Capítulo XXXVI

Eso fue hace dos años. Seguimos viviendo en la isla. Ante mí, sobre la tosca mesa de madera, se encuentra la carta que Susana me escribió:

«Queridas Criaturas Perdidas en el Bosque. Queridos lunáticos Enamorados:

No me ha causado sorpresa, en absoluto. Mientras hablábamos de París y de vestidos, experimentaba la sensación de que nada de aquello era real, de que desaparecerías el día menos pensado como por ensalmo. Pero ¡sí que sois una pareja de lunáticos! La idea de renunciar a una fortuna enorme es un absurdo. El coronel Race quería discutir el asunto, pero le he convencido de que debe dejar que el tiempo discuta por y para Enrique. Nadie mejor que él para eso. Porque después de todo, las lunas de miel no duran eternamente. No estás aquí, Anita; conque puedo decir eso sin peligro de que te abalances sobre mí como un gato montés. El amor en la selva durará mucho tiempo; pero el día menos pensado empezarás a pensar de pronto en Park Lane[9], en pieles suntuosas, en vestidos de París, en los últimos modelos de automóvil y de cochecitos de niño y en doncellas francesas, y en amas de cría y ayas.

Pero pasad vuestra luna de miel, queridos lunáticos, y que sea una luna de miel muy larga. Y pensad de vez en cuando en mí, que engordo entre tanta abundancia.

Vuestra querida amiga,

Susana Blair».

«P.D.: Os envío un buen surtido de sartenes como regalo de boda y una enorme terrine de páté de foie gras, para que os acordéis de mí».

Hay otra carta que también leo a veces. Llegó mucho tiempo después que la anterior e iba acompañada de un abultado paquete. Parecía haber sido escrita desde algún lugar de Bolivia.

«Mi querida Anita Beddingfeld:

No puedo resistir la tentación de escribirle, no tanto por el placer que me proporciona el escribir, como por la gran alegría que sé experimentará al recibir noticias mías. Nuestro amigo Race no fue tan listo como creía, ¿verdad?

Creo que la nombraré a usted mi albacea literaria. Le envió mi Diario. No hay en él nada que pudiera interesar a Race ni a ninguno de su cuadrilla; pero o mucho me equivoco, o encontrará usted en él algunas cosas que le resultarán divertidas. Haga el uso de él que crea más conveniente. Sugiero que lo emplee como base de un artículo para el Daily Budget titulado: «Criminales que he conocido». La única condición que pongo es que figure yo como personaje principal.

A estas horas no dudo que habrá dejado usted de ser Ana Beddingfeld para convertirse en lady Eardsley, reina de Park Lane. Me gustaría hacer constar que no le guardo a usted el menor rencor. Es muy duro, claro está, tener que empezar de nuevo la existencia cuando se tiene mi edad. Pero (se lo digo en confianza) tenía fondos de reserva cuidadosamente colocados, para hacer frente a semejante contingencia. Me han resultado muy útiles y estoy logrando establecer una serie de relaciones que han de servirme para mucho. Y a propósito, si alguna vez se cruza con ese amigo suyo tan gracioso que se llama Arturo Minks, tenga la bondad de decirle que no le he olvidado, ¿quiere? Eso le dará un buen susto.

En conjunto, creo haber dado pruebas de un espíritu muy cristiano y perdonador. Hasta para Pagett. Acerté a enterarme que había traído (mejor dicho, la señora Pagett y no él) una sexta criatura al mundo el otro día. Envié al recién nacido un tazón de plata y me declaré dispuesto en una postal a hacer de padrino suyo. ¡Me imagino la cara que Pagett habrá puesto al recibirlo! Estoy seguro de que se ha ido derecho a Scotland Yard con tazón y postal y una cara más seria que mandada hacer de encargo.

Bendita sea, ojos líquidos. Día llegará en que se dé cuenta del error que ha cometido al no casarse conmigo.

«Siempre suyo,

Eustace Pedler».

Enrique se puso furioso. Es el único punto en que él y yo no estamos de acuerdo. Para él, sir Eustace era el hombre que había intentado asesinarme y a quien consideraba culpable de la muerte de su amigo. Los atentados que sir Eustace cometió contra mi vida me han extrañado siempre. Se salen del cuadro, como quien dice. Porque estoy segura de que siempre le inspiré un afecto sincero.

Pero siendo así, ¿por qué intentó matarme dos veces? Enrique dice que «porque es un canalla completo» y cree haber resuelto todo con afirmación semejante.

Susana se mostró muy perspicaz y más comprensiva. Discutí el asunto con ella y lo achacó a un «complejo de temor». Susana es muy aficionada al psicoanálisis. Me hizo ver que toda la ambición de sir Eustace en esta vida era gozar de la seguridad y de la mayor comodidad posible. Tenía un instinto de conservación muy acusado. Y el asesinato de Nadina eliminó en él ciertas inhibiciones. Sus actos no representaban los sentimientos que yo le inspiraba, sino que eran el resultado de lo mucho que temía por su seguridad personal. Creo que Susana tiene razón. En cuanto a Nadina, ésta era una de esas mujeres que merecen morir. Los hombres hacen toda suerte de cosas poco honrosas para poder enriquecerse, pero ninguna mujer debe de fingirse enamorada con fines interesados.

Me es muy fácil perdonarle a sir Eustace. Pero a Nadina no la perdonaré jamás. ¡Jamás, jamás, jamás!

El otro día me puse a desenvolver unas latas que iban envueltas en pedazos de un Daily Budget atrasado y me encontré de pronto con las palabras: «El hombre del traje color castaño». ¡Cuánto tiempo parecía haber transcurrido desde entonces! Había roto toda relación con el Daily Budget mucho tiempo antes, naturalmente. Me había divorciado de él mucho más pronto de lo que él se había divorciado de mí. Mi «Boda Romántica» fue objeto de mucha publicidad.

Mi hijo está tendido al sol, agitando las piernas. ¡Ése sí que es «un hombre de traje color castaño»! Lleva puesto lo menos posible, lo que constituye el mejor traje para África, y está más tostado que el café. Siempre está escarbando en el suelo. Yo creo que ha salido a papá. Tendrá la misma manía que él y la misma afición a la arcilla pleiocénica.

Susana me mandó un telegrama cuando nació:

«Felicitaciones y cariñosos saludos al recién llegado a la Isla de los Lunáticos. ¿Tiene la cabeza dolicocefálica o braquiefálica?»

«¡Platicefática!»