Capítulo XXXI

Extracto del Diario de sir Eustace

Johannesburgo, 7, marzo

Ha llegado Pagett. Tiene un miedo atroz, claro está. Propuso inmediatamente que nos marchásemos a Pretoria. Luego cuando le dije bondadosamente pero con firmeza que nos íbamos a quedar aquí, se fue de un extremo a otro. Sintió no tener su escopeta y empezó a vanagloriarse de haber defendido no sé qué puente durante la Guerra Europea. Un puente de ferrocarril en Puddecombe de Abajo o algo por el estilo.

Le corté en seco en seguida, ordenándole que desempaquetara la máquina de escribir grande. Creí que eso le daría que hacer bastante rato, porque era seguro que la máquina se había estropeado —siempre sucede algo así—, y tendría que llevarla a alguna parte para que se la arreglasen. Pero había olvidado la facultad de Pagett de tener siempre razón.

—Ya he abierto todas las cajas, sir Eustace. La máquina de escribir se halla en perfecto estado.

—¿Qué quiere decir… todas las cajas?

—Las dos cajas pequeñas también.

—Le agradecería que no se excediese usted tanto en el cumplimiento de sus obligaciones, Pagett. Esas cajas pequeñas no tenían nada que ver con usted. Son propiedad de la señora Blair.

Pagett se quedó alicaído. Lo que más rabia le daba era cometer un error.

—Conque puede ponerse a empaquetarlas bien otra vez —le anuncié—. Cuando lo haya hecho puede salir a echar una mirada a su alrededor. Es probable que Jo’burg se haya convertido en un montón de humeantes escombros mañana; conque tal vez sea ésta la última ocasión que tenga de ver la ciudad.

Se me antojó que así me lo quitaría del paso, durante toda la mañana por lo menos.

—Deseo decirle una cosa, sir Eustace, cuando disponga de tiempo para escucharme.

—No lo tengo ahora —me apresuré a contestarle—. En este instante no tengo ni pizca de tiempo disponible.

Pagett se retiró.

—A propósito —dije, llamándole—, ¿qué contenían las cajas de la señora Blair?

—Unas alfombritas de piel y un par de… sombreros de piel, creo que son.

—Justo —asentí—. Los compró en el tren. Sí que son sombreros… de cierta clase… aunque no me extraña que dudara usted en reconocerlos como tales. Nada de particular tendría que se le ocurriera a la señora Blair estrenar uno en las carreras de caballos de Ascot. ¿Qué más había?

—Unos rollos de película y unas cestas…, muchas cestas…

—Me lo figuro. La señora Blair es una de esas mujeres que todo lo compran por docenas.

—Creo que eso es todo, sir Eustace, excepción hecha de unas cuantas chucherías, un velo de automovilismo, unos guantes… y cosas así.

—De no haber sido usted idiota de nacimiento, Pagett, hubiera comprendido usted desde el primer momento que nada de eso podría ser mío.

—Pensé que parte de ello pudiera pertenecer a la señorita Pettigrew.

—Ah, eso me recuerda… ¿Cómo se ha atrevido a escogerme una mujer de tan dudosa moralidad como secretaria?

Y le conté el interrogatorio a que se me había sometido. Me arrepentí inmediatamente porque noté en sus ojos un brillo harto conocido. Cambié de tópico a toda prisa. Pero era demasiado tarde. Pagett se había puesto en pie de guerra.

Se puso a matarme de aburrimiento con un largo relato, sin pies ni cabeza, de algo sucedido a bordo del Kilmorden. Se trataba de un rollo de película y una apuesta. De un rollo de película que un mayordomo —que debía haber tenido más sentido común—, había tirado por un portillo a medianoche. No me gustan las bromas pesadas. Así se lo dije a Pagett. Con lo que sólo conseguí que empezara a contarme la historia otra vez. Sea como fuere, es una verdadera calamidad contando cosas. No sabía hacerlo. Y tardé mucho rato en comprender aquello que deseaba contarme.

No volví a verle hasta el mediodía. Entonces entró rebosando de excitación, como un sabueso sobre la pista. Nunca me han gustado los sabuesos. Del borbotón de palabras que pronunció, saqué la consecuencia de que había visto a Enrique Rayburn.

—¿Cómo? —exhalé, con sobresalto.

Sí; había visto cruzar la calle a un hombre que estaba seguro que era Enrique Rayburn. Pagett le había seguido.

—¿Y con quién cree que le vi pararse a hablar? ¡Con la señorita Pettigrew!

—¿Cómo?

—Sí, sir Eustace. Y eso no es todo. He estado haciendo averiguaciones acerca de esa señorita.

—Aguarde un poco. ¿Qué fue de Rayburn?

—Entró con la señorita Pettigrew en la tienda de curiosidades de la esquina…

Exhalé una exclamación involuntaria. Pagett me miró interrogador.

—Nada —dije—. Prosiga.

—Aguardé a la puerta la mar de tiempo…, pero no salieron. Por fin, entré yo, sir Eustace… ¡no había nadie en el establecimiento! Tiene que haber otra salida.

Le miré boquiabierto.

—Como decía —continuó—, regresé al hotel e hice algunas preguntas acerca de la señorita Pettigrew.

Pagett bajó la voz y respiró con fatiga, como suele hacer siempre que pretende hablar con confianza. Dijo:

—Sir Eustace… se vio salir un hombre de su cuarto anoche.

—¡Y yo que la había considerado siempre una señorita de acrisolada honradez! —murmuré.

Pagett prosiguió, sin hacer caso:

—Subí inmediatamente y registré su cuarto. ¿Qué cree que encontré?

Sacudí negativamente la cabeza.

—Esto.

Pagett me enseñó una maquinilla de afeitar y una barra de jabón.

—¿Para qué había de tener semejantes cosas una mujer?

Supongo que Pagett nunca lee los anuncios de las revistas femeninas de la alta sociedad. Yo, sí. Aunque no tenía la menor intención de discutir el asunto con él, me negué a aceptar la presencia de la maquinilla de afeitar como prueba concluyente del sexo de la señorita Pettigrew. ¡Pagett es un hombre tan anticuado! Nada me hubiera sorprendido que hubiera presentado una pitillera en apoyo de su teoría. No obstante, hasta el propio Pagett tiene sus límites.

—No está usted convencido, sir Eustace. Bien, ¿qué me dice usted a eso, entonces?

Inspeccioné lo que esgrimía, triunfante.

—Parece pelo —observé sin disminuir cierta repugnancia.

—Lo parece y lo es. Creo que se trata de lo que llaman un tupé.

—¿De veras?

—Y ahora, ¿está usted convencido de que la Pettigrew es, en realidad, un hombre disfrazado de mujer?

—La verdad, amigo Pagett, creo que sí. Debí haberlo comprendido con sólo mirarle los pies.

—Bien; eso queda resuelto, pues. Y ahora, sir Eustace, deseo hablarle de mis asuntos particulares. No puedo dudar, por sus insinuaciones y por sus continuas referencias a la época en que estuve en Florencia que ha descubierto usted la verdad.

Por fin va a quedar revelado el misterio de lo que hizo Pagett en Florencia.

—Haga una confesión completa, amigo mío —le dije bondadosamente—. Es mucho mejor.

—Gracias, sir Eustace.

—¿Se trata del marido? Son una verdadera pejiguera los maridos. Siempre se presentan cuando uno menos lo espera.

—No lo entiendo, sir Eustace. ¿El marido de quién?

—De la dama.

—¿De qué dama?

—¡Bendito sea Dios, Pagett! ¿Qué dama ha de ser? La que conoció usted en Florencia. Tiene que haber habido una dama. No me diga que lo único que ha hecho ha sido cometer un robo en una iglesia o pegarle una puñalada trapera a un italiano porque no le gustaba su cara.

—No consigo comprenderle, sir Eustace. Supongo que bromea.

—Soy un hombre muy divertido a veces, cuando me molesto en serlo. Pero puedo asegurarle que no intento ser gracioso en este instante.

—Confiaba que, como se hallaba usted muy lejos de mí, no me habría reconocido, sir Eustace.

—Que no le habría reconocido…, ¿dónde?

—En Marlow, sir Eustace.

—¿En Marlow? ¿Qué diablos hacía usted en Marlow?

—Creí que comprendería usted que…

—Empiezo a comprender menos cada vez. Vuelva al principio de la historia y comienzo de nuevo. Fue a Florencia…

—Así, pues… ¡no está enterado después de todo! ¡Y no me reconoció!

—Al parecer, se ha adelantado usted innecesariamente… acobardado por su propia conciencia. Pero podré juzgar mejor el caso cuando haya oído la historia completa. Vamos. Tome aliento y empiece otra vez. Fue a Florencia…

—Es que no fui a Florencia. Ahí está la cosa.

—Pues, ¿a dónde fue usted entonces?

—Me fui a casa…, a Marlow.

—¿Qué diablos quería usted hacer en Marlow?

—Deseaba ver a mi esposa. Se hallaba muy delicada y esperaba…

—¿Su esposa? Pero ¡si yo no sabía que estuviese usted casado!

—No, sir Eustace; eso es lo que le estoy diciendo. Le engañé sobre este particular.

—¿Cuánto tiempo lleva casado?

—Un poco más de ocho años. Llevaba casado seis meses justos cuando entré a su servicio como secretario. No quería perder la colocación. No se suele admitir a un hombre casado como secretario interno. Conque oculté mi estado.

—Me deja usted sin aliento —observé—. ¿Dónde ha estado ella durante todos estos años?

—Tenemos alquilada una casita en Marlow, a orillas del río y no muy lejos de la Casa del Molino desde hace más de cinco años.

—¡Bendito sea Dios! —exclamé—. ¿Hay descendencia?

—Cuatro hijos, sir Eustace.

Le miré con cierto estupor. Debía de haber comprendido, desde el primer instante, que un hombre como Pagett no podía tener un secreto vergonzoso. La honradez de Pagett ha sido siempre mi pesadilla. Aquélla era la única clase de secreto que un hombre así podía tener: una mujer y cuatro hijos.

—¿Le ha dicho usted esto a alguna otra persona más? —le pregunté, por fin, después de haberle contemplado como fascinado durante un buen rato.

—Sólo a la señorita Beddingfeld. Salió a verme a la estación de Kimberley.

Seguí mirándole fijamente. Se puso nervioso bajo mi mirada.

—Espero, sir Eustace, que no estará usted seriamente enfadado conmigo.

—Mi querido amigo —murmuré—, no tengo inconveniente en decirle que… ¡buena la ha hecho usted!

Salí de bastante mal humor. Al pasar junto a la tienda de curiosidades de la esquina, me asaltó una tentación irresistible y entré. El propietario me sonrió obsequioso.

—¿Puedo enseñarle algo…? ¿Pieles? ¿Curiosidades?

—Deseo algo que salga de lo corriente —le contesté—. Lo necesito para una ocasión especial. ¿Qué puede usted ofrecerme?

—Tenga la amabilidad de pasar a la trastienda. En ella hallará muchas especialidades… extraordinarias.

Allí fue donde cometí un error. ¡Y yo que creí que estaba siendo tan listo! Le seguí a la trastienda oculta tras gruesos cortinajes.