Capítulo XXXV

Al decir estas últimas palabras, el coronel Race dio media vuelta y se alejó. Yo me quedé mirándole. La voz de Enrique me hizo bajar de las nubes.

—Anita, perdóname. Di que me perdonas.

Me asió la mano y yo la retiré casi maquinalmente.

—¿Por qué me engañaste?

—No sé si podré hacértelo comprender. Le tenía miedo a todo eso… al poder y a la fascinación de la riqueza. Quería que me quisieses a mí… por lo que era… sin adornos ni oropeles.

—¿Quieres decir con eso que no te fiabas de mí?

—Puedes expresarlo así, si quieres; pero no es cierto del todo. Me había convertido en un amargado, desconfiaba…, me inclinaba a buscar siempre motivos interesados en todos los actos… y ¡era tan maravilloso verse amado como tú me amabas!

—Comprendo —respondí muy despacio.

Estaba repasando mentalmente la historia que me había contado. Por primera vez me di cuenta de ciertas discrepancias en ella, discrepancias de las que no había hecho caso; la seguridad del dinero, la posibilidad de comprarle los diamantes a Nadina, la forma en que había preferido hablar de ambos hombres desde el punto de vista de un extraño. Y cuando había dicho «mi amigo», no se había referido a Eardsley, sino a Lucas. Era Lucas, el hombre apacible, quien había amado tan intensamente a Nadina.

—¿Cómo sucedió? —le pregunté.

—Los dos fuimos temerarios… teníamos ganas de hallar la muerte. Una noche cambiamos los discos de identidad… ¡para tener suerte! A Lucas le mataron al día siguiente… Una granada le hizo pedazos.

Me estremecí.

—Pero ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Esta mañana? No podías tener duda a estas alturas que yo te quería.

—Ana, no quería echarlo a perder todo. Deseaba llevarte de nuevo a la isla. ¿De qué sirve el dinero? No se puede comprar la felicidad con él. Hubiéramos sido felices en la isla. Te digo que me da miedo esa otra vida… casi me pudrió por completo una vez.

—¿Sabía sir Eustace quién eras en realidad?

—Sí.

—¿Y Carton?

—No. Nos vio a los dos con Nadina en Kimberley una noche; pero no sabía cuál era cuál. Me creyó cuando le dije que yo era Lucas y Nadina se dejó engañar por su cablegrama. Ella jamás le tuvo miedo a Lucas. Era un chico apacible…, pero muy profundo. Pero yo siempre tuve un genio endemoniado. Casi se hubiese muerto del susto de haber sabido que yo había resucitado.

—Enrique, si el coronel Race no me lo hubiera dicho, ¿qué pensabas hacer?

—No decir una palabra. Seguir con el nombre de Lucas.

—¿Y los millones de tu padre?

—Por mí que se los quedara Race. De todas formas, hubiese sabido darles mejor empleo del que yo les daré jamás. Ana, ¿en qué piensas?

—Estoy pensando —continuó lentamente— que casi siento que el coronel Race te obligara a decírmelo.

—No. Tenía él razón. Te debía la verdad.

Hizo una pausa. Luego dijo de pronto:

—¿Sabes, Ana? Tengo celos de Race. Él también te quiere, y es un hombre más grande de lo que soy yo y de lo que seré jamás.

Me volví hacia él, riendo.

—Enrique, so tonto… Es a ti a quien quiero… y eso es todo lo que importa.

Emprendimos el viaje a Ciudad de El Cabo tan pronto como nos fue posible. Susana me aguardaba allí y juntas le abrimos la tripa a la jirafa. Cuando quedó dominada por completo la revolución, el coronel Race se presentó en Ciudad de El Cabo, y a propuestas suyas, el enorme hotelito de Miuzenberg, que había sido propiedad de sir Lorenzo Eardsley, fue abierto de nuevo y todos fijamos nuestra residencia en él.

Allí hicimos nuestros planes. Yo había de regresar a Inglaterra con Susana e instalarme en su casa de Londres hasta que me casara. Y… ¡compraríamos la canastilla en París! Susana disfrutaba enormemente preparando todos los detalles. Y yo también. No obstante, el porvenir me parecía singularmente irreal. Y a veces, sin saber por qué, me sentía completamente ahogada, como si me fuera imposible respirar.

Llegó la víspera del día en que debíamos embarcar. No pude conciliar el sueño. Me consumía la tristeza, sin saber por qué. Detestaba la idea, ¿sería lo mismo? ¿Volvería a ser lo mismo jamás?

Y entonces me sobresaltó un golpe autoritario dado en la persiana. Me puse de pie de un brinco. Enrique se encontraba fuera en el stoep.

—Vístete, Anita, y sal. Quiero hablar contigo.

Me eché algo de ropa encima y salí. El fresco aire de la noche, quieto y perfumado, rozábame el rostro con aterciopelada caricia. Enrique me condujo a un punto donde no pudiera oírsenos desde la casa. Tenía el rostro muy pálido y decidido y le centelleaban los ojos.

—Anita, ¿recuerdas que me dijiste una vez que a las mujeres les gustaba hacer las cosas que les disgustaban por amor al hombre a quien querían?

—Sí —contesté, preguntándome qué iba a ocurrir.

Me estrechó entre sus brazos.

—Ana vente conmigo… ahora… esta noche, volvamos a Rhodesia… a la isla. No puedo soportar todas estas estupideces. No puedo soportar la espera.

Me desasí un instante.

—¿Y mis vestidos de París? —me lamenté burlona.

—¡Al diablo con tus vestidos de París! No pienso dejarte marchar, ¿me has oído? Eres mía. Si te dejo marchar, pudiera perderte. Nunca estoy seguro de ti. Vas a venir conmigo ahora… esta noche… y al demonio los demás.

Me apretujó contra su pecho, besándome hasta dejarme casi sin aliento.

—No puedo pasarme por más tiempo sin ti, Ana. De veras que no. Odio el dinero. Que se lo lleve Race. Vamos.

—¿Mi cepillo de dientes? —murmuré.

—Te puedes comprar otro. Ya sé que soy un loco; pero por el amor de Dios, ¡vamos!

Echó a andar a grandes zancadas. Yo le seguí tan sumisa como la mujer barotsi a quien viera en la vecindad de las Cataratas. Sólo que yo no llevaba una sartén encima de la cabeza. Andaba él tan aprisa que me costaba la mar de trabajo seguirle.

—Enrique —dije, por fin, con voz humilde—, ¿vamos a recorrer a pie todo el camino hasta Rhodesia?

Se volvió él de pronto, y soltando una carcajada, me cogió en sus brazos.

—Estoy loco, nena mía, ya lo sé. Pero ¡te quiero tanto!

—Somos un par de locos. Y, oh, Enrique no me lo has preguntado; pero ¡esto no es un sacrificio para mí! ¡Quería venir!