No nos fue posible regresar a Johannesburgo aquella noche. Los proyectiles caían con bastante frecuencia por allí y oí decir que nos hallábamos más o menos aislados, porque los rebeldes habían logrado apoderarse de otro trozo de suburbio de la ciudad.
Nos hallábamos refugiados en una granja, a unas veinte millas de la población, en pleno veldt.
Me repetía sin cesar, sin poder creerlo, que todas nuestras penalidades habían terminado. Enrique y yo estábamos juntos y ya no volveríamos a separarnos. No obstante, sentía como si se alzase una barrera entre los dos, cierta reticencia por su parte, cuyo motivo no lograba yo comprender.
A sir Eustace se lo habían llevado en dirección opuesta con una fuerte escolta. Se despidió de nosotros agitando alegremente la mano.
Salí al stoep a primera hora de la mañana siguiente y dirigí la mirada, por encima del veldt, hacia Johannesburgo.
La mujer del granjero salió y me llamó a desayunarme. Era bondadosa y de instintos maternales y me había encariñado con ella ya. Enrique había salido al amanecer y no había regresado aún, me informó. Volví a sentirme invadida por cierta sensación de inquietud. ¿Qué era aquella sombra que se interponía entre los dos?
Después del desayuno me senté en el stoep con un libro en la mano; pero no lo leí. Estaba tan enfrascada en mis pensamientos, que no vi llegar al coronel Race ni me di cuenta de que se apeaba de su caballo. No reparé en su presencia hasta que me dijo:
—Buenos días, Ana.
—¡Oh! —murmuré, ruborizándome—. ¡Es usted!
—Sí. ¿Puedo sentarme?
Acercó una silla a la mía. Era la primera vez que nos encontrábamos solos desde aquel día en Matoppos.
—¿Qué noticias hay? —le pregunté.
—Smuts entrará en Johannesburgo mañana. Doy a esta sublevación tres días de vida. Luego cesará por completo. Entretanto, la lucha continúa.
—Ojalá —dije— pudiera tener una la seguridad de que no muriese más que la gente que lo mereciera. Quiero decir los que deseaban luchar…, no la pobre gente que vive, por casualidad, en los lugares en que se pelea.
—Comprendo lo que quiere decir, Ana. Es la injusticia de la guerra. Pero tengo otras noticias para usted.
—¿Sí?
—Sí; vengo a confesarle mi incompetencia. Pedler ha logrado fugarse.
—¿Qué dice?
—Lo que oye. Nadie sabe cómo se las arregló. Estaba encerrado con llave en un cuarto piso superior, de una de las granjas que han sido militarmente ocupadas. Esta mañana, sin embargo, se encontró el cuarto vacío. Había volado el pájaro.
A mí me alegró secretamente la noticia. Éste es el día que aún no he logrado matar por completo la simpatía que sir Eustace supo inspirarme. Será reprensible, no lo discuto. Pero el hecho subsiste. Lo admiraba. Sería un canalla completo; pero era un canalla agradable.
Oculté mis sentimientos, naturalmente. Él coronel Race no los compartía a buen seguro. Quería que sir Eustace compareciese ante un tribunal. Si una se paraba a pensarlo, la huida no resultaba tan sorprendente después de todo. Debía de tener numerosos espías y agentes por todos los alrededores de Johannesburgo. Y creyera el coronel Race lo que creyese, dudaba mucho que lograse cazarle ya nunca. Probablemente tendría bien estudiada la retirada. Nos lo había dicho así él mismo incluso.
Comenté el suceso adecuadamente aunque con cierta indiferencia y la conversación languideció. De pronto, el coronel Race preguntó por Enrique. Le dije que había salido al amanecer y que no le había visto en toda la mañana.
—Supongo, Ana, que sabrá usted ya que, aparte de ciertas formalidades, su inocencia ha quedado ampliamente demostrada. Quedan algunos formulismos; pero ha quedado bien sentada la culpabilidad de sir Eustace. Ya no existe nada que pueda separarlos.
—Comprendo —le respondí, agradecida.
—Y no existe motivo alguno para que no vuelva a usar inmediatamente su verdadero nombre.
—No, claro que no.
—¿Conoce su verdadero nombre?
La pregunta me sorprendió.
—Claro que sí, Enrique Lucas.
Él no respondió, pero en su silencio noté algo que se me antojó singular.
—Ana, ¿recuerda que, cuando regresábamos de los Matoppos aquel día, le dije que sabía lo que tenía que hacer?
—Claro que lo recuerdo.
—Creo que puedo decir sin mentir que ya lo he hecho. Ha quedado demostrada la inocencia del hombre a quien usted ama.
—¿Fue eso lo que quiso usted decir?
—Naturalmente.
Agaché la cabeza, avergonzada de haber pensado mal. Habló de nuevo, con voz pensativa:
—De muy joven, me enamoré de una muchacha que me dejó por otro. Después de eso, ya no pensé más que en el trabajo. Mi carrera llegó a representarlo todo para mí. Luego la conocí a usted, Ana… y ya me pareció que todo lo demás no valía la pena. Pero la juventud llama a la juventud… Yo aún tengo mi trabajo.
—Creo que llegará usted muy alto —dije, soñadora—. Creo que una gran carrera se abre ante usted. Será uno de los grandes hombres del mundo.
—Pero estaré solo.
—Toda la gente que hace cosas grandes lo está.
—¿Lo cree usted así?
—Estoy segura dé ello.
Me tomó de la mano y dijo en voz baja:
—Yo hubiese preferido lo otro.
En aquel instante, Enrique dobló la esquina de la casa. El coronel Race se puso en pie.
—Buenos días…, Lucas —dijo.
Por Dios sabe qué motivos Enrique se puso colorado.
—Sí —dije yo, alegremente—; es preciso que se te conozca por tu verdadero nombre ahora.
Pero Enrique seguía mirando al coronel Race.
—Conque lo sabe usted —dijo por fin.
—Jamás olvido una cara. Le vi una vez, cuando niño.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté, intrigada, mirando de uno a otro.
Parecía estarse librando una batalla entre dos voluntades. Race ganó. Enrique desvió la mirada.
—Supongo que tiene usted razón —murmuró—. Dígale mi verdadero nombre.
—Ana, éste no es Enrique Lucas. A Lucas le mataron en la guerra. Su verdadero nombre es Juan Harold Eardsley, del que se creía murió en la guerra.