Capítulo XXXIII

No fui llamada a presencia de sir Eustace hasta última hora de la tarde. Me habían servido el té a las once y una buena comida en mi propio cuarto y me sentía fortalecida para entrar de nuevo en la lid.

Sir Eustace estaba solo. Paseaba de un lado a otro del cuarto y me di cuenta en seguida de su agitación y del brillo de sus ojos.

—Tengo noticias para usted. Enrique está en camino. Llegará aquí dentro de unos minutos. Modere sus emociones… tengo algo más que decir. Intentó usted engañarme esta mañana. Le advertí que su mejor plan sería no apartarse de la verdad. Y me obedeció hasta cierto punto. Luego se desvió. Intentó hacerme creer que los diamantes se hallaban en posesión de Enrique Rayburn. Por entonces acepté su declaración porque faltaba mi labor… la labor de inducirla a que atrajera a Enrique Rayburn aquí. Pero mi querida Anita, los diamantes se hallan en posesión mía desde que marché de las Cataratas… aunque sólo me enteré de ello ayer.

—¡Lo sabe! —exclamé.

—Tal vez le interese saber que fue Pagett quien lo descubrió todo. Se empeñó en aburrirme contándome una larga historia acerca de una apuesta y de un cilindro de película. No tardé mucho en sacar consecuencias de todo ello… Recordé lo mucho que desconfiaba la señora Blair del coronel Race, la agitación de que había dado muestras, lo mucho que me había suplicado que cuidara yo de las chucherías que comprara. El excelente Pagett había abierto ya todas las cajas en un exceso de celo. Antes de abandonar el hotel me limité a meterme en el bolsillo todos los rollos de película. Están allí, en el rincón. Confieso que no he tenido tiempo de examinarlos aún; pero observo que uno de ellos pesa mucho más que los otros, que hace un ruido singular cuando lo agito y que la lata ha sido soldada, de suerte que será preciso emplear un. abrelatas para abrirla. La cosa parece bastante clara, ¿verdad? Como verá usted, los tengo a los dos cogidos en una trampa. Es una lástima que no le hiciera gracia la idea de convertirse en lady Pedler.

No le respondí. Me quedé mirándole.

Se oyó un rumor de pasos en la escalera. La puerta se abrió de par en par. Enrique Rayburn entró en el cuarto, empujado por dos hombres. Sir Eustace me dirigió una mirada de triunfo.

—De acuerdo con el plan trazado —dijo dulcemente—. Si no lucharan los aficionados contra los profesionales.

—¿Qué significa esto? —inquirió Enrique roncamente.

—Significa que ha entrado usted en mi tela… como le dijo la araña a la mosca —observó humorísticamente sir Eustace—. Mi querido Rayburn, tiene usted mala suerte.

—Dijiste que podía venir sin temor, Ana…

—No la culpe usted a ella, amigo mío. Le dicté yo la carta y no tuvo más remedio que escribirla. Hubiese sido mucho más prudente que no la hubiese escrito… pero no se lo dije por entonces. Usted siguió sus instrucciones, se dirigió a la tienda de curiosidades, le condujeron por el pasillo secreto desde la trastienda… ¡y se encontró en manos de sus enemigos!

Enrique me miró. Comprendí su mirada y procuré acercarme más a sir Eustace.

—Sí —murmuró este último—, no tiene usted suerte, decididamente. Éste es… deje que piense… nuestro tercer encuentro.

—Tiene usted razón —contestó Enrique—. Éste es nuestro tercer encuentro. Ha salido usted triunfante dos veces. ¿No ha oído decir nunca que a la tercera cambia la suerte? Ésta me toca a mí… ¡Apúntale, Ana!

Yo ya estaba preparada. Con un movimiento rápido me saqué el revólver de la media y apoyé el cañón contra su cabeza. Los dos hombres que custodiaban a Enrique dieron un salto hacia delante; pero su voz los contuvo.

—Otro paso… ¡y muere él! Si se acercan más, Anita, oprime el gatillo…, ¡no vaciles!

—No vacilaré —le respondí alegremente—. Hasta temo que llegue a disparar aunque no se muevan.

Y los hombres se inmovilizaron, obedientemente.

—Dígales que salgan del cuarto —ordenó Enrique.

Sir Eustace dio la orden. Los hombres salieron y Enrique echó el cerrojo tras ellos.

—Ahora podemos hablar —observó, sombrío.

Y cruzando el cuarto, me quitó el revólver de las manos.

Sir Eustace exhaló un suspiro de alivio y se limpió la frente con un pañuelo.

—No me encuentro en muy buenas condiciones físicas —observó—. Y creo que debo de tener insuficiencia cardíaca. Me alegro que el revólver se halle en manos competentes. No me fiaba del arma mientras la señorita Ana la tuviese en su mano. Pues bien, amigo mío, como usted dice, ahora podemos hablar. Estoy dispuesto a reconocer que me ha pillado la ventaja. No sé de dónde diablos saldría el revólver. Hice registrar el equipaje de la muchacha cuando llegó. ¿Y de dónde lo sacó ahora? ¡No lo llevaba hace un minuto!

—Sí —le repliqué—; lo tenía escondido en la media.

—No sé lo bastante de las mujeres. Debía de haberlas estudiado un poco más —dijo sir Eustace melancólicamente—. ¿Se le habría ocurrido a Pagett esa posibilidad?

Enrique dio un golpe brusco en la mesa.

—No haga el imbécil. Si no fuera por sus canas, le tiraría por la ventana. ¡Canalla! Con canas o sin ellas le…

Avanzó un par de pasos y sir Eustace se refugió ágilmente tras la mesa.

—¡Son tan violentos los jóvenes siempre…! —exclamó en son de reproche—. Como son incapaces de usar el cerebro, confían exclusivamente en su musculatura. Hablemos con sensatez. De momento usted es dueño de la situación. Pero semejante estado de cosas no puede continuar. La casa está llena de hombres míos. Se encuentra usted en manifiesta inferioridad numérica. Ha logrado momentáneamente ventaja gracias a un accidente…

—Sí, ¿eh?

—Sí, ¿eh? —repitió el joven—. Siéntese, sir Eustace, y escuche lo que tengo que decirle.

Y sin dejar de apuntarle con el revólver, continuó:

—Esta vez todo va en contra de usted. ¡Y para empezar, escuche eso!

Eso era una serie de golpes descargados sobre la puerta de abajo. Se oyeron gritos, maldiciones y a continuación disparos. Sir Eustace palideció.

—¿Qué es eso?

—Race… y su gente. No sabía usted, ¿verdad que no, sir Eustace?, que Ana y yo habíamos acordado emplear un procedimiento especial para saber si eran genuinos los mensajes que recibiéramos el uno del otro. Los telegramas debían ser firmados con el nombre de «Andy», y en las cartas debía figurar la conjunción «y» tachada en alguna parte del texto. Anita sabía que el telegrama que le mandó usted era falso. Vino aquí voluntariamente, se metió a conciencia en la trampa con la esperanza de hacerle caer a usted en ella. Antes de salir de Kimberley telegrafió a Race y a mí. La señora Blair ha estado en continua comunicación con nosotros desde entonces. Recibí la carta escrita al dictado suyo, que no era más que lo que yo esperaba. Ya había discutido con Race yo la posibilidad de que existiera un pasadizo secreto en el establecimiento y él había descubierto dónde se hallaba la salida.

Se oyó una especie de silbido y una fuerte explosión.

—Están bombardeando esta parte de la ciudad. Tengo que sacarte de aquí, Ana.

Se vio de pronto un gran resplandor. La casa de enfrente se había incendiado. Sir Eustace se estaba paseando ahora de un lado a otro. Enrique no dejaba de apuntarle.

—Conque, como verá usted, sir Eustace, todo ha terminado. Fue usted mismo quien tuvo la bondad de suministrarme la pista de su paradero. Los hombres de Race estaban vigilando la salida del pasadizo secreto. A pesar de cuantas precauciones tomé, lograron seguirme hasta aquí.

—Muy ingenioso. Muy digno de encomio. Pero aún me queda algo que decir. Si yo he perdido la partida, también la ha perdido usted. Jamás podrá demostrar que soy el asesino de Nadina. Estuve en Marlow aquel día; eso es cuanto tiene usted contra mí. Nadie puede demostrar que conociera a la mujer siquiera. Pero usted la conocía, usted tenía razones para desear su muerte, para matarla… y sus antecedentes le condenan. Es usted un ladrón, no lo olvide…, un ladrón. Hay otra cosa que tal vez no sepa usted. Tengo los diamantes. Y ahí van…

Con un movimiento increíblemente rápido, se agachó, alzó el brazo y tiró. Sonó el tintineo de vidrios rotos al atravesar el objeto la ventana y desaparecer en la masa de fuego de la casa de enfrente.

—Ha desaparecido su única esperanza de demostrar su inocencia en el robo de Kimberley. Y ahora hablaremos. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo. Me tiene usted acorralado. Race encontrará todo lo que necesita en esta casa. Tengo una probabilidad de salvación si logro huir. Estoy perdido si me quedo; pero… ¡también está perdido usted, joven! Hay una claraboya en el cuarto vecino. Un par de minutos de ventaja y me habré salvado. Tengo algunas disposiciones tomadas ya. Usted déjeme salir por ese camino y déme dos minutos de tiempo… Y yo les dejaré una carta firmada confesándome autor de la muerte de Nadina.

—Si, Enrique —exclamé—. ¡SÍ, sí, sí!

—No, Anita. Mil veces no. No sabes lo que dices.

—Sí que lo sé. Es la solución de todo.

—No volvería a poder mirar a Race cara a cara. Correré los riesgos que sea preciso. Pero ¡que me ahorquen si dejo a este escurridizo zorro escapárseme! Es inútil, Ana. No lo haré.

Sir Eustace rió. Aceptaba la derrota sin emoción.

—Vaya, vaya —observó—; parece usted haberse encontrado con la horma de su zapato, Ana. Pero puedo asegurarles a ambos que no siempre se sale ganando con hacer alarde de rectitud moral.

Se oyó astillar la madera y pasos que subían la escalera. Enrique descorrió el cerrojo. El coronel Race fue el primero que entró. Se le iluminó el rostro al vernos.

—¡Está usted sana y salva, Ana! Temí… —Se volvió hacia sir Eustace—. Llevo mucho tiempo tras usted, Pedler… y por fin le he cogido.

—Todo el mundo parece haberse vuelto completamente loco —declaró sir Eustace—. Estos jóvenes me han estado amenazando con revólveres, acusándome de las cosas más escandalosas. No sé qué significa todo esto.

—¿No? Pues significa que he dado con el «Coronel». Significa que el día ocho de enero no estaba usted en Cannes, sino en Marlow. Significa que, cuando su instrumento, madame Nadina se volvió contra usted, decidió hacerla desaparecer… y podremos, por fin demostrar su culpabilidad.

—¿De veras? Y, ¿de quién obtuvo usted tan interesante información? ¿Del hombre a quien la policía anda buscando en estos mismos instantes? ¡Valiente valor tendrán sus declaraciones!

—Tenemos otras pruebas. Hay otra persona que sabía que Nadina iba a reunirse con usted en la Casa del Molino.

El semblante de sir Eustace reflejó sorpresa. El coronel Race hizo un gesto con la mano. Arturo Minks, alias el reverendo Eduardo Chichester, alias la señorita Pettigrew, dio un paso al frente. Estaba pálido y nervioso, pero habló con claridad.

—Vi a Nadina en París la noche antes de su viaje a Inglaterra. Me hacía pasar, entonces, por un conde ruso. Me hablo de sus intenciones. Yo le hice una advertencia, porque sabía la clase de hombre con quien tenía que habérselas; pero no quiso hacer caso de mis consejos. Había un radiograma sobre su mesa. Lo leí. Luego se me ocurrió hacer un esfuerzo para apoderarme de los diamantes. El señor Rayburn me abordó en Johannesburgo. Me convenció y me pasé a su bando.

Sir Eustace le miró. No dijo nada, pero Minks pareció marchitarse como una flor.

—Las ratas siempre abandonan el barco que se hunde —observó sir Eustace—, no me gustan las ratas. Tarde o temprano las destruyo.

—Una cosa quisiera decirle, sir Eustace —intervine yo—. La cajita de lata que tiró por la ventana no contenía diamantes, sino vulgares guijarros. Los diamantes se encuentran en lugar seguro. Si quiere que le diga la verdad, están en la panza de la jirafa de madera. Susana la ahuecó, metió los diamantes dentro, envueltos en algodón para que no hicieran ruido, y volvió a tapar el agujero. Así los diamantes estaban seguros.

Sir Eustace me miró un buen rato. Su contestación fue característica.

—Siempre le tuve antipatía a esa maldita jirafa —dijo.