, y los resultados poseen una coherencia deliciosa. Y me han enseñado más cosas que la mayoría de libros de cocina. Lección segunda: que la relación entre cocina profesional y doméstica tiene similitudes con un encuentro sexual. Una de las partes suele ser más experimentada que la otra; y cada una de ellas debería tener el derecho de decir, en cualquier momento: «No, esto no lo hago.»

El profesional podría —como Elizabeth David, por ejemplo— negarse a llevar de la mano o a camelar al cliente. Por el contrario, desde el punto de vista de éste, es más probable que el rechazo provenga de (¿qué otro sitio puede ser?) las tripas. Por ejemplo, compras un pollo, te lo llevas a casa, pasas la mano por el estante de libros de la cocina y decides que hoy es el día del River Cafe Blue. Primera receta: Pollo alla griglia. Suena bien: pollo marinado a la parrilla. Lees la receta con atención y descubres que dedica las tres primeras cuartas partes a deshuesar el ave. Y piensas: No, esto no lo hago. Quizá si lo hubiesen llamado «arrancar la carne del pollo» yo habría estado dispuesto a intentarlo. Pero, en primer lugar, dudo de mi pericia. Segundo, dudo de que haya en el cajón de la cocina algo que pueda calificarse de cuchillo de deshuesar. Y tercero y definitivo, sólo tengo un puñetero pollo y no quiero encontrarme dentro de una hora con un bicho con pinta de que lo ha atacado un zorro. Así que está decidido. Paso la página y leo las otras recetas de pollo del River Caffe Blue. Hay dos. Las dos empiezan diciendo que desplumes al maldito. Bueno, hola otra vez, Delia.

Lección segunda, parte segunda. No sólo es difícil, sino que lleva tiempo. River Cafe Green tiene una receta fabulosa de penne con tomate y nuez moscada (y albahaca, ajo y pecorino), que hago cada cierto tiempo; la nuez moscada es el principal ingrediente sorpresa. Pero antes tuve que superar la frase inicial de la receta: «2,5 kilos de tomates cherry maduros, partidos por la mitad y despepitados.» O sea, son mucho más de cinco libras de tomates. ¿Y cuántos de esos jodidos tomatitos crees que entran en una libra? Lo diré. Acabo de pesar quince y llegan a 115 y pico gramos. Lo que nos da sesenta por libra. Así que estamos hablando de 300 partidos por la mitad, de 600 mitades, jugo por todas partes, extirpando las pepitas 600 veces con un cuchillo, con cuidado de extraer hasta la última. Ahora todos juntos: NO, ESTO NO LO HACEMOS. Dejen las pepitas dentro y consideren que la pulpa indigesta es una aportación adicional.

Puede que parezcan lecciones negativas, pero son tan valiosas como las positivas. Estas descubriendo —de un modo doloroso y un poco humillante— que la empresa no está a tu alcance porque no eres un chef profesional y no dispones de una despensa llena de ayudantes que jadean de ganas de despepitar tomatitos y de que les paguen por hacerlo. Tú estás solo, en casa, sometido a la presión del tiempo y preferirías con mucho no hacer una chapuza de cena.

En cualquier caso, ¿qué quieren los que escriben libros de cocina? ¿Obediencia muda? ¿Qué clase de relación supondría eso? A fin de cuentas, no eres un recluta castigado a pelar patatas, y no pueden acusarte de insolencia, de estupidez o de alguna otra cosa. Recuerda quién ha comprado el libro. La única manera de granjearse el respeto de los autores es rebelarse. Adelante: es bueno para ti. Seguramente también es bueno para ellos.

La otra noche volví a encontrarme en aquella mesa larga y bien limpia. Habían retirado el queso y en su lugar estaba la tarta colocada con tanta informalidad que casi parecía vistosa. Y sí, era de chocolate Némesis, perfectamente cocinado, absolutamente delicioso, y no invitaba a comparaciones soeces. Esta vez es una receta del libro nuevo, River Cafe Easy, donde lo llaman pequeña Némesis fácil (un concepto que los antiguos griegos no habrían comprendido). Las cantidades son ahora la mitad, pero la diferencia principal entre las dos recetas está en la velocidad de cocción: 30 minutos, más o menos, en el fuego de grado 3 se han convertido en 50 minutos en fuego 1/2. Me demoré en el pórtico para felicitar a la cocinera por su negativa a rendirse. Todo, en efecto, había salido de la mejor manera posible en el mejor de todos los mundos posibles. Ella se rio y bajó la voz: «Aun así, otra vez tuve que añadir la mitad del tiempo indicado.»