Se continúa el relato de Anita
En cuanto llegué a Kimberley, telegrafié a Susana. Se reunió conmigo allí a toda prisa, anunciando su llegada por anticipado con telegramas expedidos por el camino. Quedé la mar de sorprendida al comprobar que me apreciaba mucho en realidad. Creí que yo no había sido para ella más que una novedad; pero me echó los brazos al cuello y lloró de verdad cuando volvió a verme.
Cuando nos hubimos rehecho un poco de nuestra emoción, me senté en la cama y le conté toda la historia, del principio al fin.
—Siempre sospechaste del coronel Race —dijo, pensativa, una vez terminé—. Yo no… hasta la noche en que desapareciste. ¡Le encontraba tan simpático desde el primer momento y creía ver en él tan buen esposo para ti…! Oh, Ana, querida, no te enfades, pero ¿cómo sabes que ese joven tuyo dice la verdad? ¿Crees a pies juntillas todo lo que él dice?
—¡Claro que si! —exclamé, indignada.
—Pero ¿qué encuentras en él que tanto te atrae? Yo no le veo nada, como no sea que es alocado y bien parecido, y que hace el amor con una mezcla de caíd y de hombre de las cavernas.
Descargué mi ira sobre Susana durante unos minutos.
—Como tú estás bien casada y te estás poniendo gorda, has olvidado la existencia del romanticismo.
—¡Oh! ¡No me estoy poniendo gorda, Anita! Con lo preocupada que me has tenido últimamente, debo de haberme quedado en los huesos.
—Pareces singularmente bien alimentada —le contesté con frialdad—. Debes de haber engordado tres o cuatro kilos por lo menos.
—Y habría que discutir eso de que estoy bien casada —continuó Susana, con melancólica voz—. He estado recibiendo cablegramas terribles de Clarence, en los que me ordena que vuelva inmediatamente a casa. Acabé por no contestarle y ahora hace quince días que no tengo noticias de él.
Me temo que no tomé muy en serio las preocupaciones matrimoniales de Susana. Sabrá convencer a Clarence divinamente cuando llegue el momento. Encaucé la conversación hacia el tema de los diamantes.
Susana me miró con la boca abierta.
—Te explicaré, Anita… En cuanto empecé a desconfiar del coronel Race, me quedé la mar de preocupada por los diamantes. Quería quedarme en las Cataratas, por si acaso te tenía secuestrada allí cerca, pero no sabía qué hacer con las piedras preciosas. Tenía miedo de conservarlas en mi poder…
Miró a su alrededor con inquietud, como si temiera que las paredes tuviesen oídos y luego me susurró vehemente al oído:
—Fue una idea magnífica —aprobó—. Para entonces, quiero decir. Ahora resulta un poco fastidioso eso. ¿Qué hizo sir Eustace de las cajas?
—Las grandes se expidieron a Ciudad de El Cabo. Recibí noticias de Pagett antes de irme de las Cataratas y, con ellas, adjuntó el recibo del lugar en que las había depositado. Y a propósito, sale de Ciudad de El Cabo hoy para reunirse con sir Eustace en Johannesburgo.
—Ya… —murmuré pensativa—. ¿Y dónde están las cajas pequeñas?
—Supongo que sir Eustace las tiene a su lado.
Reflexioné:
—Bueno —dije por fin—; es una complicación, pero creo que están seguros. Más vale que no hagamos nada de momento.
Susana me miró con una sonrisa.
—No te gusta estar sin hacer nada, ¿verdad, Anita?
—No mucho —repuse con sinceridad.
Lo que sí podía hacer era conseguir una guía de ferrocarriles y averiguar a qué hora pasaría por Kimberley el tren en que viajaba Pagett. Descubrí que llegaría la tarde siguiente a las cinco cuarenta, para volver a salir a las seis. Tenía deseos de ver a Pagett lo más aprisa posible y se me antojó aquélla una buena oportunidad. La situación se estaba poniendo muy seria en el Rand y podría transcurrir mucho tiempo antes de que se me presentara otra ocasión.
La única cosa que animó un poco el día fue un cable procedente de Johannesburgo. Un cable, cuyo contenido no podía parecer más inocente:
«Llegado sano y salvo. Todo marcha bien. Eric aquí. También Eustace, pero no Guy. No te muevas de dónde estás, de momento. Andy».
Eric era un seudónimo de Race. Lo había escogido yo, porque es un nombre que me es antipatiquísimo. No había nada que hacer, evidentemente, hasta que viese a Pagett. Susana se entretuvo expidiendo un cablegrama largo y apaciguador a Clarence. Se puso verdaderamente sentimental. A su manera —que, claro está, es distinta a más no poder de la mía y de Enrique— le tiene mucho cariño, demasiado, a Clarence.
—¡Ojalá estuviese aquí, Anita! —exclamó, con un nudo en la garganta—. ¡Hace tanto tiempo que no lo he visto!
—Ponte un poco de crema facial —le dije, consoladora.
Susana se frotó un poco de crema en la punta de su encantadora naricita.
—Y necesitaré más crema pronto, por añadidura —observó—. Y esta clase sólo se puede comprar en París —exhaló un suspiro—. ¡París!
—Susana —dije—, dentro de poco estarás harta a más no poder de África y de aventuras.
—Me gustaría un sombrerito que fuera elegante de verdad —contestó ella con añoranza—. ¿Quieres que te acompañe a ver a Pagett mañana?
—Prefiero ir sola. Le costará más trabajo hablar delante de las dos.
Así fue que me hallaba yo en la puerta del hotel a la tarde siguiente forcejeando con una sombrilla recalcitrante que se negaba a abrirse, mientras Susana yacía apaciblemente sobre la cama con un libro y una cesta de fruta.
Según el conserje, el tren se portaba bien aquel día y llegaría casi a su hora, aunque dudaba que lograse recorrer todo el camino hasta Johannesburgo. Me aseguró solemnemente que los huelguistas habían volado la vía. ¡Como para animar a cualquiera!
No me costó dar con Pagett.
—¡Ah, señorita Beddingfeld!, tenía entendido que había desaparecido usted.
—He vuelto a reaparecer —le dije en tono solemne—. Y, ¿cómo está usted, señor Pagett?
—Muy bien, gracias…, aguardando con ansiedad el momento de reanudar mi trabajo al lado de sir Eustace.
—Señor Pagett —dije—, quiero preguntarle una cosa. Espero que no se dará por ofendido. Depende de su contestación mucho más de lo que usted puede suponer. Deseo saber qué era lo que hacía usted en Marlow el ocho de enero pasado.
Experimentó un violento sobresalto.
—La verdad, señorita Beddingfeld… Yo… la verdad…
—Estuvo allí, ¿sí o no?
—Yo… Estuve allí por razones particulares, sí.
—¿Querría decirme qué razones eran ésas?
—¿No se las ha dicho ya sir Eustace?
—¿Sir Eustace? ¿Las conoce acaso?
—Casi estoy seguro de que sí. Había tenido la esperanza de que no me hubiese reconocido; pero, por las insinuaciones que ha hecho y sus comentarios, me temo que sí me reconoció. En cualquier caso, mi intención era confesar la verdad y presentar la dimisión. Es un hombre muy raro, señorita Beddingfeld, con un sentido humorístico anormal. Parece distraerle mantenerme como sobre ascuas. Seguramente ha conocido los hechos desde el primer instante. Es posible que los conozca desde hace mucho tiempo; varios años.
Confié en que, tarde o temprano, acabaría comprendiendo de qué hablaba Pagett. Él prosiguió:
—A un hombre de la posición de sir Eustace le es muy difícil colocarse en mi lugar. Sé que hice mal, pero me pareció un engaño inofensivo. Hubiese considerado más noble su proceder si me hubiera hablado claramente en lugar de permitirse toda suerte de bromas maliciosas a expensas mías.
Sonó un silbido y la gente empezó a subirse de nuevo al tren.
—Sí, señor Pagett —le interrumpí—. Estoy completamente de acuerdo con todo lo que dice sir Eustace. Pero, ¿por qué fue usted a Marlow?
—Hice mal; pero estaba justificado en las circunstancias… Sí; yo creo que en aquellas circunstancias puede perdonarse.
—¿Qué circunstancias? —le pregunté.
Pagett pareció darse cuenta por primera vez de que le estaba haciendo una pregunta. Su pensamiento se apartó de las peculiaridades de sir Eustace y de lo justificado de su caso y concentró en mí sus miras.
—Usted perdone, señorita Beddingfeld —dijo con cierta altivez—; pero no veo yo que sea cuenta de usted nada de todo eso.
Se hallaba a bordo del tren ya, y me hablaba asomado a la plataforma. Me sentí desesperada. ¿Qué podía hacer una con un hombre así?
—Claro está, es una cosa tan terrible, que se avergüenza usted de hablarme de ella… —empecé a decir, con rencor.
Había dado con su punto flaco por fin. Pagett se puso rígido y colorado.
—¿Horrible? ¿Avergonzarme? No lo comprendo.
—Pues, dígalo entonces.
Me lo dijo en tres breves frases. ¡Conocía por fin el secreto de Pagett! No era, ni mucho menos, lo que yo me había esperado.
Regresé lentamente al hotel. Allí me fue entregado un telegrama. Lo abrí. Contenía instrucciones detalladas y completas para que me dirigiera inmediatamente a Johannesburgo, donde me saldría al encuentro con un automóvil.
Y no iba firmado por Andy, sino por Enrique. Me senté en una silla y me puse a pensar con todas mis facultades en tensión.
Capítulo XXX
Se continúa el relato de Anita
En cuanto llegué a Kimberley, telegrafié a Susana. Se reunió conmigo allí a toda prisa, anunciando su llegada por anticipado con telegramas expedidos por el camino. Quedé la mar de sorprendida al comprobar que me apreciaba mucho en realidad. Creí que yo no había sido para ella más que una novedad; pero me echó los brazos al cuello y lloró de verdad cuando volvió a verme.
Cuando nos hubimos rehecho un poco de nuestra emoción, me senté en la cama y le conté toda la historia, del principio al fin.
—Siempre sospechaste del coronel Race —dijo, pensativa, una vez terminé—. Yo no… hasta la noche en que desapareciste. ¡Le encontraba tan simpático desde el primer momento y creía ver en él tan buen esposo para ti…! Oh, Ana, querida, no te enfades, pero ¿cómo sabes que ese joven tuyo dice la verdad? ¿Crees a pies juntillas todo lo que él dice?
—¡Claro que si! —exclamé, indignada.
—Pero ¿qué encuentras en él que tanto te atrae? Yo no le veo nada, como no sea que es alocado y bien parecido, y que hace el amor con una mezcla de caíd y de hombre de las cavernas.
Descargué mi ira sobre Susana durante unos minutos.
—Como tú estás bien casada y te estás poniendo gorda, has olvidado la existencia del romanticismo.
—¡Oh! ¡No me estoy poniendo gorda, Anita! Con lo preocupada que me has tenido últimamente, debo de haberme quedado en los huesos.
—Pareces singularmente bien alimentada —le contesté con frialdad—. Debes de haber engordado tres o cuatro kilos por lo menos.
—Y habría que discutir eso de que estoy bien casada —continuó Susana, con melancólica voz—. He estado recibiendo cablegramas terribles de Clarence, en los que me ordena que vuelva inmediatamente a casa. Acabé por no contestarle y ahora hace quince días que no tengo noticias de él.
Me temo que no tomé muy en serio las preocupaciones matrimoniales de Susana. Sabrá convencer a Clarence divinamente cuando llegue el momento. Encaucé la conversación hacia el tema de los diamantes.
Susana me miró con la boca abierta.
—Te explicaré, Anita… En cuanto empecé a desconfiar del coronel Race, me quedé la mar de preocupada por los diamantes. Quería quedarme en las Cataratas, por si acaso te tenía secuestrada allí cerca, pero no sabía qué hacer con las piedras preciosas. Tenía miedo de conservarlas en mi poder…
Miró a su alrededor con inquietud, como si temiera que las paredes tuviesen oídos y luego me susurró vehemente al oído:
—Fue una idea magnífica —aprobó—. Para entonces, quiero decir. Ahora resulta un poco fastidioso eso. ¿Qué hizo sir Eustace de las cajas?
—Las grandes se expidieron a Ciudad de El Cabo. Recibí noticias de Pagett antes de irme de las Cataratas y, con ellas, adjuntó el recibo del lugar en que las había depositado. Y a propósito, sale de Ciudad de El Cabo hoy para reunirse con sir Eustace en Johannesburgo.
—Ya… —murmuré pensativa—. ¿Y dónde están las cajas pequeñas?
—Supongo que sir Eustace las tiene a su lado.
Reflexioné:
—Bueno —dije por fin—; es una complicación, pero creo que están seguros. Más vale que no hagamos nada de momento.
Susana me miró con una sonrisa.
—No te gusta estar sin hacer nada, ¿verdad, Anita?
—No mucho —repuse con sinceridad.
Lo que sí podía hacer era conseguir una guía de ferrocarriles y averiguar a qué hora pasaría por Kimberley el tren en que viajaba Pagett. Descubrí que llegaría la tarde siguiente a las cinco cuarenta, para volver a salir a las seis. Tenía deseos de ver a Pagett lo más aprisa posible y se me antojó aquélla una buena oportunidad. La situación se estaba poniendo muy seria en el Rand y podría transcurrir mucho tiempo antes de que se me presentara otra ocasión.
La única cosa que animó un poco el día fue un cable procedente de Johannesburgo. Un cable, cuyo contenido no podía parecer más inocente:
«Llegado sano y salvo. Todo marcha bien. Eric aquí. También Eustace, pero no Guy. No te muevas de dónde estás, de momento. Andy».
Eric era un seudónimo de Race. Lo había escogido yo, porque es un nombre que me es antipatiquísimo. No había nada que hacer, evidentemente, hasta que viese a Pagett. Susana se entretuvo expidiendo un cablegrama largo y apaciguador a Clarence. Se puso verdaderamente sentimental. A su manera —que, claro está, es distinta a más no poder de la mía y de Enrique— le tiene mucho cariño, demasiado, a Clarence.
—¡Ojalá estuviese aquí, Anita! —exclamó, con un nudo en la garganta—. ¡Hace tanto tiempo que no lo he visto!
—Ponte un poco de crema facial —le dije, consoladora.
Susana se frotó un poco de crema en la punta de su encantadora naricita.
—Y necesitaré más crema pronto, por añadidura —observó—. Y esta clase sólo se puede comprar en París —exhaló un suspiro—. ¡París!
—Susana —dije—, dentro de poco estarás harta a más no poder de África y de aventuras.
—Me gustaría un sombrerito que fuera elegante de verdad —contestó ella con añoranza—. ¿Quieres que te acompañe a ver a Pagett mañana?
—Prefiero ir sola. Le costará más trabajo hablar delante de las dos.
Así fue que me hallaba yo en la puerta del hotel a la tarde siguiente forcejeando con una sombrilla recalcitrante que se negaba a abrirse, mientras Susana yacía apaciblemente sobre la cama con un libro y una cesta de fruta.
Según el conserje, el tren se portaba bien aquel día y llegaría casi a su hora, aunque dudaba que lograse recorrer todo el camino hasta Johannesburgo. Me aseguró solemnemente que los huelguistas habían volado la vía. ¡Como para animar a cualquiera!
No me costó dar con Pagett.
—¡Ah, señorita Beddingfeld!, tenía entendido que había desaparecido usted.
—He vuelto a reaparecer —le dije en tono solemne—. Y, ¿cómo está usted, señor Pagett?
—Muy bien, gracias…, aguardando con ansiedad el momento de reanudar mi trabajo al lado de sir Eustace.
—Señor Pagett —dije—, quiero preguntarle una cosa. Espero que no se dará por ofendido. Depende de su contestación mucho más de lo que usted puede suponer. Deseo saber qué era lo que hacía usted en Marlow el ocho de enero pasado.
Experimentó un violento sobresalto.
—La verdad, señorita Beddingfeld… Yo… la verdad…
—Estuvo allí, ¿sí o no?
—Yo… Estuve allí por razones particulares, sí.
—¿Querría decirme qué razones eran ésas?
—¿No se las ha dicho ya sir Eustace?
—¿Sir Eustace? ¿Las conoce acaso?
—Casi estoy seguro de que sí. Había tenido la esperanza de que no me hubiese reconocido; pero, por las insinuaciones que ha hecho y sus comentarios, me temo que sí me reconoció. En cualquier caso, mi intención era confesar la verdad y presentar la dimisión. Es un hombre muy raro, señorita Beddingfeld, con un sentido humorístico anormal. Parece distraerle mantenerme como sobre ascuas. Seguramente ha conocido los hechos desde el primer instante. Es posible que los conozca desde hace mucho tiempo; varios años.
Confié en que, tarde o temprano, acabaría comprendiendo de qué hablaba Pagett. Él prosiguió:
—A un hombre de la posición de sir Eustace le es muy difícil colocarse en mi lugar. Sé que hice mal, pero me pareció un engaño inofensivo. Hubiese considerado más noble su proceder si me hubiera hablado claramente en lugar de permitirse toda suerte de bromas maliciosas a expensas mías.
Sonó un silbido y la gente empezó a subirse de nuevo al tren.
—Sí, señor Pagett —le interrumpí—. Estoy completamente de acuerdo con todo lo que dice sir Eustace. Pero, ¿por qué fue usted a Marlow?
—Hice mal; pero estaba justificado en las circunstancias… Sí; yo creo que en aquellas circunstancias puede perdonarse.
—¿Qué circunstancias? —le pregunté.
Pagett pareció darse cuenta por primera vez de que le estaba haciendo una pregunta. Su pensamiento se apartó de las peculiaridades de sir Eustace y de lo justificado de su caso y concentró en mí sus miras.
—Usted perdone, señorita Beddingfeld —dijo con cierta altivez—; pero no veo yo que sea cuenta de usted nada de todo eso.
Se hallaba a bordo del tren ya, y me hablaba asomado a la plataforma. Me sentí desesperada. ¿Qué podía hacer una con un hombre así?
—Claro está, es una cosa tan terrible, que se avergüenza usted de hablarme de ella… —empecé a decir, con rencor.
Había dado con su punto flaco por fin. Pagett se puso rígido y colorado.
—¿Horrible? ¿Avergonzarme? No lo comprendo.
—Pues, dígalo entonces.
Me lo dijo en tres breves frases. ¡Conocía por fin el secreto de Pagett! No era, ni mucho menos, lo que yo me había esperado.
Regresé lentamente al hotel. Allí me fue entregado un telegrama. Lo abrí. Contenía instrucciones detalladas y completas para que me dirigiera inmediatamente a Johannesburgo, donde me saldría al encuentro con un automóvil.
Y no iba firmado por Andy, sino por Enrique. Me senté en una silla y me puse a pensar con todas mis facultades en tensión.